No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



miércoles, 2 de mayo de 2012

SOBRE EL 5 DE MAYO

  LA BATALLA DEL 5 DE MAYO DE 1862. CARÁCTER DEL MEXICANO E IMAGINARIO COLECTIVO.
Por Andrés López Sánchez.
ENSFEP.
Historia. 4º.

Para Aldo Mateo, mi pequeño liberal.   
I
Carecería de fundamento suponer en México, ya no la existencia, sino aun la mera posibilidad de una cultura de primera mano, es decir, original, porque sería biológicamente imposible hacer tabla rasa de la construcción mental que nos ha legado la historia. No nos tocó venir al mundo aislados de la civilización que, sin ser obra nuestra, se nos impuso, no por azar, sino por tener con ella una filiación espiritual. En consecuencia, es forzoso admitir que la única cultura posible entre nosotros tiene que ser derivada.
Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México (1934). 

Más allá de lo que la historiografía pueda decirnos, el culto a las gestas heoicas y a figuras idealizadas es práctica recurrente en el ámbito del estudio de la historia  mexicana. Este gusto por la “biografía express” y los altares inconclusos de nuestra historia, son tarea preponderante a la hora de crear un corpus integratio que defina el tránsito del México independiente al México contemporáneo. En doscientos años de vida independiente, nada ha motivado más el discurso político que la recurrente polarización de batallas, héroes, adalides, efigies rimbombantes que significan una aceptación de nuestra nacionalidad y reafirman el carácter panegírico del mexicano. Redentores mesiánicos, redenciones vivas, mártires populistas, víctimas de la incomprensión: son el resultado de un desonocimiento perenne de nuestra historia. Y no sólo eso: han motivado discusiones acaloradas sobre la validez de un hecho (piénsese, por ejemplo, en la vida disipada de Hidalgo,  el concubinato del cura Morelos,  la “valentía” de los  Niños héroes de Chapultepec, la rectitud de Juárez,  la beatitud de Madero, el oprtunismo bandoleril de Villa, etc.). Sin embargo, un hecho incuestionable, una gesta gallarda e inconmensurable, ha recorrido ya 150 años de vida histórica sin que los problemas de uno u otro bando político o social, lo hayan perturbado.  La Batalla del  5 de mayo de 1862 es un  dudoso “laurel” que Zaragoza entregó a la Nación, como reza el Himno al estado de Puebla. Y lo es porque en un país carente de laureles de ese tipo, la  inesperada victoria en una batalla al poderoso ejército francés, invicto desde la guerra de Crimea, veinte años antes,  resulta poco creíble en términos de conclusión del conflicto armado entre México y Francia si tomamos en cuenta la carestía de armamento, la poca preparación de la milicia mexicana (y, dicho sea de paso, del mismo General del Ejército de Oriente, Ignacio Zaragoza, quien, recordemos, había subido al mando luego de la dimisión del Gral. López Uruaga, sólo cuatro meses antes de la batalla) y la superioridad táctica de los oficiales franceses. ¿Por qué entonces, contra esas adversidades fundamentales en cualquier batalla, Zaragoza y su gente derrotaron a los tres batallones  franceses que rodearon los fuertes del Loreto y Guadalupe el mediodía del lunes 5 de mayo de 1862? Una reflexión rápida nos daría una respuesta rápida: los mexicanos superaban en número a los franceses. ¿Bastaba con eso? ¿No acaso sería un golpe de suerte que soldados mal armados puedieron sortear las descargas de artillería que disparaban los franceses desde puntos estratégicos?
La historia señala que las descargas de artillería no fueron eficaces ante la elevación del terreno. En cuestión de dos horas, los franceses había terminado la mitad de la reserva de artillería sin haber causado bajas importantes el ejército mexicano,  por lo que el Gral. Lorencez ordena la avanzada de las tropas de infantería –formada principalmente por zuavos, que eran menospreciados por los oficiales franceses pero utilizaban como carne de canón y eran, a la hora de la batalla, feroces combatientes- con resultados desastrozos: los generales Negrete, Berriozábal y Álvarez, cada uno a cargo de una fuerte caballería, repliegan a los franceses en cuestión de minutos.  Veamos qué dice la historia oficial:

El asalto francés no resultó simultáneo sino sucesivo, debido a las condiciones del terreno. La primera columa, que debía asaltar el fuerte por el lado Norte, avanzó con relativa facilidad pero encontró fuerte resistencia al chocar contra los batallones de la Brigada de Berriozábal y  Cuerpo de Cazadores de Morelia, de la División Negrete. El comandante Morand se vio obligado a ordellar el repliegue, no sólo por el fuego de la infanteria y la artillería mexicanas sino por el fuego que provenía del fuerte de Loreto y que tomaba de franco a sus tropas (Garfias Magaña: 20).

Y luego:

Eran aproximadamente las 15:30 hrs, cuando en la llanura Noreste de Puebla el Gral. Porfirio Diaz, con los cuerpos de su brigada: los Escuadrones Trujano, Lanceros de Oaxaca y Toluca y dos piezas de artilleria, contuvo y rechazó a otra columna enemiga que se adelantó siguiendo el camino de Veracruz. Los persiguió durante un corto trayecto, ya que su columna recibió órdenes de Zaragoza de detenerse, pues juzgó peligroso seguir atacando a los franceses, según su opinión: "Derrotados como estaban, tenían más fuerza numérica que la mía". Esta acción del Gral. Díaz obligó al ejército intervencionista a replegarse a la Hacienda de Remetería y al Rancho de San José para hacerse fuerte. La retirada del Cuerpo Expedicionario francés continuó al oscurecer y se llevó a cabo en buen orden, replegándose escalonadamente las unidades de los coroneles L'Heriller y Gambier hasta la Hacienda de los Álamos, donde llegaron los heridos (Garfias Magana: 21).

                En el imaginario colectivo mexicano, la batalla del 5 de mayo no acepta contradiccciones: el grito de victoria es unívoco. No importan datos irrelevantes ni nombres olvidables. Todo pasa en un día y es en ese lunes 5 de mayo de 1862 cuando la historia de México se detiene, da un vuelco, gravita sobre sí misma y se rehace para avanzar sobre la República restaurada, el Porfiriato, la Revolución, la consolidación del Estado mexicano y el México contemporáneo. Pobres de hazañas, el mexicano debe conformarse con una victoria que no fue relevante en términos de guerra, aunque sí en sensiblería, patrioterismo y aceptación de nacionalismo. Pocos recuerdan que después de la humillante derrota en Puebla, Napoleón III decidió reforzar su actitud invasora y, al mando del prestigioso general Forey, envió treinta mil efectivos que en 62 días habían sometido al ejército mexicano al mando del ilustre general González Ortega.  Puebla no tuvo 62 días. El 17 de mayo caería víctima de los embates de renovadas brigadas francesas (González y González: 113).  12 días duró el estupor y algarabía, la conciencia de por fin haber encontrado un sentido nacional, y sobre todo, la demostración que ante militares petulantes y nobles sanguíneos, el mexicano no era ni mejor ni peor.
            El motivo –el pretexto- de este ensayo es mostrar que el carácter del mexicano, el imaginario colectivo, la trama novelesca nacionalista y patriotera de los gobiernos en turno y las políticas educativas se funden para crear un supuesto donde no importa la validez del hecho, sino su creencia casi irrefutable hasta convertirse en verdad. Si bien la batalla del 5 de mayo es un episodio de la historia nacional que se ha mantenido estático durante 150 años y no ha aceptado una evolución propia de cualquier hecho histórico, la sociedad mexicana sí ha evolucionado, y es aquí donde entra el tema de análisis, porque el concepto de historia nacional muta según el discurso gubernamental en turno y con él el sentido de unificación nacional. Hay que resaltar también que, como señala Luis González y González, los actuantes y responsables de los cambios históricos-sociales son monorías rectoras, personajes notables y figuras señeras, no “masas sin rostro ni adalides archidibujados” (González: 127). La masa sirve, en este sentido, como un nutrido campo experimental de sentimientos encontrados, charlatanería, devoción cuasi religiosa y, en muchos casos, vil engaño.   
Es este, pues, en una primera parte, un recorrido por el carácter del ser histórico del mexicano, sus dobleces y suturas, sus manías y obsesiones, sus regresiones y digresiones. Intenta ser, en una segunda, una revaloración de nuestros hermanos indígenas, que, entre otras cosas, siempre han partcipado activamente en cada uno de los conflictos armados que nuestro País (recordemos la valiosa y acaso decisiva participación de los indígenas zacapoaxtlas al mando del general Miguel Negrete en la Batalla de Puebla), algunas veces engañados con promesas de cambio, otras llevados por el más fiel espíritu revolucionario (mención a parte serían los indígenas zapatistas, los de don Emiliano y los de don Marcos), pero los más porque no tienen de otra.  Una última parte hace una valoración de la Batalla del 5 de mayo a 150 años de realizada, el uso mediático que a últimas fechas se le ha dado a la misma, el despilfarro de recursos para la celebración y cómo puede reinventarse el 5 de mayo para crear una máscara  que proyecta unidad nacional.

II
Un país sin crítica es un país ciego.
Octavio Paz.

La relación del México contemporáneo con su pasado es ambivalente. Por un lado, quienes defienden el nacionalismo  abigarrado donde la heterogeneidad es la punta de lanza que nos da identidad, reconocen que ese nacionalismo es resultado de múltiples factores que confluyeron en cierto periodo histórico convulso y trascendente para la historia occidental. Es decir, la Conquista fue el resultado de un periodo especialmente álgido, y, si tomamos la premisa de Bloch, que dice que a todo periodo convulso le preceden grandes avances para la humanidad, entonces justificaríamos la acción española como necesaria. Por otro lado están los nacionalistas puros, aquellos que dicen que la historia de México comienza con el grito de Dolores y la acción del cura Hidalgo al lanzarse contra el yugo español. Los nacionalistas puros defienden la postura de intelectuales que dicen que el pasado indígena mexicano (y americano) es mera invención, como si este eufemismo filosófico (inventar, crear a partir de la ficción, o sea, de algo inexistente) validara y, de un plumazo, terminara con  más de dos mil años de tradición ancestral. En una última categoría están aquellos que piensan que el pasado mexicano es folklórico, que reconocen que hay una filiación racial entre mexicas, nahuas, toltecas, zapotecas, mayas, etc., con criollos y mestizos y los mexicanos actuales, y quizá piensen que merecen cierto respeto, pero nada más. No hay conexión ideológica ni intelectual entre unos y otros. Desafortunadamente, el grueso de la población se encuentra adscrito, consciente o inconscientemente, en esta categoría.
Es demostrable históricamente que los gobiernos en turno han cedido el interés a lo sucedáneo y maniqueo que a lo trascendental y genealógico. La Historia con mayúscula contra las pequeñas historias minúsculas que no sirven salvo como anecdotario de hechos más o menos verosímiles y, acaso, olvidables. Así, durante muchos años se dio prioridad (y se sigue dando) al especial interés del gobierno de dotar al mexicano de cierta cultura nacional, pensando que esto los convertirá en buenos ciudadanos, conocedores de su pueblo, proyectores de una identidad bien definida. Sin embargo, se han empeñado en enterrar en el olvido a aquellas culturas que fueron y son semillero de nuestra multiculturalidad, priorizando por gestas militares, altares inconclusos, efigies de dudosa calidad moral, acciones que más que dar crédito a nuestra Nación la enturbian más. La escuela, espacio idóneo para alcanzar la identidad mexicana, se ha convertido en la principal detractora en la pugna ideal para descargar todo el antinacionalismo existente en las esferas gubernamentales. Quienes están encargados de la políticas culturales educativas, han olvidado que para el grueso de la población, la escuela es el único espacio donde tendrá acceso a libros y ha cierto estudio parcializado de  nuestra pasado histórico. A esto, en vez de elevar el nivel de horas/clase a materias como Historia de México, se han reducido en un 50% de 1993 a la fecha, datos palpables si revisamos los  Planes de estudio de Educación Básica de 1993, 2006 y 2011. ¿En qué afecta el desconocimiento de nuestras raíces?
            La mayor afectación es en el deterioro de los valores verdaderamente mexicanos. México es producto de una simbiosis rara y compleja que ha cultivado en su interior un dejo de ironía y amargura. La visión que de lo “mexicano” tienen en el extranjero se reduce a tres aspectos: el tequila, el mariachi y el charro enamorado y huevón. Esto se refuerza con comentarios hirientes en torno a la poca disponibilidad del mexicano al trabajo, su haraganería, sus “indios” ladinos que enturbian el progreso. Los tres aspectos arriba mencionados, que paradójicamente son los referentes inevitables de México ante el Mundo, son expresiones que llevan en su flujo vital lo español e indígena, lo mestizo. El grato sabor del tequila que era tomado por sacerdotes indígenas en ceremonias; la mezcla de sonidos del mariachi, alma mexicana y española; el charro enamorado de porte español que viste traje de lino con sombrero de hilos de plata y mancuernas doradas, pero que en el fondo es indio que ha subido en la escala social.  

III
Un hombre –y esta es su mayor suerte- es un ser plural, múltiple, y sólo puede vivir por cierto tiempo como si no lo fuese.
Elías Canetti.

Languidecen entonces las posturas críticas a favor de la reconstrucción del tejido social de  mexicanos que sobreviven de las miserias que los gobiernos han dejado en la mesa y que millones de mexicanos se apresuran a tragar pero no masticar. Si la misma escuela previene a los estudiantes de la imposibilidad de ser incluyentes, ¿qué podemos esperar de miles de burócratas que medran de los recursos que millones de mexicanos pagamos? Sólo hasta 1994, cuando toda la parafernalia social provocada por el movimiento armado de Chiapas centró la atención en este problema inpostergable, los gobernantes levantaron la cara y reconocieron a los indígenas como ciudadanos. Antes de esto, no tenían derecho a voto, eran excluidos de cualquier decisión significativa (no eran de agenda prioritaria), o ni siquiera eran considerados como mexicanos. Esta exclusión vitalicia tiene tintes políticos, burgueses y tecnócratas, con calificativos, declaraciones y eufemismos varios: “el indígena no produce, no es apto para algún trabajo calificado, no serviría para trabajar en una fábrica y producir, producir que es lo que México necesita para salir del atraso; el indígena es sucio, torpe, iletrado, vulgar, paranoico, ladino, receloso, vengativo, sumiso,  huero; el indígena causa admiración en el extranjero porque forma parte de  culturas casi extintas, y si no están extintas es gracias a que el Gobierno ha actuado en consecuencia para proteger sus intereses; el indígena vive en un mundo aparte, no está en sintonía con el México actual, el México de los rascacielos y autopistas, de progreso por todos lados; en pocas palabras: el indígena no es mexicano”.
            En El laberinto de la soledad,  Octavio Paz hace el primer análisis a conciencia de la actitud del mexicano para con los mexicanos. Ya desde 1950, fecha de la publicación del libro, Paz veía al mexicano como un ser receloso, malicioso, que buscaba la primera oportunidad para buscar partido de los demás, así sea a costa del sufrimiento ajeno. Contrariamente, Paz describía al mexicano como solidario cuando la vox populi lo requería; ajeno a la inmundicia  donde vivía (arrabales, rancherías olvidadas en páramos inmensos, vecindades hacinadas, zonas geográficas que apenas habían tenido contacto humano), el mexicano se solidarizaba con su gente, era capaz de quitarse la camisa por alguien desconocido. Paz menciona, en repetidas ocasiones, la palabra estoico para referirse al mexicano; en este sentido,  el estoicismo puede tener dos significados: por un lado, el estoico es el insensible, el que no siente miedo; por otro, el estoico es aquel ser que logra reponerse a las adversidades por puro instinto, por ganas de vivir. Esta actitud estoica está plenamente relacionada con el culto a la muerte, el respeto irónico, si podemos llamarlo así. Al adorar a la muerte, el mexicano está asegurando su paso a la otra vida de manera afable, sin mayores trámites que el trato directo con la misma muerte. A esto, hay que agregar que la Conquista significó un duro golpe emocional al alma mexicana de la cual, pese a quien le pese, no nos hemos recuperado. El exterminio, la persecución, la imposición de una religión ajena incluso para aquellos que la traían como producto de importación, el sometimiento y la conversión son lastres que el mexicano (y el indígena principalmente) llevan a cuestas con estoicismo.
            Desde la publicación del libro de Paz y el México contemporáneo, median más de sesenta años. En estos años, México ha conocido cierta estabilidad monetaria, avance progresivo, el asentamiento de los principios revolucionarios que dieron sustento a la creación de instituciones que permanecen hoy día, conflictos estudiantiles que nos centraron a la par de países europeos, guerrillas, devaluaciones, transformación urbana, enriquecimiento de unos pocos, pobreza, marginación, desastres naturales, transición democrática, dogmas de fe que, aunque rebatidas, siguen formando la educación moral de nuestro pueblo. ¿Ha cambiado la actitud del mexicano, después del análisis de Paz?  
Según Alan Frinkelkraut, las sociedades ajustan su personalidad al momento histórico que viven. Así, es notable un cambio de actitud en países europeos después de la experiencia traumática de la Segunda Guerra Mundial, principalmente en Alemania e Italia. El conflicto en Vietnam, por ejemplo, sensibilizó al pueblo norteamericano, antaño impasible y pragmático, y lo puso a pensar en la actitud belicista de su país, postura que ha seguido al impulsar acciones de rechazo a las intervenciones en Irak y Afganistán. En México, las cosas son distintas. El mexicano prefiere callar para no afectar sus intereses; prefiere el desconocimiento al conocimiento con causa; prefiere el servilismo al amor propio.  El mexicano calló ante la matanza de yaquis en Sonora, ante Cananea y Río Blanco, ante la persecución religiosa durante la Cristiada, ante los asesinatos políticos durante las protestas del 59, ante la matanza de Tlatelolco de 1968, el Halconazo del 71, los desaparecidos en la guerra sucia, los robos electorales de 1988 y 2006. Calló ante Acteal y Chenahló, Aguas Blancas y  Hermosillo, Ocosingo y Cuernavaca. Calló ante los asesinatos de  Zapata, Villa, Carranza y Obregón; ante Lucio Cabañas, Carlos Madrazo, Manuel Clouthier, Luis Donaldo Colosio,  los Ruiz Massieu, el cardenal Posadas, y tantos más. Calló ante la negligencia que causó la muerte de 40 niños en la guardería ABC de Hermosillo. Ha callado ante 60 mil muertes de esta lucha fraticida y sin sentido contra el narcotráfico. Ha callado.
IV
¿Y el indígena? ¿Cuál es su papel en el México del siglo XXI? ¿Las políticas integracionistas del gobierno en turno han cobijado a los pueblos indígenas?  Históricamente relegado, el indígena tiene que mutar para sobrevivir. En tiempos donde lo apremiante es la rapidez, el movimiento tecnológico y mediático, y la conexión global, el único resquicio que le queda al indígena mexicano es integrarse a un modus vivendi que le es ajeno, que ignora pero tiene que formar parte de él para conservar, cuando menos en una práctica ancestral e infrecuente, sus raíces. Si el impedimento es el idioma, se olvida de él para pasar desapercibido en una sociedad donde las variaciones se disimulan con ropa nueva y un auto del año. Lo multiétnico es visto como un rasgo multiculturalidad; un indígena zoque o maya bien puede estudiar un doctorado en Antropología en la UNAM, o servir como lavaplatos en el restorán de un hotel cinco estrellas en Cancún. Si el impedimento es el color de piel, el aspecto rudo y descuidado, nada mejor que un buen baño de civilidad para aprender a combinar una camisa, un buen peluquero que ajuste el color del cabello al tono de piel, quizá con el tiempo un vehículo propio, aprender ciertas palabras rimbombantes, mezclarse con las clases media y alta en el centro comercial de moda. O migrar hacia fronteras más equitativas aunque igual de discriminatorias. Servir en los fértiles campos de California y las Carolinas; lavar y fregar pisos en Atlanta y Nueva York; vender tamales en Los Ángeles y San Antonio; trabajar en construcciones de Houston, Dallas o San Francisco.  El futuro no es promisorio para el indígena mexicano. Los pueblos están en franca desaparición, a pesar del esfuerzo de algunos gobiernos locales para cederles cierta autonomía para sean ellos  quienes reactiven sus vasos comunicantes. Muchos prefieren hacer caso omiso; otros, conscientes que es cuestión de tiempo, prefieren integrase a las sociedades actuales. En plena desventaja, el indígena mexicano muta, se transforma, asimila y se olvida de sí mismo paulatinamente.  



V
La historia mexicana tiene páginas negras, vergonzosas, que daríamos mucho por poder borrar; tiene páginas heroicas, que quisiéramos ver impresas con letra mayor.
Daniel Cosío Villegas.

A 150 años, la Batalla de Puebla ha encontrado acomodo en la idiosincracia del mexicano casi sin proponérselo. No se trata de una sola batalla, que en nada detuvo el avance francés, sino se trata de la reafirmación de identidad nacional que se circunscribe al parnaso liberal, forjado por gente de la talla de Juárez, Lerdo, Altamirano e Ignacio Ramírez “el Nigromante”. El 5 de mayo es la victoria contra el imperio francés pero también es la victoria del liberalismo masón contra el conservadurismo religioso. Porque el 5 de mayo es hijo legítimo del Congreso Constituyente de 1856, sigue esa línea liberal (la mayoría de los generales que enfrentaron a Francia eran liberales) que intenta fraguar un estado laico, democrático, en contra del recio, hermético y religioso estado conservador. Una  victoria con implicaciones nacionales desde el mismo día de librada, aunque los conservadores intentaron opacarla con la impuesta imperial de un archiduque austriaco. De cualquier forma, el latigazo emocional estaba dado: ni los mismos liberales pensaron en  las implicaciones morales, patrióticas y bélicas que tendría la victoria contra los franceses. ¿De qué forma, entonces, se nutre el carácter mexicano con este y otros episodios históricos de primera línea? Veamos algunas reflexiones.
            La historia no debe deslindarse de los procesos sociales, como querían los historiadores anticuarios, sino precisamente el discurso histórico debe desentramar el andamiaje social, buscando una reflexión inteligente que los sitúe en su realidad. No debe quedarse en el dato duro, sino dilucidar ese dato, apropiarse de él. Si bien la historia no incide en la acción social (como podría hacerlo una postura ideológico/política), por medio de la historia se es capaz de incidir en el propio comportamiento al rescatar valores y retomar normas de conducta, y es aquí en donde entra la función, según lo veo, primordial de la historia: la construcción de un ideario nacionalista con vista a la creación de una identidad propia. Esto lo han sabido aprovechar muy bien los encargados de llevar sobre sus hombros la construcción de un proyecto de nación, quienes recurren a la constante vitalización de gestas heroicas, hazañas bélicas, fechas-símbolo, modelos de conducta que forman efigies inseparables de fuerza, decisión y valentía. Esta función, según Carlos Pereyra, “pedagógica de la historia” (Pereyra: 19), ha construido el ideario ideológico-político de naciones enteras. Es más fácil tocar el sentimentalismo nacional por medio de una gesta heroica, que proponiendo una reflexión que exima cualquier dejo de duda sobre la relativa validez de la misma.  La memoria colectiva tiende a efectuar un proceso de hacinamiento emocional, en donde es más valioso ensalzar y enorgullecer que reflexionar y cuestionar.
            La génesis de un pueblo vale por su encumbramiento nacional,  tanto como proceso social  como proceso de aceptación de identidad. El historiador duro refiere hechos que dan sentido a un presente un tanto turbio (puesto que no se detiene a analizarlo), y es aquí donde la historia no cumple con su objetivo: no se trata sólo de trasponer el dato, sino hay que desentrañar todo el proceso social que lo llevó hasta allí. Sin afán de retomar el discurso marxista, debemos mencionar que una de las funciones ideológicas de la historia es que actúa en el contexto de las clases sociales, en menor o mayor medida. Es decir, las clases sociales son afectadas por la puesta en escena del discurso histórico, y esta afectación, para bien o para mal, es utilizada por el discurso “oficial” para dotar al ciudadano de un sentido nacionalista que limita, en buena medida, su capacidad de reflexionar sobre el momento histórico quele toca vivir. En este sentido, son las clases dominantes las que poseen la última palabra que legitima -o no-  un discurso histórico en específico, relegando a las clases minoritarias a ser mero espectadoras de una puesta en escena imparcial, dogmática, inequitativa que vela por los intereses de uno, a la sombra del otro.
            Los historiadores al servicio del Estado han creado este efecto. El discurso (y la visión) de los vencidos contra el discurso (y la visión) de los ganadores, choca de lleno con aquellas clases que, en su momento, vieron afectados sus intereses económicos, y que vieron a las huestes de militares, bandoleros, campesinos y sátrapas oportunistas que azolaron el país durante años, cercano al regreso a un estado sin ley. Y retomo una cita de Chesneaux (utilizada por Pereyra):


El control del pasado y de la memoria colectiva por el aparato de Estado actúa sobre las ‘fuentes’… Este control estatal da por resultado que lienzos enteros de la historia del mundo no subsistan sino por lo que de ellos han dicho o permitido decir los opresores… la ocultación es uno de los procedimientos más corrientes en este dispositivo de control del pasado por el poder.

Y sí, cuando menos en nuestro contexto, quien controla el pasado controla el presente, con vías vivir en un futuro incierto.
VI
La historia no tiene libreto.
Alexander Herzen

              En 2012 se cumplen 150 años de la Batalla de Puebla. Apenas en el mes de febrero, el Congreso del Estado de Puebla aceptó un exorbitante presupuesto para las festividades: 1200 millones de pesos. Exposiciones, obras de teatro, publicaciones de libros, talleres, festivales musicales, desfiles, propaganda mediática e impresa en medios nacionales e internacionales, en fin, un exceso en términos de significación histórica pero no en aceptación política. El 150 aniversario de la Batalla de Puebla caerá en un periodo histórico especialmente álgido en nuestro País; y es por ello que los tres niveles de gobierno buscan sacar partido de esta fecha. En año electoral, la demostración de un ideario nacional que convenza a los votantes indecisos, significaría sacar partido de un jugoso festín que será visto por todo el País, anarbolando banderas de la democracia, la igualdad, la valentía, el liderazgo o el simple populismo mediático. No está mal que el Gobierno tenga intención de conmemorar esta fecha, el problema es el doble fondo (moral y político): es una festividad con tintes azuloides, un pastel que se reparte entre pocos, aunque el mensaje explícito sea: Todos somos mexicanos. La Batalla en azul, el despilfarro de recursos que buena falta hacen en otros rubros. Pero así es el mexicano: despilfarra en invitar a gorrones voraces aunque la cruda financiera le demore el resto del sexenio. Y pasará igual que la celebración del Bicentenario y el Centenario: sin pena ni gloria atravesará el imaginario colectivo, que no necesita de reafirmaciones sino de soluciones, en una sociedad que ya no se cree la  trama telenovelesca del Gobierno y los medios de comunicación, y cada vez –y con más fuerza- exige resultados.  La historia, cono señala Herzen, no acepta libretos ni libelos de poca monta escritos por chupatintas y mercenarios intelectuales al servicio del Estado. El tiempo de cocción intelectual de la sociedad mexicana está todavía en término medio, a pesar que ya hay muestras de una madurez crítica construida a base de reveses, sinsabores, caídas y cismas irrecuperables.
Lejos de ser una celebración social, la conmemoración de la Batalla es una óptima plataforma política para que el Gobierno Federal y el estatal se jacten de abanderar una causa nacional.
                                                      

BIBLIOGRAFÍA
  1. Garfias Magaña, Luis (1992). La Batalla del 5 de mayo de 1862. México: Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana.
  2. González y González, Luis (1989). Todo es historia. México: Cal y Arena.
  3. Krauze, Enrique (2003). Travesía liberal. México: Tusquets.
  4. Monsiváis, Carlos (2000). Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina. Barcelona: Anagrama.
  5. Paz, Octavio (1997). El laberinto de la soledad. México: FCE.
  6. Pereyra, Carlos y otros (1980). Historia ¿para qué? México: Siglo XXI.