No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



domingo, 27 de marzo de 2011

BILL MURRAY


Para todos los fanáticos de Bill Murray, rescato este excelente artículo que, con motivo de la aparición de Broken Flowers (2006), escribió el novelista y ensayista argentino Rodrigo Fresán. Fresán analiza la trayectoria fílmica de Bill Murray, desde su recentísimo papel en Broken Flowers de Jim Jarmush, hasta sus orígenes, pasando por sus mejores películas, y sin renunciar a sus tropiezos. Para Fresán, Murray pertenece a la saga de los raros y alternativos, los actores siempre fieles a sí mismos, como Buster Keaton y Marlon Brando.


BILL MURRAY, EL HOMBRE INVISIBLE. En Broken Flowers —el nuevo y excelente film de Jim Jarmusch, ganador del Grand Prix en el último Festival de Cannes— Bill Murray vuelve a hacer lo que mejor hace: desaparecer para así ser más visible que ningún otro. Personas ni buenas ni malas pero, invariablemente, excelentes personajes. Broken Flowers prolonga la buena racha iniciada con Rushmore, The Royal Tenenbaums, Lost in Translation y The Life Aquatic. Me explico: un método actoral donde mucho menos es mucho más y cada mínimo gesto cuenta y "lo cómico" no está reñido en absoluto —sino todo lo contrario— con "lo trágico". Cuerpo normal y cara de nada (el rostro de Murray casi como una pantalla donde proyectar nuestro propio rostro) y allá vamos. Porque las películas con Bill Murray son, siempre, películas de Bill Murray. Y está bien que así sean y que así sea. VER. Como el mismo Bill Murray explica en una entrevista incluida en el DVD de Rushmore —la pequeña gran película que lo elevó a esas alturas de las que ahora disfruta— lo suyo es: "llevar el control de mi carrera; escoger guiones buenos sin preocuparme demasiado si lo que me tocará es un protagónico o un secundario; y disfrutar de este gratificante equívoco en el que parezco haberme convertido, en una suerte de actor fetiche para los mejores directores jóvenes que, además, se ponen a escribir guiones pensando nada más que en mí... Digamos que tuve la suerte de ser loco al principio y cuerdo al final; no conviene empezar como cuerdo y terminar loco". Y Bill Murray sabe de lo que habla. No es fácil ver a Bill Murray. Bill Murray ha hecho demasiadas películas malísimas; unas cuantas películas aceptables redimidas por su presencia (pensar en Ghostbusters) y es especialista en secundarios de esos que se roban la función; como sucede en Tootsie, en What About Bob?, en Ed Wood, en The Craddle Will Rock, en Money and Cigarettes y en The Royal Tenenbaums. La crema de la crema de Bill Murray son, apenas, seis películas y una rareza tan rara que merece comentarse. La rareza es la versión de The Razor's Edge que protagonizó y produjo Bill Murray en 1984. Decisión extraña luego de la adoración popular conseguida en Ghostbusters: elegir el papel del héroe de un clásico de Somerset Maugham —que ya había sido inmortalizado por el galante Tyrone Power— y convertirse en un emigré iluminado en París y en el Tíbet. La película fue un fracaso de proporciones épicas, Bill Murray se deprimió y dejó todo por un tiempo y, sí, se fue a París. Y las seis obras maestras son: Groundhog Day: Indiscutible clásico de 1993 que parece escrito en colaboración por Franz Capra y Frank Kafka. O algo así. Cumbre de la comedia "física" y frenética del por lo general "químico" y apacible Bill Murray —es la película en la que más se acerca a las proezas hipercinéticas de Steve Martin en All of Me o Tom Hanks en Big— combinada con una extraña profundidad místico-filosófica en la que el frenesí slapstick aparece apoyado, siempre, en una sabiduría agridulce y cínica como sólo puede ser la de Bill Murray. Aquí, el periodista televisivo Phil Connors, atrapado en un loop espacio temporal —el provinciano Día de la Marmota— sólo descubre que "ser bueno" puede ser la solución a su problema recién al final de la película. No es raro que Groundhog Day sea una de las películas favoritas de discípulos de Wittgenstein y de budistas de fuste. Hay más auténtico y puro zen aquí que en todos esos delirios matrix-samurais de los efectistas últimos tiempos. Mad Dog and Glory: Bill Murray protagoniza junto a Robert De Niro este guión del novelista Richard Price. Un gángster que sólo sueña en triunfar como stand-up comedian (un intimidante Murr) se enfrenta a un policía forense, apacible y opaco (De Niro), para decidir a cuál de ellos es dueño del corazón o del cuerpo de Uma Thurman. Sórdida y tierna —aunque esto parezca imposible— al mismo tiempo. Rushmore: Magnífica variación salingeriana girando alrededor de Herman Blume, un magnate melancólico (Bill Murray), cuya vida cambia al conocer a Max Fischer, un estudiante adicto a su escuela (Jason Schwartzman). Evidencia incontestable de que una art movie puede ser "linda" y una de las cumbres actorales de Bill Murray, quien puso 25,000 dólares de su bolsillo para que Anderson pudiese filmar una escena nueva para la que los estudios Disney no querían agregar dinero. La película desborda de Momentos-Murray, pero hay un instante mágico y que quedará para la Historia: aquella breve escena con villancico de música de fondo en la que Blume conoce al padre de Fischer, un peluquero magistral y sensiblemente actuado por el cassavetiano Seymour Cassell. Como somos muchos lo que pensamos lo mismo, cito aquí lo que en su momento escribió el crítico Anthony Lane en The New Yorker: "Max —avergonzado por su origen humilde— siempre le ha dicho a sus compañeros adinerados que su padre es un neurocirujano, y no es sino hasta casi el final de Rushmore cuando Blume descubre la verdad. Max le presenta a su padre peluquero: 'Mi padre', dice. Y si quieren elegir una sola toma entre todas las películas de este año, quédense con la mirada en los ojos de Bill Murray mientras le estrecha la mano al padre de Max: desconcierto, incredulidad, una pizca de indignación, la calma velocidad de la verdad y, al final, la perfecta gentileza del sentirse emocionado. Todo el asunto demora unos cuatro segundos: esto es lo que se conoce como actuar. The Life Aquatic: Su maravillosa tercera película junto a Wes Anderson donde Murray es Steve Zissou: una tierna y amoral mezcla de Jacques Costeau, Capitán Haddock y Ahab. Un delirio casi psicotrónico pero con alma protagonizado por un Bill Murray cada vez más impasible y, al mismo tiempo, sensible. El tema aquí vuelve a ser —como en todo el cine de Anderson— la búsqueda de la familia ideal, el padre como fantasma vivo, la tristeza de saberse diferente y mejor en un mundo peor e inocurrente. Y aquí están dos momentos perfectos e inequívocamente murrayanos: la escena del motín (cuando Zissou pregunta: "¿Pero es que ya no les caigo bien?") y, cerca del final, el llanto desconsolado y epifánico frente al absurdo y hermoso tiburón jaguar o lo que sea. Broken Flowers: Versión indie y desencantada pero sensible de A Letter to Three Wives (1949) de Joseph L. Mankiewicz. Aquí Bill Murray es Don Johnston quien, a su vez, es Bill Murray, claro. Un hombre que hizo buen dinero en el negocio de las computadoras y ahora —retirado y abandonado por su novia Sherry (Julie Delpy)— recibe una carta sin firma que pone todo en movimiento. En la carta, una novia que no se identifica, le hace saber que es padre de un hijo de diecinueve años que ha huido de casa para conocer a su padre. Así que Murray —con la ayuda de un vecino con ínfulas detectivescas— parte en un periplo sentimental en busca de sus ex amantes. Y así reconoce a Laura (Sharon Stone), Dora (Frances Conroy), Carmen (Jessica Lange) y Penny (Tilda Swinton). Casi nada. Y pocas veces todas y cada una de ellas han estado tan formidables. Y ya lo dije: Murray es, al principio de Broken Flowers, un jarrón vacío. A la altura del The End, somos nosotros quienes lo hemos llenado hasta los bordes. Si todo va bien, si hay justicia en este mundo, el próximo marzo le devolverán el Oscar que le robó Sean Penn. Y, claro, recuerden, la inolvidable Lost in Translation. MIRAR. Lost in Translation puede entenderse como una curiosa mezcla del Brief Encounter de David Lean, del Last Tango in Paris de Bernardo Bertolucci, y del Before Sunrise de Richard Linklater. La melancolía adúltera de la primera, el angst extranjero de la segunda, la felicidad intensa pero breve de la tercera. Todas fundiéndose en algo que no es una película de amor sino —como las citadas más arriba, como también lo son Singin' in the Rain, The Graduate, Melody o Manhattan— es una película sobre enamorarse. Una película que —sin que le cueste esfuerzo alguno— nos obliga a enamorarnos del modo en que Bill Murray se enamora en Lost in Translation. Y es una película de y con y para Bill Murray si alguna vez la hubo. Es una película donde Bill Murray muestra y demuestra —a todos aquellos que siempre lo consideraron un eficaz y diferente cómico surgido de la troupe del teatro Second City y de los gags televisivos de Saturday Night Live— que es también alguien dotado de esa gravitas natural de raros y alternativos como Buster Keaton o James Stewart o Peter O'Toole o Marlon Brando o Johnny Depp: gente que actúa, sí. Pero no son exactamente actores; porque se dedican a hacer de ellos, de esa parte de ellos que está en todos nosotros. Consumados maximinimalistas imposibles de traducir que saben que no se trata de aquello de "menos es más" sino de que lo justo, lo exacto, es lo más. Artistas que se dedican a lo suyo y a lo nuestro. Y Bill Murray —nacido en 1950, quinto de nueve hermanos, expulsado de los Boy Scouts, alguna vez preso por contrabando de marihuana— es, finalmente, como ya se dijo, la mirada de Bill Murray. Uno de esos tipos que actúan más con los ojos que con el cuerpo. El modo en que Herman Blume mira a Max Fischer cuando este le revela su estrategia existencial, su credo filosófico: "El secreto está en encontrar algo que amas hacer y entonces hacerlo por el resto de tu vida". El modo en que el desencantado Bob Harris —de paso por Tokyo para filmar un comercial de whisky— mira a la deliciosa Charlotte (la actriz Scarlett Johansson) mientras le canta una canción con modales de karaoke. Una mirada hecha canción cuando Murray le canta y la mira y se enamora de ella y descubre que, tal vez, la vida vale la pena después de todo. Una tan absurda como desgarrada interpretación de More Than This que a partir de ahora —del mismo modo en que As Times Goes By es patrimonio de Bogart desde Casablanca —pertenecerá sólo a Lost in Translation, a Bill Murray. "Más que esto... Ya sabes, no hay nada", canta allí Bill Murray, acaso explicando el intransferible secreto de su Método, mientras mira, la mira y nos mira. Y Bill Murray no miente, y no se equivoca, y tiene razón. -

sábado, 19 de marzo de 2011

LA CALLE CIRCULAR




LA CALLE CIRCULAR
Vació la copa de whisky, pagó y salió del lugar. La noche tenía el irresistible color metálico de antes de una nevada, límpida y tranquila. Podía ir directamente a la cita o perder un rato más el tiempo en otro bar. El anterior le había parecido asqueroso. Pensó que en aquella zona no era difícil encontrar un buen bar que sirvieran tragos decentes. Dinero no le faltaba. Tenía una hora antes de la cita. Caminó por un callejón que cortaba la avenida principal y daba directamente a la calle bohemia de la ciudad. Una calle circular con bares de todo tipo, algunos decididamente ridículos. Eligió un bar donde anunciaban un cuarteto francés que tocaba clásicos del jazz. Escuchó que los músicos sostenían un duelo algo inverosímil con Charlie Parker. Un mesero escuálido le ofreció bebidas y, justo cuando se iba, cocaína. Barata y de buena calidad. Pidió un whisky on the rocks y veinte dólares de polvo. El mesero le indicó un pequeño cubículo dentro de los sanitarios exclusivos para poder inhalar sin preocupaciones. Dio un largo trago a su whisky y se dirigió a los baños. El cubículo era reducido pero cabía perfectamente. Abrió la bolsita del polvo y lo esparció por un taburete que mostraba signos de uso constante. Inhaló una, dos, tres veces. Era de buena calidad. El polvo resbaló por su garganta, causando una sensación de frescura que se apuró a continuar con un cigarro. Regresó a su mesa. El cuarteto francés se introducía, no sin problemas, en una interpretación simplona de Miles Davis. El mesero regresó y preguntó si todo estaba bien. Todo estaba bien. Otro whisky, mejor un gin tonic. Y veinte dólares más. El mesero recibió el dinero, lo guardó en su camisa y entregó la bolsa con el polvo. Apuró su gin tonic, pagó y salió del lugar. Los primeros copos de nieve se deslizaban por los automóviles estacionados en esa calle circular, ridículamente circular. Otro bar anunciaba la dulzona voz de Nina Coccini, soprano italiana. Entró al bar. Unos tipos hablaban sobre resultados deportivos; inhalaban coca, por su puesto. Una pareja estaba enfrascada en una discusión sobre la tesis de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de los campos de exterminio. La soprano –que no era soprano, como pudo comprobar, sino mezzosoprano, o sería mejor decir una mujer atractiva con una voz delgada que llegaba a los tonales de una mezzo, pero nada más- cantaba sin dificultad una melosa canción de Billie Hollyday. Pidió un gin tonic. La mesera lo atendió en seguida. La pareja enfrascada con Adorno cambió de tema: un salto temático los instaló, de improviso, en las elecciones presidenciales. Sacó la coca e inhaló rápidamente. Nuevamente la frescura en su garganta y el cigarro como expansor de ese placer. Pensó en la cita. Ya había transcurrido más de una hora desde que entró al primer bar. Pagó. Al despedirse, vio la silueta de la cantante difuminarse tras un cortinero de satín. En la calle, la nevada era inminente. Autos, árboles, techos se encontraban cubiertos por una capa blancuzca que hacía imposible la visibilidad más allá de las narices. El restaurant estaba a cinco minutos de la calle circular. Se cerró el abrigo hasta la garganta, ladeó su sombrero para evitar que la nieve le cayera en el rostro. Avanzó las cinco calles hasta el restaurant. La calidez del lugar lo reconfortó. Pidió un té y una cajetilla de cigarros. La gente entraba al restaurant escapando de la nevada. Una banda amenizaba el lugar con un blues irreconocible, dando al restaurant ese toque de extraña confidencia que se requiere en esos lugares. Apuró su té, miró su reloj: ya ha pasado más de media hora desde que llegó al restaurant; ha bebido dos tés, fumado tres cigarros y observado la ejecución rudimentaria de dos piezas de Dickie Gillespie, nada conforme, dedos inseguros que resbalan por la música como si no supieran que el sax es una zorra que se humedece cuando unos dedos tocan su epidermis y uno a uno esos dedos la penetran. Pone atención en los dedos de una mujer atractiva que cena un platillo exótico servido con cinco cubiertos de cada lado. La acompaña un tipo calvo y circunspecto que bebe y fuma sin parar. Hablan muy poco, se miran, él ronronea algo intraducible, ella escucha, gesticula, mastica con parsimonia diez veces antes de tragar, se moja los labios con pequeñas dosis de vino blanco, y de vez en cuando tararea la pieza que la banda ejecuta ranciamente. Se disculpó a sí mismo por escuchar lo que dicen los vecinos de mesa. No es algo que haga por lo común, pero es que la espera ya ha sido demasiada. Pagó y salió del restaurant. En la calle, la nevada amenaza con devorarlo todo.

domingo, 13 de marzo de 2011

LA NUBE DE HUMO


Hace unos días vi la excelente película de Julian Schnabel basada en la vida turbulenta de Jean Michel Basquiat, el enfant terrible de la pintura afrocaribenorteamericana de los 80. El arte de Basquiat es perturbador, y más si lo entendemos en el contexto de los decadentes años 80, con todo y su mal gusto. Pero Basquiat triunfó en un mercado cada vez más anodino, con talento y pasión. No creo que Basquiat haya sido un gran artista. Sí creo que su obra no fue entendida en su momento, y ahora, con toda la apertura artística que hay, está sobrevalorada. Vi la película y vi algunos cuadros de Basquiat y después me dieron ganas de escribir algo al respecto. Pero no sobre el arte, sino sobre el jazz, un mundo que Basquiat conocía muy bien. Por algo se declaraba fanático de Miles Davis.


NINE BARBOSA O LA NUBE DE HUMO
En diciembre de 1957, Joshua Nine Barbosa, legendario jazzman de Nueva York, llegó a la Ciudad México para entrevistarse con otro personaje no menos legendario: el escritor Travis Templeton. Un vuelo con una escala interminable en Dallas, algo accidentado por las condiciones climáticas, depositó al Lord of Jazz, como era conocido en el mundillo musical de Nueva York, en la apenas urbana Ciudad de México. En el aeropuerto lo esperaba el chofer de Templeton, que también fungía como secretario particular. El chofer tenía indicaciones precisas de llevar a Nine a un hotel del centro de la ciudad, lugar donde sería la reunión. Los motivos de esta reunión son oscuros. Se sabe que Templeton llevaba una buena temporada en la Ciudad de México luchando contra una larga adicción a la heroína, pero ésta había acrecentado debido a problemas matrimoniales con Sera, su mujer, y a la inactividad que lo llevaba a pasar horas enteras frente a su máquina portátil sin escribir una sola línea. No hay indicios que tanto Templeton como Nine se hayan conocido personalmente. Sin embargo, la posibilidad está latente. Nine llevaba dos años sobrio luego de un derrame cerebral que la había dejado secuelas visibles –la boca algo fruncida, cierta inmovilidad en su brazo izquierdo. Pero ni con eso había perdido el toque: seguía tocando el saxofón con la misma fuerza demoníaca capaz de levantar a un muerto. El club Bonnie’s, en Broadway, se llenaba tres veces por semana para ver a Nine, que había recibido su apodo porque sólo tenía nueve dedos.
El automóvil salió del aeropuerto de Ciudad de México alrededor de las siete de la noche y nunca llegó a su destino. Un mes después encontraron el automóvil Ford Packard modelo 1949 –perteneciente a Martínez Renta de Autos- en un lote baldío de la ciudad de Monterrey, a mil kilómetros de Ciudad de México. De Nine y el chofer no se sabía nada. En el guardaequipaje encontraron un abrigo de casimir y una novela de Scott Fitzgerald. Horas más tarde, los detectives supieron que tanto el abrigo como la novela pertenecían a Templeton. Desde un principio no habían desechado la posibilidad que Templeton estuviera involucrado en las dos desapariciones. Necesitaban encontrar el móvil, el modus operandi de Templeton, una causa oculta que brotara a la luz y podían atraparlo.
La declaración de Templeton fue parca y repetitiva. Pidió un traductor, alegando poco dominio del español. Sin embargo, en el transcurso de la declaratoria fue mezclando su inglés bostoniano con el español que, para sorpresa del Agente del Ministerio Público y demás presentes, era excelente, incluso mucho mejor que el de varios asistentes, incluido, claro, el traductor.
La historia que contó Templeton es ambigua, y, tal vez por ello, interesante. Templeton era un excelente narrador, eso es innegable. Para beneficio de este relato, es necesario reproducir o intentar reproducir lo que Travis Templeton dijo días después de la desaparición de Nine Barbosa y el chofer.
Según Templeton, la primera llamada de Nine Barbosa la recibió a mediados de septiembre. Cómo consiguió su número telefónico en Ciudad de México, lo ignoraba. Templeton había guardado con celo datos sobre su paradero, muy pocos sabían que estaba en México, algún hermano de Sera y el editor del novelista. Se presentó muy formal, dijo que admiraba sus libros –dijo, “me encantó como pocas su anterior novela, Demencia”- y que tenía un proyecto que, estaba seguro, sería de su total interés. Templeton afirmó que en ese momento estaba drogado, que había consumido pequeñas dosis de morfina, por prescripción médica, para paliar su adicción a la heroína, y por esa razón no prestó mucha atención a las palabras de Nine. Nine colgó. Un error, afirma Templeton, el no haber prestado la atención necesaria a Nine. Sintió que el músico lo había tomado de mala manera y no volvería a llamar. Templeton admiraba sobremanera la obra de Nine Barbosa, e incluso alguna vez había entrado en el Bonnie’s para poder apreciar sus famosísimos y titánicos solos. Claro que en la oscuridad del club todo era confuso. Templeton puso especial atención en cómo Nine manipulaba el saxofón con nueve dedos: sus manos se movían de manera cadenciosa, convirtiendo lo grotesco en arte y lo artístico en sutileza. Muchos afirmaban que con diez dedos Nine no habría pasado de ser un músico del montón y no el Maestro que es hoy día. Suposiciones. Joshua Nine Barbosa desapareció una tarde de diciembre de 1957 y las notas de su música dejaron de sonar.
Templeton tuvo noticias de Nine una semana después. En esa ocasión contestó Sera. Hablaba para invitarlo a un “proyecto”. Al preguntarle Templeton de qué se trataba, Nine sólo respondió que pronto lo sabría. Templeton insistió y recibió la misma respuesta. Colgó. Un excéntrico fastidiando a otro excéntrico, pensó en ese momento. De cualquier forma la idea de trabajar con Nine le atraía. Era una buena excusa para obligar a Sera a dejar México – se había encariñado tanto con el país que más de una vez había sugerido el comprar una casa en Cuernavaca y adoptar un niño indígena; ella podría dedicarse a pintar y Templeton retomaría el camino, el silencio del campo lo aliviaría de sus males y tendría la estabilidad necesaria para poder escribir- y regresar a Nueva York. Templeton afirmó que extrañaba Nueva York. Extrañaba el idioma, las calles, el aire turbio de Brooklyn –donde tenía un departamento- y las constantes borracheras con los poetas del círculo Action. En una pequeña digresión, Templeton mencionó que quince días antes de la primera llamada de Nine, Ishmael Blausch, el gran poeta de la Tríada de Sangre, lo había visitado en su departamento de la calle Amberes. El editor de Templeton, no pudiendo negarse a la expresa petición del laureado poeta (quien, junto con Templeton y Casiari, formaba la tríada de autores indispensables para las letras norteamericanas y, además, eran éxito de ventas por donde se mirase), le había dado la dirección y una larga nota donde lamentaba esa leve traición a su confianza. Cosas de editores. Blausch pasó seis días en México y juntos se emborracharon en bares de mala muerte y convivieron con los pocos escritores que notaron la presencia de ambos.
Pasaron semanas y Nine Barbosa no llamaba. Templeton creyó que se había tratado de una broma de mal gusto, o, peor aún, de una alucinación. La llamada de Barbosa le confirmó que estaba equivocado. El “proyecto” era en serio, pero al preguntar –nuevamente- sobre el mismo, recibió la misma respuesta. “Necesitamos vernos”, dijo Barbosa, “para afinar detalles”. Con la excitación del misterio, Templeton aceptó, no sería él quien desairara al Lord of jazz. Le dio su dirección en México, y Nine afirmó que llegaría en unos días. “Una mujer, desconozco quién, avisó aproximadamente cinco horas después, en una llamada escueta, que Nine llagaría a Ciudad de México en la tarde del día siguiente. Sólo pude decirle que mi chofer estaría esperándolo. Después de eso, no volví a saber de él”, dijo Templeton, finalizando su declaración.
La declaración de Templeton no ayudó mucho con la investigación, más si tomamos en cuenta que mencionó nombres y situaciones desconocidas para los agentes mexicanos. Estaba muy reciente el accidente en el que William Burroughs había disparado a su esposa haciéndose pasar por William Tell, y la cancillería americana pidió que el proceso se llevara con mucha discreción. Templeton no pudo decir nada más. Los agentes mexicanos descubrieron que efectivamente en la cuenta telefónica de Templeton aparecían tres llamadas procedentes de Nueva York en un intervalo de tiempo similar al que había mencionado Templeton en su declaración. A pesar de los esfuerzos del abogado de Templeton, éste no podía abandonar el país hasta que la investigación concluyera. Una apelación, y la falta de pruebas que lo inculparan, permitieron que Templeton abandonara México. Regresó a Nueva York en medio del escándalo y sin haber escrito una sola línea publicable en más de dos años.
A mediados de marzo el caso dio un giro inesperado. Un turista inglés declaró en su país, luego de un viaje a México, que había visto (y platicado) con Nine en un bar de Ciudad de México. Por supuesto, nadie le creyó. El gobierno mexicano hizo una petición formal para que el turista inglés viajara a México a declarar, pero el gobierno inglés la rechazó. Poco después, el turista inglés declaró a otro periódico que efectivamente había convivido con Nine, o con una persona muy parecida a Nine que se hacía pasar por él. Y dio datos precisos de la ubicación de bar. Los detectives mexicanos a cargo del caso, se entrevistaron con el dueño del bar pero no pudieron obtener nada concreto: era común que muchos turistas llenaran el bar y no pudo precisar si Nine había estado alguna vez ahí.
El caso se fue apagando. En Estados Unidos, la desaparición de Nine se fue convirtiendo en una verdadera leyenda. Varios directores de cine viajaron a México para hacer el recorrido que hiciera Nine con el fin de hacer una película. Hubo conciertos, semanas culturales, juegos florales en su nombre. La Junta Municipal de Green River, Alabama, lugar de nacimiento de Nine, le convirtió en Hijo Predilecto, y en todo el estado la figura de Nine se convirtió en referencia obligada de la más alta expresión de negritud. Se reeditaron sus discos, y su familia ganó una fortuna. Incluso Templeton, cuando vio que podría sacar provecho del vendaval, escribió un largo artículo para The New Yorker en donde revelaba que había tenido otra conversación con Nine diez días antes de su desaparición en donde éste le explicó el motivo del “proyecto”: pensaba escribir una pieza ambientada en la Guerra Civil para ser representada en Broadway, y necesitaba de un guión expresamente escrito por Templeton para lograrlo. Templeton dio algunas entrevistas al respecto, e incluso escribió una novela de cierto éxito en donde narraba toda su estadía en México y terminaba con la misteriosa llamada de la mujer que le anunció que Nine llegaría por la tarde. Años después, él mismo terminó por desmentir la conversación y pidió disculpas “en memoria de ese gran hombre que contribuyó a que el jazz fuera considerado como una bella arte”.
El paradero de Templeton nunca fue aclarado del todo. Durante años salieron a la luz personajes que aseguraban haberlo visto en algún lado. En 1979, Richard Seris dirigió The artist lost, una semblanza de la vida de Nine hasta su desaparición en Ciudad de México, y con Sidney Poitier haciendo una memorable interpretación de Nine. La película fue grabada en algunos locales famosos del Greenwich Village. Cuentan que durante el rodaje, un joven con un enorme peinado afro, que trabajaba para el iluminador del local, se acercó a Seris y le preguntó si alguna vez sabríamos que fue del famoso jazzman. Seris, aturdido por la grabación, no prestó atención al joven pero le dijo que necesitaba un tipo negro que tuviera pinta de drogadicto para algunas escenas. El joven aceptó. Esa fue la primera aparición en cámara de Jean Michel Basquiat.
En 1988, cuando el affaire Nine se encontraba estancado, la revista argentina Tiempo musical publicó un artículo donde un conocido crítico de música aseguraba que Nine había tocado en un bar rioplatense durante el invierno argentino de 1986. El crítico mencionó que este jazzista tenía la peculiaridad de sólo tener nueve dedos y era un verdadero genio. Algunas revistas musicales de Estados Unidos enviaron a reporteros a verificar la nota pero el gobierno había clausurado el lugar por cuestiones de sanidad. Los rastros de Nine llevaron a los reporteros a Adrogué, Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, Sao Paulo. El crítico fue despedido de la revista, y poco después se suicidó.
Todo estuvo en calma durante años. En 1999, cuando Nine cumpliría ochenta años, un primo envió a John Salvaterre, crítico de jazz de la prestigiosa Jazz’s World, publicada en Boston, un sobre con algunos casets que contenían, sorprendentemente, algunas grabaciones inéditas de Nine Barbosa. Eran diez piezas majestuosas al puro estilo de Nine, ese estilo particular que lo había encumbrado en los años cincuenta. El sobre tenía un largo recorrido. Resulta que había sido enviado desde cabo San Lucas, México a Salvaterre en 1989, cuando éste todavía trabajaba para una revista de Nueva York. En el trayecto, y al no confirmar la dirección correcta, la oficina postal de Nueva York nunca entregó el sobre y éste estuvo almacenado durante diez años entre un montón interminable de objetos perdidos o nunca entregados. Michael Salvaterre, primo de John, había sido relegado de su puesto de Almacenista en Jefe de la Oficina Postal de Nueva York, y se encontraba haciendo labores de limpieza en una bodega donde guardaban todo aquello extraviado, y un una caja de sobres y cartas de otros países encontró un sobre dirigido a su primo. Lo entregó a su primo a cambio de mil dólares que John pagó sin decir palabra. Salvaterre, con una agitación infantil, escuchó la cinta más de cinco veces hasta comprobar que en verdad cabría la posibilidad que fueran de Nine. Confesó su hallazgo a Robert Milney, el crítico más influyente, y éste le ofreció cincuenta mil dólares por las cintas. Salvaterre rechazó la oferta. Dio a conocer las cintas en una entrevista al The New York Times. Los reporteros siguieron la dirección que Salvaterre dio en Cabo San Lucas, pero hacía años que la casa estaba deshabitada. Ningún vecino pudo dar opinión alguna de Nine. La historia del hallazgo de las cintas inéditas de Nine dio la vuelta al mundo. Seis meses después, Salvaterre vendió las cintas a una disquera en una cifra que escandalizó al mundo del jazz. Así, en 2000 se editó The long travel. Inedits Pieces of Joshua “Nine” Barbosa. El disco contenía la música remasterizada y un documental sobre la historia del hallazgo de las Cintas, dirigido, nuevamente, por Richard Seris. La vida de Nine Barbosa fue una bola de humo. Escaparse, huir, viajar o tal vez permanecer en el mismo sitio haciendo creer a todos que era ubicuo. O morir en la ingenua Ciudad de México de los años cincuenta.


sábado, 5 de marzo de 2011

LA NOVELA PÓSTUMA O CÓMO DEJAR DE ESCRIBIR


LA NOVELA PÓSTUMA
Por Andrés López Sánchez
I
Cuando recibí mi primer pago por la historia, me sentí contento. Años y años de tocar puertas en editoriales, revistas y periódicos, siempre con las mismas negativas, que terminé por dejar de escribir durante cinco años. Fue Amanda, mi amiga y amante ocasional, quien me había clavado la espinita al leer mis relatos (muchos de ellos inconclusos) y comentar, maravillada, que era un desperdicio que algo tan bueno permaneciera sin publicar. Ella era articulista de farándula en un periodicucho sensacionalista, y me prometió entregarle a Jorge Herrán, editor y dueño del periódico, “El perro”, el relato que más le había gustado. Era obvio que Amanda sabía muy poco de literatura, porque aparte de que “El perro” era una mala copia de “El gato negro” de Allan Poe (cualquier estudiante de secundaria que hubiera leído “El gato negro” se habría dado cuenta al primer párrafo), el cuento no logró crear el ambiente tétrico que, en un principio, prometía, y declinó por ser un relato más bien tierno de un viejo y su inseparable guardián. Pero quién era yo para decirle a Amanda que no intentara algo con mi relato; además, no tenía nada que perder y “El perro” era, en verdad, un sobreviviente: en una ataque de celos, mi exmujer había hecho trizas cinco relatos míos que estaban en mi escritorio, sabiendo de antemano que eso era peor que clavarme una daga en el hígado. Arrepentida, mi ex había reconstruido “El perro” con los pedazos que recogió del suelo y luego de unirlos y encontrarles cierta coherencia –admiré, en su momento, su paciencia-, me los envió por e-mail. Lo cierto fue que “El perro” se renovó gracias a la mano inexperta de mi ex. Ya para entonces nos habíamos mandado al carajo en términos amistosos. Decidí imprimir “El perro” en honor a esa relación frustrante que, a parte de un divorcio costoso, es lo único que conservo.
Amanda se llevó “El perro” y prometió tenerme noticias lo más pronto posible. Al otro día, mientras terminaba de leer una novela de Camus, recibí su llamada. A Jorge Herrán no sólo le había gustado “El perro” sino también quería ofrecerme una columna semanal donde, según Amanda, según Jorge, “dejara fluir toda mi sensibilidad”. Le contesté con una sonora carcajada, y Amanda también rió y quedamos de vernos más tarde en la “Perla Negra” para tomar unas copas y celebrar.
Amanda se vistió más sexy que nunca. Un diminuto vestido dejaba ver sus piernas perfectamente depiladas. Noté en la pantorrilla derecha una breve incisión, seguramente provocada por el filo de la navaja al deslizarse por su piel.
-Herrán está encantado –dijo-. Tu relato le parece fabuloso. Es más, como te dije, está dispuesto a darte una columna semanal para que escribas varia invención.
-Eso sería genial –dije, mientras me metía de lleno un vodka tonic-. Pero no sé sobre qué escribir, hace mucho que no lo intento, el problema de inactividad me ha causado una artritis creativa.
-Eso se quita fácil. Ya verás cómo cuando estés frente a la computadora las ideas fluyen. Es cuestión de ordenar tus ideas y enfocarte en un tema. Según Herrán, tienes completa libertad siempre y cuando no toques, ni por asomo, temas políticos o que tengan que ver con cualquier actividad gubernamental. –Al hablar, Amanda deslizaba su pie por debajo de la mesa y me tocaba los huevos con los dedos-.
-Es una buena oferta. Hace meses que sobrevivo gracias a las clases de español que les imparto a pelmazos de la Ibero. ¿Y cuando empiezo?
-El viernes te espera Herrán a las nueve.

II

No pude contener la risa cuando entré a la oficina de Herrán: una enorme fotografía de Herrán vestido como arlequín decoraba el centro de la pieza. A leguas se notaba que Herrán era homosexual. Esperé diez minutos hasta que pudo recibirme.
-Ah, tú eres Mario, el escritor -dijo, dibujando una amplia sonrisa que dejó ver unos dientes manchados y entreabiertos-. Amanda me ha hablado mucho de ti, tienes mucho talento muchacho, y yo estoy dispuesto a cobijar a todo aquel que tenga algo que decir. Hablo por mí y por mi periódico, es nuestra política. –No dejaba de verme las bolas, o más bien, no dejaba de imaginarse cómo se verían mis bolas debajo del viejo pantalón de pana que me había puesto.
-Gracias, don Jorge. Amanda me ha dicho que usted es una persona que admira la cultura y ha ayudado a otros escritores en desgracia, como yo.
-Es algo así como mi misión –encendió un puro; me ofreció un cigarro-. Este país necesita que lo narren para haber si así sale de su letargo histórico y de su ignorancia. Y si el Gobierno acapara la mayor parte de los espacios públicos de este país, yo no voy a permitir que haga lo mismo conmigo. Tengo años resistiendo sus ataques y calumnias. Me han tachado de todo, hasta de pederasta.
No supe que decir. Durante media hora Herrán estuvo hablando de la situación de su periódico y de las argucias legales que el Gobierno ponía para clausurarlo. La verdad era que Variedad, así se llamaba el periódico, era una publicación deplorable pero con un público fiel que consumía sus cien mil ejemplares diarios. Decenas de veces había sido demandado por falsear información, calumniar, corromper, prestarse para publicar anuncios pornográficos en sus páginas, vender y comprar información al mejor postor. Se decía que Herrán tenía una red de espías a sueldo que seguían día y noche a altos funcionarios del Gobierno con el fin de encontrarlos en situaciones comprometedoras. De ahí que constantemente publicaban imágenes que parecían salidas del cine gore y que involucraban a respetables figuras del ámbito nacional.
-Preséntate el lunes a las ocho –Sacó su billetera-. Cómprate ropa decente y córtate ese greñero, así pareces periodista de un diario respetable, cosa que, como ya te habrás dado cuenta, no somos.

III

Una tipa salida de la tumba de Edgar Poe me llevó a mi oficina. No estaba nada mal mi oficina. Tenía una pequeña ventana que daba al Parque Asunción, y el cuadro de Modigliani le daba cierto aire de parecer cultural y kitsch a fuerza, cosa que me gustaba. Fuera de eso, un escritorio con una silla giratoria, una computadora, una impresora, papel, artículos de oficina y un diccionario enorme que ocupaba casi la mitad del escritorio. En una caja aún había pertenencias del antiguo colaborador, o eso pensé. La tipa recogió la caja y salió de la oficina. Segundos después regresó. “Don Jorge quiere que le tenga algo terminado para el miércoles” dijo. “Su horario es de ocho a cuatro. Tiene una hora para ir a comer y luego regresar a trabajar; su columna se llamará Variaciones. No olvide que su columna saldrá cada sábado así que el viernes temprano ya debe estar en galeras. El sueldo lo arreglará personalmente con don Jorge el miércoles que le lleve su texto. Me llamo Antonia Chávez, pero dígame Chávez, todo mundo me dice así, estoy en el tercer piso en Recursos Humanos por si necesita algo”.
Subvertir el efecto que provoca el primer día de trabajo, aunque este sea en una oficina de tres por tres, no es tarea fácil, y más cuando estamos acostumbrados a la inactividad total. Las primeras horas las maté anotando en una hoja una lista de palabras las cuales, después de eliminar varias, me servirían como tema para mi relato. Me quedaba con diez palabras, con las que formaba una oración y de ahí partía. No siempre funcionaba pero en ocasiones causaba un efecto benéfico y mis manos se ponían a trabajar en serio. A las dos salí a comer. En la entrada del edificio me encontré con Amanda. Apenas me vio se lanzó a preguntarme cómo me había ido en mi primer día de trabajo.
-Nada mal –dije-. Tengo un par de temas en mente y nada más como algo me regreso para darles forma.
-Muy bien –un beso selló mi triunfal regreso a la actividad laboral-. Sabía que las cosas no irían tan mal. Me habló Jorge para decirme que le habías causado una buena impresión. Tiene confianza en que tu columna va a ser un boom. Y yo también. Es indiscutible que tú naciste para escribir, Mario, y no para enseñar español a estudiantes extranjeros. Voy a estar fuera una semana, Jorge me comisionó para cubrir el caso de Ramiro Ariza en Monterrey y me voy al rato. Todo pagado, y una comisión extra por el material que consiga.
Quise decirle algo pero me dio en beso y salió despavorida rumbo a la gerencia del periódico. Me pasé la tarde completa anotando y borrando palabras con el fin de encontrar las más adecuadas para mi relato.
El día siguiente no fue distinto. A medio día sólo tenía escrito tres párrafos mediocres que en buena medida continuaban “El perro” pero ahora desde la perspectiva de un niño que había adoptado a Rizzo, el perro, luego de la muerte de Joachim, el viejo. Por la tarde Chávez llegó a avisarme que don Jorge me esperaba al otro día a las cuatro de la tarde y quería algo sólido que pudiera publicarse cuanto antes en la columna. Le dije que no se preocupara, hoy mismo terminaría el relato.
En la noche, en mi departamento, desempolvé un viejo relato que había publicado en una revista universitaria de poca monta y que, después de diez años, al haber desparecido inexcusablemente, era imposible de rastrear. El relato narraba la historia de un vendedor de seguros que por alguna extraña razón –nunca aclarada- se mete de guerrillero y hasta llega a ser un colaborador cercano de Lucio Cabañas. El relato, que a mí me gustaba mucho, termina con la entrada del ejército a una comunidad de la Sierra de Guerrero y la masacre de decenas de indígenas. El vendedor de seguros/guerrillero, temiendo por su vida, se larga a Sudamérica a pedido expenso de una activista chilena de la que se había enamorado en sus correrías por Taxco. No muchos años después, y después de vivir a expensas de la activista chilena, el vendedor es visto vendiendo seguros en un modesto pueblo al sur de Valparaíso.
IV
A Herrán le gustó el relato y lo publicó de inmediato. Como era un poco largo, debí recortarlo de manera drástica, cuidando que la historia no perdiera los matices pluriculturales que le había impreso. Y Herrán me entregó un cheque sustancioso, una cantidad que hacía años (es decir: nunca) no veía junta. En la noche le hablé a Amanda a su hotel de Monterrey. No estaba y no sabían a qué hora regresaría. Intenté una hora después y nada. Casi a la media noche recibí su llamada.
-¿Eres tú, Mario? –su voz se notaba cansada-.
-¿Quién más si no, tonta? Te he estado llamando y en la recepción del hotel no sabían nada de ti.
-He tenido un día de perros acá en Monterrey. Hace un calor espantoso. El caso Ariza se está complicando y yo no consigo nada todavía. Jorge me exige algo para mañana y no tengo una sola línea.
-Me pareció extraño que Herrán te diera algo como al caso Ariza. Hasta donde yo sé tu fuerte es la farándula, no la línea narco-sindical.
-Acuérdate que antes que nada soy periodista. Yo le solicité a Jorge un cambio de aires. Ya estoy hasta la madre de notas sin sentido y actores metidos en líos de drogas y faldas. Quería algo duro, algo que tuviera personalidad y credibilidad. Y como nadie quería agarrar el caso Ariza, pues aquí está tu servidora.
-Cuídate. Esos tipos no se andan con juegos. Ya ves lo que le pasó a Raúl Melgar. ¿Qué día regresas?
-El sábado, creo. Ya le dije a Jorge que por los viáticos no hay pedo, yo los pago de mi bolsa pero que me deje terminar con lo que inicié. Soy una profesional, no lo olvides. Chao.
A pesar de lo preocupado que estaba por Amanda, dormí plácidamente y hasta soñé con un submarino soviético que atravesaba el Atlántico y surcaba las aguas del Golfo de México y atracaba en Alvarado, Veracruz, por el simple hecho de darles en la madre a los gringos. El capitán del submarino era, sorpresivamente, Rudolph Nureyev. Nureyev daba una demostración dancística a unos sorprendidos veracruzanos que disfrutaban de un ceviche en pleno malecón de Alvarado.
Por la mañana, Herrán me habló por teléfono y me pidió que nos viéramos en un bar cercano al periódico. Llegué una hora después. Herrán ya había llegado y bebía algo que parecía ron. Llevaba puesto un impecable traje negro y gafas deportivas. Quería conocerme más, me dijo, ya que era un joven con talento y no debía desperdiciar el momento de convivir con sus colaboradores, más en un día tan especial para mí, como mi cumpleaños. Lo había olvidado completamente. Deduje que obtuvo mi fecha de nacimiento del currículum que le mandé con Amanda cuando me publicó “El perro”. Bebimos cinco rones cada quien y hablamos de todo, menos de trabajo. Herrán era un gran conversador. Terminando el sexto ron me pidió que lo acompañara a su carro. Era un automóvil importado que más parecía un carroza fúnebre. En su interior había bebidas. Herrán condujo hasta llegar a una residencia en las afueras de la ciudad. Era una casona –porfiriana, supongo, aunque no puedo asegurarlo- con un patio enorme y varios carros estacionados en la cochera. Seguí a Herrán por un camino oscuro que daba a una casita de campo instalada atrás de la casona. En la casita de campo se escuchaba música, risas, mentadas de madre. Herrán me detuvo.
-Tienes un futuro prometedor, Mario, no lo arruines por tener una boca tan grande. Aquí hay de todo para ti, siempre y cuando prometas discreción, más que discreción: absoluto silencio. ¿Estamos?
-Claro, Jorge, no hay problema.
La primera imagen que vi fue la de un tipo gordo como una foca que brincaba desnudo dentro de una enorme bañera llena de lodo. El gordo jugueteaba con una mujer asiática de pechos descomunales. La asiática empujaba al gordo que, cual tortuga, no podía incorporarse, pidiendo auxilio. La mujer lo cabalgaba pero el gordo no mostraba señales de tener una erección. Al acercarme, descubrí que el gordo lujurioso no era otro que nuestro Secretario de Hacienda, y, más asombrado aún, descubrí que la asiática era hermafrodita. Escenas como ésta se repetían por toda la casa. La droga y el alcohol corrían copiosamente, y distinguí a más de una personalidad reputada de este país siendo sodomizado por una o más asiáticas. Sin duda era una fiesta temática porque la mayoría llevaba puesto trajes de samuráis o éstos podían distinguirse entre en lodo, el semen, el alcohol y el desmadre que traían. Herrán me sirvió un trago. Tocó mi hombro.
-Yo les proporciono una distracción, un desfogue, una vez cada tres meses. A cambio, ellos me dan de vez en cuando a uno o dos funcionarios que no simpatizan con sus propuestas, o simplemente que consideran ojetes, y todos felices. Como verás, estos tipos son unos depravados. Me exigieron que las asiáticas fueran traídas de Tokio y Bangkok exclusivamente para la fiesta. Tengo un avión cerca de aquí que las regresará a sus países nada más este hato de bestias termine. Eso sí, pagan muy bien. Dinero del erario público, como de imaginarás. Imagínate que cada asiática cobró diez mil dólares por venir hasta México.
Rápidamente conté más de una treintena de asiáticas desparramadas por toda la casa y dispuestas a hacer lo que las mentes retorcidas de los funcionarios desearan.
-Una verdadera fortuna –continuó Herrán-. ¿Ya has decidido por alguna de nuestras complacientes hijas de Hirohito?
-No sé, Jorge, todas están muy buenas.
-Eso no es problema, yo te ayudo a escoger.
Herrán llamó a una de las asiáticas que acababa de sodomizar a un corrupto jefe de policía. Una belleza de ojos rasgados, pelo castaño y tetas diminutas. Sus ojos refulgían de una manera poco común (efecto de la mota que fumaba): brazas que calaban hasta los huesos.
V
Una nota de La voz del Norte, periódico de Monterrey: La madrugada del viernes fue encontrado el cuerpo de la periodista Amanda Rivera Leyva en la cajuela de una Jetta sin placas. El auto estaba abandonado en un callejón de la colonia El Refugio. En el interior se encontró una agenda de teléfono, propiedad de la occisa, y una maleta. Las autoridades investigan el móvil del homicidio. Amanda Rivera Leyva era una conocida periodista de espectáculos que trabajaba para el periódico Variedad de la Ciudad de México. En la redacción del Variedad nos informaron que Rivera Leyva hacía dos meses que, por conflictos laborales, ya no trabajaba para dicha publicación. La voz del Norte lamenta el sensible fallecimiento de nuestra colega, y demanda al gobierno de Nuevo León el esclarecimiento de este asesinato, el décimo de un periodista en lo que va del año en nuestra entidad.

VI
Estuve intentando hablar con Herrán todo el día, pero su secretaria me informó que había salido a una reunión de trabajo a Tabasco. Su celular estaba apagado. La muerte de Amanda me había puesto de malas, pero en el periódico todo parecía de lo más normal. Las secretarias y ayudantes, chismosas consumadas, no estaban enteradas del suceso, pero prometieron ayudarme e informarme si sabían algo. Pasé toda la tarde en mi oficina inhalando los restos de coca que Herrán me había dado en la fiesta de la tarde anterior. No quería pensar en nada. Quería que el tiempo pasara volando para largarme y emborracharme en el bar más cercano. A las tres me largué. No soportaba estar un minuto más en aquel edificio infame y frío.
Herrán me habló como a las seis. Ya llevaba media botella de tequila y la coca me había puesto muy tenso.
-Lamento mucho lo de Amanda, Mario. Es una pena que una colaboradora tan valiosa haya muerto de esa forma. En el periódico todos están consternados. ¿Qué te parece si tomamos una copa y te pongo al corriente de los preparativos de tu próxima entrega? Tengo unas ideas que de seguro te agradarán.
-En el periódico nadie lamenta nada porque nadie se ha enterado, Jorge. Yo me enteré por un diario de Monterrey que asegura que en la redacción dijeron que Amanda tenía dos meses que había dejado de trabajar por problemas laborales.
-¿Cuál periódico? Esos hijos de puta regios de seguro falsearon la información. Tú conocías el cariño que le tenía a Amanda, ¿cómo podría mentir en algo semejante?
-Eso no lo sé. Tengo muchas dudas, Jorge, y lo mejor es que renuncie cuanto antes. Mañana mismo tendrás mi renuncia en tu oficina –titubeé unos segundos y lancé-: yo sé que Amanda iba a Monterrey a cubrir el proceso de Ariza. –Herrán carraspeó del otro lado del teléfono-. Y le dije que era una locura que lo hiciera, que ese tipo estaba metido hasta las cachas en el narco. Como siempre, no me escuchó.
-Es cierto. Amanda me pidió cubrir el caso, pero entenderás que no puedo exponer mi reputación y embarrarla en el asesinato de Amanda. Yo le pedí que regresara después que me enteré que el tipo iba a ser dejado en libertad.
-¡Pero debiste a apoyarla, el Variedad debió apoyarla! –grité.
-Cálmate. Amanda ya estaba grandecita para saber en lo que se metía. Además era una profesional. Unos días antes, Amanda me confió que había conseguido de una fuente anónima cierta información que involucraba a Ariza con el Secretario de Seguridad Pública del estado. Eran fotos y videos, me dijo, y quería ir a Monterrey para confirmarlas y buscar cierta ventaja de ellas. Era su trabajo. Ven a mi oficina mañana, hay cosas que no se deben decir por teléfono, y hoy rompí una de las reglas que me han mantenido en el negocio por muchos años.
La secretaria de Herrán me pasó a la oficina. Herrán había avisado que llegaría en un rato, pero que podía beber una copa en el bar antes de su llegada. Me serví un vodka. Admiré el mal gusto de Herrán; el arlequín miraba de frente a todo aquel que entrara a su oficina. En el escritorio, cerca del fax, una notita avisaba una fecha y un número telefónico. El lugar lo conocía: era el mismo de la fiesta con las asiáticas. Me llevé la nota, salí de la oficina y le dije a la secretaria que avisara a Herrán que un imprevisto apuraba mi salida. Fui a mi oficina, imprimí un antiguo relato escolar y se lo entregué a Chávez en el tercer piso. “Es el relato que don Jorge me pidió para la columna, lo he terminado antes para no contrariarme”, dije. “Don Jorge agradece la puntualidad, don Mario, voy a leerlo y mañana mismo lo llevo al corrector de estilo. Ah, el sábado puede pasar por su cheque, ya está listo”, dijo, echándome su pútrido aliento en el rostro. Apagué mi celular y salí del edificio.
Pasé toda la tarde comprando libros. En una librería encontré los Diarios de Grombowicz y las Memorias del santo bebedor de Joseph Roth. Más tarde fui a la Cineteca, había un ciclo Woody Allen y vi dos películas. Llegué a mi departamento casi a la media noche. Leí un rato a Grombowicz y me dieron ganas de escribir. Quizá no haya mayor gloria para un escritor que esa: que otros, al leerte, quieran escribir.

VII
Por la mañana no quise ir a la oficina. No encontraba sentido atarme a un horario mientras en casa podía escribir sin problemas y sin tener que verles la cara a oficinistas desahuciados. Recordé la nota que había robado del escritorio de Herrán. Algo pasaría en la tarde, una fiesta privada quizá, algo turbio, un asesinato, una persecución entre mafiosos como esas que cantan los corridos. Mi curiosidad era mucha. Le hablé a Herrán. Me reporté enfermo. No me creyó, pero me dio la tarde libre. “Para que ordenes tus ideas. Ya leí tu relato. No es tan bueno como los otros, pero con una buena corrección puede publicarse este sábado. ¿Aceptas las correcciones?” “Hagan lo que quieran con él”.
A las cuatro de la tarde conducía mi Tsuru rumbo a las afueras de la ciudad. Era una tarde fría y la niebla, en cierto punto de la ciudad, era muy espesa. Estacioné mi carro en un terreno baldío aledaño a la Hacienda de Herrán. A comparación de la última vez, en esta no había guardias vigilando ni guaruras parados en la entrada de la casona. Habían algunos carros estacionados enfrente, pero pude entrar sin problemas a la mansión por la puerta de acceso a la cocina. Herrán se encontraba sentado en una poltrona, recibiendo una mamada de un tipo vestido de policía (o tal vez en verdad era policía). Por toda la sala se esparcían los cuerpos lúbricos de tipejos de la política y las altas esferas empresariales siendo sodomizados o aprovechando a las chavas desnudas para introducirles juguetes sexuales de proporciones descomunales. Una mesa hacía las veces de recipiente de una gran cantidad de coca que, cada vez que podían, todos inhalaban. Escondida entre un adorno floral, y apuntando directamente a la grotesca escena, una cámara grababa todo. Pensé que estas grabaciones serían la ruta de escape de Herrán si algo salía mal. Nadie se había percatado de mi presencia. Me di el lujo de desmontar con toda calma la cámara, y regresar a mi auto por la misma ruta que había entrado.



VIII
Los siguientes días tampoco fui a trabajar. Descolgué el teléfono, salí a comprar una dotación de películas y estuve tres días encerrado entre los ensueños de Ingmar Bergman, Tarantino y David Fincher. Una tarde, entre la somnolencia y dos valiums que me tomé, escuché que alguien tocaba la puerta con insistencia. Hice el intento por levantarme, pero las piernas no me respondieron. Quien haya sido desistió muy pronto y yo me encerré de nuevo en mi mundo de modorra.
Salí a la realidad con una resaca más fuerte que si hubiera bebido los tres días. Colgué el teléfono. Diez mensajes de voz, dos de mi madre anunciándome que una tía lejana había muerto, uno del secretario de una universidad de privada invitándome a dar clases en su escuela, y los demás de Herrán, exigiéndome que necesitaba el material para la publicación del sábado. Durante estos tres días había tenido el tiempo suficiente para pensar a detalle qué haría con el video de la cámara. Definitivamente no tenía nada que perder. Si las cosas me salían bien, no tendría por qué preocuparme durante una buena temporada.
Hice una copia del video. Llamé a Carlos, antiguo amigo y abogado de la época de mi divorcio. Nos vimos en un cafetín del Centro. Carlos llegó hecho una mierda, a leguas se le notaba que había recaído en la droga. Pidió un vodka doble y una cerveza.
-Veo que hoy no es tu día, Carlitos –dije para romper el silencio que de haber continuado hubiera hecho que me largara de ahí.
-No, la verdad es que no lo es –dijo. Su voz era un hilo apenas audible-. Tengo días con una cruda espantosa; ya he tomado de todo y sigo igual.
-Deberías buscar ayuda, internarte quizá sirva.
-He intentado todo, pero la verdad es que no tengo la fuerza suficiente para continuar. ¿Sabías que Mariela me dejó por Javier, el representante del Sindicato de Maestros? La hija de perra me demandó y ahora tengo que pasarle manutención. Mis ahorros de años de trabajo se están acabando tan rápido que al paso que voy en seis meses voy a quedar en la calle.
-Todavía estás a tiempo, Carlitos. Puta madre, no puedes dejarte caer. Esa mierda de coca te va consumiendo y no te das cuenta.
-Lo sé, lo sé. Eso es lo malo. Pero no me llamaste porque querías hablar de mis pedos, ¿verdad? Pinche Mario, eres una mierda: no me llamaste en casi tres años.
-Después de lo de Ana no me quedaron ganas de recordar ese episodio.
-Yo te conseguí un buen arreglo, te bajé la pensión a casi nada.
-Y lo agradezco, si no lo más seguro es que a estas alturas estaría vendiendo hot-dogs en alguna ciudad perdida de Estados Unidos. Pero tienes razón, no te busqué para acordarnos de cosas pasadas.
-Escucho.
-¿Qué sabes de Jorge Herrán?
-Lo que todo mundo sabe. Periodista, millonario, puto. El hijo de puta ha tenido pedos con el gobierno pero por ahí se dice que está bien parado y que todo es un teatrito armado para no levantar sospechas.
-Muy bien, eso quería saber.
-Habla claro, Jorgito, ¿qué tienes tú que ver con el putete de Herrán?
-Herrán es mi patrón, digo, era mi patrón, porque ya no pienso seguir trabajando para él. Tengo una columna en su diario, sale publicada todos los sábados desde hace tres semanas.
-Últimamente no he leído mucho los periódicos, y menos la mierda que publica Herrán. Pero bien por ti, por fin puedes publicar ¿o no?
-Ese no es el punto. Mira, sin rodeos: tengo un video en donde Herrán y en grupo bien nutrido de personajes muy publicitados están teniendo una orgía. Y quiero que tú me ayudes.
-Ajá –Carlos se quedó meditando mis palabras durante varios segundos-. ¿Y en qué te ayudaría yo? Deja de jugar al detective y destruye eso si no quieres acabar en una fosa común en medio de la nada.
-No me has entendido, quiero ver si puedo sacar algo de dinero con este video y largarme de México. A mí no me interesa que el video salga a la luz pública, de nada serviría, y pienso que sería mejor conseguir algo de lana, darle un valor, pues.
-Y aquí entro yo.
-Sí, necesito que guardes una copia. Si me llegara a pasar algo o desaparezco misteriosamente sin dejar rastro, tú le mandas el video a Isabela Zavala, que es una periodista confiable, y asunto arreglado. Que ella decida si lo publica o no.
-¿Y qué gano yo?
-Si consigo sacar algo, te daré una buena cantidad que te ayudará para que te rehabilites cuanto antes, cabrón, te ves de la chingada.
-Suena interesante. ¿Puedo? –Pidió otro vodka y otra cerveza-.
-Lo único que tienes que hacer es guardarla, darme unos días y yo me pondré en contacto contigo. Si lo decido conveniente, destruyes la copia y se acabó.
-Está bien. ¿Qué puedo perder? Quizá sería mejor si alguien me pega un tiro.
-No digas estupideces, Carlitos, vas a ver que pronto estaremos tomándonos una margarita en Río de Janeiro.

IX
La secretaria de Herrán me informó que éste se encontraba en una reunión y no sabía para cuando regresaría. Llamé tres veces y nada. A la cuarta vez me respondió Chávez. “Debe pasar por sus pertenencias y por su liquidación. Don Jorge lamenta que deje el periódico, su columna estaba ganando lectores. En fin. Usted decide. Lo espero mañana en mi oficina”. “Pero yo quiero hablar con don Jorge personalmente y explicarle la situación”. “Imposible. A parte que don Jorge estará muy ocupado no desea verlo”. “Mira Chávez, dile que tengo un video que estoy seguro le interesará, dile que tengo la certeza que él querrá tener ese video”. “Le informaré”.
Dormí toda la tarde. En la noche me llamó Herrán. No parecía contento. “Te veo en tu departamento en media hora”. Tardó menos. Venía vestido impecablemente y el olor de su colonia impregnó de inmediato mi sucio departamento.
-¿Y bien? –preguntó, su voz era serena.
-Tengo algo suyo en mi poder y pensé que quizá podía regresárselo a cambio de algo de dinero, no mucho, sólo lo suficiente para poder largarme de este país de mierda.
-Ah –suspiró-.
-Mire, don Jorge, sería algo así como pagar mi silencio, y si tomamos en cuenta que la cantidad que le pido es ridícula en comparación con lo que usted gana, pues no le afectará en nada.
-Bien, muy bien. ¿Puedo ver el video?
-Claro. –Encendí el televisor el DVD. Las imágenes eran contundentes y señalaban tanto a Herrán como a varios funcionarios del gobierno de la ciudad.
-Supongo que hay más de estos videos que podían circular a la menor provocación –su labio inferior temblaba-.
-Sólo uno más, es por seguridad.
-Entiendo, debes ser precavido. ¿Y de casualidad el otro video está en manos de este individuo? –silbó e inmediatamente un orangután enfundado en un Armani entró sosteniendo una gran caja, de esas en donde meten los pasteles. Depositó la caja en el piso, a un lado de Herrán y la descubrió. La cabeza de Carlitos apareció en toda su desgracia. Tuve que contenerme para no salir corriendo de mi propio departamento.
-Sí, estaba en poder de Carlitos Palou, mi abogado –no era una voz, era un lamento.
-¿Tú creías que podías chantajearme a mí? ¡A mí, que estoy más allá del gobierno! ¿Qué pensabas? ¿Acaso tanta literatura te oxidó la cabeza al grado de llegar a suponer que podías sacar provecho de este video? Estás muy pendejo, Mayito. Y como te habrás dado cuenta no vas a salir vivo de tu departamento. Qué ironía ¿no?
-Don Jorge yo solo quería algo de dinero para largarme a España y poder escribir una novela.
-Pues ya la chingaste, porque vas a escribir tu novela desde el más allá y se la vas a dedicar al mismo Jesucristo. ¡Padilla!
Padilla, el guarura, sacó la pistola, cortó cartucho y me apuntó a la cabeza. Me cagué en los pantalones. Cerré los ojos, esperando que el impacto fuera justo un mi cabeza para no sentir dolor. Pero el impacto no llegaba, y yo me aferraba al asiento como quien se aferra a la vida.
-Tienes cojones, Mario –dijo Herrán-. Muchos han suplicado por su vida justo antes de que les meta una bala en el cráneo. ¿Sabías que con el calibre que usa Padilla tu cerebro embarrará el cielorraso barato que tienes en la pared?
-No, no –tartamudeé-.
-Ahora ya los sabes. Guarda eso, Padilla. Mira, a pesar de los que piensas yo no soy un asesino. Tengo que matar por cuestiones del negocio. ¡Abre los ojos, pinche puñetero y mírame cuando te hablo!
Los abrí. El rostro de Herrán sudaba y agradecí que no estuviera escupiendo mi cuerpo, bañado en un charco de sangre.
-Regrésame el video original, pendejo.
-Aquí está. Don Jorge si me dejara explicarle…
-No hay nada que explicar. Toma –me dio un sobre-. Es un boleto de avión para Barcelona, para mañana mismo, y diez mil dólares. Te vas a largar de una buena vez y jamás volveré a verte. Aunque no lo creas, tu columna semanal ha sido bien recibida por nuestro público, sobre todo por viejas urracas que no tienen nada que hacer y se divierten con tus chingaderas, así que continuarás escribiendo para mí. Cada jueves, de cada semana, de cada puto mes, de cada jodido año quiero tus textos por e-mail, y pobre de ti si no los mandas. Recibirás un depósito bancario cada quince días y todos felices. ¿Entendido?
-Siií.
Antes de salir, Padilla me dio un madrazo me dejó sin aire por varios minutos. No lo podía creer. Me iba a Barcelona con gastos pagados, y más vivo que nunca.

X
En Blanes conocí la casa donde vivió Roberto Bolaño. Conocí también a Carolina López, su mujer. Me dio un recorrido por el estudio de Bolaño, por su galería personal de historias inconclusas. Carolina es encantadora, y ese acento particular de los españoles de Cataluña, en plena Costa Brava, la hace más encantadora. Me invitó un café, y hablamos durante un rato del futuro de la literatura. No es un futuro muy prometedor, pero eso ya lo había dicho su marido diez años antes. Me enseñó un manuscrito de Bolaño, que data de 1974 ó 1975, cuando se encontraba todavía en México, y en donde Bolaño escribió: “Más allá del lenguaje está lo inexpresable/ lo común entre la lluvia / el verdadero huracán de mierda que baña las conciencias”. Me parecieron unos versos muy bellos. Carolina rechazó mi invitación a comer. Regresé a Barcelona, y envié el relato a la oficina de Herrán. No todo pinta tan mal, después de todo.