No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



miércoles, 18 de septiembre de 2013

V
-->VUELTA AL REDUCTO
Cuando a Víctor Illescas le encargaron la dirección editorial del proyecto literario menos ambicioso de la universidad, dudó en aceptar. No fue le sueldo que le ofrecieron –diez veces más de los que ganaba por sus clases de Teoría Literaria- sino las extrañas condiciones lo que lo hicieron decirle al director académico que se lo quería pensar un poco. Cualquier otro colega se hubiera negado de inmediato, no sólo por lo absurdo de la propuesta, sino por el poco prestigio que una empresa tal otorgaba a los participantes.  Pero Víctor decidió que lo mejor sería consultarlo con una buena botella de vodka y unas películas de Buster Keaton. Frente a la botella de vodka, Víctor estimó que, para tal empresa, sería necesaria una suerte de recursos editoriales que, lo sabía, la universidad no podía pagar. Aunque estaba lo otro, los recursos destinados por cierto donador anónimo que había dejado, exclusivamente, una cantidad exorbitante de dinero para que, a la brevedad, se echara andar el proyecto. La única condición que el donador pidió fue que los autores publicados fueran totalmente desconocidos. ¿Por qué la universidad había aceptado tales condiciones, si de antemano se sabía que esta empresa editorial estaba destinada al fracaso? Publicar autores desconocidos  ha llevado a la ruina a obsesivos editores que creen encontrar en una joven promesa o en un texto deslumbrante el rey midas que los lleve a las ligas mayores de la edición internacional. Pero, pensó Víctor, ¿y si tiene la suerte de publicar a las nuevas  la Vacas Sagradas de las Letras Mexicanas? La respuesta la encontró en el argumento del director académico: Había dos fondos, uno destinado para la edición del proyecto y otro destinado a construir un nuevo edificio para la universidad. El bufete de arquitectos que diseñaría el proyecto del nuevo edificio desde Vancouver estaba contratado, sólo a condición de que el proyecto literario tuviera la seriedad necesaria y el respaldo absoluto de la Junta de Gobierno, además de ofrecer como editor a un reconocido académico y crítico literario. Ahí entraba Víctor. Luego de una larga meditación, Víctor aceptó. Tendría los fondos necesarios para iniciar cuanto antes. Luego de una ardua selección de autores que jamás habían publicado (Víctor tuvo que rastrear en lugares infectos, en salones de clase donde deambulaban estudiantes con textos bajo el brazo, o en talleres literarios de poca monta), la edición de esta colección estaba lista para iniciar. A pedido expreso del donante, se llamaría colección de Autores sin nombre.
El primer título se llamó La ráfaga, de Francisco Arriaga Méndez, un autor chiapaneco que escribía cuentos inspirado en Borges y Raymond Carver. Víctor lo encontró en un coloquio de literatura en Tuxtla Gutiérrez, cuando Arriaga le lanzó una mentada de madre a un ponente que hablaba sobre la trascendencia en “Mutra” de Octavio Paz. Luego de la ponencia, Víctor lo abordó y le preguntó si alguna vez había publicado algo. Ante la respuesta negativa y reticente de Arriaga, Víctor le dijo que quería publicarle sus textos para una edición de autores sin nombre. Arriaga aceptó y así se convirtió en el primero de la lista de esta bizarra empresa editorial, no sin antes exigir una fuerte suma de dinero para –explicó- hacer un viaje trascendental a la India y sufragar algunas deudas adquiridas por su creciente y omnímoda  adicción a las drogas fuertes y a las prostitutas hondureñas. Víctor no puso objeción pero pidió un adelanto de sus textos. Arriaga le hizo llegar vía e-mail un breve texto intitulado “El dinero de todos los santos”, un relato –sin duda autobiográfico- sobre una travesura de infantes que robaron las dádivas  que la gente dejaba en el altar de los santos del pueblo de Copoya, lugar de nacimiento de Arriaga. A Víctor le molestó la sequedad del texto, carente de recursos literarios, demasiado plano, además del excesivo uso de regionalismos y barroquismos que convertirían al relato en una especie de galimatías. Sin embargo, decidió incluirlo junto con diez relatos más que Arriaga envió, casi todos en el mismo tono autorreferencial.
El segundo título de la colección llegó sin que Víctor se esforzara en buscar al autor. Lo encontró en una cantina del centro de la ciudad, cuyo dueño, un chileno que había emigrado a México al inicio de la dictadura de Pinochet, era amigo del padre de Víctor. El chileno y el padre de Víctor habían sido miembros del Partido Comunista Mexicano, y juntos habían regresado a Chile a hacer la revolución, pero el único que regresó de la experiencia anti pinochetista fue el cantinero chileno, pues al padre de Víctor lo mató una bala en la cabeza en Valparaíso, luego de ser torturado durante tres días,  cuando fue descubierto repartiendo propaganda contra la dictadura. Víctor apenas recordaba a su padre. Tenía  cuatro años cuando se fue y su recuerdo se disipaba cada vez que intentaba acordarse de él. Sin embargo, el cantinero chileno había regresado con una carta para él y su madre en donde explicaba los motivos de su partida y de lo mucho que los quería. Con el tiempo, el cantinero chileno se convirtió en la figura paterna que nunca tuvo, y hasta muy entrado en años  se dio cuenta que era amante de su madre. Luego su madre murió y siguió visitando al cantinero todos los sábados en su cantina de la calle Donceles. Uno de esos sábados, mientras preparaba la edición de La ráfaga, decidió visitar al chileno. Lo encontró atrás de la máquina registradora, tan efusivo como siempre por su llegada. Se tomaron una copa de ginebra y  le contó sobre sus planes editoriales y la urgencia de encontrar a un autor que no hubiera publicado jamás. Al chileno le pareció extraño que, tomando en cuenta la cantidad de escritores que deambulan esperando la oportunidad para publicar sus mamotretos,  no hubiera encontrado ya a los posibles candidatos para aparecer publicados en la editorial de la universidad. Víctor explicó que quería hacer una selección rigurosa, y no irse de boca a la primera de cambios.  Por un segundo, al chileno se le iluminó el rostro. Él tenía a su hombre ideal, dijo, qué digo hombre, a su escritor ideal. Señaló al fondo de la cantina, en una mesa que parecía desaparecer a ratos por la oscuridad del salón. El que está al fondo es escritor, dijo. O cuando menos parece serlo. Llega dos o tres tardes por semana y escribe en libretitas escolares durante horas y frente a una botella de ron. Era un alcohólico, eso era seguro. Llevaba el cabello largo hasta los hombros y tenía la mirada perdida de los que no esperan nada de la vida. Víctor tanteó que debía rondar los 35 años, quizá menos.  Preguntó al chileno si se podía conversar con él, porque pensaba abordarlo. El chileno respondió que siempre estaba ahí y sólo hablaba para pedir cigarros o alguna botana. Víctor se acercó y en seguida recibió una mentada de madre. Luego de un rato de volver a explicar los motivos de la edición que preparaba, el escritor aceptó. Se llamaba Rosario Patiño Chaires pero en el mundillo travesti era conocido como Daniel Jacarandas. Rosario pidió que su libro fuera publicado como Daniel Jacarandas y que no se hiciera mención de su doble identidad. Unos días después entregó un manuscrito de casi trescientas páginas con el hoy insigne título de Las mentiras de la desdicha, que se convirtió en best-seller a los pocos meses de publicarla y fue adquirida por una editorial española que la convirtió en un libro mainstream al grado de que Almodóvar la utilizó como argumento de una de sus películas. Claro que Víctor no podía saberlo cuando Jacarandas llevó el manuscrito a su oficina. En un principio, la lectura le pareció tediosa, demasiado personal y decididamente violenta. Estaban ahí el mundo de la prostitución, las drogas, el alcohol y el travestismo pero contado desde la mirada de una travesti que no podía renunciar a su feminidad. Una mujer que había regalado a su hijo al nacer para poder aceptar su masculinidad; una mujer que soñaba todas las noches con que de una buena vez se le pudriera el coño y de esa cavidad húmeda le brotara un pito enorme.  Las imágenes perfectamente captadas de la violencia masculina (y femenina) fueron el detonante para que Víctor decidiera que Las mentiras de la desdicha fuera el segundo título publicado por la colección Autores sin nombre. Jacarandas no vería publicada su novela: moriría tres semanas antes, estrangulada en hotel de mala muerte. Víctor se dio a la tarea de seguirle la pista a los datos más elementales de la biografía de Jacarandas, y,  salvo tres o cuatro datos relevantes, lo demás no importaba. De todas formas, con tan escuetos datos, escribió un breve prólogo a la novela, el cual fue utilizado por la editorial española que compró los derechos de publicación.
El tercer y último libro de la colección Autores sin nombre fue un ensayo sobre Ludwig Wittgenstein, el célebre filósofo vienés autor del indescifrable Tractatus Logico-Philosophicus. El autor era un estudiante de preparatoria, un genio de dieciséis años del todo desconocido, incluso para sus maestros, quienes lo consideraban un frío y escurridizo emo  que prefería pasar sus horas de clase encerrado en la Biblioteca leyendo a Nietzsche,  Wittgenstein y Derrida. Las extravagancias discursivas y argumentativas de Emilio Tenoch Landa –era su nombre- lo hicieron célebre durante una corta temporada, para después caer en el resentido olvido de sus condiscípulos, que no podían creer que Tenoch Landa pudiera contradecir y ridiculizar a todos los profesores. Del olvido vino el rechazo, y del rechazo la burla. Tenoch Landa su aisló más de todo el mundo, incluso de los demás emos de la prepa (que abundaban) que lo veían como un advenedizo en cuestiones de “rechazo” emocional: sólo ellos podían sentir todo el peso del mundo, todo el odio y mala leche sobre sus cabellos pintados de azul y su vestimenta negra; sólo ellos tenían derecho a aislarse para poder ser creativos o engrosar la lista de los millones de jóvenes que ni estudiaban ni trabajaban. Tenoch Landa se hartó de ese mundillo de ignorantes e hipócritas y dejó de asistir a la prepa. Se encerró en una biblioteca pública con pocos libros,  mucho espacio y el silencio necesario para escribir. En tres semanas terminó su ensayo, que tituló El concepto de filosofía en el “Tractatus Logico-Philosophicus” de Ludwig Wittgenstein, un portento hermenéutico donde, a través de una visión que desgranaba el pensamiento del vienés, reordenaba sus aforismos de manera que los lectores advirtieran la necesidad de renovar la concepción lingüística de la filosofía. Para Tenoch Landa,  el concepto de filosofía de Wittgenstein estaba dirigido a ser un espejo donde el lector atisbara sus propios pensamientos desde la óptica del reflejo lingüístico: los problemas filosóficos no son otra cosa que problemas del lenguaje. Nombramos las cosas por un sentido de inexactitud en los límites de nuestro pensamiento, de nuestro lenguaje expresado.  Víctor dio con el manuscrito de la manera más rara posible. Tenoch Landa tenía tres meses muerto cuando un primo de Víctor, un médico del SEMEFO, le arrojó el texto en una cena familiar. El médico le explicó que, semanas antes, se había suscitado una riña entre bandas rivales de emos, y Tenoch Landa, un chavo de dieciséis años había recibido una terrible golpiza que le causó la muerte casi de forma inmediata. Las pocas pertenencias de Tenoch Landa nunca fueron reclamadas, entre las que se encontraba el manuscrito guardado celosamente en el interior de una mochila. Como sabía que Víctor estaba metido en “el rollo de la cultura” decidió regalarle el texto antes de que fuera incinerado con cientos de pertenencias nunca reclamadas. Víctor leyó el texto con excitación y asombro en una noche. Le costó creer que el ensayo fuera obra de un adolescente. Era tan nítido y a la vez hermético, y aunque tenía algunos errores ortográficos visibles, la claridad de sus posturas no dejaban lugar a dudas: Emilio Tenoch Landa era un joven dotado. Víctor no era amplio conocedor de la obra de Wittgenstein, a quien había leído, de manera mecánica,  como parte de alguna asignatura perdida en su doctorado. Pero pudo reconocer algo inexplicablemente crítico en el ensayo que apuntalaba un razonamiento sensible e intelectual.  Esa fue su primera impresión, pero por momentos decidió dejarse llevar por el beneficio de la duda.  Decidió investigar un poco más. Por insistencia e influencia burocrática de su primo, pudo revisar la parte médica que el SEMEFO entregó a las autoridades. Efectivamente, Tenoch Landa había muerto por traumatismo cráneo-encefálico y perforación de un pulmón con arma blanca. Quiso contactar a su familia, pero habían abandonado la ciudad rumbo a Estados Unidos. Del director de la prepa y de los maestros poco o nada pudo obtener. Sólo uno o dos alumnos, antiguos amigos o conocidos de Tenoch, lo orientaron hacia cierta parte de su oscura vida. Por ellos supo del talento desmedido de Tenoch, de sus grescas con las autoridades escolares, de su aislamiento. Uno de ellos le dio la dirección de la casa de un tío. Víctor visitó al tío con reticencia. Pero poco pudo sacar de él, un tipo vulgar y grotesco que llamaba a su sobrino “el maricón”. En vano sería explicarle que por ese maricón la familia Tenoch Landa sería recordada. Pidió poder contactar a sus familiares. Recibió un teléfono y una dirección perdida en Payton, Ohio. Nada impresionó más al padre de Tenoch que el saber que podía obtener dinero por la publicación de un libro de su hijo. Ni siquiera sabía que escribía. No tenía clara la forma de su muerte, sino simplemente “por andar en sus cosas”. Pensó que de vez en cuando surgen luces que crepitan alrededor de polvorones de niebla. De cualquier manera, muerto Emilio o no, habían decidido abandonar México tiempo atrás.  Víctor ofreció una generosa cantidad de dinero por los derechos del ensayo, así como para poder realizar un texto biográfico para presentar el pensamiento de Emilio a las futuras generaciones. El padre aceptó, y a los dos días, Víctor tomaba un vuelo a Cleveland, con una escala en Nueva York, con un contrato en el maletín que cedía los derechos a la universidad de la obra e imagen de Emilio Tenoch Landa a perpetuidad. El ensayo se presentó meses después, en una mesa de análisis donde eximios filósofos hablaron maravillas del libro y sobre las repercusiones que éste tendría en la dilucidación del pensamiento del filósofo vienés.  
Todo parecía indicar que la colección Autores sin nombre se convertiría en un clásico. El rector de la universidad en persona felicitó a Víctor Illescas y le ofreció un puesto en la dirección editorial de la universidad, para que asesorara a los editores y demás empleados. Eran las grandes ligas de la intelligentzia mexicana, el non plus ultra del logro académico. Salvo el primer desliz con La ráfaga, que fue vapuleado por Rafael Lima, el crítico de moda de la revista Signos Abiertos, la de más influencia en el país,  los libros de Jacarandas y Tenoch Landa fueron recibidos con sendas críticas favorables en las revistas literarias y filosóficas que dominaban el panorama cultural mexicano. Heberto Suástez, editor y dueño de Signos Abiertos, invitó a Illescas a publicar en su revista. Le publicaron un ensayo sobre la poética narrativa de Sergio Pitol y sus influencias eslavas que recibió buenas críticas y le abrió las puertas del mundillo literario mexicano. Todo estaba en eso: pertenecer o no pertenecer. Víctor se dio el tiempo para escoger el cuarto título de la colección, quería seguir con el camino ascendente que lo había convertido en el editor de moda en México. Visitó talleres, recorrió aulas, habló con sus colegas sobre nuevos valores  en sus seminarios de narratología o creación literaria, leyó periódicos de provincias para ver si ahí entre páginas de sociales y anuncios clasificados se encontraba el nombre que continuaría con el éxito de Autores sin nombre. Pero el nombre no aparecía. Se ocultaba de la notoriedad pública con una sonrisa sardónica al título de la colección. La fecha estaba cerca, e Illescas no tenía nada. Lo más lógico hubiera sido escoger a alguien de los muchos que hacían fila en su oficina para entregarles manuscritos con la firme intención de publicarlos. Algunos eran recomendados de sus nuevos amigos escritores, o eran amantes de algún profesor de Literatura Alemana del siglo XX. Una tarde, un colega que enseñaba literaturas orientales en la universidad, lo visitó en su oficina. Había llegado de una estancia posdoctoral en Tokyo y traía un manuscrito de una joven mexicana que llevaba años viviendo en Japón. María Icaza Hiroshi administraba en Yokohama  un restorán de comida mexicana, el único de la ciudad, hasta donde sus padres se habían trasladado cumpliendo un antiguo sueño de su abuelo, que era japonés y había peleado en la Segunda Guerra Mundial para los norteamericanos. Luego de terminada la guerra, el abuelo se trasladó a México y ahí abrió un restorán de comida japonesa una vez casado con una mujer mexicana, una poblana que aceptó sin prejuicios la diferencias culturales. El abuelo tuvo tres hijas, y una de ellas, Hitori, se fue a vivir a Japón con su esposo y su hija de siete años. Dos veces por semana, el profesor de literaturas orientales iba a consultar libros a la Biblioteca Municipal de Yokohama, y dos veces por semana comía en el restorán de comida mexicana. Ahí entabló amistad con María Icaza Hiroshi. En la última comida del profesor –regresaba a México luego de un año-, María le entregó el manuscrito de una novelita de título simple: Los fugaces. En ella, María hacía recuento de tres generaciones de familiares japoneses emigrados a países tan disímiles como Austria, México y Australia. Era una reconstrucción familiar con la simpleza de la mejor narrativa japonesa, de una belleza pasmosa, dando descripciones poéticas de Los Angeles, Yokohama, Viena, el Distrito Federal y Melbourne. Víctor leyó el manuscrito y decidió que Los fugaces sería el nuevo título de la colección. Había algunas imprecisiones idiomáticas que corregir, porque el español utilizado por María parecía una traducción del japonés. Pero para eso estaban los correctores de estilo. Illescas se puso en contacto con María y acordaron verse en Yokohama. Hizo todos los preparativos del viaje, mientras escribía, por anticipado, una reseña sobre Los fugaces. Diez días después atravesaba el puesto de revisión migratoria del aeropuerto de Tokyo. Atardecía en Tokyo, amanecía  en México. Se hospedó en un hotel cercano al aeropuerto, en espera de poder viajar al otro día a Yokohama. A pesar de las 17 horas de viaje, no se sentía cansado. Se sentía excitado por el encuentro con María.  La nieve comenzó a caer, llenando de colores inusitados las luces de neón que, a lo lejos, iluminaban los edificios  en Tokyo. Sintió hambre y sed. Bajó el ascensor del hotel, y, al salir, respiró el aire turbio de una nevada decembrina en Tokyo. Tomó un taxi al centro de la ciudad. Lo deslumbró ese contraste entre modernidad y tradición tan característico en Japón, los edificios hipermodernos, los viejos palacios imperiales, las tiendas de aparatos electrónicos. Se bajó del taxi cerca de una plaza que daba a un enorme centro comercial. La plaza tenía callecitas al lado repletas de restoranes, bares y discotecas. Entró en un restorán. Un cuarteto de jazz amenizaba la noche. Era una cuarteto poco común: el sax lo tocaba un negro, el bajo un japonés, la batería una mujer de nacionalidad indefinida, y el bandolón y voz un extraño tipo de aspecto europeo. Pidió una mesa. Lo ubicaron en la única mesa disponible, desde no era posible ver al cuarteto de jazz. Pidió el menú. Peguntó al mesero sobre  las posibilidades del menú, y el mesero respondió, en un inglés rudimentario, que la especialidad era el Tsanori, una especie de ensalada de mariscos. Pensó en Arriaga, Jacarandas y Tenoch Landa, a quienes nunca vería. Pensó en María y la imaginó delgada, morena, de ojos rasgados pero rostro latino, fuerte y marcado. Comió su Tsanori, acompañando la comida con sorbos de limonada.  Víctor Illescas cayó de bruces sobre el plato y la mesa, víctima de una severa intoxicación por comer algún pescado venenoso de los mares japoneses. Murió ahí mismo, mientras los comensales lo veían escupir una espuma verdosa de su boca.