No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



sábado, 26 de noviembre de 2011

EN LA HONDONADA NOCTURNA NOS VEREMOS (2)

THE FACT, “OBRA EN TRES ACTOS DEL DRAMATURGO INGLÉS BENJAMIN TOOL”.
Supongo que escribir es buena terapia. Cuando menos eso decía mi prima Talina, que era psicóloga. No fue el Rolex 2006 Edition sino el viaje a Broadway a ver The fact, “obra en tres actos del dramaturgo inglés Benjamin Tool”, lo que hizo que Talina aceptara mi ofrecimiento de hacerse mi amante. Una obra aburrida, “de realismo psicológico que cala”, diálogos inenarrables, interpretaciones simplonas que no valían los trescientos dólares que pagué por cada entrada. Sin hablar del hotel y los room services y el abrigo y la ropa en la Quinta Avenida y la coca esparcida por todo su coño que aspiré como poseído. Durante tres años cogimos como locos. Gasté una fortuna en saciar su inacabable gula monetaria. Le puse su estudio/consultorio, le pagué una especialidad en Gestalt en Viginia, le compré un departamento de un millón de pesos, le pagué cada una de sus ocho tarjetas de crédito y sus viajes semestrales “a ponerme al corriente” en terapias psicológicas; su Porsche Cayenne, sus tres sirvientas, su asesor legal, su entrenador personal, su creciente necesidad destructiva por la coca y las anfetaminas: todo pagado por mí. O por el dinero que lavaba para Susano y, en raras ocasiones, para el Jefe. Fueron tres años intensos. Pero todo termina, como dice el viejo bolero. Y mientras más rápido, mejor. En la inauguración de una de las tantas gasolineras en los que Susano y el Jefe eran socios, y yo la sombra bajo la que se ocultaban la corrupción y la impunidad, Talina cruzó unas palabras con Susano. Éste, pidiéndome permiso para presentarla al Jefe, y sabiendo que yo no podía negarme, la presentó. Allí terminó todo. El Jefe prendió de Talina. Discretamente la llevó a la oficina (justo frente a mis ojos) y después de intercambiar opiniones sobre la situación política de la ciudad, Talina entendió que el Jefe (conocido por todos, temido por todos) le había gustado y haría todo lo posible para que se acostara con ella. No pudo negarse a la invitación de visitar su racho en la sierra. No pudo negarse a que ambos los acompañáramos en una cena en donde estaría el gobernador del estado. No pudo negarse a sus lascivas y más que obvias insinuaciones y a sus indirectas sobre mis “pobres cualidades masculinas”, que hacían referencia a su conocida virilidad que no permitía que mujer que le gustara se negara a acompañarlo. Entendí que mi relación con Talina había terminado, y más me bastaba que así fuera si no quería terminar envuelto en una bolsa negra y tirado a la intemperie. Nos despedimos, regresamos al departamento, y Talina me preguntó qué íbamos a hacer. Le dije que por su bien y por el mío aceptara todo lo que le pidiera el Jefe. Y así lo hizo. Dejamos de vernos. “No puedes darte el lujo de seguirla viendo”, me dijo Susano cuando tuvo oportunidad, “ya sabes que así es el negocio y si quieres ver a tu hijo crecer mejor córtala por lo sano. Vuelve con tu vieja, evítales la pena no verte nunca más”. Me alejé de Talina, pero no de los negocios. Susano me siguió dando chamba frecuentemente. Rehíce un capital con el lavado; invertí en un negocio legal de compra-venta de autos. Abrí mi despacho y hasta ahí me iban a buscar gente allegada a Susano para que los sacara de su atolladero. Talina se convirtió, durante un tiempo, en la predilecta del Jefe. Lo que yo le daba se quedó cortó con los beneficios que obtuvo por darle las nalgas el patrón. Mucho dinero. Y, para su perdición, acceso ilimitado a drogas, alcohol, fiestas. Fue una socialité de tabloides y escándalos. El mencionar, durante un retén de alcoholímetro, que era mujer del Jefe y él les iba a mandar a volar la cabeza si no la soltaban, le costó la vida. Dudo mucho, como insinúa el Valedor, que se encuentre gozando de la vida en alguna playa brasileña.
NO SIEMPRE IMAGINAMOS LA DESVENTUA QUE NOS ESPERA
Hoy, el Valedor ha sangrado profusamente de la nariz. Un chorro incontrolable inició cuando, por descuido, se dio un golpe con la alacena. Inmediatamente la sangre corrió por su rostro. Cuando lo vi, pensé que gente del Jefe se había metido a la casa y hasta ahí habíamos llegado. Respiré aliviado cuando entre borbotones de sangre me pidió una toalla. Quince minutos después no podíamos detener el sangrado. “Esa mierda de coca te va a matar, Valedor”, le dije. “Métete ésta en tu culo y deja de decir chingaderas, Conta, mejor ayúdame a parar este puto sangrado”. La hemorragia se detuvo y el Valedor su fue a recostar a su habitación. Desde hacía varios días pensaba constantemente en escaparme. El Valedor lo había dicho: “Puedes irte cuando quieras y vivir unos días más, o puedes quedarte unas semanas y vivir con tu familia cómodamente el resto de sus vidas. Acuérdate que no siempre imaginamos la desventura que nos espera”. Su lógica no tenía contradicciones, lo sabía. El Valedor podía ser un hijo de puta vulgar y grotesco, pero en cuestiones de distinguir entre la vida y la muerte nadie mejor que él para aceptarle un consejo. Seguiría en sus manos durante unos días más.


LA BANDA DEL CARRO ¿ROJO?
El segundo sábado en compañía del Valedor. Para su desgracia, la pantalla de plasma que compró a tarjetazo limpio perdió el color súbitamente entre una persecución de bandoleros y polis en una locación que simulaba la sierra de Sinaloa, aunque tanto el Valedor como yo sabíamos que era una vulgar locación de algún estudio cinematográfico alquilado. El Valedor rabió, se cagó en la madre del vendedor de la póliza de garantía, de la tienda, de la voz melosa que lo atendió del otro lado del teléfono y que le colgó cuando el Valedor lanzó florituras que hacían referencia a su miembro entrando y saliendo de su culo si no le regresaban ipso facto el importe total del televisor o, en su defecto, el cambio inmediato de este armatoste por otro que funcionara.
La película era un bodrio. Un carro de color indefinido avanza a varios kilómetros por hora mientras es perseguido por dos patrullas; el fuego cruzado atrapa a varios civiles que caen al lado de la carretera. Las sirenas estallan los oídos; las patrullas dejan una estela de polvo que hace imposible ver más allá de las narices. El patrullero 1 descarga todo el cargador de su .45 hacia un blanco indefinido; el patrullero 2, que se ha bajado de su patrulla y espera, impaciente, la llegada del carro ¿rojo?, con un cuerno de chivo y un peine repleto. Desde el carro, dos tipos repelen los ataques de los patrulleros con sendas uzis; los patrulleros contestan, una, dos, tres veces; cae patrullero 2: un certero disparo le perfora el pecho. Patrullero 2 corre hacia su patrulla: más vale que digan que aquí corrió que aquí murió ¿piensa? El carro ¿rojo? lo rodea. Se bajan los dos tipos. Lo golpean. Lo amenazan. Lo escupen. Lo llaman rata. El tipo 1 le apunta con su uzi mientras el tipo 2 (el jefe, supongo) le pregunta quién es el soplón. El patrullero 2 escupe un nombre entre la sangre artificial que sale de su boca. El tipo 1 uno le descarga un balazo en la cabeza: el cuerpo del patrullero cae, desparramado, sobre la polvareda. No me gustan estas películas, pero el Valedor me obliga –sí, literalmente- a verlas.
UNA HISTORIA INCONCLUSA: LA PERLA NEGRA
El Valedor ha decido que durante dos días no se meterá nada. Tiene miedo que se le pudra la nariz. Me lo ha dicho y también ha dicho que el fin de semana se largará. Ha recibido instrucciones de Susano de llevarme hasta la frontera y ahí un contacto me esperará para cruzar. El contacto me llevará a una casa de seguridad en Waco, donde estaré dos días, y después me internarán en el deep south, en un poblado de Alabama donde estaré hasta que esta mierda pase y pueda regresar. Recibo una mentada de madre cuando le pregunto por qué deciden por mí. Quizá yo quiero ir a San Antonio con mi familia. “Tu familia está mejor sin ti, por ahora, pendejo”, me dice. Yo guardo silencio y enciendo un cigarro. El Valedor enciende la pantalla de cuatro mil dólares que no percibe los colores. “Estos hijos de puta piensan que me van a chingar”, masculla.
Por la tarde, el Valedor está de mal humor. Estoy seguro que quiere drogarse y está resistiendo lo más que puede. Fuma un cigarro tras otro. Se para, va al cuarto, toma la bolsa con la coca, esparce una fuerte cantidad en la mesa de centro de la sala, prepara cuatro líneas fronterizas descomunales e inhala. Los ojos se le tornan vidriosos, se ahoga en medio de una tos persistente pero logra componerse. “Al cuerpo lo que pida”, dice, otra vez con lógica irrefutable. Me pide que ponga un disco. El sonido de una vieja canción de Creedence resuena discretamente en la casa. Pienso en Alabama y en la gente que no conozco ahí. Pienso en que quizá ni siquiera llegue a Alabama. Born on Bayou es una buena canción de Creedence. No quisiera morir en otro país que no sea el mío. En Alabama hay negros y hay jazz del bueno, eso lo sé. Mi abuelo fue bracero allá por los veinte, en Texas, en Missouri y finalmente en Alabama. Él contaba de historias de demonios que se metían a las galeras de los indocumentados dedicados a sembrar algodón durante mayo y junio, demonios que poseían negras de las localidades cercanas que se paseaban por las galeras en busca de hombre. Negras infranqueables de piel de ébano y mirada escurridiza, cuerpos esbeltos aunque también gordas y flacas, altas y bajas, tímidas o agresivas que se posaban en los camastros sucios en una semioscuridad lasciva que sólo reflejaban en sus rostros la tranquilidad del río Lafayette. Mi abuelo se enamoró de una mujer/demonio llamada Eleonor. Una perla negra de dieciséis años y mirada penetrante. Eleonor vivía en Peambreak, Alabama, a cinco kilómetros de las galeras donde se hacinaban cientos de indocumentados mexicanos y guatemaltecos que trabajaban en la pisca de algodón por un sueldo miserable que ni los negros locales querían aceptar. Mi abuelo, llegado de Missouri, hizo amistad con el negro capataz, mr. Bishon, quien era padre de Eleonor. Todas las tardes, Eleonor llegaba al campamento a dejar los sagrados alimentos de mr. Bishon. Una de esas tardes, mi abuelo descubrió a Eleonor lavando su falda en uno de los estuarios del río Lafayette. Se vieron, se gustaron, y a las tres noches mi abuelo, guiado por un sueño que lo llamaba hacia la orilla del río, vio a Eleonor desnuda, alumbrada por una luna pletórica y amarillenta. Mi abuelo solía decir que esa perla negra había sido la mejor amante que había tenido. Durante los meses restantes, tres veces por semana Eleonor lo visitaba en el campamento. Hacían el amor alumbrados por una luna juguetona que a veces mostraba sus cuerpos desnudos y otras los ocultaba y dejaba al dominio de las sombras. Cuando trasladaron el campamento una finca cercana a Mobile, se dejaron de ver. Dos años después mi abuelo regresó a casa. Volvió igual de pobre que se había ido, y con una fuerte adicción al opio que tardó años en curarse. Al poco tiempo se enteró que un huracán había devastado muchas poblaciones de la rivera del río Lafayette. Pensó que quizá Eleonor había muerto. Nunca lo supo, pero conservó el recuerdo de su perla negra hasta el último día de vida, cuando entre los ensueños del cáncer de estómago que padecía suspiraba que veía acercarse una sombra tierna y calurosa, una sombra de una negritud perfecta, unos dientes blanquísimos que brillaban y alumbraban todo el río Lafayette.
SIN SALIDA Y SIN SER JAMES BOND
Decidí correr lo más que pude. Atrás quedó el Valedor en medio de un charco de sangre, todavía tibia, todavía su cuerpo intentaba ponerse de pie pero sin ningún resultado. Quise regresar pero el miedo a morir fue más grande que las ganas de ayudarlo. Corrí hasta perderme en un llano con matorrales desparramados por todos lados. Me recosté en un matorral. Varias camionetas pasaron a mi lado sin verme: arrojaban las luces de alógeno hacia todos lados y gritaban mi nombre. Escuchaba los motores muy cerca, tan cerca que pensé que sería cuestión de minutos en que dieran conmigo. Sin salida y sin ser James Bond, no tenía otra cosa que hacer que esperar.
Esa mañana el Valedor se había levantado muy contento porque en la tarde nos largaríamos. Hizo algunas llamadas. Todo estaba confirmado para la tarde, no había vuelta atrás. Susano había pactado mi salida, y la del Valedor, con gente del Chulo, que estaba molesto porque creían que el Jefe lo había vendido a la DEA. El encierro nos había mantenido aislados, sin saber que fuera se había desatado un batalla campal entre gente del Jefe y gente del Chulo por disputarse la plaza, cada vez más menguada. El Valedor se estaba drogando más de la cuenta. Llevaba el doble de su dosis diaria. Eso me dio mala espina. Al medio día me dijo que en tres horas nos iríamos. Preparé todo. Él siguió drogándose como si nada. Estaba fuera de control cuando recibió una llamada de la gente del Chulo. “Ya nos chingamos, Conta, me acaban de avisar que balearon a Susano hace una hora. A él y a toda su familia. Iba de salida, parece que se largaba de la ciudad”. “¿Y ahora?”. “Ya viene la gente del Chulo, y que sea lo que Dios quiera”. Minutos después una camioneta se estacionó en la acera. Bajaron tres tipos con cara de matones. Susano los observó por la ventana. “Es el Chango, creo que ya la hicimos, tenía miedo que mandaran a gente que no conozco, pero con el Chango nos hay pedo, es de fiar”, masculló. El Chango y los otros dos entraron a la casa. Hablaron con el Valedor. Dijo el Chango: “Sólo los podemos dejar hasta Paso del Ganado, de ahí tendrán que caminar hasta El alambique, donde estará la gente que contrató el finado Susano. Ellos los llevarán hasta Waco. Apúrense, que nosotros también tenemos nuestros asuntos”. Subimos a la camioneta. El Valedor estaba tan drogado que apenas podía articular palabra. “Dale esto a ese pendejo, a ver si se le baja”, dijo el Chango y me pasó dos botellas de bebida energizante. El Valedor las rechazó. Pasaron varios minutos en los que recorrimos el periférico que circundaba la ciudad. Pronto dejamos el paisaje urbano para recorrer parajes desolados de matorrales, áridas colonias en medio del desierto, basureros y depósitos de chatarra, picaderos inmundos, tiraderos de vísceras de las granjas de pollos y cerdos de la localidad. El calor era insoportable, pero el Chango se negó a prender el aire acondicionado: “Vaya si son pendejos, ahorita van a caminar diez kilómetros hasta El alambique, a una temperatura de cuarenta grados o más, es mejor que se acostumbren porque se pueden quebrar en el trayecto. Guarda las bebidas que te di, y atrás tengo una galón de agua, si saben lo que vale se lo llevarán”, dijo. A dos kilómetros de Paso del Ganado, el Valedor sintió ganas de vomitar. El Chango detuvo rápidamente la camioneta y permitió que el Valedor se bajara a descargar su contenido estomacal. Me acerqué a él. “¿Estás bien?”, le pregunté. No contestó. Me di media vuelta y justo cuando me enfilaba hacia la camioneta, entre el vómito persistente, me dijo: “¿Quieres saber qué le pasó a tu noviecita, la psicóloga? ¿Quieres saberlo?”. “No”, contesté. “Pues el Jefe se la regaló a Susano y cuando Susano se cansó de ella pues me la regaló a mí. Cogía muy rico la morra, la verdad. Lástima que tenía una boca tan floja (yo lo comprobé). Susano la pinchó más de la cuenta, y la fue a botar en un picadero en compañía de nuestros clientes favoritos, los salvadoreños. Por cinco tapas de heroína ellos se hicieron cargo de ella”. Quise partirle la madre, pero me amenazó con una pistola. “Súbanse o se quedan”, gritó el Chango. Subimos. Yo veía el rostro pálido del Valedor y deseé que estuviera muerto, mejor, deseé que yo mismo lo estrangulaba. Pobre Talina, violada, desmembrada y dejada a la intemperie en el picadero, donde las ratas seguramente se dieron un festín. Sentí ganas de llorar, pero no sería el mejor momento. Llegamos a Paso del Ganado. El Chango nos dejó al lado del pueblo, y comenzamos a caminar hacia El alambique. El Sol casi me desploma. Apenas llevábamos recorridos quinientos metros y ya sentíamos desmayarnos. Nos detuvimos en un matorral que daba cierta sombra abundante. El Valedor me quedó viendo, y dijo: “Mira Conta, siento lo de Talina, no fue mi intención joderte la vida así de culero, pero esta maldita coca me hace decir cosas que no quiero. Chingaá. Mira, te propongo un trato, como a Susano ya se lo cargó la chingada, y ambos vamos a necesitar dinero para desaparecer por un rato, te propongo que te conviertas en mi socio. Liquidamos los negocios de Susano, y el dinero que salga lo invertimos, al fin que tú eres bueno pa’ eso, pa’ hacer billetes ¿qué no?” “No sé, es muy arriesgado, si nos atora el fisco ahora sí estamos jodidos”. “Mira, yo tengo intenciones de hacer mi propio jale, ahora que Susano está muerto y el Jefe no tarda en que caiga, pues va a faltar alguien que le haga competencia a los del Siturán, pero pa’ eso necesito dinero pa’ organizarme”. “Por el dinero de Susano no hay pedo, yo no lo quiero, te lo doy, pero dime ahora cómo”. “No, si yo quiero que trabajes conmigo, voy a necesitar alguien que sepa de números y leyes, un vato que no se ande con pendejadas y me quiera transar y que sepa del negocio, no es fácil encontrar alguien así, y tú me das buena pinta, piche Conta. Te juro que nos hinchamos de lana. Vamos a irnos a Güeico y después a Alabama. En seis meses regresamos, y yo rearmo todo el bisne y cuando todo esté listo, te busco”. “Tendré que pensarlo”. El sol comenzó a ceder ante la inminencia de la tarde, y decidimos avanzar para llegar de noche a El alambique. Estaba desierto el pueblo cuando llegamos. Ni un tendejón abierto, ni un pinche ruido en las casas, parecía un pueblo fantasma de esos que aparecen en las películas el oeste de James Cagney. El Valedor no recordaba dónde había quedado con la gente que nos llevaría a Waco. Recordó una cruz de madera que estaba a un costado del pueblo, justo atrás de un enorme almacén de nada. Nos dirigimos allá. Ciertamente, a un costado de la cruz de madera se encontraban sentados tres tipos con pinta de pocos amigos. Nos alumbraron con una lámpara cuando nos acercamos. “Son ellos”, dijo el Valedor. Los tipos se acercaron. Uno de ellos, con una cicatriz que le había desfigurado el rostro hasta perecer grotesco, nos dijo: “Tenemos órdenes de llevarlos hasta Waco, y es lo que vamos a hacer, así que en marcha cabrones, que ya tenemos un chingo de rato esperándolos”. Los seguimos. Caminamos por una verada cerrada hasta una choza. Atrás de la choza, estaba estacionada una camioneta desvencijada. El tipo que nos habló la arrancó y nos ordenó que subiéramos. Subimos. No teníamos ni cien metros de avanzada cuando se escucharon varios motores que venían en nuestra dirección. “Pícale pendejo, que ahora sí nos carga la chingada”, le dijo el Valedor al scarface. Pero Scarface no pudo hacer mucho: frente a nosotros aparecieron tres camionetas con tipos con cuernos de chivo encima del capó. Scarface paró en seco la camioneta desvencijada, y comenzó la balacera. El primero en caer fue Scarface: una ráfaga de cuerno de chivo le partió el pecho, mientras suspiraba el nombre de una mujer anónima. El segundo en caer fue uno de los tres tipos de la cruz cuando intentaba abandonar la camioneta. Aprovechando el desconcierto por los dos caídos, y en medio de las ráfagas, pude abrirme paso hasta un montón de tierra que estaba al lado del camino, cayendo de bruces sobre un tronco y tirándome tres dientes. De reojo vi cómo el Valedor tomaba la metralleta del conductor y abría fuego mientras gritaba incoherencias. El tercer tipo de la cruz abrió fuego tras él, y por un momento la situación se equilibró, pero por el flanco izquierdo aparecieron dos tipos que agarraron desprevenidos a mis dos compañeros de esta aventura y una ráfaga quitó la vida al tercer tipo y dejó herido al Valedor, que caminó varios metros hasta ser alcanzado por otro ráfaga. Yo veía todo eso desde un matorral, e inmediatamente comencé a correr hasta internarme en llano abierto, con la suficiente oscuridad y recovecos para perderme por algunos minutos, aunque no los suficientes para esconderme para siempre. Ya dije más arriba que los tipos lanzaban los faros de halógeno, que penetraban a fondo la oscuridad, y gritaban mi nombre, mi verdadero nombre, no mi oficio, sino Julián, que así me llamo y no Conta, como todo mundo me dice. Julián para acá, y Julián para allá, hasta que un morrito de no más de veinte años me alumbró pleno. “Acá está este chupavergas, ya lo encontré, me deben un cañonazo de dos gramos”, gritó. Alguien, no supe quién, me sacó de los pelos y me comenzó a patear. Perdí el sentido.
LAS BATALLAS EN MI DESTIERRO
“Pinche licenciadito, tienes más vidas que un desgraciado gato”, me despertó una voz y luego un balde de agua fría que me mojó todo. Reaccioné. El Chango me miraba, despectivo. “Yo no sé qué te ven, cabrón, habrás de ser muy bueno, pero pa’ mi que mejor te metieran un plomazo y sanseacabó”, dijo el Chango. El verlo me había puesto de buenas. “Ya ves, changuito, pa’lgo sirvo. Dios no quiere que abandone a los mortales”, dije. El Chango rió. Su sonrisa me dio confianza. “Mira, licenciadito, Sóstenes Carrasco, mi nuevo patrón, te ha salvado la vida, que no se te olvide. Esos tipos de la camioneta vieja tenían órdenes del viejo Altamirano, tu patrón, de volarles la cabeza a ti y al Valedor, que en paz descanse. “¿Y por qué no lo hicieron nada más llegamos?”, pregunté, dudoso. “¿Por qué va a ser? Pues pa’ sacarles primero la sopa, pa’ que el Valedor le dijera dónde tenían escondido un cargamento de coca que se perdió hace un mes en la sierra, cosa de diez toneladas. Nosotros encontramos el cargamento, así que no hay ningún pedo con eso”. “Yo no sabía de ningún cargamento, yo me dedico a hacer cuentas, no a traficar”. “Eso ya lo sabemos, licenciado, aquí el asunto está que mi patrón quiere que trabajes pa’ él, que lo ayudes a llevar ciertos negocios pues. Aquí somos gente de campo, gente humilde dedicada a labrar no a andar haciendo relaciones públicas. ¿Qué dices?”. “Tendré que pensarlo”. “No seas pendejo, no tienes nada qué pensar, digo, si quieres volver a ver a tu familia lo mejor es que aceptes. Por dinero no paramos, y cuando le demos en la madre al viejo Altamirano vas a ver cómo te va a caer chamba”. No tenía opción. Siempre es así con esta gente: no hay opción con ellos, no hay medias tintas. Acepté. Le dije al Chango que estaba de acuerdo, pero que me permitieran avisarle a mi familia, para que no se preocuparan. Dijo que no había problema. “El patrón sabe que la familia es primero, y te permitió que vayas a Dallas a verla y regreses para comenzar con los preparativos de la chamba”. “¿A Dallas?”, sudé. “Ah, no te dije, trasladamos a tu familia a Dallas, imagínate pendejo, si nosotros dimos con ellos fácilmente qué hubiera hecho el viejo Altamirano. Están en una casa de seguridad, bien vigilados”. Hijos de la chingada. Si no hubiera aceptado matan a mi familia. Esa misma tarde regresé a la ciudad, escondido en un doble fondo de la camioneta del Chango. Pasé a mi despacho, que estaba hecho un desmadre, con el pretexto de recoger mi pasaporte para poder ingresar al gabacho sin levantar sospecha. El dinero y los cheques aún estaban en su lugar. Los guardé en un maletín y salí como si nada. Un día después llegué al aeropuerto de Dallas, luego de escalas en San Francisco, San Antonio y Las Vegas. Aquí comenzaron, para no hacerlo más largo, las batallas en mi destierro. El viejo Altamirano, el Jefe, murió dos semanas después, acribillado por la gente de Sóstenes Carrasco. Carrasco se ha convertido en el Jefe, y yo, en su mano derecha.







sábado, 19 de noviembre de 2011

EN LA HONDONADA NOCTURNA NOS VEREMOS

EN LA HONDONADA NOCTURNA NOS VEREMOS

UNA VIEJA RUMANA
La televisión no muestra nada, no enseña nada. Me cago en la televisión. Ayer, el Valedor compró una pantalla de plasma de 40 pulgadas. Bien por él. Pasa todo el día sumido en una levedad del ser, aplastado por su propia mierda. Una llamada y ya está: comida al instante, sexo al instante, sopa al instante, orgasmo al instante, droga al instante, compañía al instante, diversión al instante. El Valedor sabe que estaremos encerrados mucho tiempo y también sabe que en estas circunstancias el dinero es definitivo. Una tarjeta de crédito y todo solucionado. El Valedor tiene su American Express hasta el tope, recargada cada semana por la gente de Susano. Así que no tenemos que preocuparnos por comida o diversión, el Valedor paga. Se le antoja una vieja rumana del Odeón, y ya está: en menos de lo un burro se pedorrea la vieja llega en taxi, se mete a la casa por la parte de atrás y de pronto aparece ante nosotros con su rostro sicótico (por la dosis de coca que se ha metido) y el más completo descaro. El Valedor se la coge ahí, frente a mí, valiéndole madre. Cuando termina le dice que me la mame. “No mames, Valedor, a mí no me gusta revolver el champurrado”, le digo. “Allá tú, pero en una semana ya verás si no necesitas de la compañía de una dama como la que te estoy ofreciendo”, dice mientras da un largo jalón a la coca que siempre está sobre la mesita de centro. “Tal vez, pero mejor la pido yo”. “Tú no tienes ni madres, me dice, así que en esta situación dependes de mí, ya te lo dije, pero adelante, si quieres largarte la puerta está abierta, pero te aseguro que no demoras ni tres días vivo”. Será. La rumana se va, el Valedor regresa a su coca y a su Fox Sports.
MAQUINARIA SUIZA
Hay cierta placidez en no hacer nada. Hace rato, el Valedor recibió una llamada que lo tranquilizó. “Dice Susano que sólo unos días más, unos días más”, dijo y aspiró una larga carga de coca capaz de matar a un caballo, lo juro. Fui a la cocina y me preparé un sándwich de atún con mucha mayonesa. Regresé con mi sándwich y mi jugo de manzana y encontré al Valedor completamente abstraído, mirando fijamente una litografía de algún pintor abstracto. Le pregunté si quería un sándwich podría prepararle uno. No me contestó. Siguió viendo la litografía largo rato, hasta que el efecto de la coca pasó y por fin aceptó mi sándwich de atún. Más tarde, cuando el ánimo adicto regresó en todo su esplendor, volvió a la carga. Los horarios del Valedor son estrictos, como maquinaria suiza. Esta vez amenizó sus gramos con sendas tandas de Pink Floyd y Black Sabbat. Durante un rato intentó imitar la voz rancia de Ozzy Osbourne hasta que su propia voz terminó por ahuyentarlo y regresó de inmediato a donde había partido: la sala. Multiplíquenlo por diez días.
SI SUPIERA LA ÚLTIMA NOTA
El culpable de nuestro encierro es Susano, aunque el Valedor lo niegue. Por más que me quiera achacar a mí la cosa, pues no se va a poder: el único culpable de esta salvajada es él. Él lo sabe, Susano lo sabe, yo lo sé. Supongo que es más conveniente culparme a mí, que sólo soy un simple contador de una organización criminal en desgracia (que no es otra cosa que una organización a quien el Gobierno se ha encargado de medrar hasta reducirla a un mero espectro), que culparlo a él, amigo cercano del Jefe. De cualquier forma, ambos nos hemos sumergido en tanta mierda que a estas alturas la renuncia o jubilación sólo se puede presentar con un balazo en la cabeza, si bien nos va. Así que se nos indicó (le indicaron al Valedor) que debíamos encerrarnos una semanas, como mera precaución. Yo he ayudado a lavar cierto dinero de Susano en épocas difíciles, y el Valedor sólo es un matón que lleva más muertos que Milosevic o cualquiera de esos tiranos europeos.
BAJAR LA GUARDIA
Era previsible que pasara. Durante más de dos años inventé argucias inimaginables para lavar el dinero de Susano. Inmobiliarias, farmacias (es lo de moda), acciones en equipos de fútbol de tercera división (dinero seguro), fundaciones locales de beneficencia (es seguro y no deducible, además que el dinero pasa tan limpio de deslumbra), gasolineras, taquerías, alquileres de mesas, sillas, autos, limosinas, equipo de audio y video y no sé qué jaladas más. El pedo no fue nuestro, sino de Susano y el Jefe. Se le acabaron las ideas. Cada vez los embarques era incautados y el Jefe perdía millones. Hasta que atraparon a su hijo, el Junior, y todo se fue a la mierda. El Jefe bajó mucho la guardia, se descuidó. Después atraparon a Atilano el “Chulo” Carrasco, el segundo al mando y todos pensaron (y yo pensé) “hasta aquí llegamos, no tardan en que den con nosotros”. Y cuando le dieron de balazos al licenciado Rasgado, él sí verdadera lavadora andante del Jefe, entonces pensé que mis días estaban contados. Mandé a mi mujer y a mi hijo con su hermana en San Antonio, y decidí quedarme para finiquitar unos negocios que me ayudaría a iniciar una nueva vida, lejos de mafiosos sin escrúpulos y con mal gusto. En esas andaba cuando recibí la visita del Valedor. Cuando desde el ventanal de mi despacho lo vi bajar de su Lobo blindada, pensé que me debía poner a rezar porque este pendejo sólo venía a una cosa: pagarme un tiro. Guardé los tres cheques sin cobrar que tenía por el finiquito de las acciones de una gasolinera, además de una fuerte suma en efectivo producto del traspaso de dos taquerías. Entró. Rechazó mi saludo, encendió un cigarro y se dedicó por unos segundos a juzgar mi oficina. “¿Qué puta madre es esa porquería que tienes ahí’”, preguntó, refiriéndose a un fetiche africano que había comprado en una tienda de antigüedades en Los Ángeles. “Es un fetiche africano. Simboliza la fertilidad”, dije. “¿Y porque simboliza la fertilidad tiene el pito parado?”, continuó. “Así es, por eso tiene el pene erecto”, dije. “Jajá. Ustedes los contadores son muy pendejos”, remató. “Mira, Conta –continuó-, Susano está muy nervioso por su inversión. Dice que el Jefe ya se volvió loco y está mandando matar a todo aquel que lo pueda involucrar en el narco. Ya supiste que mataron a Rasgado. El próximo puedes ser tú…, o yo, quién sabe. Si a ti te carga la chingada Susano se va a poner muy mal, hay mucha lana en juego y tú sabes de qué hablo. Si te quiebras, las finanzas de Susano se vienen a pique, y vaya si ésta es una mala época para que nos cargue la chingada. Susano dice que cree que el Jefe está a punto de decirle que te mate. Pero Susano no quiere eso. Él quiere que vivas para que pase este vendaval de mierda y después le puedas entregar la lana que ha invertido contigo”. “Ya le dije a Susano que estoy haciendo todo lo posible para recuperar su lana, pero no es fácil, lo sabemos, el fisco nos tiene auditados tres negocios, y si yo remato lo que nos queda pues no tardarán mucho en atar cabos y encontrar la conexión”, dije. “Esos son pedos suyos. A mí me ha encargado de cuidarte un tiempo hasta que todo pase, así que alista tus chivas que te vienes conmigo ahora mismo”. Y así fue. Me dio media hora. Guardé los cheques y el dinero en un lugarcito secreto en el baño de mi despacho, y nos largamos.