No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



jueves, 23 de septiembre de 2010


ERRANCIAS
A mi hijo.

Aldo supuso que el amor era una especie de errancia nocturna, una batalla campal que sólo involucra espectros que aparecen muy de vez en cuando entre el polvo y la niebla de la medianoche y recorren los lugares menos esperados buscando escarbar en nosotros y mostrarnos aquello que no somos. Aldo entendía perfectamente esto pues en su vida los sinsabores amorosos habían estado a la orden del día. Aldo, por supuesto, era un arrogante que entendía que la educación sentimental se aprende en una novela de Flaubert o viendo dramones lacrimales de Meg Ryan. Aldo no quería repetir los mismos errores de su padre, que lo había concebido cuando él –su padre- no llegaba a los diecisiete años. Era imperdonable para él la vacuidad de una vida medrada por una carga no consensada, aun cuando la carga fuera el propio Aldo. Después de todo, pensaba, la simple emanación de semen es capaz de fecundar cualquier óvulo insurrecto, y este acto, el fecundar, se explica en términos de alto y siga: querer o no querer, esa es la gran duda, my dear Shakespeare.
Como cualquier adolescente, Aldo tenía pretensiones que lo llevaban a valorar su estadía en este planeta. Algunas noches, después de escuchar los acordes melódicos de Arcade Fire Aldo se contagiaba de una extraña emoción, desempolvaba su guitarra, tocaba dos o tres acordes, se jalaba los cabellos, tomaba lápiz y papel (si por lápiz y papel se entienden una vieja Mac) y escribía una larga y eufórica carta a Win Butler en donde lo ponía en su lugar: no no no: el ritmo Mr. Butler: el rito Mr. Butler: la presencia de un clarividente parido desde el principio de los tiempos, Mr. Buttler: siento que su música no la entiendo: Mr. Butler: ¿por qué no regresar al principio?
O el cine. Aldo sumaba a su larga lista de fracasos creativos la incendiaria idea de abrir un videoclub donde el único miembro fuera él. No era cuestión de egotismo sino una simple apreciación de los principios básicos (y animales) de los seres humanos: defensa de su territorio. A Aldo le gustaba recordar la cada vez más borrosa noche que su abuelo, viejo patán y tacaño donde los haya, le regaló su colección de películas pornográficas. Fue ahí donde Aldo conoció por vez primera los beneficios de la exploración autoerótica. Recuerda el rostro sibilino de una actriz italiana (Il tremolar della marina) que fungía las veces máquina del tiempo: cada gemido, cada gesto, era una representación de épocas pasadas. Aldo tiene prisa por descubrir el mundo. Inagotable, inabarcable, su propia vida es el reflejo de una época fácil y mezquina.

sábado, 18 de septiembre de 2010

DETECTIVES PRIVADOS


Comparto con algunos la idea de que el mejor trabajo del mundo es ser detective privado. Un detective que no teme a nada (es decir, que teme a todo pero oculta tan bien sus sentimientos que es difícil rastrear en el rostro su angustia) y que es capaz de meterse en una bodega llena de mafiosos y salir incólume, encender un cigarrillo francés, acomodarse el abrigo, ladearse el sombrero y, si está a la mano, plantarle un beso a una mujer del tipo de Ingrid Bergman o Mary Astor. Ese tipo sería, obviamente, alguien como Humphrey Bogart o Cary Grant. Desde hace algunos años me he dado a la tarea de leer literatura policiaca por el simple placer de no saber qué pasará y también por el placer que me causa resolver el misterio (o en este caso sería mejor decir crimen) antes que el autor, cosa que rara vez sucede. Por lo regular las obras policiales (para complacer a Borges) son malas obras y, salvo contadas excepciones, se aprecian obras que revitalizan el género. La literatura policial, iniciada con Poe, Chesterton y Conan Doyle, y llevada a la exacerbación estilística y temática con Dashiell Hammet, Raymond Chandler y Chester Himes, entre otros, ha derivado a últimas fechas en un alegato contra el sistema judicial del país de la obra en turno al mostrar la inutilidad del sistema democrático, la impunidad, el asesinato a mansalva por mafias y la mala elección de la forma de vida del policía (quien ha tomado el lugar del detective privado). Y casi nadie se salva de este alegato posmoderno: desde las tramas sutiles y brutales de Henning Mankell, pasando por las tribulaciones metafísicas de los personajes de Paul Auster, y, en nuestro idioma, las novelas y relatos de Elmer Mendoza y Eduardo Antonio Parra, quienes nos muestran al Norte del país asolado por el narcotráfico y orillados autocrearse una dependencia por los gringos, y con un sistema político que todo lo puede y todo lo corrompe. De cualquier forma, no deja de añorarse un poco al detective privado clásico, aquellos del tipo de Dupin y Sam Spade. Escribí algo sobre un detective que desearía ser yo, pero irremediablemente, ante la imposibilidad práctica, me conformo con ficcionarlo.

APUNTES DE OFICIO
Sigo a la mujer todo el día. Es una rutina precisa, de manías inalterables, a través de centros comerciales y cafeterías. Se detiene en una tienda de ropa. Observo sus movimientos y tomo notas. Es meticulosa para escoger los artículos que compra; con sumo cuidado levanta las prendas del aparador, las mide sobre su cuerpo calculando el tamaño de su vientre en el vestido, las nalgas voluptuosas en unos jeans. Paga en efectivo y sale. Yo, por supuesto, al margen, pero cerca, lo más cerca que puedo de su cuerpo fatal. Entra en una cafetería de moda del centro de la ciudad. Una cafetería discreta, diremos, sin mayor emoción que una sutil selección bosanova. Pide una mesa al fondo del lugar, entre un ventanal y una vulgar fotografía de Madonna en bragas. Me instalo a tres mesas de ella. Ordena un americano y cigarros. Ordeno un americano y cigarros. La veo fumar, echar el humo y, por momentos, hacer aros que se disipan tan pronto han salido de sus labios. Disfruto mi café con regocijo. Disfruto de observarla, de relacionar hechos sin importancia con aquellos que definen mi línea de investigación. Suena mi celular. Nada importante, algún recordatorio, una cita frustrada, un pago pendiente, qué más da. Por momentos pienso que no encuentro ninguna conexión que corrobore mis pesquisas. Pero la conozco bien, eso me tranquiliza, porque no tengo que atribuirle ninguna cualidad que no hubiera descubierto ya. Es una mujer de escasas alteraciones, actos que se suceden como en una mala obra de teatro. ¿Cómo justificarla? ¿En dónde encontraría ese punto de ruptura capaz de hacer vacilar al carácter humano? Hace un movimiento brusco, deja unos billetes en la mesa y sale. Me apresuro y salgo tras ella. Por momentos la confundo con los transeúntes que atiborran la calle; pero aparece, ligeramente aparece y se oculta, y en la calle se oyen gritos feroces, llamados de voces apagadas que no entiendo porque vienen de muy lejos. Después de varias calles, se detiene y entra a un videoclub. Revisa el catálogo y después de pensárselo por varios minutos elige tres películas. No alcanzo a leer los títulos, pero en una de ellas aparece el rostro de Woody Allen, ese rostro blancuzco martirizado hasta el cansancio por unos feos y enormes lentes de carey que empequeñecen sus ojos tristes pero distraen una calvicie prematura. Sale del videoclub. Avanzo tras ella con mi cuaderno de notas bajo el brazo. El repliegue de la gente me parece extraño, y ella avanza, sigue sin detenerse ante los aparadores de marcas europeas o las marquesinas de los teatros que se asoman sin control por esta zona tan activa de la ciudad. Minutos después toma un taxi. Inmediatamente sé a dónde se dirige. Abordo uno y, maquinalmente, doy la dirección. La casa está hacia el final de la calle. El mal gusto con que está decorada la fachada provoca risa. La mujer toca el timbre y una señora entrada en años pero ridículamente vestida sale a recibirla. Hablan durante breves segundos y la señora se interna en la casa. Sale al cabo de un rato interminable. Entrega un sobre a la mujer y vuelve a desaparecer. La mujer camina en dirección contraria a la casa. Desde el taxi observo que abre el sobre y guarda unas hojas en su bolso. En la primera esquina que encuentra, para un taxi. Se vuelve sobre sí y me lanza una mirada cómplice. Disimulo no haberla visto, pero el contacto visual es inevitable. Me ofusco un poco pero tengo que reponerme cuanto antes y seguirla. La sigo. El taxista cómplice comienza a hacerme preguntas estúpidas sobre si la mujer era mi esposa y yo buscaba encontrarla in fraganti con su amante para partirle la madre. Le pido que se calle y se dedique a conducir. Cuando quiere bajarme del taxi le muestro la .45 que llevo en la pistolera y se queda mudo. La mujer nos lleva un buen tramo, y le pido al taxista que se apure. Lentamente el velocímetro comienza a subir. Estamos tan cerca de ella que puedo verle claramente la larga cabellera negra. Fuma un cigarrillo y saca el humo discretamente por la ventanilla del taxi. Minutos después se estaciona el taxi. Ella baja rápidamente, paga al taxista y se pierde en la entrada de una pastelería. No me detengo a pagarle al taxista y este se va de inmediato. Cuando entro en la cafetería ella me esta esperando. Tarde o temprano pasaría, me digo. Me llama a la mesa, donde ya tiene dos americanos y dos rebanadas de pastel de coco decorados con una cereza en medio. Me siento a su lado. Su perfume es extravagante. Un incómodo silencio. Me mira y sonríe, abre la boca y enseña sus dientes perfectos. Fuma. Me pregunta: ¿desde cuándo? Hace diez días. Un Ah lanzado con desdén, una desconfianza absoluta cuando saca un cigarro y yo me apresuro a encendérselo. Un Pierdes tiempo como idiota que resuena en mi mente. Siento que me observan, vuelvo la cara y un tipo de sombrero me señala con el dedo. Ella niega rotundamente: un ¿ves que todos somos cómplices de algo?

sábado, 11 de septiembre de 2010

¿EL HORROR MERECIDO?


El 11 de septiembre de 2001 me tocó el DF, luego de una larga noche de parranda con unos primos. A las ocho de la mañana miraba, horrorizado, cómo el mundo occidental se venía abajo. ¿Es verdad? ¿Cuánta culpa tiene Estados Unidos por los ataques a la Torres Gemelas? ¿No habría que preguntarnos que tras años y años de ignominia, represión (les suena Corea, Vietnam, Centroamérica) e injerencia en asuntos que no les competen, alguien tendría alguna vez los huevos de plantarles un par de aviones kamikazes y derribarles sus obras-símbolo? No todo está podrido en Estados Unidos. Su música, su literatura, su arte, su cine están más vivos que nunca. Que su política es una mierda ya lo sabemos, pero no todo está podrido. Aún se puede respirar en esa mañana aciaga entre el polvo y la locura, la muerte que rodea Manhattan, atraviesa Central Park y se posa encima del Puente de Brooklyn con toda autoridad para ser testigos del día donde Occidente cambió.

viernes, 10 de septiembre de 2010

LUGAR LLAMADO KINDBERG


Comencé a leer a Cortázar por casualidad. En la preparatoria, el profesor Rivas, un antrópologo en desgracia que había terminado impartiendo clases de Historia y Ciencias Sociales en una escuela mediocre de un pueblo mediocre (a pesar de su inmensa tesis sobre el mito como conductor social en la obra de Claude Levi-Strauss, algo que siempre le admiré, a parte de su largo y retorcido colmillo para seducir jovencitas preparatorianas), nos había dado una lista de recomendaciones literarias, recomendaciones que eran obligatorias pues había que leerlas a como diera lugar si queríamos acceder a un calificación aceptable, y en la lista figuraba una novela de Carlos Fuentes (Gringo viejo, creo) que quería leer. El día que repartió las lectura curiosamente enfermé y al no presentarme me tocó la última lectura, la que nadie quiso. El libro era Queremos tanto a Glenda de un autor argentino para mí desconocido y cuyo nombre, tanto del autor como del libro de relatos, no me fueron atractivos. Sin embargo, empeñado en mejorar mi calificación un domingo en la tarde me aventuré a abrir el libro y comenzar a leer los relatos que contenía. Esa misma tardé terminé el libro y debo decir que hay lecturas que trasforman a uno: después de leer no sale uno ileso, hay algo, notable o no, que es distinto, algo así como un engrane faltante y nunca percibido. En la noche comencé mi reporte, y escribí cinco cuartillas furiosas e ingenuas en mi vieja Olivetti Lettera 25, todavía sin reponerme de la lectura de textos inolvidables como Recortes de prensa, Manuscrito hallado en una botella, y el cuento que publico en este espacio, Lugar llamado Kindberg, uno de los más bellos que he leído y también uno de los más difíciles: uno puede suponer dos o más lecturas transversales, algo que en Teoría Literaria (guácala, hasta la palabra suena pedante) se conoce como metatexto (un texto empotrado en otro: un andamiaje creado finamente por el autor para contar dos historias en una) , y una clara intención de Cortázar de causarle un dolor de cabeza al lector, que, como en cualquier lectura de otros textos de Cortázar, sale trasformado. Después leí otras cosas de Cortázar, pero nunca con la impresión de esos cuentos iniciales. Juzgue el lector.





LUGAR LLAMADO KINDBERG
Llamado Kindberg, a traducir ingenuamente por montaña de los niños o a verlo como la montaña gentil, la amable montaña, así o de otra manera un pueblo al que llegan de noche desde una lluvia que se lava rabiosamente la cara contra el parabrisas, un viejo hotel de galerías profundas donde todo está preparado para el olvido de lo que sigue allí afuera golpeando y arañando, el lugar por fin, poder cambiarse, saber que se está tan bien al abrigo; y la sopa en la gran sopera de plata, el vino blanco, partir el pan y darle el primer pedazo a Lina que lo recibe en la palma de la mano como si fuera un homenaje, y lo es, y entonces le sopla por encima vaya a saber por qué pero tan bonito ver que el flequillo de Lina se alza un poco y tiembla como si el soplido devuelto por la mano y por el pan fuera a levantar el telón de un diminuto teatro, casi como si desde ese momento Marcelo pudiera ver salir a escena los pensamientos de Lina, las imágenes y los recuerdos de Lina que sorbe su sopa sabrosa soplando siempre sonriendo. Y no, la frente lisa y aniñada no se altera, al principio es sólo la voz que va dejando caer pedazos de persona, componiendo una primera aproximación a Lina chilena, por ejemplo, y un tema canturreado de Archie Shepp, las uñas un poco comidas pero muy pulcras contra una ropa sucia de auto-stop y dormir en granjas o albergues de la juventud. La juventud, se ríe Lina sorbiendo la sopa como una osita, seguro que no te la imaginas: fósiles, fíjate, cadáveres vagando como en esa película de miedo de Romero. Marcelo está por preguntarle qué Romero, primera noticia del tal Romero, pero mejor dejarla hablar, lo divierte asistir a esa felicidad de comida caliente, como antes su contento en la pieza con chimenea esperando crepitando, la burbuja burguesa protectora de una billetera de viajero sin problemas, la lluvia estrellándose ahí afuera contra la burbuja como esa tarde en la cara blanquísima de Lina al borde de la carretera a la salida del bosque en el crepúsculo, qué lugar para hacer auto-stop y sin embargo ya, otro poco de sopa osita, cómame que necesita salvarse de una angina, el pelo todavía húmedo pero ya chimenea crepitando esperando ahí en la pieza de gran cama Habsburgo, de espejos hasta el suelo con mesitas y caireles y cortinas y por qué estabas ahí bajo el agua decime un poco, tu mamá te hubiera dado una paliza. Cadáveres, repite Lina, mejor andar sola, claro que si llueve pero no te creas el abrigo es impermeable de veras, no más que un poco el pelo y las piernas, ya está, una aspirina si acaso. Y entre la panera vacía y la nueva llenita que ya la osezna saquea y qué manteca más rica, ¿y tú qué haces, por qué viajas en ese tremendo auto, y tú por qué, ah y tú argentino? Doble aceptación de que el azar hace bien las cosas, el previsible recuerdo de que si ocho kilómetros antes Marcelo no se hubiera detenido a beber un trago, la osita ahora metida en otro auto o todavía en el bosque, soy corredor de materiales prefabricados, es algo que obliga a viajar mucho pero esta vez ando vagando entre dos obligaciones. Osezna atenta y casi grave, qué es eso de prefabricados, pero desde luego tema aburrido, qué le va a hacer, no puede decirle que es domador de fieras o director de cine o Paul McCartney: la sal. Esa manera brusca de insecto o pájaro aunque osita flequillo bailoteándole, el refrán recurrente de Archie Shepp, tienes los discos, pero cómo, ah bueno. Dándose cuenta, piensa irónico Marcelo, de que lo normal sería que él no tuviera los discos de Archie Shepp y es idiota porque en realidad claro que los tiene y a veces los escucha con Marlene en Bruselas y solamente no sabe vivirlos como Lina que de golpe canturrea un trozo entre dos mordiscos, su sonrisa suma de free-jazz y bocado gulasch y osita húmeda de auto-stop, nunca tuve tanta suerte, fuiste bueno. Bueno y consecuente, entona Marcelo revancha bandoneón, pero la pelota sale de la cancha, es otra generación, es una osita Shepp, ya no tango, che. Por supuesto queda todavía la cosquilla, casi un calambre agridulce de eso a la llegada a Kindberg, el parking del hotel en el enorme hangar vetusto, la vieja alumbrándoles el camino con una linterna de época, Marcelo valija y portafolios, Lina mochila y chapoteo, la invitación a cenar aceptada antes de Kindberg, así charlamos un poco, la noche y la metralla de la lluvia, mala cosa seguir, mejor paramos en Kindberg y te invito a cenar, oh sí gracias qué rico, así se te seca la ropa, lo mejor es quedarse aquí hasta mañana, que llueva que llueva la vieja está en la cueva, oh sí dijo Lina, y entonces el parking, las galerías resonantes góticas hasta la recepción, qué calentito este hotel, qué suerte una gota de agua la última en el borde del flequillo, la mochila colgando osezna girl-scout con tío bueno, voy a pedir las piezas así te secas un poco antes de cenar. Y la cosquilla, casi un calambre ahí abajo, Lina mirándolo toda flequillo, las piezas qué tontería, pide una sola. Y él no mirándola pero la cosquilla agradesagradable, entonces es un yiro, entonces es una delicia, entonces osita sopa chimenea, entonces una más y qué suerte viejo porque está bien linda. Pero después viéndola sacar de la mochila el otro par de blue-jeans y el pull-over negro, dándole la espalda charlando qué chimenea, huele, fuego perfumado, buscándole aspirinas en el fondo de la valija entre vitaminas y desodorantes y after-shave y hasta dónde pensás llegar, no sé, tengo una carta para unos hippies de Copenhague, unos dibujos que me dio Cecilia en Santiago, me dijo que son tipos estupendos, el biombo de raso y Lina colgando la ropa mojada, volcando indescriptible la mochila sobre la mesa franciscojosé dorada y arabescos James Baldwin kleenex botones anteojos negros cajas de cartón Pablo Neruda paquetitos higiénicos plano de Alemania, tengo hambre, Marcelo me gusta tu nombre suena bien y tengo hambre, entonces vamos a comer, total para ducha ya tuviste bastante, después acabas de arreglar esa mochila, Lina levantando la cabeza bruscamente, mirándolo: Yo no arreglo nunca nada, para qué, la mochila es como yo y este viaje y la política, todo mezclado y qué importa. Mocosa, pensó Marcelo calambre, casi cosquilla (darle las aspirinas a la altura del café, efecto más rápido) pero a ella le molestaban esas distancias verbales, esos vos tan joven y cómo puede ser que viajes así sola, en mitad de la sopa se había reído: la juventud, fósiles, fíjate, cadáveres vagando como en esa película de Romero. Y el gulasch y poco a poco desde el calor y la osezna de nuevo contenta y el vino, la cosquilla en el estómago cediendo a una especie de alegría, a una paz, que dijera tonterías, que siguiera explicándole su visión de un mundo que a lo mejor había sido también su visión alguna vez aunque ya no estaba para acordarse, que lo mirara desde el teatro de su flequillo, de golpe seria y como preocupada y después bruscamente Shepp, diciendo tan bueno estar así, sentirse seca y dentro de la burbuja y una vez en Avignon cinco horas esperando un stop con un viento que arrancaba las tejas, vi estrellarse un pájaro contra un árbol, cayó como un pañuelo fíjate: la pimienta por favor. Entonces (se llevaban la fuente vacía) pensás seguir hasta Dinamarca siempre así, ¿pero tenés un poco de plata o qué? Claro que voy a seguir, ¿no comes la lechuga?, pásamela entonces, todavía tengo hambre, una manera de plegar las hojas con el tenedor y masticarlas despacio canturreándoles Shepp con de cuando en cuando una burbujita plateada plop en los labios húmedos, boca bonita recortada terminando justo donde debía, esos dibujos del renacimiento, Florencia en otoño con Marlene, esas bocas que pederastas geniales habían amado tanto, sinuosamente sensuales sutiles etcétera, se te está yendo a la cabeza este Riesling sesenta y cuatro, escuchándola entre mordiscos y canturreos no sé cómo acabé filosofía en Santiago, quisiera leer muchas cosas, es ahora que tengo que empezar a leer. Previsible, pobre osita tan contenta con su lechuga y su plan de tragarse Spinoza en seis meses mezclado con Allen Ginsberg y otra vez Shepp: cuánto lugar común desfilaría hasta el café (no olvidarse de darle la aspirina, si me empieza a estornudar es un problema, mocosa con el pelo mojado la cara toda flequillo pegado la lluvia manoteándola al borde del camino) pero paralelamente entre Shepp y el fin del gulasch todo iba como girando de a poco, cambiando, eran las mismas frases y Spinoza o Copenhague y a la vez diferente, Lina ahí frente a él partiendo el pan bebiendo el vino mirándolo contenta, lejos y cerca al mismo tiempo, cambiando con el giro de la noche, aunque lejos y cerca no era una explicación, otra cosa, algo como una mostración, Lina mostrándole algo que no era ella misma pero entonces qué, decime un poco. Y dos tajadas al hilo de gruyere, por qué no comes, Marcelo, es riquísimo, no comiste nada, tonto, todo un señor como tú, porque tú eres un señor, ¿no?, y ahí fumando mando mando mando sin comer nada, oye, y un poquito más de vino, tú querrías, ¿no?, porque con este queso te imaginas, hay que darle una bajadita de nada, anda, come un poco: más pan, es increíble lo que como de pan, siempre me vaticinaron gordura, lo que oyes, es cierto que ya tengo barriguita, no parece pero sí, te juro, Shepp. Inútil esperar que hablara de cualquier cosa sensata y por qué esperar (porque tú eres un señor, ¿no?), osezna entre las flores del postre mirando deslumbrada y a la vez con ojos calculadores el carrito de ruedas lleno de tortas compotas merengues, barriguita, sí, le habían vaticinado gordura, sic, ésta con más crema, y por qué no te gusta Copenhague, Marcelo. Pero Marcelo no había dicho que no le gustara Copenhague, solamente un poco absurdo eso de viajar en plena lluvia y semanas y mochila para lo más probablemente descubrir que los hippies ya andaban por California, pero no te das cuenta que no importa, te dije que no los conozco, les llevo unos dibujos que me dieron Cecilia y Marcos en Santiago y un disquito de Mothers of lnvention, ¿aquí no tendrán un tocadiscos para que te lo ponga?, probablemente demasiado tarde y Kindberg, date cuenta, todavía si fueran violines gitanos pero esas madres, che, la sola idea, y Lina riéndose con mucha crema y barriguita bajo pull-over negro, los dos riéndose al pensar en las madres aullando en Kindberg, la cara del hotelero y ese calor que hacía rato reemplazaba la cosquilla en el estómago, preguntándose si no se haría la difícil, si al final la espada legendaria en la cama, en todo caso el rollo de la almohada y uno de cada lado barrera moral espada moderna, Shepp, ya está, empezás a estornudar, tomá la aspirina que ya traen el café, voy a pedir coñac que activa el salicílico, lo aprendí de buena fuente. Y en realidad él no había dicho que no le gustara Copenhague pero la osita parecía entender el tono de su voz más que las palabras, como él cuando aquella maestra de la que se había enamorado a los doce años, que importaban las palabras frente a ese arrullo, eso que nacía de la voz como un deseo de calor, de que lo arroparan y caricias en el pelo, tantos años después el psicoanálisis: angustia, bah, nostalgia del útero primordial, todo al fin y al cabo desde el vamos flotaba sobre las aguas, lea la Biblia, cincuenta mil pesos para curarse de los vértigos y ahora esa mocosa que le estaba como sacando pedazos de sí mismo, Shepp, pero claro, si te la tragas en seco cómo no se te va a pegar en la garganta, bobeta. Y ella revolviendo el café, de golpe levantando unos ojos aplicados y mirándolo con un respeto nuevo, claro que si le empezaba a tomar el pelo se lo iba a pagar doble pero no, de veras Marcelo, me gustas cuando te pones tan doctor y papá, no te enojes, siempre digo lo que no tendría que, no te enojes, pero si no me enojo, pavota, sí te enojaste un poquito porque te dije doctor y papá, no era en ese sentido pero justamente se te nota tan bueno cuando me hablas de la aspirina y fíjate que te acordaste de buscarla y traerla, yo ya me había olvidado, Shepp, ves cómo me hacía falta, y eres un poco cómico porque me miras tan doctor, no te enojes, Marcelo, qué rico este coñac con el café, qué bien para dormir, tú sabes que. Y sí, en la carretera desde las siete de la mañana, tres autos y un camión, bastante bien en conjunto salvo la tormenta al final pero entonces Marcelo y Kindberg y el coñac Shepp. Y dejar la mano muy quieta, palma hacia arriba sobre el mantel lleno de miguitas cuando él se la acarició levemente para decirle que no, que no estaba enojado porque ahora sabía que era cierto, que de veras la había conmovido ese cuidado nimio, el comprimido que él había sacado del bolsillo con instrucciones detalladas, mucha agua para que no se pegara en la garganta, café y coñac; de golpe amigos, pero de veras, y el fuego debía estar entibiando todavía más el cuarto, la camarera ya habría plegado las sábanas como sin duda siempre en Kindberg, una especie de ceremonia antigua, de bienvenida al viajero cansado, a las oseznas bobas que querían mojarse hasta Copenhague y después, pero qué importa después, Marcelo, ya te dije que no quiero atarme, noquiero-noquiero, Copenhague es como un hombre que encuentras y dejas (ah), un día que pasa, no creo en el futuro, en mi familia no hablan más que del futuro, me hinchan los huevos con el futuro, y a él también su tío Roberto convertido en el tirano cariñoso para cuidar de Marcelito huérfano de padre y tan chiquito todavía el pobre, hay que pensar en el mañana m'hijo, la jubilación ridícula del tío Roberto, lo que hace falta es un gobierno fuerte, la juventud de hoy no piensa más que en divertirse, carajo, en mis tiempos en cambio, y la osezna dejándole la mano sobre el mantel y por qué esa succión idiota, ese volver a un Buenos Aires del treinta o del cuarenta, mejor Copenhague, che, mejor Copenhague y los hippies y la lluvia al borde del camino, pero él nunca había hecho stop, prácticamente nunca, una o dos veces antes de entrar en la universidad, después ya tenía para ir tirando, para el sastre, y sin embargo hubiera podido aquella vez que los muchachos planeaban tomarse juntos un velero que tardaba tres meses en ir a Rotterdam, carga y escalas y total seiscientos pesos o algo así, ayudando un poco a la tripulación, divirtiéndose claro que vamos, en el café Rubí del Once, claro que vamos, Monito, hay que juntar los seiscientos gruyos, no era fácil, se te va el sueldo en cigarrillos y alguna mina, un día ya no se vieron más, ya no se hablaba del velero, hay que pensar en el mañana, m'hijo, Shepp. Ah, otra vez; vení, tenés que descansar, Lina. Sí doctor, pero un momentito apenas más, fíjate que me queda este fondo de coñac tan tibio, pruébalo, sí, ves cómo está tibio. Y algo que él había debido decir sin saber qué mientras se acordaba del Rubí porque de nuevo Lina con esa manera de adivinarle la voz, lo que realmente decía su voz más que lo que le estaba diciendo que era siempre idiota y aspirina y tenés que descansar o para qué ir a Copenhague por ejemplo cuando ahora, con esa manita blanca y caliente bajo la suya, todo podía llamarse Copenhague, todo hubiera podido llamarse velero si seiscientos pesos, si huevos, si poesía. Y Lina mirándolo y después bajando rápido los ojos como si todo eso estuviera ahí sobre la mesa, entre las migas, ya basura del tiempo, como si él le hubiera hablado de todo eso en vez de repetirle vení, tenés que descansar sin animarse al plural más lógico, vení vamos a dormir, y Lina que se relamía y se acordaba de unos caballos (o eran vacas, le escuchaba apenas el final de la frase), unos caballos cruzando el campo como si algo los hubiera espantado de golpe: dos caballos blancos y uno alazán, en el fundo de mis tíos no sabes lo que era galopar por la tarde contra el viento, volver tarde y cansada y claro los reproches, machona, ya mismo, espera que termino este traguito y ya, ya mismo, mirándolo con todo el flequillo al viento como si a caballo en el fundo, soplándose en la nariz porque el coñac tan fuerte, tenía que ser idiota para plantearse problemas cuando había sido ella en el gran corredor negro, ella chapoteando y contenta y dos piezas qué tontería, pide una sola, asumiendo por supuesto todo el sentido de esa economía, sabiendo y a lo mejor acostumbrada y esperando eso al acabar cada etapa, pero y si al final no era así puesto que no parecía, así, si al final sorpresas, la espada en la mitad de la cama, si al final bruscamente en el canapé del rincón, claro que entonces él, un caballero, no te olvides de la chalina, nunca vi una escalera tan ancha, seguro que fue un palacio, hubo condes que daban fiestas con candelabros y cosas, y las puertas, fíjate esa puerta, pero si es la nuestra, pintada con ciervos y pastores, no puede ser. Y el fuego, las rojas salamandras huyentes y la cama abierta blanquísima enorme y las cortinas ahogando las ventanas, ah qué rico, qué bueno, Marcelo, cómo vamos a dormir, espera que por lo menos te muestre el disco, tiene una tapa preciosa, les va a gustar, lo tengo aquí en el fondo con las cartas y los planos, no lo habré perdido, Shepp. Mañana me lo mostrás, te estás resfriando de veras, desvestite rápido, mejor apago así vemos el fuego, oh sí Marcelo, qué brasas, todos los gatos juntos, mira las chispas, se está bien en la oscuridad, da pena dormir, y él dejando el saco en el respaldo de un sillón, acercándose a la osezna acurrucada contra la chimenea, sacándose los zapatos junto a ella, agachándose para sentarse frente al fuego, viéndole correr la lumbre y las sombras por el pelo suelto, ayudándola a soltarse la blusa, buscándole el cierre del sostén, su boca ya contra el hombro desnudo, las manos yendo de caza entre las chispas, mocosa chiquita, osita boba, en algún momento ya desnudos de pie frente al fuego y besándose, fría la cama y blanca y de golpe ya nada, un fuego total corriendo por la piel, la boca de Lina en su pelo, en su pecho, las manos por la espalda, los cuerpos dejándose llevar y conocer y un quejido apenas, una respiración anhelosa y tener que decirle porque eso sí tenía que decírselo, antes del fuego y del sueño tenía que decírselo, Lina, no es por agradecimiento que lo haces, ¿verdad?, y las manos perdidas en su espalda subiendo como látigos a su cara, a su garganta, apretándolo furiosas, inofensivas, dulcísimas y furiosas, chiquitas y rabiosamente hincadas, casi un sollozo, un quejido de protesta y negación, una rabia también en la voz, cómo puedes, cómo puedes Marcelo, y ya así, entonces sí, todo bien así, perdoname mi amor perdoname tenía que decírtelo perdoname dulce perdoname, las bocas, el otro fuego, las caricias de rosados bordes, la burbuja que tiembla entre los labios, fases del conocimiento, silencios en que todo es piel o lento correr de pelo, ráfaga de párpado, negación y demanda, botella de agua mineral que se bebe del gollete, que va pasando por una misma sed de una boca a otra, terminando en los dedos que tantean en la mesa de luz, que encienden, hay ese gesto de cubrir la pantalla con un slip, con cualquier cosa, de dorar el aire para empezar a mirar a Lina de espaldas, a la osezna de lado, a la osita boca abajo, la piel liviana de Lina que le pide un cigarrillo, que se sienta contra las almohadas, eres huesudo y peludísimo, Shepp, espera que te tape un poco si encuentro la frazada, mírala ahí a los pies, me parece que se le chamuscaron los bordes, Shepp. Después el fuego lento y bajo en la chimenea, en ellos, decreciendo y dorándose, ya el agua bebida, los cigarrillos, los cursos universitarios eran un asco, me aburría tanto, lo mejor lo fui aprendiendo en los cafés, leyendo antes del cine, hablando con Cecilia y con Pirucho, y él oyéndola, el Rubí, tan parecidamente el Rubí veinte años antes, Arlt y Rilke y Eliot y Borges, sólo que Lina sí, ella sí en su velero de auto-stop, en sus singladuras de Renault o de Volkswagen, la osezna entre hojas secas y lluvia en el flequillo, pero por qué otra vez tanto velero y tanto Rubí, ella que no los conocía, que no había nacido siquiera, chilenita mocosa vagabunda Copenhague, por qué desde el comienzo, desde la sopa y el vino blanco ese irle tirando a la cara sin saberlo tanta cosa pasada y perdida, tanto perro enterrado, tanto velero por seiscientos pesos, Lina mirándolo desde el semisueño, resbalando en las almohadas con un suspiro de bicho satisfecho, buscándole la cara con las manos, tú me gustas huesudo, tú ya leíste todos los libros, Shepp, quiero decir que contigo se está bien, estás de vuelta, tienes esas manos grandes y fuertes, tienes vida detrás, tú no eres viejo. De manera que la osezna lo sentía vivo a pesar de, más vivo que los de su edad, los cadáveres de la película de Romero y quién sería ése debajo del flequillo donde el pequeño teatro resbalaba ahora húmedo hacia el sueño, los ojos entornados y mirándolo, tomarla dulcemente una vez más, sintiéndola y dejándola a la vez, escuchar su ronrón de protesta a medias, tengo sueño, Marcelo, así no, sí mi amor, sí, su cuerpo liviano y duro, los muslos tensos, el ataque devuelto duplicado sin tregua, no ya Marlene en Bruselas, las mujeres como él pausadas y seguras, con todos los libros leídos, ella la osezna, su manera de recibir su fuerza y contestarla pero después, todavía en el borde de ese viento lleno de lluvia y gritos resbalando a su vez al semisueño, darse cuenta de que también eso era velero y Copenhague, su cara hundida entre los senos de Lina era la cara del Rubí, las primeras noches adolescentes con Mabel o con Nélida en el departamento prestado del Monito, las ráfagas furiosas y elásticas y casi enseguida por qué no salimos a dar una vuelta por el centro, dame los bombones, si mamá se entera. Entonces ni siquiera así, ni siquiera en el amor se abolía ese espejo hacia atrás, el viejo retrato de sí mismo joven que Lina le ponía por delante acariciándolo y Shepp y durmámonos ya y otro poquito de agua por favor; como haber sido ella, desde ella en cada cosa, insoportablemente absurdo irreversible y al final el sueño entre las últimas caricias murmuradas y todo el pelo de la osezna barriéndole la cara como si algo en ella supiera, como si quisiera borrarlo para que se despertara otra vez Marcelo, como se despertó a las nueve y Lina en el sofá se peinaba canturreando, vestida ya para otra carretera y otra lluvia. No hablaron mucho, fue un desayuno breve y había sol, a muchos kilómetros de Kindberg se pararon a tomar otro café, Lina cuatro terrones y la cara como lavada, ausente, una especie de felicidad abstracta, y entonces tú sabes, no te enojes, dime que no te vas a enojar, pero claro que no, decime lo que sea, si necesitas algo, deteniéndose justo al borde del lugar común porque la palabra había estado ahí como los billetes en su cartera, esperando que los usaran y ya a punto de decirla cuando la mano de Lina tímida en la suya, el flequillo tapándole los ojos y por fin preguntarle si podía seguir otro poco con él aunque ya no fuera la misma ruta, qué importaba, seguir un poco más con él porque se sentía tan bien, que durara un poquito más con este sol, dormiremos en un bosque, te mostraré el disco y los dibujos, solamente hasta la noche si quieres, y sentir que sí, que quería, que no había ninguna razón para que no quisiera, y apartar lentamente la mano y decirle que no, mejor no, sabes, aquí vas a encontrar fácil, es un gran cruce, y la osezna acatando como bruscamente golpeada y lejana, comiéndose cara abajo los terrones de azúcar, viéndolo pagar y levantarse y traerle la mochila y besarla en el pelo y darle la espalda y perderse en un furioso cambio de velocidades, cincuenta, ochenta, ciento diez, la ruta abierta para los corredores de materiales prefabricados, la ruta sin Copenhague y solamente llena de veleros podridos en las cunetas, de empleos cada vez mejor pagados, del murmullo porteño del Rubí, de la sombra del plátano solitario en el viraje, del tronco donde se incrustó a ciento sesenta con la cara metida en el volante como Lina había bajado la cara porque así la bajan las ositas para comer el azúcar.