No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



miércoles, 29 de enero de 2014


LA DIMENSIÓN DE LO NOMBRADO

A mi hijo Aldo Mateo: señas de identidad.

 

El mundo se divide entre los que tienen sentido del humor y los que lo tienen.  El descubrir que, por unas horas,  puedes ser el autor de tu preferencia es una sensación sublime. Que te digan “Bienvenido,  señor García Ponce”  sacude tu ego porque te das cuenta que ese imbécil que te he confundido con Juan García Ponce no tiene ni la menor idea que García Ponce lleva años muerto y tú no puedes ser él, es imposible que te trasmutes o regreses del más allá para convertirte en alguien que ya no está en este mundo. Pero eso lo sabes tú, no la persona que te ha confundido.  Muchas veces me han llamado José Emilio Pacheco. Otras, he sido Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, José Revueltas, Ítalo  Calvino, Adolfo Bioy Casares, Guadalupe Nettel, Sergio Pitol.  Según las lecturas del día,  en el viaje de ida puedo ser Enrique Vila-Matas y en el de regreso Roberto Bolaño. He sido considerado digno sucesor del nombre de Javier Marías. Más de un seguro de viajero ampara a José Agustín, un seguro que cubre gastos médicos en caso de accidente y una remuneración económica a sus deudos. Una  hermosa edecán de ojos tornasoles y cabellera rubia me llegó a decir que el placer del viaje sólo se compara con el placer de la lectura, para soltarme que ella leía mucho y su escritor predilecto era Paulo Coelho. Un escritor mediocre.  Pensé en proponerle que yo podría ser Paulo Coelho y podría hacerle el amor mientras ella me leía al oído fragmentos de El alquimista. Desnudarla mientras me leía. No importaba qué.   Así que mi viaje de regreso lo hice con el nombre de Pablo Coello, castellanizando el nombre. Todo iba tan bien, por momentos sentía el impulso de la mano César Vallejo, pensaba que en verdad podría ser César Vallejo y escribir un poema tan genial como Los heraldos negros. Nadie en la fila parecía intuir o adivinar que dentro de pocos minutos el gran Augusto Monterroso viajaría con ellos, un Monterroso decididamente más joven y moreno y de una complexión alarmantemente pasada de peso. El verdadero Monterroso se reiría de su doble, de su “dopplenganger”, para usar esta palabra germana que designa al doble, al sustituto, al otro, al impostor. Quizá eso soy: un simple impostor impostado  de literatura que pierde su tiempo en engañar a la gente haciéndose pasar por sus escritores predilectos. Hubo algunas señales de alarma de que por fin, después de años de viajar con otros nombres, alguien se percataría de la engañifa. Una vendedora de boletos que no se tragó el cuento de que yo me llamase Jorge Luis Borges. Me miró como queriendo que yo confesara que era un usurpador de nombres pero con tanto tiempo en el oficio de la estafa heterónoma  no iba a ceder,  así que me plantee lo mejor que pude  en el mostrador y argumenté que ella no era quién para cuestionar si mi nombre era Jorge Luis Borges o no, y no iba a perder el tiempo en mostrar mis credenciales sólo porque mi nombre era homónimo del escritor argentino más conocido en el mundo, quizá el argentino más conocido en el mundo luego de Maradona y Carlos Gardel y Lionel Messi, a lo que, acto seguido, la vendedora de boletos se encogió de hombros y concedió que tenía razón y me extendió un boleto de viaje para las once horas del domingo 27 de diciembre de 2009,  de la ciudad de México a la ciudad de Puebla a nombre de Jorge Luis Borges, y por diez pesos más pagué el seguro de gastos médicos que debería cobrar María Kodama (no sé si viva aún) a nombre del insigne escritor en caso que un accidente segara la vida de Borges y los 30 pasajeros que viajarían esa noche. Borges llegó tranquilo a Puebla y fue directamente a un bar a tomarse un trago y luego fue a su casa e hizo el amor con su mujer –que por supuesto no era María Kodama-  pensando en la vendedora de boletos de autobús. El error fue comenzar a creerme extranjero. Patrick Modiano viajó de la ciudad de Tehuacán, Puebla, a Orizaba, Veracruz, una tarde de octubre de 2010. El vendedor no puso objeción para extenderme el boleto, quizá había sido por lo extraño del nombre pero era muy común que padres desnaturalizados llamaran a sus niños mexicanos Patrick o John. En noviembre un tal Roberto Calasso hizo un viaje fugaz a la ciudad de Pachuca en donde visitó a unos tíos acompañado de su esposa y su hijo de tres meses. Si Modiano y Calasso había viajado por territorio mexicano sin necesidad de documentos migratorios, ¿por qué no podría hacerlo Philip Roth? Roth era un escritor que me fascinaba y en la medida que mi atracción literaria crecía, decidí que era tiempo que míster Roth visitara Oaxaca, una ciudad que ya había sido visitada por su amigo Richard Ford años atrás y en donde Ford había escrito una genial novela. Así que un increíble y sorprendentemente aceptado Philip Roth viajó de Puebla a la ciudad de Oaxaca en las navidades de 2010, acompañado de su esposa, una tal Mrs. María Sabina. Mi mujer había aceptado jugar el juego. Una estrafalaria vendedora de boletos me comentó que mi nombre era poco común para un mexicano, a lo que repliqué, fingiendo el acento, que yo no era mexicano sino norteamericano, que mis padres había nacido en Oaxaca pero yo había nacido en Albuquerque (Albuquerquiiiii) y que mi esposa se llamaba María Sabina Rodríguez porque sus padres eran devotos de la “bruja” de Huautla, pero que ella también había nacido en Estados Unidos,  aunque tuviéramos un nopal tan grande como un encino pegado en la frente que nos distinguía a kilómetros de distancia. Roth y María Sabina regresaron a Puebla días después y nadie notó, ni los periodistas y paparazzi, que juntos habían visitado Montealbán y se había fotografiado en el Árbol del Tule y habían bebido mezcal en la cantina El renacer, acompañados de un trío que cantó temas de Roberto Cantoral. Para marzo, Mario Bellatin visitó a sus padres en Veracruz y un cambiado Ricardo Piglia –sin acento- hizo el viaje de vuelta. En abril, James Joyce se presentó en la terminal uno de la central camionera del DF, dispuesto a viajar a Querétaro. Joyce iba solo. Un Joyce que había leído a Shakespeare de joven pero que ahora le importaba un bledo. Work in progress jejejeje.