No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



sábado, 9 de marzo de 2013

POLVO ENTRE LOS RIELES


POLVO ENTRE LOS RIELES.



Ni nombre es Omar Gómez Llaca.  Llegué al Distrito Federal a los diecisiete años con al firme convicción de hacerme escritor. Una interminable conexión de hechos -pasados y futuros- se mezclarían unos con otros, una urdimbre sin línea, sin inicio ni punto final. A esa edad todo es más fácil, o cuando menos lo parece. Llegué al DF y entonces fue como una revelación en el umbral de mis posibilidades, con unos cuantos libros y una maleta viejísima propiedad de mi padre o del padre de mi padre, quién sabe, el chiste es que poco antes de partir me dio la maleta. Unos libros, dos o tres mudas de ropa y el dinero necesario para sobrevivir tres meses. Sólo el tío Emilio había estado en el DF, así que era poco probable que las recomendaciones familiares surtieran efecto en alguien dispuesto a comerse el mundo a dentelladas de animal salvaje. Pensaba que esa ciudad era todas las ciudades con la ingenuidad de un adolescente; por esos días había leído el París era una fiesta de Hemingway, y pensé que el DF era el París del libro y los chilangos perfectos chevaliers parisinos. Nada más equivocado: ni el DF fue París ni los chilangos tuvieron algo de parisinos. Una ciudad que imaginé terrible e intransitable donde todo ocurría, tan lejana a mi mundo familiar pero cercana a mis inclinaciones literarias. Pronto la revelación se convirtió en la demostración de un hecho real.

De pronto me encontré vagabundeando en calles de esa ciudad recuperada por mí, salvada por mí y para mí. Leía en los parques y fondas socias donde comía fritangas o tacos de los más variados ingredientes; pasaba gran parte del día en librerías de viejo, en donde robaba uno o dos libros y regresaba contento a mi pensión de la colonia Bondojo. Leía mucho, leía más que ahora cuando menos. Llegué a pensar que a ese ritmo frenético de lectura en pocos meses podía escribir un gran cuento. Luego un buen ensayo. Después una excelente novela. Relacionaba mi crecimiento literario a la llegada a esa gran ciudad recuperada, el Ombligo de México, un mundo indómito y perfectamente ajustable a mis necesidades. Tuve que inscribirme en los cursos de Letras Hispánicas de la Universidad Autónoma Metropolitana, en Iztapalapa, pero la verdad es que no asistí porque a las primeras semanas me di cuenta que todo en la universidad estaba tan predispuesto para que uno egresara como un buen profesor de Español, y yo quería escribir, no enseñar español. Además si hay alguna zona intiliteraria en el DF esa es Iztapalapa. Uno puede escribir en Coyoacán, en la Roma, incluso en el Centro Histórico hay mucha tela de donde cortar, pero en Iztapalapa sólo hay suciedad y zombies urbanos. En dos meses agoté el dinero que me dio mi padre y me encontré parado, medio muerto de hambre, pero decidido a no pedir un peso más. Era el costo de mi libertad. Tenía que conseguir trabajo si quería permanecer en el DF. Visité –iluso de mí- algunas editoriales de poca monta con el fin de conseguir trabajo como ayudante de algo. La fuerza conque me cerraban la puerta con una soberbia carcajada todavía me hace estremecer.

Después de varias semanas de no encontrar trabajo, a un paso del desalojo -hospitalidad defeña- y casi al borde de la inanición, mientras miraba un letrero a través del cristal de un vagón del Metro en la estación Hidalgo, vi la oportunidad: una empresa necesitaba vigilantes nocturnos. Anoté como pude el número telefónico y con los pocos pesos que me quedaban marqué. Al otro día tenía trabajo como vigilante de una abarrotera. Hacía semanas que no iba a la universidad, pero a esas alturas sabía que nunca regresaría. Una buena tarde, después de cubrir doble turno para ganar unos pesos más, me encontré con una compañera de la universidad. Fue una casualidad haberme encontrado a Natalia en esa jungla de concreto, donde lo más seguro es que pasen años antes de que puedas encontrarte con alguien conocido, aun viviendo en la misma colonia. La conversación versó sobre las razones, que ella encontraba injustificables, por las cuales había abandonado la universidad. En el salón, dijo, todos los compañeros preguntaban por el veracruzano que se la pasaba amodorrado en su silla, con cara de no querer estar ahí. Me invitó a regresar, argumentando que ella tenía buenas relaciones con lo profesores y estaba segura que me darían chance de volver. Le dije que lo pensaría. Me dio su número celular –yo jamás había visto un celular- y me pidió mi dirección para visitarme por si tenía dudas sobre la decisión que tomaría. Se la di. Nos despedimos.

Los días pasaron y yo la verdad estaba cada vez más convencido de que mi futuro no estaba en la universidad, pues si quería ser escritor debía vivir, vivir que era lo único importante. Recorrí la ciudad de palmo a palmo, en caminatas que terminaban a altas horas de la noche, en colectivos desvencijados que se internaban en arrabales sin nombre, o en el Metro, una forma fácil y rápida de viajar. Debo decir que nunca he sido tan feliz como en aquellos años, en donde al borde de la pobreza fumaba un cigarro sentado en algún parque, con un librito en la mano y mil historias que contar en mi cabeza. Era libre y no quería renunciar a eso.

Un domingo recibí la visita de Natalia, la compañera. Hasta ese momento no había prestado atención a su rara belleza. No era bonita, y hablaba como perico –lo contrario a mí-, cada gesto lo aderezaba con ademanes que acentuaban sus rasgos extraños. Me dio pena invitarla pasar, mi cuarto era más que deplorable. Ella notó mi azoro y me dijo que no me preocupara que cerraría los ojos para no ver. No sé, pero el poder platicar con alguien, lejos de los encargados de vigilancia de la bodega que me hablaban con una superioridad tácita, aunque no fueran sino una parvada de analfabetas funcionales, me puso de buenas. Me dijo que me traía un regalo para ayudarme a decidir si regresar o no. Me entregó en las manos las Ficciones, de Borges, un libro que, desde ese momento y hasta ahora, ha sido una de las influencias literarias más persistentes en mi vida, cosa que agradezco a Natalia. Compramos botanas y cervezas y estuvimos toda la tarde platicando de mi vida –poco- y de su vida –mucho, todo un manantial de palabras y ademanes y gestos inconexos, una verborrea inusual- y a la finalizar la tarde no me había convencido de regresar a la universidad pero sí había surgido una amistad.

Al cabo de los tres meses, mi padre apareció de manera súbita por el Distrito Federal. Mi padre detestaba el DF, por eso me había inculcado el hábito de la independencia para no tener que ir a verme ni enterarse de mi paso por la Metropolitana. Yo llamaba religiosamente todos los fines de semana para darles mis impresiones sobre la ciudad, y escuchaba las súplicas de mi madre y las recomendaciones de mi padre y mis tías. Nunca les diría que hacia dos meses que no asistía a la universidad. Si decidía regresar sería así, de facto, sin más explicaciones que la desilusión de la vida citadina. La llegada de mi padre no cambió para nada mis hábitos. Lo llevé y di un recorrido por la Metropolitana, e incluso presenté a un grupo de compañeros de la licenciatura en Historia que vagabundeaban por el campus. Él quedó contento y esa noche lo embarqué en la TAPO rumbo a su idílico pueblo veracruzano, lleno de calor, piñas y beisbol del cual nunca quería salir. Antes me dio un buen fajo de billetes que alcanzaría para otros tres meses. A los pocos días, un recorte laboral en la empresa me hizo engrosar la lista de los miles de desempleados de este país. Contaba con el colchoncito del dinero que mi padre me había dejado, pero quería gastarlo en libros y en una buena cena con Natalia, de la que, sin quererlo, me había enamorado.

Nunca había visitado a Natalia, y el hecho me puso nervioso. Ella vivía en la populosa colonia Portales, a dos manzanas –me dijo- de la casa donde vivía Carlos Monsiváis. Me recibió de la única forma que imaginé que iba a hacerlo: hablando por los codos. En cinco minutos, antes de calentar la comida y presentarme a sus padres, me describió los recorridos que hacía Monsi acompañado de sus amigos Iván Restrepo y Elena Poniatowska hasta el marcado de la colonia, donde compraban frutas y verduras para que Elenita les preparara una buena ensalada. Los padres de Natalia era bien simpáticos y al conocerlos descubrí de quién había heredado Natalia ese inusitado don verbal: su madre. Su padre era callado, tímido, minúsculo ante la fuerza de la naturaleza que era su esposa: grande, maciza, el verbo hecho mujer. La madre de Natalia, acostumbrada a llevar la batuta de las pláticas de mesa, me interrogó sobre mi fututo laboral. Quiero ser escritor, le dije. También Naty, pero yo prefiero que estudie Derecho, como su abuelo, que fue un buen abogado y llegó a ser segundo secretario del general Corona del Rosal, cuando fue regente de la ciudad, en tiempos de Díaz Ordaz, me dijo. Al escuchar el nombre de Díaz Ordaz se me pusieron los pelos de punta; en la prepa había leído La noche de Tlatelolco y tenía un odio exacerbado por Díaz Ordaz, Echeverría, Corona del Rosal, Zabludowski y todo aquel que había ordenado la masacre y para aquellos que callaron y taparon la injuria. Incluso semanas antes había participado en la marcha conmemorativo de los 30 años de la matanza, enfundado en mis converse viejos, mi playera del Che Guevara, mi boina de guerrillero salvadoreño y una pancarta que decía Vacuna a tu granadero, como había leído que insultaban los estudiantes de veterinaria a estos oscuros servidores del orden en esos meses de conflicto. Un aplauso para el amigo veterinario, gritaron algunos marchistas al ver mi pancarta.

Cenar en silencio era imposible con Naty y su mamá. En algún momento la cena se había convertido en un diálogo entre Naty y su madre, y en ocasiones en largos monólogos de la madre de Naty, o de Naty, ante la mirada compasiva y acostumbrada de su padre, que me veía como queriendo decirme No pasa nada, así son todos los días con este par de merolicas. Terminando la cena, pedí permiso para llevar a Naty al cine y salimos. Era noviembre y hacía frío. Tomamos el metro Portales y nos bajamos en Bellas Artes; caminamos por la Alameda, en medio de una feria y la gente que se arremolinaba para subirse a los juegos mecánicos, gente común y corriente de las colonias del centro que venía a divertirse, gente que contrastaba con la gente que, más atrás, en la explanada de Bellas Artes, entregaba su pase, enfundados en fracs y ridículos vestidos que a mí me parecieron decimonónicos, para entrar a la temporada de conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional, celebrando una velada dedicada a Schubert. Naty estaba sorprendida por la altura de la rueda de la fortuna. Casi alcanza la cúpula del Palacio, me dijo. Yo me dejaba llevar, anestesiado por todo lo que era capaz de decir Naty en tan pocos minutos. Pasaba de una idea a otra como un político pasa de partido político. Atravesamos la Alameda y sobre Balderas, entramos al cine Palacio Chino. A insistencia de ella, compramos boletos para Sexo, pudor y lágrimas; yo quería ver una de Van-Damme, pero al ver el gesto de asco de Natalia, desistí. Y bien, aquí estamos, me dijo Natalia mientras tomábamos un café, en espera de la apertura de la sala. Sí, aquí estamos, respondí, encogiéndome lo más que pude sobre mi chamarrita de mezclilla. Naty suspiró ante mi parca respuesta y se lanzó a hablarme sobre los comentarios que había leído sobre la película que íbamos a ver; el solo hecho de ver la jetota de Demián Bichir, con su corte amarillo castrense y su sonrisa de estúpido, me puso de malas. Pero estaba con Naty, y ella me gustaba, no podía comportarme como un pseudo intelectual que le apasionaban las películas de Jean Claude Van-Damme, gusto que adquirí, debo decirlo, en el cine de mi pueblo donde, aparte de películas de ficheras, era todo lo que proyectaban. Cuando habló de la capacidad camaleónica de Susana Zavaleta para aterrizar sus personajes, fingí unas terribles ganas de mear y la dejé hablando sola, algo a lo que, intuí, debía estar acostumbrada. Mientras descargaba mi vejiga, escuché los gritos de Naty llamándome. Salí de los sanitarios, y vi que Naty ya estaba junto a un grupo de gente que esperaba a la salida del cine, contemplando el humo que salía de la sala 3, donde proyectaban la película de Van-Damme. Nos devolvieron el dinero de los boletos, y avanzando nuevamente hacia la Alameda, tomé a Naty del brazo, la atraje hacia mí y la besé. Ella me dejó hacer, abriendo sus labios para que yo pudiera dar un beso pleno. Atravesamos la Alameda y en esos cinco y diez minutos Naty no dijo palabra, cosa que me alarmó porque o el beso no le había gustado o el gesto, luego de pensárselo, le había parecido muy precipitado. Me pidió un cigarro, y yo también fumé uno.

Al cabo de un rato, mientras caminábamos sobre Lázaro Cárdenas y enfilábamos hacia 5 de mayo y de ahí al Zócalo, Naty me contó la historia de su abuelo paterno. Su discurso fue tan inconexo que pude entender que su abuelo se llamaba Eulalio y estaba encerrado desde hacía 30 años en el Reclusorio Oriente por haber matado a golpes a un granadero durante las manifestaciones de septiembre de 1968. Primero estuvo en Lecumbrerri, el famoso Palacio Negro donde habían estado encerrados Siqueiros y Revueltas, además de una buena cantidad de dirigentes sindicales y delincuentes de la peor calaña. Cuando cerraron la cárcel, a principios de los ochenta, para convertirla en el Archivo General de la Nación, lo trasladaron hacia el Reclu Oriente. Su abuelo se estaba pudriendo en vida. Había tenido una tienda de abarrotes en la colonia Obrera. El padre de Naty, Julián, que a la sazón tenía 19 años, estudiaba Ciencias Políticas en la UNAM. Tenía un fuerte lazo de amistad con su padre, casi de amigos. Aunque no estaba del todo de acuerdo con el movimiento estudiantil, permitía que Julián asistiera de manera regular a las asambleas, mítines y concentraciones que se daban por varios recintos universitarios de toda la ciudad. Don Eulalio, antiguo ferrocarrilero despedido por su participación en la disidencia sindical durante el movimiento de 1959, tenía cuentas pendientes con el gobierno. Sabía muy bien que el gobierno no se andaba con rodeos y mucho menos iba a permitir que su clase media educada, o la joven clase media educada, quienes gozaban los frutos de la estabilidad que había traído el régimen posrevolucionario, su burlara de las instituciones que la sostenían. El 7 de septiembre de 1968, Julián y su padre asistieron a un mitin que respondía a las agresiones de estudiantes sufridas un día antes, durante una manifestación en Palacio Nacional, por un grupo de agitadores al servicio de la Secretaría de Gobernación. El CNH había convocado en un acto en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlalelolco. A las cuatro de la tarde, más de 25 mil personas estaban reunidas en la plaza. Terminado el evento, en donde se lanzaron consignas a favor del movimiento y se leyó el pliego petitorio, un grupo de estudiantes fue golpeado por granaderos, y en la gresca, al ver que Julián era golpeado salvajemente, don Eulalio descargó su furia acumulada por años sobre un granadero hasta matarlo. Agentes de la Dirección Federal de Seguridad, enfundados en jerseys del Politécnico, detuvieron a don Eulalio luego de propinarle terrible golpiza que le dislocó la mandíbula, le rompió tres costillas y le tiró los dientes frontales. Los agentes también se llevaron a Julián. A ambos los torturaron para sacarles alguna confesión sobre el escondite de los dirigentes. A Julián lo soltaron luego de varios días de tortura. La sentencia de don Eulalio fue inmediata: 30 años de prisión. Durante años, Julián, ya titulado como politólogo, buscó la manera de apelar la sentencia sin poder lograrlo.

Naty me contó que en un mes su abuelo saldría de prisión, y su padre estaba sumido en una terrible depresión pues pensaba que la había arruinado la vida al viejo. No supe que decirle. En el fondo pensé que era probable que mi padre hubiera reaccionado así en una situación similar. Quise ponerme en el papel de don Julián y me vislumbré solo, prematuramente envejecido, ahogado en alcohol y buscando la manera de vengarme del mundo entero. Sorpresivamente Naty me dijo dos cosas que todavía, después de tantos años, las escucho claramente: Quiero ir a tu cuarto y coger como locos y en un mes quiero que me acompañes a esperar a mi abuelo a la salida del reclusorio. Yo no estaba preparado ni para lo primero ni para lo segundo: era virgen y las cárceles me aterraban. Hacía uno o dos años me había hecho adicto a las novelas de Pierre Luys y el marqués de Sade, además de consumir una grata selección de porno gringa; me masturbaba más de lo común (en épocas especialmente cachondas dos o tres veces por día, casi siempre pensando en un ménage a trois entre Thalía, Van-Damme y un servidor) pero nunca había cogido con una mujer, salvo un faje freelance con una vecina que llegó a una masturbación mutua y un plan nada concreto de vernos en casa de su hermana en las afueras del pueblo. Le dije a Naty que sí, que quería coger con ella pero no en mi cuarto, no ahí en ese muladar, sino en un lugar decente para que ella se sintiera cómoda, y cómo no, en un mes la acompañaría a recibir a su abuelo.

Caminamos rumbo a 20 de noviembre, hasta llegar a Fray Servando, y entramos en un hotelito que a mí me recordó el único hotel de mi pueblo. La desnudé lentamente, y ella dejó hacer; le besé la espalda, el cuello, las nalgas. La luz se colaba por la ventana, y el ruido de los autos invadía nuestra intimidad. Nos besamos durante un rato, mientras yo le acariciaba el cabello y ella pasaba sus largos dedos por el contorno de mis hombros. Las caricias subieron de tono; posé mi mano derecha sobre su sexo, tibio, mojado, abierto; ella agarró mi miembro y comenzó a masturbarme; introduje un dedo en su sexo y respondió con una sonrisa. Cogimos tres veces antes de quedar exhaustos, yo recostado en los senos de Naty escuchando el traqueteo de su corazón, un tumtum que me adormeció y me hizo pensar que por primera vez en mi vida me había enamorado de verdad, que no quería hacer otra cosa que estar con esta mujer cálida que se había entregado a mí sin condiciones, solos en ese inmenso río de vidas que era el DF. Era de madrugada cuando salimos del hotel. Abordamos un taxi en 20 de noviembre y la llevé a su casa. Mi mamá está despierta, me dijo, está encendida la luz de su cuarto, no sé qué le voy a decir. Le apreté la mano y sólo se me ocurrió decirle un Ya se te ocurrirá algo, tú eres buena para eso. Nos besamos. Ella avanzó hacia la puerta de su casa.

Al otro día me puse a buscar trabajo. Los periódicos estaban llenos de empresas que querían contratar personal para pagarles sueldos miserables y tenerlos como esclavos sin contrato colectivo de trabajo ni prestaciones ni seguro de ningún tipo. Después de ponerme a prueba tres días como botarga del doctor Simi, bailando una insulsa canción de Aqua, el encargado de una farmacia me ofreció el puesto de cajero. Un sueldo que apenas me alcanzaría para cubrir mis necesidades básicas, con un espantoso horario de nueve de la noche a siete de la mañana, descansando los sábados. Por las tardes me trasladaba hasta Iztapalapa para recoger a Naty a la salida de la universidad. Recorríamos las librerías que estaban a un costado de la universidad, eligiendo cuál sería el libro idóneo para robarlo. Nunca me han defraudado los libros que he robado; es más, hay cierta predisposición al goce intelectual cuando el libro en cuestión sale de los estantes de viejos avaros que tiene apilados miles de libros. Naty y yo justificábamos nuestro hurto diciendo que era mejor que estuviera en nuestras manos, para poder leerlos, y no en apolillándose en estantes de viejo o, en el peor de los casos, sirviendo como mecheros para encender bóilers. Yo robaba algo para ella, y ella robaba algo para mí. Para ella: poetas franceses (Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, sus favoritos); para mí: novelas (Fuentes, Vargas Llosa, Donoso, en ese tiempo estaba sumido en el Boom) y ensayos sobre existencialismo y marxismo. La técnica era sencilla e infalible: Naty distraía al vendedor preguntándole sobre un título inexistente e inventado por ambos (por ejemplo: Genevieve Blanchet, Historia del sadismo en la época clásica, editorial Taurus, España, 1987, 478 pp. El vendedor, luego de consultar durante unos minutos su grueso catálogo, informaba que había una Historia de la locura en la época clásica, de Michel Foucault, pero tenía otros títulos como Sadismo, de Guy Lorraime, o el catálogo de fotografías sádicas de Robert Maplethorpe, pero nada más), lo que me daba tiempo de elegir a placer un libro que fuera del gusto de Naty. Para cuando escuchaba el Gracias, pero no es el que necesito, yo ya me había metido el libro entre el pantalón y el pito, a ver quién se atrevería a sacarlo de ahí. Después del robo, tomábamos el Metro Ermita y, comentando nuestros hallazgos literarios durante todo al trayecto, terminábamos en el Parque Hundido o de plano cogiendo en mi cuarto. Tuvimos este ritual durante las primeras semanas de nuestra relación, y aunque nunca le dije si quería ser mi novia ambos dábamos por sentado que eso éramos, un novio y una novia que estaban descubriéndose de la misma forma que se descubre todo el mundo: sexo casual, largas pláticas, pequeños detalles, coordenadas emocionales de sudor, caminatas por extensiones neuronales, tiempo repartido al filo del abismo.

Nunca olvidé la segunda proposición de Naty. Durante esos días me preguntaba cuándo sería el día de la liberación de su abuelo, pero nunca me atreví a preguntarle. Llegué a pensar que algo había salido mal y el abuelo de Naty sólo saldría de prisión en una bolsa de plástico negra o en un ataúd finamente labrado por un carpintero de la Portales. Me lo dijo fumándonos un cigarro en una banca de Chapultepec: Espero que no hayas olvidado mi proposición, el sábado sale mi abuelo y quiero que me acompañes. ¿Y tus padres?, pregunté. Papá dice que eres un buen tipo y por mi madre no te preocupes, lo más seguro es que no vaya, hace diez años que no se pierde su sesión sabatina de terapia zen con un doctora de Coyoacán. Resignado, acepté. Qué más podía hacer. Amaba a Natalia, y el hecho de que ella quisiera compartir conmigo ese momento tan familiar, tan deprimentemente familiar, digamos, era una señal de que la cosa iba en serio.

El sábado me levanté temprano y elegí mis mejores garras: una camisa blanca heredada de mi hermano mayor, un pantalón de pana verde, heredado de mi padre, y mis mocasines negros de la graduación de la prepa del año anterior. Me rasuré el vello ralo que invadía mi cara, macerada por un acné juvenil de proporciones lunares, cagué leyendo un extracto del libro de Arnaldo Córdova sobre la ideología de la Revolución Mexicana, y me bañé en la más completa excitación. Don Julián calentaba el Passat 92 cuando llegué a su casa. Me indicó que Natalia se estaba arreglando, y debía esperar en la sala. Me paseé por la sala; don Julián tenía buenos libros, todos de economía, política e historia. Me pregunte por qué Natalia no había elegido una carrera como la de su padre o su abuelo, con esa biblioteca tan nutrida hubiera recibido una educación humanística y autodidacta espléndida. Quizá por la misma razón que yo no estudié Contaduría, como mi padre: por llevarle la contraria. Del otro lado de la sala, estaban los estantes de libros de doña Regina y Natalia. Libros de superación personal y filosofías orientales –de doña Regina- y una variedad de poetas, cuentistas, ensayistas y novelistas en español o en traducciones, cuidadosamente archivadas por orden alfabético, de Natalia. Me di cuenta de la importancia que tu familia tenga acercamiento con los libros: no hay mayor apego a la lectura que el impulso familiar. En casa sólo había libros de contaduría y finanzas; mi madre atesoraba revistas y fanzines católicos, o anuarios religiosos; mis hermanos sólo leían revistas deportivas. No sé cómo empecé a leer, lo más seguro es por hacer todo lo contrario de lo que veía. Natalia bajó a los diez minutos. Se había vestido de manera casual, pero sin olvidarse de la importancia del acontecimiento. Estaba bellísima con su falda escocesa y su blusa roja; una pequeña boina, un poco ladeada, adornaba sus cabellos que olían a champú Herbal Esences. Intenté besarla pero me detuvo: su padre no sabía de lo nuestro. Me llevó a la cocina y ahí nos besamos y ella me acarició el pene por encima del pantalón. Tuve que voltearme para cubrir mi erección cuando don Julián entró a la cocina para avisarnos que el auto estaba listo. Hicimos el viaje de la Portales al Reclusorio Oriente en silencio. Quise preguntar por doña Regina, pero no lo creí prudente. El trayecto me mostró un paisaje urbano irreconocible: edificios que crecían a la intemperie entre nubes de humo y desplantes de automóviles en plena carrera; zombies nómadas que se ignoraban unos a otros por turnos indefinidos, una lealtad a la ciudad donde vivían que se traducía en una terrible ignorancia de su entorno y de sí mismos. Estos zombies, dispuestos a matar por lo que son, también están dispuestos a sacrificarse por el otro. En determinado momento, como para brincar el incómodo silencio, Natalia me preguntó por mi pueblo veracruzano. No tenía mucho que decir. Me apenaba el pensar que Natalia muy en el fondo me creía un iluso provinciano que había llegado a comerse al DF cuando ella sabía que de esta ciudad nadie escapa, y es más fácil sucumbir a ella que arrancar una de sus costillas. Mi abuelo también es de provincia, ¿verdad papá?, dijo Naty ante mi silencio. Así es, mi padre nació en Jalisco, en un pueblo cerca de Tlaquepaque. Me puso de malas que quisieran aliviar mi vergüenza con el símil sentimentaloide de la paisanada mexicana: nada hace más feliz a un defeño que el hecho de decirle en la cara a alguien que no es defeño: Welcome, Mexican Friend, Welcome to Distrito Federal, That´s me.

El Reclusorio Oriente es una informe masa de concreto que abarca un predio gigantesco en la delegación Iztapalapa. Su fealdad arquitectónica sólo es superada por la ralea que se esconde tras sus muros. Naty me explicó que don Julián venía a visitar a su abuelo dos veces por mes, y en Navidad, gracias a un permiso especial, pasaba todo el día con él. Don Julián conducía en silencio, intentando descifrar el laberinto de indicaciones para estacionar el Passat en el nuevo estacionamiento del reclusorio. Nos indicó que solo podía pasar una persona a recibir a cualquier interno, y debíamos esperar en el auto. Dejó las llaves para que pudiéramos encender la calefacción. Guardamos silencio unos minutos, observando cómo don Julián avanzaba por los filtros de revisión hasta perderse entre el color gris de la fachada del Reclu. Froté el brazo de Naty en señal de comprensión y alivio. Ella se volteó y me lanzó una cómplice sonrisa que me sonrojó. Gracias por venir, Omar, me dijo, me siento rara con todo esto. ¿Por qué?, pregunté. Imagínate, mi abuelo va a salir libre después de media vida encerrado, qué va hacer después de estar ahí tanto tiempo. Lo que debe hacer todo hombre: continuar con su vida, dije, filosófico. Pero lo que pasa es que mi abuelo ya no tiene vida, se la arrebataron. Es cierto, pero los tiene a ustedes, y es mejor morir con la familia que en una fría celda, acompañado de quién sabe qué gente. Quizá tengas razón, pero te digo una cosa: no conozco a mi abuelo. ¿Cómo? Yo pensé que tu padre te había traído alguna vez a conocerlo. Mi abuelo no quiso, estaba tan seguro de salir que le pidió a mi padre que por ningún motivo me trajera, cosas de padre e hijo. Pues, querida Natalia, me parece que tienes muchas cosas pendientes que hablar con tu abuelo, dile todo en cuanto lo veas. ¿Y luego?, volví a preguntar. ¿Luego qué? De tú y yo, Naty, de tú y yo. Ah, me gusta estar contigo, es todo por ahora. ¿Es todo? Sí, es todo, eso es más de lo que he ofrecido jamás. Peor es nada.

Don Eulalio apareció después de una hora. Don Julián sostenía una vieja petaca, tan vieja que aun llevaba el lema de Ferrocarriles Nacionales de México, toda una antigüedad. Pensé si alguna vez don Eulalio había pasado por la estación de Acayucan, mi pueblo. Lo más seguro es que supiera que lo único que quedaba de las viejas glorias de los trenes nacionales era el puto recuerdo: polvo entre los rieles. Se acercaron hasta el Passat. Se ve que te ha ido bien, Juliancito, está bonito tu carro, dijo don Eulalio. A la orden papá, para lo que necesites, contestó don Julián. Ni siquiera volteó a verme después de darle un fuerte abrazo a Natalia, que ya lo esperaba fuera del coche con los brazos extendidos. Estás preciosa, mi´ja, justo como en las fotos que me trae tu papá. Gracias abuelito, hace mucho que quería conocerte. Veo que traes guardaespaldas, dijo por fin don Eulalio, lanzándome una mirada tosca en donde no podía notarse el más mínimo asomo de interés. Él es Omar, abuelito, un amigo de la facultad, me presentó Natalia. Mucho gusto don Eulalio, dije y me encerré en mi mundo de timidez una vez más.

Regresamos en silencio. Ninguno quería sacudir a don Eulalio de su letargo emocional. Observaba las calles, los edificios, la gente con una avidez que comprendí sólo puede ser entendida en una persona que ha pasado 30 años encerrado en una celda de cuatro por cuatro. De pronto, dijo don Eulalio: Me quitaron 30 años de mi vida esos hijos de la chingada. Don Julián le tomó la mano y Natalia lo abrazó por el cuello. Ninguno dijo nada el resto del trayecto. A mí me dejaron cerca del Metro Portales y ellos siguieron el camino a casa.

Los siguientes días no vi a Natalia. Ellos no estaban como para aceptar un miembro más en su familia, ya con la llegada de don Eulalio debían tener bastante. Me dediqué a trabajar dobles turnos en la farmacia para poder tener un ingreso extra. Sin embargo, ni el trabajo excesivo podía quitarme de la cabeza a Natalia. Cuatro días después de la salida de don Eulalio, marqué al teléfono de Naty. Me contestó su mamá: Ah, eres Omar, qué bueno que marcas porque Naty no ha querido salir, ya lleva dos días encerrada en su cuarto y nada ni nadie puede sacarla de ahí. Vente a la casa y por favor haz el intento de animarla. Dejé tirado el doble turno al gerente, que amenazó con despedirme, pero en una hora estaba tocando el timbre de la casa de Naty. Naty me recibió con un lindísima y cursi pijama de Betty Boop. Al lado de su cama estaba una novela de Toni Morrison. Me dijo tu mamá que no has querido salir, que estás como zombie, lancé. No dijo nada, sólo me miró con reproche. Volvió a la novela de Morrison. Nunca había entrado a su recámara, ese íntimo espacio que las mujeres solteras atesoran. No debías haber venido, dijo al cabo de varios minutos donde me dediqué a husmear por sus secretos de alcoba. Mi madre no puede tener la boca cerrada, remató. Y tampoco tú, contrataqué. Yo sé, dije, que lo de tu abuelo es algo grueso pero no es para tanto, deja que tu abuelo decida que hará. Sonrió. Mi abuelo y mi padre se fueron hace tres días a Tlaquepaque, y quién sabe cuándo volverán, dijo, con un hilo de voz. La miré llorar durante un rato, sin atreverme a abrazarla o dejarla ahí y largarme y no verla en varios días. Opté por lo primero. Y lo más cabrón es que no quisieron llevarme, dijo después de un rato. Tu padre y tu abuelo deben recuperar el tiempo perdido, sentencié.

Esa tarde convencí a Natalia que lo mejor era salir y caminar y caminar y hablar hasta perder el sentido del tiempo. Caminamos por todo Calzada de Tlalpan hasta llegar Centro. Más de tres horas de camino en donde Naty habló de lo fuerte que habían discutido sus jefes cuando don Julián le avisó que se iría una temporada con su padre a Jalisco. Hicimos planes. Yo le prometí regresar a la universidad y juntos terminar la licenciatura. Ella prometió dejar que sus padres arreglaran sus diferencias de la mejor manera: no interviniendo. Por unos días retomamos la rutina de semanas anteriores. Pero a las pocas semanas, Natalia recibió una carta de su abuelo en donde, en diez cuartillas, le resumía toda su vida en prisión, y de remate la invitaba a pasar una temporada en Jalisco. Natalia no tuvo que pensárselo mucho y esa misma tarde me dijo que se iría con su padre y su abuelo. Juré que la seguiría hasta el fin del mundo, pero en su vida no había planes para mí, cuando menos no a corto plazo. No pude convencerla de quedarse. Tampoco dejó que la acompañara. Su madre y yo la despedimos en la Central Camionera del Norte una fría mañana de febrero. Un mes después yo regresé a Veracruz, luego de enterarme de la muerte de mi abuelo. No quise regresar al DF. De vez en cuando marcaba al antiguo número telefónico con la esperanza de que Naty me contestara. Jamás obtuve respuesta.



Andrés López Sánchez.