No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



miércoles, 2 de septiembre de 2015

LAS CIRCUNSTANCIAS
A mi hijo Aldo, otra vez, siempre.
I
Después de cinco días encontraron la entrada sur de la sierra. No había soldados, ni gente en el pueblo vecino. Sólo el rumor del viento que bajaba de la sierra y formaba remolinos en el descampado. Bebieron agua en un pozo cercano, casi vacío. Las casas estaban vacías. Comieron granos de elote, piloncillo, tortillas duras; bebieron nuevamente agua. Llenaron las cantimploras, recogieron la comida que pudieron y siguieron su marcha. Avanzaron varias horas, hasta internarse en la sierra. Tendrían que caminar  dos días hasta el campamento oriente, y esperar indicaciones. 
Lo que más extrañaba en aquellos días eran los libros. No era fácil conseguirlos, pues no podían quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar y estaban a constante salto de mata. No había tiempo para libros. Los libros no eran prioridad en un movimiento en donde los principales líderes fueron maestros universitarios con sólidas formaciones lectoras, pero al entrar en la clandestinidad tuvieron que adaptarse a las necesidades de las sombras. Lo que importaba era no dejarse atrapar, continuar con el postergado itinerario de golpes directos a la cabeza del sistema –golpes que nunca llegaban porque en el último momento algo indicaba que se debían cancelar-  y proteger a los líderes con su moralidad nata y su apego a las normas más honorables posible. Pasaban los días entre los recovecos inusitados de campamentos ex profesos, o en habitaciones de colonias perdidas. El tiempo era su único interés: esperar horas, días, a veces semanas hasta que se anunciaba que podían salir y entonces salían y volvían a su rutina de traslados en automóviles robados, en camiones que salían de la ciudad para internarse en los resquicios de las serranías.
Y el tiempo seguía su marcha. Hablaba lo indispensable con sus compañeros de lucha, pues tenían prohibido fraternizar más de la cuenta. Decían, o eso se escuchaba, que el movimiento estaba infiltrado hasta la dirigencia por agentes encubiertos del gobierno, y  era cuestión de tiempo la captura de los dos líderes sobrevivientes. El movimiento era su vida, y la sola idea de que podía desaparecer, lo ponía casi al borde de la histeria. No concebía un mundo lejos de ese espectáculo político al cual se había entregado desde muy joven –a pesar de su  juventud, súbitamente había envejecido en esos últimos dos años-  y una fijación lo flagelaba con fuerza: saber si, llegado el momento, tendría las agallas para pegarse un tiro ante la inminente llegada de los militares, o si sería al lado de su AK-47 con que se batiría a un duelo condenado al fracaso con la horda de militares que, seguramente, ya habrían ocupado todos los flancos del lugar, dispuestos a pasar a la historia como los artífices de lo que parecía imposible: acabar con el movimiento. Así que prefería pensar en libros. Sobre todo de noche, cuando el grupo de cautivos dormía y se daba a la tarea de recordar frases inexactas de sus libros favoritos, las novelas de adolescencia, los libros de política, la filosofía griega, la poesía, las historias romanas que su abuelo le contaba a todas horas. Era de los pocos momentos en donde no pensaba en el movimiento, y sus repercusiones políticas e históricas en su humilde país y en la decisión de entrar en él luego de la muerte intempestiva de toda su familia. El coraje de súbito al pensar en su madre con un tiro de gracia, sus hermanos desaparecidos, su padre desmembrado. Los pasillos de la Facultad de Humanidades donde estudiaba Literatura Española, los amigos con los que leía, escribía, y se emborrachaba después de los recitales de poesía que organizaban de improviso en cualquier espacio que las autoridades universitarias les prestaban. Pero la noche en la sierra era infinita, y siempre terminaba por pensar en lo que no quería: las imágenes se aparecían en su mente y permanecían clavadas como agujas durante horas, hasta que el alba lo adormecía y lograba olvidar.
II
Las veredas al lado del río, el imponente río donde el caudal se perdía con la espuma y las rocas, donde los animales bebían y los grupos de hombres temían pasar. No había paso que no corrieran peligro. Tan caudaloso, tan hondo, tan húmedo era ese río que en los más profundos días de lluvia se desbordaba por todos lados y arrasaba de una buena vez las breves resistencias humanas que se limitaban a ver cómo se perdían ranchos enteros, cosechas impotentes, vidas de familias enteras que no alcanzaban a salir de sus chozas. El grupo de hombres, fusil al hombro, mochila militar, observaban desde donde podían, intentando escapar de la fuerza de la naturaleza.
III
No lo motivaba nada más que el fin. Vislumbraba el final de todo con tanta insistencia que nada importaba. No sentía compasión por los caídos en combate,  ni por los líderes que eran atrapados en las circunstancias más inverosímiles. Sentía una tremenda compasión que lo ponía al borde del llanto cuando alguien insinuaba, entre el tabaco y el café frío, que era cuestión de meses que las últimas resistencias del movimiento entraran en la completa clandestinidad. Todos lo sabían: el clandestinaje era el principio del fin. Y él lo sabía mejor que nadie: la Historia le enseñó que no hay movimiento clandestino que resista, víctima, entre otras cosas, de su propia condición de tránsfuga. Nunca mintió al respecto: el hecho mismo de haber participado activamente en el movimiento, de ser miembro fundador, de estar comprometido con la causalo convertía en uno de los principales blancos del gobierno. Todos los sabían. Por eso lo cuidaban. Lo movían  cada semana, lo escondían, evitaban a toda costa que lo atraparan. Pero a veces era imposible, y lograba huir porque unos, dos, tres compañeros daban su vida para que él pudiera escapar. Pensaba que debía morir con ellos, que las ráfagas de metralleta se confundieran con el canto de los pájaros de la sierra y el sonido ocultaría su llanto en el último momento.
IV
La voz de Carmen. Su tersa voz desparramada desde la hamaca, y él al lado de ella, mirándola beber café, leer las novelitas que sólo ante él ella era capaz de leer, sólo ante él y nadie más se abría toda: sin las botas militares, los sabañones que perceptiblemente comenzaban hacer mella de sus dedos, las calcetas sucias, el fusil y el cuchillo, sus uñas sucias que intentaba ocultar tras las hojas del libro, el sudor que recorría su rostro, su cuello, sus pechos perlados de agua salina, ambos cubriéndose del sol bajo las ramas de tamarindo, y más allá, viniendo desde un sitio que no podían discernir, las voces de los compañeros que bebían aguardiente a sorbos cortos, dejando a la pareja en su intimidad, risotadas de camaradería que escondían en temor a la muerte, el descanso obligado cuando los cuerpos, exhaustos, no podían seguir más. Carmen lo convertía. Ante ella no el jefe, el líder, sino un hombre enamorado, ni más ni menos. Por eso atesoraba esa intimidad en la que no era necesario el sexo: la voz de Carmen era el cuerpo que no podía tocar aún, la risa de Carmen era la cavernosa humedad donde todo iniciaba, la herida abierta que no conocía, el recurrente calcinar de huesos convertidos en cenizas de la fosa clandestina donde imaginaba encontrarse cuando lo mataran. Carmen reía. Le leía fragmentos de las novelas que era, decía, el único placer que podía darse, el único vicio burgués del que no pudo desprenderse cuando nació en ella el llamado dela conciencia social, cuando estudiaba sociología y lo conoció a él, en un mitin organizado por una asociación de estudiantes revolucionarios. En ese tiempo él leyó un manifiesto en que ya prefiguraba la lucha armada como la forma más noble y necesaria para darle al pueblo la voz que había perdido ante repaces políticos y burgueses sin escrúpulos.  El mitin terminó en una represión brutal por parte del gobierno, la muerte de varios estudiantes y la primera y, hasta ese momento, única detención de él. Carmen estuvo en el germen de todo. Delante de ella, y como una forma burda y efectiva de tortura psicológica, él fue torturado. Ante cada golpe, ante cada escupitajo, ente los cigarros quemando su cuerpo, los ojos de ella se posaban con dureza en los de él, como si la tortura fuera compartida y así, entre ambos, el tiempo se esparciera y los golpes no dolieran. No volvieron a verse en mucho tiempo. Luego de salir de la cárcel, él fue reclutado por movimientos radicales y se fue otro país a entrenarse en tácticas de guerra. Carmen terminó su licenciatura, y por un tiempo ejerció el oficio como catedrática universitaria, pero una nueva represión del gobierno la envió directamente a las filas de un movimiento político que ya cobraba fuerza, y abandonó el país al mismo sitio donde él se había entrenado. En la clandestinidad, Carmen entró en contacto con la guerrilla, y fue reclutada. Sus primeras encomiendas fueron pedagógicas. Le habían encargado adoctrinar en las teorías marxistas a un grupo de estudiantes normalistas recién llegados. Carmen cumplió a cabalidad con la encomienda. No sólo dotó a los estudiantes de los rudimentos del materialismo histórico, sino los convenció que los libros y las armas, lejos de estar distanciados, podían llevar una común existencia como una especie de medios hermanos que se nutren uno al otro de una tácita compañía. Luego vinieron tareas menos ordinarias. Tuvo que entrar en acción, y colaboró con algunos líderes en la planeación de ataques a bancos, a oficinas de gobiernos y secuestros de personajes importantes de la política. Cumplió también, sin vacilar. Cuando se vieron nuevamente, él ya era reconocido como una figura emblemática del movimiento, y ella una activista de cierta posición dentro del mismo. A pesar de pertenecer al movimiento por más de tres años, nunca se habían visto, y las identidades de ambos, por seguridad, sólo la conocían ciertos integrantes. Las piezas del ajedrez se movían sin atender a necesidades específicas de ciertos miembros, sino a ese todo que nadie conocía pero todos seguían: la libertad.
V
No pasó mucho tiempo en que se encontraron dando vueltas en círculos. Llevaban caminando todo el  día, después que un pelotón del Ejército los había cercado en el campamento. Tuvieron sólo tres minutos para correr entre los árboles y matorrales que cubrían el campamento, cuando el vigía gritó, antes de ser rajado por las balas, que ya estaban subiendo la cañada. Los soldados abrieron fuego con todo lo que tenían; los guerrilleros lograron repelerlos algunos minutos en un fuego cruzado que causó la mayoría de bajas, pero fue inútil tanto sacrificio: al cabo de no mucho tiempo tuvieron que correr y dejar todo en el campamento. Se dispersaron. Él corría al lado de Carmen y otros tres miembros, que se turnaban para cubrirlo. Luego de varios minutos, desapareció el ruido de las ráfagas, y sólo escucharon su respiración agitada y el sonido del viento moviendo los árboles. Siguieron el protocolo: debían llegar a una población cercana donde se moverían más fácil, para recorrer la sierra por el lado norte, e internarse para encontrar otro campamento, igual de debilitado que el que acababan de dejar. No sería fácil. Era seguro que el Ejército tuviera cubiertas todas las entradas y salidas, pensando en que fuera de la sierra no sobrevivirían ni dos días. Y ellos lo sabían. La única posibilidad de salir con vida era regresando a la sierra, bajo el amparo de los cerros y protegidos por ese fuerte natural que era el río. No conocían la ruta occidente de la sierra, que era la más sinuosa, con los cerros más escarpados y donde el río se convertía en un verdadero monstruo sin fin con un caudal considerable. Pero con el Ejército siguiéndolos, era la única posibilidad. Caminaron ese todo el día hasta el anochecer. Nunca, en todo el tiempo a salto de mata en la sierra, sintió él tanto desamparo, tanta impotencia ante  la brutalidad de la naturaleza. Exhaustos, hambrientos, descansaron bajo el ceceo de un abedul. Improvisaron con unas mantas y hules un refugio para pasar a noche. Al lado de Carmen, no sintió frío ni miedo ni hambre, sólo un cansancio tan profundo que se durmió pasando los brazos por la cintura de la mujer, su mujer. Soñó con mejores tiempos. Días, meses y años en donde el pueblo finalmente fuera escuchado, y donde todos vivieran igual, sin ricos ni pobres, sin exclusiones, sin prebendas, todos unidos bajo un bien común, todos viviendo armónicamente. Soñó también con los libros que nunca pudo escribir, las historias que recreaba en esas noches de la sierra, los libros que leyó alguna vez, hace tanto tiempo que poco a poco los personajes se difuminaban en silencio. Soñó con Carmen, pero no con la Carmen guerrillera de la que estaba irremisiblemente enamorado, sino soñó con una Carmen vestida con una bata de maternidad y con seis o siete meses de embarazo. Se soñó postrado en su regazo, escuchando las acrobacias de su hijo dentro del vientre de Carmen, esos sonidos que lo transportaron, dentro del sueño, a otro sueño, arrullado por la cadencia de sus latidos del corazón. La imagen de Carmen vestida con bata de maternidad, el pelo suelto, húmedo, sobre la cintura, la historia de hadas y príncipes y dragones que le leía a su hijo con los labios pegados al ombligo de Carmen para poder trasmitir las palabras con soltura y claridad, la risa de Carmen ante la  narración simultánea de la hazaña del príncipe Escorbuto al vencer de una tajada de su filosa espada al Dragón de la Noche, que gemía y lanzaba bocanadas de  humo, apagado el fuego de su estómago, otra vez la risa de Carmen y sus manos aferradas al pelo de él, las voces dentro del sueño, las ráfagas que oyó a lo lejos, en otra dimensión, los gritos que no lo despertaron.