No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



domingo, 26 de febrero de 2012

LLOVIZNABA



Hace unos días terminé la lectura de Balas de plata (Tusquets, 2008), novela del maestro del género narcopoliciaco, Èlmer Mendoza. La lectura me guió, de cierta menera, al escribir este relato.









Lloviznaba. La tarde era especialmente fría a causa de la niebla y la llovizna que se colaba por las calles como un fantasma que recorre el tiempo sin detenerse. Amelia palpó su bolso: La pistola seguía ahí, con ese frío metálico que pudo sentir al tocarla apenas con las yemas de los dedos. Avanzó a través de la calle vacía. Ni los puestos de esquites y antojitos asomaban a esa hora y con ese frío, en verdad calador. Sólo un viejo cilindrero tocaba notas chillonas, recostado en el atrio de una iglesia barroca. Le pareció raro a Amelia que el cilindrero siguiera allí a esa hora, empeñado en conseguir unas monedas más. ¿A quién se las pediría, si las calles sólo mostraban tristeza y abandono? Los hoteles mostraban su luz mortecina, casi invisible por la niebla. Sin embargo, Amelia sabía perfectamente a dónde se dirigía. Tenía claro el recorrido. Lo supo un mes antes, cuando descubrió que Carlos, su esposo, lo engañaba con su prima Emilia. Los siguió durante todo el mes. Los vio comer en restoranes carísimos, salir del cine, comprar antigüedades, revisar libros de viejo, probarse ropas, entrar en diversos hoteles del centro de la ciudad. Amelia fue anotando los recorridos de los enamorados, que para su sorpresa eran tan predecibles. Lunes cine y cena. Martes, visita a las tiendas de antigüedades. Miércoles y jueves, libros de viejo, hotel y cena. Viernes, almuerzo, galería, hotel. Sábado, almuerzo, concierto de cámara en el patio de un exconvento y hotel. Domingo: salidas con Amelia y los niños. Amelia lo supo entonces: los mataría. En casa, Carlos se comportaba de lo más natural. Cariñoso, juguetón, espléndido, buen padre. “Hipócrita”, pensaba Amelia cada vez que Carlos le pedía hacerle el amor. Amelia cedía: se entregaba a él, poniendo, en un principio, su mente en blanco, aunque las imágenes de Carlos y Emilia cogiendo en un cuarto de hotel la excitaban y terminaba por seguirle el juego al deseo, que cedía ante el impulso violento de Carlos desnudándola, besándole el sexo, introduciéndole el anular y rescatando de ella un gemido ahogado cuando la penetraba con fuerza. Después del vendaval, Amelia reflexionaba. ¿Debería matar a Carlos, o sólo a Emilia? ¿O a ambos? O a ninguno. Dejar que el tiempo alejara la novedad, la novedad de Emilia y su cuerpo joven y esbelto, sus veinticinco inexpertos años, y no los cuarenta de Amelia. Aunque: Qué envidia, decían sus amigas, Tú, Amelia, a tus cuarenta parece que andas en los veinte, Qué cuerpo, amiga, bien conservado, un figurín de revista para caballeros. Y tan inteligente: ¿Ya terminaste tu maestría? ¿Qué estudiabas? Historia del Arte. Con los niños es difícil, qué digo niños, si ya Esteban tiene trece y Carlitos cumple diez en octubre. No pierdo las esperanzas, me hace falta presentar mi proyecto de tesis. ¿Sobre? La ruptura del arte mexicano en la década de los cincuenta. El periodo transitorio entre el muralismo, con Rivera y Siqueiros a la cabeza, y la vanguardia representada por Cuevas, Felguérez, García Ponce, Von Gunten y compañía. Interesante. En diciembre voy a mandar a los niños a Xalapa con mi mamá, y nos vamos dos semanas a la cabaña de Carlos en Tequisquiapan, y espero terminarla ahí. Una esquina vacía, a la intemperie. Y luego el cruce de la calle, sus pasos lentos, los tacones que apenas tocaban el suelo con un dejo de perfecta sincronía: músculo, movimiento, retracción, ley de gravedad. Tenía grabada en su mente la dirección con la fuerza obsesiva que le hizo comprar una Beretta .38 con ayuda de un buscador de Internet. Una entrega sencilla, sin más diálogo que las especificaciones del vendedor: la cámara, el cartucho, el seguro, la disponibilidad al tacto, un cursillo rapidísimo de cómo desmontarla para engrasarla, etc. Amelia pagó diez mil pesos en efectivo, en billetes de quinientos pesos y luego de rechazar la invitación del vendedor a probarla en un campo de tiro privado en las afueras de la ciudad, se largó. Por uno días tuvo miedo de sacar el arma del escondite secreto donde la tenía. Sabía que tendría que practicar unos días antes del asesinato, si no quería tener complicaciones. Pero la oportunidad no se presentaba. Un sábado, conociendo ya el itinerario diletante de su esposo, le pidió que la llevara al concierto de cámara que todos los sábados por la tarde ofrecían músicos de la filarmónica de la ciudad. Era una tarde calurosa, y pensó que la frescura del convento, aderezada con los cuartetos de cuerdas de Bach, les vendría bien. Carlos se negó, arguyendo una junta inpostergable con unos clientes alemanes. ¿En sábado? Sí, ya sabes que los europeos tienen gustos extraños, prefieren beber cerveza a la vez que hablamos de negocios. Si esto sale bien, tendremos los suficiente para mandar a Esteban a ese internado en Estados Unidos. ¿Y por qué, de pronto, quieres deshacerte de Esteban? Eso ya lo habíamos hablado, Amalia. Es lo mejor para él, a ese mismo internado va el hijo del presidente, además de los hijos de empresarios importantes de mi ramo, imagínate lo que nos convendría que Estebancito trabara amistad con el hijo de Falcón, por ejemplo, las puertas de las altas esferas empresariales se nos podrían abrir. Amelia siguió a Esteban hacia el centro de la ciudad. Lo vio entrar en un restorán y sentarse al lado de una mujer joven, provocativamente vestida y bella, muy bella. Amelia sabía quién era. Esperó a que salieran, y los siguió en su auto a prudente distancia hasta el estacionamiento del exconvento, donde desaparecieron tras entregar las llaves del auto al valet parking. Esa tarde, Amelia le habló al vendedor de la pistola y le preguntó si seguía abierta la invitación a probarla. El vendedor, desde luego, aceptó. Una hora después, vestida con un ajustado jean que resaltaba sus nalgas voluptuosas, y una breve blusa por donde asomaban unos senos torneados a bases de sesiones diarias de gimnasio, Amelia subió la camioneta del vendedor. El recorrido fue rápido y hablaron de trivialidades. El vendedor era casado, por su puesto, la marca del anillo en el anular izquierdo, lo delataba. Aunque el vendedor lo negó, inventado una historia poco creíble de incesto a algo parecido. El campo de tiro estaba dentro de un rancho de poca monta. Al lado del campo, una caballeriza sin caballos le daba al rancho un aire deprimente. Al principio, el vendedor indicó la posición adecuada del cuerpo, el sostenimiento efectivo de la pistola en las manos de Amelia, que sudaba. Los primeros tiros fueron erráticos. Así que el vendedor se colocó atrás de Amelia y sostuvo sus manos con las suyas, apuntando firmemente a un blanco que no estaba a más de cincuenta metros. Es la forma correcta, dijo el vendedor, hay que acomodar el cuerpo a la pistola, dejarse llevar por la cadencia del metal, intentando que todo lo demás desaparezca y solo queden tres cosas: tu cuerpo, la pistola y el blanco. El arma se disparó. En el blanco había un orificio pequeño justo al lado del centro, marcado con un círculo rojizo. Amelia se emocionó. Dio un abrazo coqueto al vendedor e inmediatamente se volvió para disparar de nuevo. El vendedor se colocó detrás de ella. Amelia pudo sentir la erección del vendedor, su respiración entrecortada que lo hacía pegarse más a sus nalgas. Vamos, le dijo Amelia. El vendedor la llevó cargando hasta la caballeriza mientras le besaba con fuerza los senos, el cuello, la boca, le olía el cabello suelto y castaño, le besaba los ojos, lleno de una excitación que Amelia sólo había conocido en los días donde había conocido a Carlos y cogían todos los días saliendo de la universidad. El vendedor la colocó sobre una paca de borra descolorida y le quitó la blusa y Amelia cooperó con bajarse rápidamente el pantalón que resbaló junto con la tanga negra que, al caerse, dejó al descubierto su sexo sin un solo vello y el orificio anal expuesto y lascivo. El vendedor jugueteó con su sexo y sus senos de manera alternativa durante unos segundos, mientras Amelia le agarraba el pene con fuerza, haciendo que el vendedor se estremeciera por lapsos indefinidos; a un movimiento rápido del vendedor, Amelia se colocó frente a él y tuvo oportunidad para introducir su pene en su boca, succionando e intentando descubrir algún secreto oculto en ese hombre que apenas conocía. Cogieron varias horas. La noche era plena cuando se descubrieron agotados y sudorosos sobre las pacas de borra. Olían a humedad y sexo, a madera vieja. Sus cabellos tenían resto de borra, alfalfa y pasto. Se despidieron en un centro comercial. Antes de irse, el vendedor sugirió que deberían verse otra vez. Amelia dejó abierta la posibilidad, aunque no se comprometió. Tomó un taxi y en veinte minutos estaba en casa. Ahora, Amelia intensifica sus pasos. Está cerca del hotel. La llovizna ha cesado, pero el frío es más intenso. Volvió a palpar su bolso, que colgaba del hombro izquierdo. Un auto pasa cerca, y unos hombres silban a Amelia. Ella no se detiene, está decidida, no hay marcha atrás. Piensa en Carlos y Amelia cogiendo en ese hotel colonial.