No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



domingo, 24 de julio de 2011

AMY WINEHOUSE, ADIÓS



La muerte de Amy Winehouse ha sacudido la industria discográfica, así como a sus millones fans por todo el mundo, entre los que me incluyo. Es lamentable que esta talentosa londinense haya muerto cuando aún tenía mucho que ofrecer al mundo de la música. Años de luchar contra las adicciones no pudieron domar ese demonio autodestructivo que culminó con su muerte el pasado viernes en su departamento de Camden, Londres, famoso por por sus bares y el fácil acceso a las drogas. Curiosamente, Winehouse escribió en 2oo5 la canción "Rehab", incluida en el álbum Back to Balck, una joya de musicalización, y habla de su experiencia con las drogas y de las veces que había intentado rehabilitarse, negándose a dejar su vida de excesos:

They tried to make me go to rehab
I said no, no, no.
Yes I been black, but when I come back
You wont know, know, know.






Es común que la muerte de un artista en pleno dominio de sus facultades creativas lo encumbre a la categoría de mito. Pasó con Janis Joplin, pasó con Lennon, pasó con Morrison y Hendrix, pasó con Cobain, cinco músicos escepcionales que murieron en pleno dominio de sus capacidades creativas, y es seguro que lo mismo pasará con Wino, quien poseía un talento descomunal sólo superado por sus adicciones. Winehouse era poseedora de una voz hecha para el soul y el Rhythm and Blues, una voz que se desgarraba en el escenario y hacía que los espectadores vivieran las canciones. Lamentamos su muerte, valoramos su música, y escucharla será el tributo másgrandeque podamos ofrecerle.



In memoriam, Wino.

domingo, 17 de julio de 2011



LA LITERATURA NAZI EN AMÉRICA, DE ROBERTO BOLAÑO

He tenido uno de los más agradables desconciertos literarios leyendo La literatura nazi en América. En realidad es un libro publicado originalmente en 1996 por la misma editorial, pero que me había sido imposible conseguir hasta ahora, pese a mi gran interés por la obra de Roberto Bolaño. Como muchos críticos y lectores, considero que Bolaño (Santiago 1953, Barcelona 2003) no sólo es el mejor narrador chileno de fines del siglo XX, sino una figura capital en la literatura hispanoamericana del período, lo que hace aún más lamentable su temprana desaparición. Exiliado al comienzo de la dictadura de Pinochet, vivió buena parte de su vida en México, Estados Unidos y finalmente en España, donde se instaló y fue lentamente haciéndose conocido. Esa experiencia cosmopolita, marginal y desarraigada hizo de él un paradigma del escritor que no pertenece enteramente a ningún lugar y cuya verdadera patria es la literaria, pues se reconoce mejor en los personajes y ambientes creados por su imaginación a partir de otros muy reales.
Tenía el don básico del buen narrador: el arte de convertir cualquier asunto, grande o pequeño, actual o remoto, verosímil o absurdo, en algo personal y cautivante, cuyo interés arrastraba al lector hasta la última página. Su lenguaje era en esencia funcional, pero poseía una tensión lírica, una ansiedad existencial, un impulso visionario y una extraña mezcla de simpatía y cinismo frente a sus propias creaturas; daba la impresión de conocer todas las trampas: las argucias y secretos del oficio, aprendidos de sus febriles lecturas, desde los clásicos hasta la novela fantástica, policial y de ciencia-ficción.
Aunque comenzó como poeta y publicó hasta cinco libros de ese género, es la obra narrativa, que inició hacia 1984 —acompañada por algunos ensayos—, lo que realmente importa. Como novelista y cuentista dejó varias obras tan notables como diversas: Monsieur Pain, Los detectives salvajes,Nocturno de Chile, Llamadas telefónicas y finalmente la monumental 2666, publicada póstumamente en 2004, que confirma la originalidad y profundidad de su visión.
El título La literatura nazi en América me despistó por completo, porque sugería que se trataba de un libro de ensayos. Las palabras con las que el autor lo presentaba le añadían cierta ambigüedad: como "una antología vagamente enciclopédica de la literatura filo-nazi en América desde 1930 a 2010". Esta última fecha —que le otorgaba una punzante ironía— daba una indicación de que el libro no era lo que parecía. Por otro lado, en un excelente trabajo sobre Bolaño, un crítico hablaba de la obra como una novela; yo no iría tan lejos, pero hay un margen para hacer una afirmación como ésa. Su lectura misma me trajo, a la vez, una decepción y una grata confirmación del raro talento del autor.
Lo que yo esperaba era un libro que discutiera formalmente el tema anunciado en el título, y que presentara ejemplos de una corriente de pensamiento que, entre nosotros, tuvo varios cultores —algunos famosos, otros piadosamente olvidados— que forman un grupo bastante numeroso si asimilamos a todos los que, de una manera u otra, sostuvieron ideas racistas, ultranacionalistas, fascistas o antisemitas. Los casos más tristemente célebres son los de Leopoldo Lugones y José Vasconcelos: el primero —gran poeta, narrador y filósofo— hizo un extraño viraje desde el anarquismo de su juventud y el apoyo a la causa aliada en la Primera Guerra Mundial, para terminar defendiendo el militarismo a ultranza, que llamó con exaltación "la hora de la espada"; el segundo pasó de militante de la Revolución Mexicana a identificarse, en la fase final de su vida, con la ideología fascista, en apoyo de la cual publicó la revista Timón. Pero el ejemplo más flagrante es el del novelista y ensayista boliviano Alcides Arguedas (1879-1946), que es recordado como indigenista, lo que no le impidió citar Mein Kampf, en el prólogo a la segunda edición (Santiago de Chile, 1937) de su Pueblo enfermo, entre las autoridades sobre el problema racial. En cambio, Borges, un hombre que siempre admitió ser un conservador y se sintió orgulloso de serlo, fue un fervoroso defensor de la cultura judía en un país y una época en los cuales era difícil y aun riesgoso hacerlo; basta releer "Deutsches Requiem" para comprobarlo.

El lector de este libro buscará en vano aquéllos y otros nombres que ocupan un capítulo vergonzoso de nuestra historia literaria: ninguno aparece porque todos son ficticios. Me bastó revisar el sumario para darme cuenta de que la obra pertenecía a una categoría a medias entre varios géneros y que podría denominarse "ficción no narrativa", con la importante excepción que señalaré más adelante. Adoptaba la engañosa forma de un diccionario de autores, con la diferencia de que todas las entradas biobibliográficas son apócrifas, y de que no aparecen en orden alfabético sino siguiendo agrupaciones algo caprichosas.
Esta clase de libros que aluden, bajo la apariencia de rigurosas recopilaciones, a personas u obras inexistentes tienen ilustres antecedentes:Vidas imaginarias de Marcel Schwob, Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters (aunque este hermoso libro sea una colección de poéticos epitafios); sin duda, el gran modelo en nuestra lengua es Borges, que escribió un Manual de zoología fantástica, además de Historia universal de la infamia —donde rehizo a su anteojo vidas legendarias o de otros autores como si fuesen suyas— y de célebres relatos como "Examen de la obra de Herbert Quain", "El acercamiento a Almotásim" o "Pierre Menard, autor del Quijote", que giran alrededor de libros inventados (en el último caso, a imagen y semejanza de uno real).

Esa huella borgesiana es visible en el trasfondo del libro de Bolaño: lo mueve una intención paródica, de juego ilustrado, lleno de guiños irónicos y de burlas a veces encarnizadas, a veces benévolas. Con frecuencia, Bolaño mezcla, como su maestro, lo ficticio con lo real para crear una sensación de verosimilutud en lo disparatado. Nos dice que su apócrifo Juan Mendiluce Thompson, miembro de una ilustre familia de intelectuales que podría ser el reverso del clan de Victoria Ocampo, detestaba la literatura inglesa y francesa y que lanzaba "diatribas contra Cortázar, a quien acusa de irreal y cruento; contra Borges, a quien acusa de escribir historias que 'son caricaturas de caricaturas' y de crear personajes exhaustos [...]; sus ataques se hacen extensivos a Bioy Casares, a Mujica Lainez, Ernesto Sabato" (p. 27). Entre las propuestas de Silvio Salvático figuran "la reinstauración de la Inquisición" y "la concesión de becas literarias a perpetuidad" (p. 57); de Daniela de Montecristo se cuenta que "en la nalga izquierda llevaba tatuada una svástica negra" (p. 95).

Un aspecto muy disfrutable de estas páginas es el de adivinar a quiénes alude Bolaño con sus personajes, lo que no es fácil. El lector puede pensar que con Segundo José Heredia le echa una broma al poeta cubano José María Heredia, o que tras el guatemalteco Gustavo Borda se oculta el nada ficticio colombiano Juan Gustavo Cobo Borda. Pero las respectivas entradas parecen desmentirlo. De paso, las fichas biográficas de algunos personajes los hacen "morir" en el futuro: Borda en 2016, Argentino Schiaffino en 2015, etcétera.

Detrás de este aparente diccionario está su inesperada conexión con el mundo narrativo del autor, donde también hay un constante juego entre lo puramente literario y lo testimonial y aun lo histórico. Desde ese ángulo cabe leer el libro: de otro modo, como un conjunto de vidas, situaciones y obsesiones de consistencia abiertamente ficticia, con las cuales se podría construir decenas de novelas, lo que subraya la rica inventiva de Bolaño.

Igualmente, debe recordarse que un rasgo clave en su obra novelística es la presencia protagónica de escritores y lectores como compañeros de ruta de seres marginales o perversos. La indagación del mal es un interés supremo que asocia a policías y criminales con escritores convertidos en "detectives salvajes". La violencia de cuño nazi no está, pues, muy lejos en el horizonte de estos individuos. En Estrella distante, novela publicada el mismo año que La literatura nazi..., aparece un piloto de la Fuerza Aérea Chilena implicado en la tortura durante los años de Pinochet. Ese mismo episodio aparece sorpresivamente al final del diccionario de Bolaño, cuyas últimas treinta páginas constituyen la gran excepción a la cual me referí antes: abandonan del todo el formato de ficha o reseña biobibliográfica (hay conatos de eso en algunas otras entradas, como la de Wully Schürholz) y convergen y se funden con el mundo narrativo —concreto, no virtual— del autor.

Esas páginas son absolutamente fascinantes y tienen una cualidad alucinante o pesadillesca, sin dejar de ser puntualmente reales: componen un relato autónomo, inundado por ráfagas torrenciales de acontecimientos y terribles escenas que nos quitan el aliento. Todo comienza, tramposamente, como una entrada más del diccionario, dedicada a Carlos Ramírez Hoffman, cuya ficha personal ("Santiago de Chile, 1950—Lloret del Mar, 1998") hay que tener muy presente. El texto se abre así: "La carrera del infame Ramírez Hoffman debió comenzar en 1970 o 1971, cuando Salvador Allende era presidente de Chile" (p. 193). El personaje participaba entonces en un taller literario, era conocido bajo el nombre de Emilio Stevens y enamoraba a las dos hermanas Venegas.

A partir de allí su vida adquiere un carácter cada vez más siniestro y delirante, estrechamente vinculado a la historia política chilena. Lo vemos, ya en plena dictadura, pilotear un avión militar (recuérdese Estrella distante), dar vueltas sobre un campo de concentración y escribir "poesía aérea" con letras de humo y con mensajes crípticos u ominosos como "La muerte es amor", que traen un eco del grito fascista "¡Viva la muerte!" en la Guerra Civil Española. Una de sus hazañas es haber dibujado en el cielo "una estrella que se confundía con las primeras estrellas del crepúsculo" (p. 200); otra es secuestrar y asesinar ferozmente a las Venegas.

Usando una forma de narración en flujo continuo —cuyo foco cambia todo el tiempo, siguiendo, sin pausas, una trayectoria tan lógica como delirante—, los acontecimientos envuelven a figuras históricas —como el general Arturo Prat—, incluyen referencias paródicas (el personaje escribe una obra teatral bajo el seudónimo "Octavio Pacheco", broma que todos entenderán), y presentan una creciente participación del narrador en su relato, con su propio nombre y en primera persona; es decir, la ficción absorbe y relativiza todo. La vida criminal de Ramírez Hoffman emplea como pantalla diversas actividades artísticas: fotografía, su adhesión a tenebrosas teorías que propugnan la abolición de la literatura y de los escritores como tales, etc. Las páginas que llevan al ambiguo final (que no revelaré) en Lloret de Mar, cerca de Blanes, donde Bolaño pasó su vida española, son vertiginosas y memorables, tal vez entre las mejores escritas por el autor.
La literatura nazi en América es un libro extraño, que no brinda el placer informativo que el lector esperaba confiado en el título, sino el tormentoso placer que secretamente nos tenía reservado. El texto comienza como un mero catálogo de fantasías librescas y culmina en una aterradora alegoría de la historia política y de la actividad literaria como una sola abominable experiencia.



José Miguel Oviedo

jueves, 14 de julio de 2011



Despierto. Son las seis y media de la mañana. Mi hijo y mi esposa duermen al lado mío. Encender el televisor para ver el noticiero matutino no es una buena opoción: ellos se despertarían. En la mesita al lado de la cama esta Kafka en la orilla de Murakami. Leo algunas páginas. Encuentro una cita que me gusta, quizá porque los temores de Murakami ahora sin míos: "Sujetos estrechos de miras, intolerantes y sin imaginación. Tesis desconectadas de la realidad, terminología vacía, ideales usurpados, sistemas inflexibles. Son esas cosas las que a mí , realmente, me dan miedo. Son esas cosas las que yo temo y odio con todo mi corazón". Cuánta mierda hay en el mundo, cuánto vacío, tipas preocupandose porque su bolsa Ferrogamo no combina con su vestido Chanel, tipos deseperados por la caída de la bolsa, gente matándose por ser intolerantes, chavos que hacen todo lo posible por permacener fuera, estar apartados, al filo del abismo, a un centrímetro del desfiladero. Y hay cosas valiosas. La respiración entrecortada de mi hijo, la claridad de la mañana que entra de lleno por la ventana, la octava de Mahler, el cuadro de Rembrant que tengo frente a mí, esta misma novela de Murakami que sostengo entre mis manos, acariciándola. La gente no entiende que para ser feliz se necesita de muy poco.

martes, 12 de julio de 2011

SIGUIENDO CON MURAKAMI




A Facundo Cabral: por la libertad, por la mujer, por la amistad, por la distancia, por la felicidad que irradiaba por todos los poros. Y a mi padre, que escuchaba a Cabral en los largos recorridos de Veracruz a México, mientras yo lo observaba llorar desde el asiento del copiloto.


A principios de 2000 vivía en una enorme pensión para estudiantes al sur de la Ciudad de México. En esa pensión vivíamos 25 jóvenes de varios estados de provincia, exiliados involuntariamente por padres que no podían pagar un lugar más decente. Yo tenía parientes en el DF pero me negué rotundamente a vivir con alguno de ellos. Así que mi padre, quizá para darme cierta libertad y hacerme madurar, quizá para deshacerse de mí de una bueva vez, me llevó a una pensión que él había conocido en sus épocas de estudiante del Politécnico en los setenta. Hacinados en literas y camastros, los 25 convivíamos muy poco y casi no hablábamos. Estaba Jorge de Tamaulipas, Rubén de Tabasco, José de Guerrero, Ricardo de Oaxaca y un chico calladísimo lleno de granos que había llegado de Nayarit y del cual he olvidado el nombre. Comíamos y bebíamos en silencio en un enorme comedor con un ventanal pensando en épocas mejores en donde pudiéramos instalarnos en otro lugar. Caminábamos por el enorme terreno intentando recoger las guanábanas que de vez en cuando caían, maduras, al patio. Veíamos algún programa en el televisor blanco y negro que adornaba la sala mientras la niebla de enero avanzaba por todo el lugar, haciendo que la casona tuviera una temperatura gélida que daba cierto aire fantasmal, como en esas películas de monstruos del Santo. Y el olor. Ese olor a nafta que aún ahora recuerdo y que se debía a que el dueño de la casa, un tipo horrendo y vulgar, utilizaba el sótano como bodega de su negocio de telas. Cada domingo suministraba grandes cantidades de naftalina para proteger la integridad de las telas. Así vivíamos, gastando el dinero de papá en bagatelas, esperando que llegara el fin de semana para visitar parientes o vagabundear por la ciudad, pensando en que la boca de alguna actriz de moda se posaría en nuestro miembro para despertar con la bizarra imagen de cualquier compañero limpiándose los restos de semen con cualquier prenda. No teníamos nada en común, salvo ser estudiantes de algo. Yo estudiaba literatura, pero había ingenieros, veterinarios, abogados, y un tipo muy fantoche que estudiaba medicina en una universidad patito y que se jactaba de saber todos los huesos del cuerpo en orden alfabético: sólo lo dejamos llegar hasta el cúbito. No teníamos vidas muy distintas, y nos caracterizábamos por ser estudiantes de medio pelo, sin ningún talento prominente, dispuestos a todo por sobrevivir en la ciudad. Yo prefería leer tirado en mi litera. A la lista de Murakami debo agregar a Faulkner y Hemingway y después Salinger. Guardaba mi libro cuando llegaba algún compañero a la habitación pues me cagaba que hicieran preguntas estúpidas acerca de la calidad literaria del autor que leía o si mejor debiera estar lavando mi ropa y no leyendo estupideces. Yo prefería callarme y pensar en los labios sensuales de Juliette Binoche. Así pasó el tiempo hasta que mi padre me anunció que debido a un recorte salarial me iba a mandar con una tía solterona que vivía en la colonia Guerrero. Resistí lo más que pude. Cuando, en la cena, anuncié que me marchaba, no hubo ningún comentario especial. Algún bostezo y un sonoro pedo cerraron mi salida. Recuerdo la última noche que dormí en esa casa. Aún la silueta de Binoche levita envuelta en una sábana de seda trasparente, impertérrita a los ronquidos de mi compañero de litera. Mientras me despedía al otro día muy temprano, los rostros de ellos no decían nada en especial. Supongo que me vieron avanzar por ese enorme patio adornado con un pino, pensando en que quizá nunca más nos volveríamos a ver.

sábado, 9 de julio de 2011

MURAKAMI






Hace uno días leía Tokio Blues, novela de Haruki Murakami, y me encontré con una párrafo que me llevó de inmediato cuando tenía 19 ó 20 años, a principios del siglo XXI. Lo cito:

Leía mucho, lo que no quiere decir que leyera muchos libros. Más bien prefería releer obras que me había gustado. En esa época mis escritores favoritos eran Truman Capote, John Updike, Scott Fitzgerald, Raymond Chandler, pero no había nadie en clase o en la residencia que disfrutara leyendo a este tipo de autores. Ellos preferían a Kazumi Takahashi, Kenzaburo Oé, Yukio Mishima, o a novelistas franceses contemporáneos. Así pues, no tenía este punto en común con los demás, y leía mis libros a solas y en silencio. Los releía y cerraba los ojos y me llenaba de su aroma. Sólo respirando la fragancia de un libro, tocando sus páginas, me sentía feliz.





Una de las cualidades de la narrativa de Murakami es que tiene una facilidad tremenda para conectar con el lector y trasladarlo a territorios donde la memoria a corto plazo falla y es necesario buscar en el subconsciente aquello que hemos olvidado.

domingo, 3 de julio de 2011

HISTORIA FAMILIAR



Hace unos días me di a la tarea de hacer una reconstrucción familiar y revisar hasta dónde llega mi rama familiar conocida. Hay muchos espacios en blanco a los que tuve que agregar un poco de ficción. Mi abuela, de 99 años, y con una memoria prodigiosa, me narró de viva voz algunos sucesos de su vida y de la relación con mi abuelo, y a través de ella me enteré de episodios familiares desconocidos. Me divertí mucho mientras reconstruía lo que mi abuela me había contado días antes. Entrego a ustedes parte del resultado.


UNO: LA RAMA MATERNA.
AURELIO
Mi abuelo materno, Aurelio Sánchez Cruz, abandonó un natal Hidalgo en 1929, con doce años cumplidos. Había nacido en enero de 1917, en Tecozautla, Hidalgo, y como la mayoría de los campesinos de esta región cercana a la Sierra hidalguense, su familia había tenido que huir ante la llegada de los cristeros que saquearon el pueblo, llevaron a las mujeres y jóvenes, y ordenaron colgar a todo aquel que estuviera en contra de lo que estaban haciendo, que no era otra cosa que en bien y protección de Nuestro Señor Jesucristo. Su padre, Toribio Sánchez, los había enviado a él, a una hermana y a su madre, Adalberta Cruz, a refugiarse en casa de unos parientes en Tequisquiapan, quedándose con los hermanos mayores de mi abuelo: José, Toribio, Félix y Zenón. Mi bisabuela Adalberta, cargando a su hija Josefina y cuidando a mi abuelo Aurelio, caminó los cien kilómetros que hay entre Tequisquiapan y San Juan del Río, Querétaro, y los encargó con una hermana. Ella regresó a Tecozautla, al lado de su esposo y sus hijos mayores. Los tíos abuelos mayores se enlistaron en las filas cristeras, con resultados sospechados: José cayó herido en Ápan y no aguantó el camino de regreso a Tecozautla. Toribio se enlistó cristero pero cuando fue atrapado por los federales cambió de bando y llegó a ser sargento; murió años después, mientras se negaba a pagar una apuesta de gallos. Zenón fue apresado en León, condenado a la horca, perdonado en el último momento y muerto por manos desconocidas en una cárcel de Silao, Guanajuato. Su padre (mi bisabuelo) recogió el cuerpo una semana después, y al no poderlo trasladar por el avanzado estado de descomposición, decidió enterrarlo en un cementerio clandestino de Silao. De todos ellos fue Félix quien contó con más suerte: se hizo cristero de forma obligada y a la primera oportunidad desertó. Regresó a Tecozautla pero entendió que ponía en peligro a la familia e hizo el camino a pie de la Ciudad de México. Ahí, tras meses sin trabajo, conoció a un agricultor veracruzano que estaba en la ciudad para invertir en máquinas tortilladoras (una novedad en ese entonces) y lo invitó a que invirtiera con él. No se sabe en dónde ni con quién consiguió Félix los mil pesos que dio al agricultor veracruzano para comprar dichas máquinas, pero lo cierto es que una semana después ambos dejaban México rumbo a Veracruz, en un viaje en tren de dos días con prolongadas paradas. En Amozoc, Puebla, luego de comer fritangas en un puesto clandestino el tío abuelo Félix cogió una disentería que casi lo mata. Estuvo hospitalizado dos semanas en el Puerto de Veracruz, y cuando pudo incorporarse se percató que el socio, luego de haber pagado la cuenta del hospital, lo abandonó a su suerte. Félix no reclamó: el tipo había salvado su vida al llevarlo a un buen hospital, y la cuenta de éste era de novecientos cincuenta pesos. Luego de un largo peregrinaje, el tío abuelo Félix se radicó en Tres valles, Veracruz, en 1930.
Mi abuelo Aurelio vivió con su tía en San Juan del Río cerca de un año y luego regresó a Tecozautla cuando los ánimos beligerantes se habían aplacado. Durante ese tiempo, el tío abuelo Félix había juntado algo de dinero y logró comprar una máquina tortilladora española de uso. Puso su negocio y comenzó a irle bien. En diciembre de 1931, la bisabuela Josefina muere a causa de un mal cardiaco. El tío Félix asiste al funeral. Después de las exequias invita a mi abuelo a irse con él y trabajar en su negocio. Esa misma semana los dos viajan a Veracruz, haciendo una parada en la Ciudad de México donde el tío abuelo Félix iba a comprar una máquina. Durante una de esas noches en el México bohemio de los años treinta, mi abuelo, según sus propias palabras, “disfruté por primera vez de la compañía de una dama. Era una india cetrina más o menos de mi edad que no pidió permiso y cuando me percaté ya la tenía encima de mí. Es uno de los recuerdos más vivos de mi adolescencia”. A principios de 1932, con quince años, mi abuelo vive en Tres Valles, donde trabaja como ayudante de su hermano en la primera tortillería de la región.
JOSEFA
Mis primeros recuerdos los tengo allá en Tehuantepec, donde nací un 3 de mayo de 1915. Epigmenia, Mamá Meña, mi madre, era mujer muy devota y por eso me bautizó como Josefa de la Santa Cruz Sosa Zárate. Tuve seis hermanos: Gilberto, Adán, Javier, Sofía, Heriberto, Arcelia y Santos. Sofía y Adán murieron de viruela siendo niños. Mi padre, Refugio, campesino de origen, murió cuando yo tenía tres años, así que no tengo recuerdos de él. Heriberto se metió al Ejército a los quince años y anduvo desaparecido muchos años, hasta que una buena tarde de Dios apareció en casa, dejó a mamá un morral lleno de dinero, durmió durante día y medio, comió hasta hartarse cuando despertó, se despidió sin dar explicaciones y nunca más regresó. Mamá guardó el dinero que le dio Heriberto aun cuando había temporadas que no teníamos para comer y la pobre nos engañaba con tortillas con manteca, café endulzado con piloncillo y totopos remojados en agua. Una tarde apareció un militar para informarle que el soldado Heriberto Sosa había muerto combatiendo a unos alzados en Tuxtepec, y entregó a Mamá Meña las únicas pertenencias que tenía. Entonces Mamá Meña desenterró el morral con las monedas, eligió las que servían (había muchas porfiristas, carrancistas y delahuertistas que ya estaban descontinuadas) y con el dinero fuimos todos al único restaurante de Tehuantepec y pedimos lo que quisimos. Mamá Meña pensaba arreglar el jacal, o ya de plano comprar una casita nueva en el centro, pero justo con esos planes: la llegada de los soldados al pueblo. El Gobierno había ordenado instalar un campamento militar permanente en Tehuantepec. Con la llegada de los soldados hubo mucho trabajo. Mamá Meña, tan buena como era para los negocios, puso cerca del ferrocarril militar una fonda donde daba de comer a los soldados. Durante un tiempo funcionó muy bien pero una tarde un grupo de soldados fue evacuado de la ciudad y entre ellos apareció el militar que le había dado la noticia de la muerte de Heriberto, acompañado con otro sorche, y luego de hablar con Mamá (“por las buenas o por las malas”), pistola en mano, sacó a rastras a Arcelia, que a la sazón tenía 13 años, la montó en su caballo y se la llevó. Con tres hijos más Mamá no se atrevería a impedirlo: ¿Quién vería de nosotros? El acompañante del militar le dijo a Mamá que no me llevaba porque estaba muy chica pero que se la educara dos años más que él regresaba por mí. Y Mamá tomó tan en serio la advertencia que tres días después estábamos arriba del tren con rumbo a Veracruz, donde, según Mamá, vivía una tía suya, la tía Meche.
Luego de días viajando, por fin llegamos a Isla, Veracruz, donde vivía la tía Meche. Yo tenía diez años. Isla era un rancho que lo único que tenía era un cuartel militar y una estación de ferrocarril. La tía Meche vendía comida, lavaba ropa, hacía el aseo en los carromatos de los oficiales y, según supimos después, servía de consorte de un tenientillo descarapelado. La tía Meche nos recibió con gusto. Le dio trabajo a Mamá vendiendo comida, y a mí me puso al servicio de la casa de los ricos del pueblo. La familia Cadó me recibió muy bien. El viejo Cadó era de España, pero doña Otilia era mexicana, de Xalapa creo, aunque no estoy segura. Doña Otilia era una mujer de mundo, había vivido en México y pasaba largas temporadas en España con sus hijos, yo creo que para sacudirse el polvo de este pueblo infestado de ladrones, militarcillos roñosos y malvivientes. A doña Otilia no le gustaba que sus empleadas fueran unas ignorantes, y yo, india tehuana, ¿qué más podía ser? Así que un buen día trajo a dos monjas que nos enseñaron las primeras letras. Las monjas eran canijas. No les gustaba enseñarnos, pero sabían que no se podían negar porque el viejo Cadó les daba limosnas cada mes, y qué limosnas. Yo misma escuchaba cuando le ordenaba al Pedro, el capataz guatemalteco, que vendiera una res y el dinero se lo fuera a dejar al convento de Santiago Tuxtla, que en ese tiempo no estaba tan cerca como ahora, antes un buen jinete se hacía medio día hasta allá. Las monjas venían una vez por semana a enseñarnos, y al cabo de seis meses yo ya sabía leer, aunque nunca aprendí a escribir muy bien.
Al poco tiempo doña Otilia enfermó y el viejo Cadó no reparó en gastar un dineral para curaciones, viajes a Puebla y México, y por fin a España, donde, según el viejo Cadó, sí había médicos prestigiosos, casi eminencias, y no charlatanes sin escrúpulos que estafaban a la gente trabajadora y honrada como él. Y así como me ves de jodida, tu abuela ya conoció España. Doña Otilia me tenía mucho cariño, y como según ella nadie planchaba sus faldas como yo convenció al viejo Cadó de que me llevara como ayudante personal, o mucama, que eso era yo, mucama de una vieja a la que la enfermedad fue amargando hasta quitarle el aliento y convertirla en un ser detestable. Cuando la conocí doña Otilia era un pan de Dios. Ya en sus últimos años era gritona, grosera y celosa como ella sola. Varias veces me dijo que le gustaría que alguien como yo cuidara a su esposo cuando ella muriera, para luego gritarme arribista, india ladina, puta lujuriosa y no sé cuántas cosas más. Yo aguantaba, sabía que era la enfermedad, el cáncer que la fue consumiendo poco a poco. Los médicos le desahuciaron, no le dieron más de seis meses de vida, así que Doña Otilia regresó para morir en su tierra. El viaje de regreso fue muy cansado. Hasta que se murió. Yo tenía 22 años por aquel entonces. Doña Otilia dejó dicho que quería que la enterraran en Xalapa, así que el viejo Cadó pagó el traslado hasta allá y ahí la enterramos en el cementerio municipal. Luego regresamos a Isla. Semanas después llegó doña Lucía, hermana del viejo Cadó, una gachupina insoportable que se hizo cargo de la casa y luego luego mandó a los hijos mayores de los Cadó (Fabián, de 13 y Constanza de 15) a un internado en la Ciudad de México. Podríamos hablar de ellos dos porque tuvieron una vida desafortunada, pero sería desviarnos del tema. En fin, casi un año después de la muerte de doña Otilia el viejo Cadó murió. Nadie supo por qué, si era un hombre fuerte, además de muy sano. Amaneció muerto en su cama. Doña Lucía, contra la voluntad del viejo Cadó, no quiso hacer todo el papeleo para trasladarlo a Bilbao y lo enterró en el cementerio de Isla. Después del funeral, doña Lucía me dijo que ya no necesitaba de mis servicios, y así dejé la casona donde había pasado mi adolescencia. Al despedirme, doña Lucía me dio un sobre con mil pesos, que en aquel tiempo era un dineral. Todavía sueño con el olor del metate cuando molíamos, los pasos siempre firmes de doña Otilia para llegar al comedor y tomarse un café con nosotras, el ruido de los caballos agitándose en la caballeriza.
Como ya no tenía trabajo pero sí mucho dinero, decidimos abrir una fonda entre Mamá y tía Meche. Le llamamos Fonda Aires de Oaxaca y servíamos varios platillos. Las tres éramos las dueñas y para cualquier cosa la decidíamos entre las tres. La fonda funcionaba muy bien y hasta pudimos comprar un terrenito para poder construir. En ese año abrieron un local en donde vendían tortillas que hacían con una máquina enorme. El dueño era un joven fuereño (como nosotras) de buen porte, aunque muy seco para tratar a las personas. Pensamos que quién carajos iba a querer tortillas pasadas por fierros y cadenas pero la verdad es que el negocio funcionó muy bien y el joven se fue haciendo de clientes. En cierta ocasión llegaron unos gitanos al pueblo que traían un espectáculo de cine. Era muy cómico porque muchas veces las imágenes estaban cortadas o no había sonido e incluso una ocasión se quemó la sábana que ponían como pantalla: todo mundo salió corriendo. En el cine conocí al joven, quien empezó a cortejarme. La verdad no me gustaba su carácter porque era muy seco con las personas, pero era guapo y tenía buen porte. Pedí permiso a Mamá para poder verlo y luego él vino a pedir permiso a Mamá y fue así como nos hicimos novios. El joven era, por supuesto, tu abuelo Aurelio. Fuimos novios dos años hasta que el 10 de abril de 1939 nos casamos. Un año después nació tu tía carolina, así uno a uno fueron naciendo hasta que llegó tu mamá Adalberta. Lo demás es historia.