No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



jueves, 29 de julio de 2010

MIS DIAS EN SHANGHAI


Estuve escuchando esta tarde una canción preciosa de Serrat, "Esos locos bajitos" y por alguna razón recordé un poema de Paz que habla sobre su padre (y que, en cierta manera, me recuerda al mío, pero sin el desenlace funesto):
Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Hablábamos siempre de otras cosas.

SOBRE AURA ESTRADA: APUNTES SOBRE EL LIBRO NO LEÍDO.


Aura Estrada murió en julio de 2007, en un accidente en una playa de la costa del Pacífico. Un año antes había casado con el periodista México-estadounidense Francisco Goldman en una ceremonia emotiva en Guanajuato, de donde era originaria. Estudiante de doctorado en Literatura Inglesa en Columbia University, asistente de investigación de Toni Morrison, Aura se caracterizó por una profunda pasión por la literatura, misma que la llevó a probar la escritura en español e inglés. Con un futuro prometedor en la investigación literaria, Aura estaba decida en convertirse en escritora de tiempo completo. Publicó sus primeros textos en inglés en la prestigiosa The Boston Review, y en español en Letras Libres y Gatopardo. Participó como escritora invitada, gracias a una beca, en el prestigioso Hunter College. Una ola truculenta le arrebató la vida a los treinta años. En 2008, Tryno Maldonado tuvo la excelente idea de recopilar todos sus escritos -éditos o inéditos- y editó en Almadía un pequeño libro que reúne la mayoría de su obra: Mis días en Shangai. Un libro donde notamos el crecimiento constante de una artista en pleno desarrollo, dueña de un universo personal, y felizmente comprometida con la literatura. Cuentos, ensayos, poemas y varia invención complementan este libro curioso y ajeno a la parafernalia de la literatura mexicana actual. Anexo una probadita del que para mí es su mejor relato, "El envenenamiento de Héctor Cañas Pershing", y ojalá pudieran comprar el libro, no los decepcionará.


El envenenamiento de Héctor Cañas Pershing
Aura Estrada
Bien a bien, no recuerdo cómo se iniciaron los hechos que culminaron en la hospitalización de mi vecino, Héctor Cañas Pershing, de quince años, por síntomas de envenenamiento con cianuro. Lo que sí recuerdo sobre su ingreso a Emergencias del Hospital Infantil Privado es que tuvo algo que ver con Héctor anunciándonos la inminencia de la Tercera Guerra Mundial, sentenciando al mundo a pena de muerte. No lo hizo de manera ‘nostradamúsmica’, ni proclamó El Fin del Mundo como un destino metafísico, irrevocable y obvio, proyectado hacia un futuro que a nadie le importaba porque quién sabe cuándo iba a llegar. No, el 18 de enero de 1991, Héctor Cañas Pershing, sentado sobre un pasto seco del área verde de un conjunto habitacional al sur de la Ciudad, anunció a la bola de haraganes con la que pasé mis tardes de adolescencia, que, en el transcurso de esa noche, el mundo se iba a acabar.
Su temperamento cáustico era conocido, proclive a impredecibles raptos de violencia (en una ocasión, en presencia de la palomilla, le partió la cabeza a su hermano menor en dos con una baldosa suelta de la plazoleta, sin razón aparente). Por eso, estoy segura que si no se hubiera tratado del día del comienzo de la Primera Guerra del Golfo, no habríamos hecho caso a las advertencias de Héctor, y, sobre todo, Catalina La Uruguaya no le habría ofrecido el Laetril que su madre guardaba en una cajita de madera, al fondo de un estante en la cocina, y que tomaba regularmente, en dosis muy pequeñas, con la esperanza de curarse un cáncer que apenas hace unos meses los doctores le habían detectado; si el 18 de enero de 1991, Estados Unidos—o las fuerzas aliadas como sabríamos después—no hubieran iniciado la Operación Tormenta del Desierto y el bombardeo de Irak y Kuwait, Héctor no se habría encontrado de cara con la muerte.
No sé los demás, pero yo creí en su resumen apocalíptico de la vida porque desde esa mañana tibia de invierno tropical, un aire belicoso y anárquico perfumaba las calles del Distrito Federal; incendiaba nuestras pantallas de televisión con madrugadas naranjas y explosivas; madrugadas que, una vez puestas en la escena de la sala de la casa o la habitación, perdían realidad o se hacían parte de otra distante, enajenante.
Cuando llegué a la escuela, me topé en el asta bandera (la bandera estaba izada) con unos compañeros de banca—los que, sin falta, nos sentábamos en la fila de hasta atrás. Organizaban una marcha clandestina, a la cual, sin tener que pensarlo dos veces, me apunté. Nuestro poder de convocatoria no fue el más eficaz. A la hora acordada para tomar las calles en protesta a la invasión gringa de Medio Oriente, había únicamente siete niños trepados como changos lerdos en la enrejada metálica, aplastando con las suelas de goma de los zapatos las bugambilias color rosa que la cubrían. La enrejada comunicaba el estacionamiento escolar con una calle a esa hora poco o nada transitada. Toño, el joven prefecto de la preparatoria, debió habernos visto desde su cubículo, cuyos muros de plástico transparente daban al estacionamiento, y corrió a avisar a uno de los profesores. Ser una chica mala, lo que se dice Mala, así con mayúscula, en un colegio de abierta afiliación liberal, donde el alumno, como en los restaurantes el cliente, siempre tiene la razón, es un gesto inútil por superfluo: puras patadas de ahogado.

lunes, 26 de julio de 2010

SEXY TIMES, EARLY TIMES


I
Maya sangraba profusamente por la pequeña incisión. Era una diminuta herida –no más de un milímetro- pero no paraba de sangrar. Durante quince minutos estuve apretando con un algodón con alcohol para detener el sangrado, pero éste parecía no tener fin. Apaga la cámara, había dicho Maya en un momento determinado. Había olvidado por completo la cámara. El punto rojo seguía encendido, expectante ante los gestos de Maya, ante mi tonta obstinación por detener algo que parecía no detenerse nunca. Era la primera vez que cortaba a Maya. Habíamos jugado a golpearnos un poco con consecuencias agradables que no pasaban de un breve moretón. Por lo regular al otro día amanecíamos exhaustos y dejábamos el juego por una semana. Después, comenzamos a invitar a amigos. Era fantástico ver cómo se excitaban viendo nuestras hazañas corporales. Me divertía (y excitaba) ver cómo Maya se liaba a golpes con Manolo para terminar siendo cogida por un Manolo fuera de sí.
II
Despierto a eso de la diez de la mañana y tomo un desayuno ligero. Procuro alistar mi ropa desde una noche antes, para evitar retrasos en caso de no despertar a tiempo. Para el día de hoy he elegido un sutil conjunto de satín y seda, de Gucci, zapatillas Ferrogamo y bolso Armani. En conjunto: 3500 dólares. No pierdo la oportunidad de hojear el periódico mientras degusto mi jugo de naranja y pan tostado. Hay que enterarse del mundo. El Mundo. La sesión es a la doce. Termino mi desayuno e inhalo mi primera línea de coca de las veinte que inhalaré hoy. Fumo el primer cigarrillo de los treinta que fumaré hoy. Bebo la primera copa de vodka de las diez o doce que tomaré hoy. Estoy lista. Recibo una llamada de Jonathan Rocci, mi productor y representante, apresurándome. No hay problema, Jo, voy para allá. Esparzo un poco de coca en la mesa e inhalo la segunda línea. Descargo en mi estómago el resto del vodka y salgo del departamento.
Al llegar a la calle mi Mercedes está estacionado frente a la entrada del edificio. Es uno de los servicios que tenemos en el Anzor Building, en el 2200 del Sunset Boulevard East, un trabuco de hormigón y cristal de cuatrocientos cincuenta mil dólares. Un pequeño lujo, no está demás decirlo. Mi tercera línea, para poner en orden mis ideas. Es un día difícil: Jo quiere una sesión extrema con cuatro afros y un enano tailandés. El público, el público, dice. Para él, el público no existe. El público no es sino una parvada de fantoches sin imaginación, dice. El público paga su mansión en Bel Air, su Testarrosa y su casa de campo en Lake Tahoe. Yo quiero un público así.
En pleno Rodeo Drive se terminan mis cigarros. Bajo en un Mini Market, un lugarcillo sin importancia entre Rodeo y la 47 East. El dependiente, un tipo calvo y dientudo, me entrega el paquete de Marlboro. Usted es… no, no puede serlo, es una equivocación terrible, señorita, disculpe, pero es que se parecen demasiado, dice. ¿A quién?, pregunto. A Natalie Portman, contesta. ¿Natalie Portman?, pregunto, asombrada. Sí, sabe, la semana pasada Mel Gibson pasó por aquí a comprar una botella de Jack Daniels; hace un mes, no lo crea si no le place, Nicholson compró cigarros, traía una borrachera increíble, muy a menudo aparece alguna estrella y lleva algo, explica. Natalie Portman no tiene éstas, digo, sosteniendo con mis manos mis implantes de 5000 dólares. Eso es verdad, ella está menos, cómo decirlo, crecidita. Salgo del lugar. ¿Natalie Portman? ¿De verdad me parezco a esa simplona y frígida neoyorkina que salió con el mexicanito de pacotilla? Yo podría enseñarle algo a esa mojigata. Cuando se haya tragado un pito como el de Salomon Trinkler (30 centrímetros inhiestos), hablamos.
El comentario del dependiente calvo me ha puesto de malas. Son tan obvias las diferencias. Inhalo otra vez mientras me voy acercando a Santa Mónica. Suena mi celular. ¿Dónde estás, llevas media hora de retraso y todo mundo está vuelto loco? Estoy a cinco minutos.
Yo soy exclusiva. Me pagan mucho dinero por ser exclusiva y como me asesoré con un abogado judío (los mejores para hacer dinero) ahora cobro un porcentaje por cada descarga en línea, cada DVD, por cada fotografía, por cada uso de mi imagen. Y vaya si hay dinero en el porno. Es asombroso cuánto puede llegar a gastar un hombre en pornografía. Imágenes reales. Sexo entre dos, tres, cuatro y más, hombres, mujeres, travestis, da igual. Zoofilia. Pedofilia. Necrofilia. Sadomasoquismo. Películas Snuff. Hard Core Sex. La industria del porno está llena de estas delicias. Las descargas en línea de mis películas se han cuadruplicado en seis meses. Corrió la voz que éramos la primera productora porno en ofrecer sexo en línea con un plus: se podían descargar en el mismo momento de ser grabadas. A los hombres les excita ver acción en el momento mismo de coger. Y pagan lo que sea. Jo agregó como preámbulo los preparativos de la grabación como un servicio extra (y gratis) para los consumidores. La primera vez que Jo me lo propuso, dudé. Una cosa es coger ante las cámaras, corregir, repetir, pausar cuando el actor ha perdido la erección, acomodarse cuando una posición es incómoda, cortar, editar, moverse, tardarse tres horas para filmar una escena de quince minutos, y otra es hacerlo todo al instante, con el riesgo de que al actor no se le pare y todo salga espantoso y el cliente se decepcione. Ese cliente buscará otras opciones (que ahora abundan en Internet), y sólo después de haber agotado una buena cantidad de ellas regresará donde empezó, habiendo gastado una suma considerable de dólares que bien pudieron ser nuestros. Jo ha utilizado estos incidentes menores como parte del show. Cuando un actor pierde la erección, interviene, obviamente, el factor tiempo. Y ahí intervengo yo, estimulando al actor, penetrándome con un consolador doble, dándole una mamada al camarógrafo, haciendo guiños sugestivos a la cámara para mantener expectante al cliente. Hay que hacer lo que sea para que el cliente quede satisfecho. En esta industria, como en todas, hay que comer mierda y tragarse el salado esperma de un tipo sin importancia para no correr desesperada hacia la nada.
Andrés López

miércoles, 21 de julio de 2010

Fernando Iwasaki y Andrés Neuman: Sobre el cuento.


Fernando Iwasaki: Tú has hecho varias poéticas, Andrés. ¿Qué debe tener un buen cuento; cuál es la fórmula para lograr su eficacia?
Andrés Neuman: Las poéticas que he escrito no pretenden establecer una receta, sino debatir sobre los cuentos que más me interesan. De hecho, sigo sin saber si existe un buen cuento o la idea de buen cuento. Hay dos líneas, la esférica y fantástica de Julio Cortázar, por ejemplo, o la elíptica de Antón Chéjov, Ernest Hemingway o Raymond Carver. Aunque hay cuentos muy orales que te dejan perplejos, como los de Arreola y Monterroso, que no tienen esas estructuras. Cuentos de Juan Carlos Onetti, por ejemplo, que no entran en los recetarios habituales. Lo que está claro es que lo que tiene un buen cuento es una cierta radicalidad. El cuento para funcionar, sea del tipo que sea, debe tener una estética previa muy arriesgada.
Fernando Iwasaki: Volvemos a Cortázar: hay que ganar por knock-out y no por puntos.
Andrés Neuman: Ya, pero esa frase de Cortázar… ¿Después del knock-out qué hay? La inconsciencia. Y eso te deja incapaz de pensar en lo que has leído. Yo creo que Cortázar se refería al final del relato y no al relato en sí.
Fernando Iwasaki: Yo lo que prefiero es que el cuento me abra el apetito y no que me quite el hambre.
Andrés Neuman: Por eso, cuando te decía que tiene que existir una decisión narrativa drástica, ésta puede estar al principio y no al final. Es decir, un punto de vista muy extremado o un recurso lingüístico muy original o un argumento tremendamente reducido. Son decisiones drásticas que hacen que ese texto sea una pieza a punto de quebrarse.
Fernando Iwasaki: Y lo bueno es que seguiremos con la misma perplejidad sin saber qué es un buen cuento.

martes, 13 de julio de 2010

Respiración contenida


Hace 30 años, Editorial Sudamericana publicó una novela de un autor argentino casi desconocido. Eran tiempos de la Dictadura, y la publicación resultaba, en sí, un triunfo. Saltando todas las adversidades, Ricardo Piglia logra publicar Respiración artificial en una época oscura y deprimente para las letras argentinas. La novela, si bien tuvo su fiel círculo de lectores, prontó se agotó y fue casi imposible conseguirla. Fue hasta el año 2001 cuando el intuitivo Jorge Herralde rescata Respiración artificial y la publica en Anagrama. Con ella, Herralde compra los derechos de la mayoría de la obra de Piglia y la publicación en España y Latinoamérica no se hace esperar. Pudimos disfrutar así de una de las novelas más importantes de nuestro idioma, una verdadera delicia de refinamiento y alta cultura. ¿El argumento? Emilio Renzi, escritor incipiente, va tras la búsqueda de su tío, Marcelo Maggi, historiador que descubre las cartas perdidas de Ossorio, secretario privado de Juan manuel de Rosas, dictador argentino del siglo XIX. En medio de esta búsqueda, la trama de enlaza con una sutil trama policiaca, y Renzi tiene que volver sus pasos para encontrar a su tío cada vez más ausente. En el camino de su búsqueda, charla con Tardewski, filósofo polaco emigrado a Argentina durante la Segunda Guerra Mundial. Tardewski, según él mismo, fue alumno de Wittgenstein en Cambridge. Ahi, le cuenta a Renzi su descubrimiento: las cartas de una posible conversación entre Kafka y Hitler en la Viena de entre guerras, descubiertas azarosamente en la Biblioteca de Cambridgre. Una delicia que no puden perderse.

Andrés López

lunes, 12 de julio de 2010

El Anagrama de Herralde


En algún relato, Julio Cortázar escribió que lo más difícil de escribir es sobre lo que se ama. No sé cómo expresar mi agradecimiento a Jorge Herralde por tantas y tantas horas de placer a lado de uno de los libros de Editorial Anagrama, la editorial independiente más importante de nuestro idioma. Curiosamente, el primer libro que leí de Anagrama fue Hollywood, del maestro Charles Bukowski. A partir de ahí, mi librero se ha llenado de innumerables títulos que han sido fundamentales en mi formación y han paliado un poco la angustia, la soledad y la deseperación de esto que llamamos vida. Han desfilado Auster y Bolaño, Piglia, Pauls, Villoro, Nabokov, Faulkner, Bufalino, Enrigue, Pitol, Fadanelli (una exquisitez que no deben perderse), Mailer, el buen Bukowski, Patricia Highsmith, Vila-Matas, Antonio Tabucchi, y tantos más que ahora no vienen a la cabeza. Fundada en 1969, en plena represión franquista, Anagrama se ha caracterizado por la calidad de sus libros y la pluralidad de sus autores. Se ha llamdo "generación Anagrama" por los miles de lectores que tiene repartidos por todos lados donde se habla el idioma de Cervantes. Sí, es difícil hablar de lo que se ama. Y más cuando el amor profesado es un libro. Un saludo, pues a Anagrama y sus 41 años de vida.

Andrés López.

domingo, 11 de julio de 2010

Mailer por sí mismo


Una de las primeras novelas de Norman Mailer que leí fue Los ejércitos de la noche, una de las obras maestras de la no fiction, en cuyo catálogo figuran joyas como A sangre fría de Capote o Acid house del tealentoso y extravagante Tom Wolfe. La no fiction es un género literario que linda en lo periodístico y autobiográfico, y su principal característica, como habrán inferido ya, es narrar la historia (casi) sin alterarla. Los hechos se narran tal y como ocurren, por lo regular por medio de un diario o cuaderno de apuntes (en el caso de Capote), o por la simple reconstrucción de hechos (en el caso de Mailer). Los ejércitos de la noche es la reconstrucción de un perido convulso en la historia de los Estados Unidos, e inicia con la famosa manifestación de un grupo de intelectuales, hippies, cristianos, deportistas, jóvenes de Berkley, Harvard, Princeton, y las principales universidades de aquél país hacia el Pentágono, para protestar por la intervención militar en Vietnam en 1967. A Mailer se le acusa de subversivo, borracho y de haber boicoteado el mitín, en el que participaron buena parte de la intelligenza gringa. Para desquitarse y "aclarar" la verdad, Mailer escribe esta obra maestra, que en su momento recibió los dos premios más prestigiosos de nuestro vecino del Norte: el Pulitzer y el National Book Award, ambos en 1968. Nos es gratuito que Mailer (quien había inaugurado el género con su recomendable Los desnudos y los muertos, y escribió, años después, otra genialidad: La canción del verdugo) subtitule a su novela History as a novel, The novel as History (La historia como una novela, la novela como historia). Releída ahora, los matices de antaño se acentúan y la historia es tan fresca, turbia y comprometida que merece toda la atención. Mailer falleció en 2007. Atrás quedaron sus años de soldado, boxeador, periodista, escritor de tiempo completo, borracho, andarín por las calles sucias de Brooklyn, padre amoroso. Leerlo es su mejor desquite.
Andrés López.

sábado, 10 de julio de 2010

viernes, 9 de julio de 2010

Roberto Bolaño


Roberto Bolaño, en Los detectives salvajes, habla sobre la homosexualidad en las letras latinoamericanas. He aquí parte de lo que escribió sobre el tema, hay que contener la respiración para no reirse.

22 de noviembre:

“Desperté en casa de Catalina O’Hara. Mientras desayunaba, muy temprano (María no estaba, el resto de la casa dormía), con Catalina y su hijito Davy, a quien tenía que llevar a la guardería, recordé que la noche anterior, cuando ya sólo quedábamos unos pocos, Ernesto San Epifanio dijo que existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la poesía, en cambio, era absolutamente homosexual, los cuentos, deduzco, eran bisexuales, aunque esto no lo dijo.

Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran las de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas.

–En nuestra lengua, claro está –aclaró–; en el mundo ancho y ajeno el paradigma sigue siendo Verlaine el Generoso.

Una loca, según San Epifanio, estaba más cerca del manicomio florido y de las alucinaciones en carne viva mientras que los maricones y los maricas vagaban sincopadamente de la Ética a la Estética y viceversa. Cernuda, el querido Cernuda, era un ninfo y en ocasiones de gran amargura un poeta maricón, mientras que Guillén, Aleixandre y Alberti podían ser considerados mariquita, bujarrón y marica, respectivamente. Los poetas tipo Carlos Pellicer eran, por regla general, bujarrones, mientras que poetas como Tablada, Novo, Renato Leduc eran mariquitas. De hecho la poesía mexicana carecía de poetas maricones, aunque algún optimista pudiera pensar que allí estaba López Velarde o Efraín Huerta. Maricas, en cambio, abundaban, desde el matón (aunque por un segundo yo escuché mafioso) Díaz Mirón hasta el conspicuo Homero Aridjis. Debíamos remontarnos a Amado Nervo (silbidos) para hallar a un poeta de verdad, es decir a un poeta maricón, y no a un fileno como el ahora famoso y reivindicado potosino Manuel José Othón, un pesado donde los haya. Y hablando de pesados: mariposa era Manuel Acuña y ninfo de los bosques de Grecia José Joaquín Pesado, perennes padrotes de cierta lírica mexicana.

–¿Y Efrén Rebolledo? –pregunté yo.

–Un marica menorcísimo. Su única virtud es la de ser si no el único, el primer poeta mexicano que publicó un libro en Tokio, Rimas japonesas, 1909. Era diplomático, por supuesto.

El panorama poético, después de todo, era básicamente la lucha (subterránea), el resultado de la pugna entre poetas maricones y poetas maricas por hacerse con la palabra. Los mariquitas, según San Epifanio, eran poetas maricones en su sangre que por debilidad o comodidad convivían y acataban –aunque no siempre– los parámetros estéticos y vitales de los maricas. En España, en Francia y en Italia los poetas maricas han sido legión, decía, al contrario de lo que podría pensar un lector no excesivamente atento. Lo que sucedía era que un poeta maricón como Leopardi, por ejemplo, reconstruye de alguna manera a los maricas como Ungaretti, Montale y Quasimodo, el trío de la muerte.

–De igual modo Pasolini repinta a la mariquería italiana actual, véase el caso del pobre Sanguinetti (con Pavese no me meto, era una loca triste, ejemplar único de su especie, o con Dino Campana, que come en mesa aparte, la mesa de las locas terminales). Para no hablar de Francia, gran lengua de fagocitadores, en donde cien poetas maricones, desde Villon hasta nuestra admirada Sophie Podolski cobijaron, cobijan y cobijarán con la sangre de sus tetas a diez mil poetas maricas con su corte de filenos, ninfos, bujarrones y mariposas, excelsos directores de revistas literarias, grandes traductores, pequeños funcionarios y grandísimos diplomáticos del Reino de las Letras (véase, si no, el lamentable y siniestro discurrir de los poetas de Tel Quel). Y no digamos nada de la mariconería de la Revolución Rusa en donde, si hemos de ser sinceros, sólo hubo un poeta maricón, uno solo.

–¿Quién? –le preguntaron.

–¿Maiacovski?

–No.

–¿Esenin?

–Tampoco.

–¿Pasternak, Blok, Mandelstam, Ajmátova?

–Menos.

–Dilo de una vez Ernesto, que me estoy comiendo las uñas.

–Sólo uno –dijo San Epifanio–, y ahora te saco de la duda, pero eso sí, maricón de las estepas y de las nieves, maricón de la cabeza a los pies: Khlebnikov.

Hubo opiniones para todos los gustos.

–Y en Latinoamérica, ¿cuántos maricones verdaderos podemos encontrar? Vallejo y Martín Adán. Punto y aparte. ¿Macedonio Fernández, tal vez? El resto, maricas tipo Huidobro, mariposas tipo Alfonso Cortés (aunque este tiene versos de maricona auténtica), bujarrones tipo León de Greiff, ninfos abujarronados tipo Pablo de Rohka (con ramalazos de loca que hubieran vuelto loco a Lacan), mariquitas tipo Lezama Lima, falso lector de Góngora y junto con Lezama todos los poetas de la Revolución Cubana (Diego, Vitier, el horrible Retamar, el penoso Guillén, la inconsolable Fina García) excepto Rogelio Nogueras, que es un encanto y una ninfa con espíritu de maricón juguetón. Pero sigamos. En Nicaragua dominan mariposas tipo Coronel Urtecho o maricas con voluntad de filenos, tipo Ernesto Cardenal. Maricas también son los Contemporáneos de México…

–¡No –gritó Belano–, Gilberto Owen no!

–De hecho –prosiguió imperturbable San Epifanio–, Muerte sin fin es junto con la poesía de Paz, La Marsellesa de los nerviosísimos y sedentarios poetas mexicanos maricas. Más nombres: Gelman, ninfo, Benedetti, marica, Nicanor Parra, mariquita con algo de maricón, Westphalen, loca, Enrique Lihn, mariquita, Girondo, mariposa, Rubén Bonifaz Nuño, bujarrón amariposado, Sabines, bujarrón abujarronado, nuestro querido e intocable Josemilio Pe, loca. Y volvamos a España, volvamos a los orígenes –silbidos–: Góngora y Quevedo, maricas; San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, maricones. Los primeros piden hasta en sueños una verga de treinta centímetros que los abra y fecunde, pero a la hora de la verdad les cuesta Dios y ayuda encamarse con sus padrotes del alma. Los maricones, en cambio, pareciera que vivan permanentemente con una estaca removiéndoles las entrañas y cuando se miran en un espejo (acto que aman y odian con toda su alma) descubren en sus propios ojos hundidos la identidad del Chulo de la Muerte. El chulo, para maricones y maricas, es la palabra que atraviesa ilesa los dominios de la nada (o del silencio o de la otredad). Por lo demás, y con buena voluntad, nada impide que maricas y maricones sean buenos amigos, se plagien con finura, se critiquen o se alaben, se publiquen o se oculten mutuamente en el furibundo y moribundo país de las letras.

–¿Y Cesárea Tinajero, es una poeta maricona o marica? –preguntó alguien. No reconocí la voz.

–Ah, Cesárea Tinajero es el horror –dijo San Epifanio.”

Josef Mengele


JOSEF MENGELE
De todas las historias del Holocausto nazi, la de Josef Mengele es, quizá, la más escalofriante de todas, algo que ni el propio Freud tendría clasificado en su larga lista de transtornos patológicos. Mengele, hijo de un médico prusiano de renombre que seguiría la carrera del padre, se enlista (obligado, hay que decirlo: no aceptaban un "no" como respuesta) a las filas del partido nacionalsocialista hacia 1929. En 1939 para a formar parte del cuerpo médico de Auschwitz, y en pocos meses, con tenacidad y perspicacia, consigue ser en médico en jefe, algo no sencillo si atendemos a que los jefes nazis ponían por anticipado la lealtad a las cualidades intelectuales, algo que Mengele tenía y por mucho. Durante los cinco años de su "reinado" del terror en Auschwitz, Mengele practicó infinidad de experimentos con hombres, mujeres y niños de manera indiscriminada, practicando cruces genéticos, amputaciones sin anestesia, castraciones masivas de niños (especialmente niños gitanos húngaros), extirpaciones de miembros sin que éstos estuvieran dañados entre otras calamidades. Se cree que en cinco años más de 50,000 niños murieron de manos del doctor muerte, como se le llamó a este engendro del mal. Cada noche, después de magullar, castrar, sacrificar, amputar a decenas de personas, el doctor Mengele regresaba a su casa, acariciaba y besaba a sus hijos y a su mujer (quien estaba enterada de los experimentos de su marido), y, antes de dormirse, escuchaba las sinfonías de Brüchner hasta dormir y soñar -supongo- con los ojos de sus pacientes a la hora que les arrancaba de tajo un muela con una pinza mecánica. El mal, el mal absoluto, que creó Hitler y su aparato ideológico está en estas pequeñas historias, de las cuales el Holocausto se nutre. Sin ellas sería incomprensible buena parte del siglo XX.
Saludos: Andrés López

viernes, 2 de julio de 2010

Museo de Arcángeles disecados

Subo este relato a pedido de mi buen amigo Efra Moctezuma, y mi querido Noé por animarme a escribir estas trivialidades.
MUSEO DE ARCÁNGELES DISECADOS
A Joaquín Sabina, por el título de este relato.

Eres el tipo que rescata a los hombres del olvido. Tú les das un lugar, los acobijas, los tratas como si fueras tú mismo. No reparas en gastos cuando de rescatar a alguien de su funesto destino se trata. Tú los nombras, los llamas, les devuelves un poquito de aquella antigua idea de que alguna vez fueron alguien. Nunca te preguntas si en verdad existieron lejos de su familia y los amigos. Hacerse notar. Ser respetados por la gran multitud, estar en boca del inconsciente colectivo, si esto es irremediablemente posible. Tú otorgas el poder de ubicuidad al extraño y al anónimo, al que desaparece en el desierto con un tiro de gracia, al que se emborracha noche tras noche en un bar de medio pelo, al que destruye las cartas, leídas a luz de quinqué, de quien ya no regresará. Tú los apartas para devolverlos plenos, y en ti recaen historias y mitos, antologías del amor a golpes de espera, retratos de una sombra diurna en el álbum fotográfico de su insignificante vida. ¿Tu árbol genealógico? Una patraña inventada para darte presencia. Combs, William. 1876-1976. Terrence, Alabama-Terrence, Alabama. Tus hijos, nietos y biznietos te recuerdan, Willie, tu voz armoniosa de afrotenor resuena en las paredes y alivia las tenciones cotidianas. Knoxville, Tennessee. 1925. Una oscura carretera en medio de la nada. Una noche que amenaza tormenta. Un viejo de tweed, sombrero y armónica toca una viejo y melancólico blues, sentado en una piedra oblicua, mientras las hormigas le suban por las piernas lampiñas y lo muerden. Un cuervo le caga el sombrero raído. Kyoto, Japón. 1963. Nagori Ishikawa, poeta del vértice, decide copiar el verso más bello de Basho. Su tintero está vacío. Es un verso que se sabe de memoria, de hecho se sabe de memoria todo el poema y todos los poemas del genial Basho. 1966. Ishikawa no se decide por cuál es el verso más bello de Basho. En algún lugar de España, un joven enamorado fornica con su enamorada. El joven cecea más de la cuenta debido a un problema de labio leporino. A la joven enamorada le excita que el joven le diga corazón al oído. Detrás del umbral, te detienes, expectante, ante el espectáculo multiforme de tu propia existencia. Durante un minuto o dos –que pueden ser dos siglos o un evento, sincronía o diacronía, causa y efecto- recibes ráfagas de imágenes que se agolpan en ti como el sonido más cercano, un zumbido extraño y particularmente molesto. Mantienes en secreto ese hallazgo. Piensas: Una carta es un hallazgo, el hallazgo más hermoso de todos. En una habitación de hotel en Praga, encuentras una carta escrita por una mujer. No sabes leer checo, pero sabes que es una carta escrita por una mujer desesperada, el tipo de mujer desesperada que es capaz de colgarse del tragaluz de su habitación porque su hombre –un vulgar ladronzuelo, un padrote de cuadra, un hijo de vecino sin ocupación- se ha largado para siempre. Confías en tu intuición, y el vago olor a jazmín impregnado en la carta, te dice que es la carta de una mujer olvidada (o que muy pocos recuerdan, pues la carta data de 1955) y suicida. Hay huellas innegables que la mujer lloraba mientras escribía la carta: las letras corridas formando un canal translúcido a través del enjambre sintáctico y las largas oraciones que parecen no tener fin. Alguna vez tu madre te leyó un relato justo antes de dormir. Trataba sobre una mujer casada con un buen hombre, un funcionario público o algo parecido. La mujer es analfabeta y el hombre, tras incitarla a que aprendiera a leer y escribir, poco a poco desiste. En cierta ocasión la mujer encuentra una carta en el bolso del saco de su marido. Sin saber leer, intuye que se trata de la carta de una mujer. La carta huele a jazmín y la letra es pequeña y concisa, justo como imagina que es la letra de una mujer. Su primera reacción es ir con su confesor –un cura avinagrado y reumático- pero piensa en las implicaciones morales de la carta. Cuando regresa su marido, ella lo recibe con la misma efusividad de siempre, sin darle tiempo que sospeche nada. Pasan los días y no encuentra la forma de saber el contenido de la carta sin que otra persona se entere y la reputación, tanto de ella como de su marido, quede intacta. La única forma es aprendiendo a leer. Así que, aprovechando el tiempo de su marido en el trabajo, consigue –no sin pena- un instructor particular. A los pocos días, encuentra una nueva carta en otro saco de su marido. Es una carta de tres líneas con el mismo olor a jazmín. Por momentos se llena de rabia e impotencia. La curiosidad se convierte en obsesión. Dobla el tiempo de su instrucción, aunque tenga que sacrificar parte de sus ahorros para tiempos difíciles. A un ritmo frenético de cinco horas diarias, en seis meses consigue leer. Se maravilla de poder entender las redondeces, líneas y curvaturas de esos extraños arabescos obstinados. Toma la carta y, despacio, organiza una a una las sílabas que forman cada una de las palabras y oraciones de la carta. Lee con voz vacilante lo siguiente (no recuerdas exactamente la palabras, pero digamos que son éstas): Mujer: dada tu obstinación por rechazar mis ofrecimientos de enseñarte a leer y escribir, y conociendo tu temperamento, decidí que la mejor forma para que aprendieras a leer era la que, a través de estos meses, has experimentado por ti misma. Te amo, y ya que descubriste lo grandioso que es comunicarte mediante la palabra escrita, estoy seguro que no te enfadará este método poco ortodoxo. Atte. Tu marido. La segunda carta, mucho más escueta, decía (digamos) lo siguiente: Esta carta es por si acaso. Temía que prefirieras quedarte con la duda que intentar solucionarla. El perfume de jazmín me lo ha dado tu hermana, quien está enterada de tu hazaña. La carta de la habitación de Praga tiene un aire a final desdichado. Una angustia recorre las escasas treinta líneas de letra informal. Reconoces en ella el nombre de Etienne y el de la amada anónima, Vera Ajmátova. ¿Cómo se dirá amor en checo? Lo ignoras. Incluso la afable empleada del hotel podría sacarte de la duda. Cualquier transeúnte, cualquier desdichado checoslovaco te leerá el contenido. Definitivamente no esperarás a aprender checo. No tú, Impaciente, Desesperado Egomaníaco. Guardas la carta en la bolsa de tu abrigo. Es una noche nevada en Praga, y se te apetece un whisky. Alguien te recomendó el bar del hotel. No tienes más opciones. Te instalas en una mesa pegada a un amplio ventanal, y un joven enjuto se acerca, solícito, a atenderte. Maquinalmente pides un whisky con tu inglés de pulido en Austin. Observas una pareja que ríe con efusividad. Hay un tipo calvo que bebe una botella de champaña acompañado de una mujer más joven. Casi no hablan, se dedican a observarse, fumar y beber. La mujer es bella, el tipo de belleza eslava, rubia, delgada y de ademanes delicados. El tipo calvo hace una mueca de disgusto, saca su cartera, deja unos billetes sobre la mesa y se va. La mujer suspira, quizá aliviada, quizá no. Llama al mesero, y pide la carta. Tú la observas comer y beber. Piensas en pedirle que te lea la carta. Ella habla inglés, eso es seguro, la mayoría de los checos lo hablan y ella se ve una checa educada. Y una checa de mirada triste pero ufana de su porte. Por un instante sus miradas se cruzan. Tú no tienes buena pinta luego de un viaje de veinte horas con una escala interminable en Ámsterdam. Te acercas, saludas. Ella te recibe con una sonrisa que disipa tus dudas. Te sientas (ella te lo pide, grandísimo gañán). Habla un perfecto inglés de acento desconocido, por momentos británico, por momentos americano. Te apresuras a servir su copa y te sirves (habrase visto) de ese líquido espumoso. Me llamo Vera, te dice al final de un silencio interminable. Mi familia compró este hotel hace cincuenta años. ¿Es usted español? No lo eres. Eres un latinoamericano perdido en la ciudad más bella del mundo, bebiendo champaña con la mujer más bella y encantadora que hayas conocido jamás. La carta puede esperar. Tu vuelo nocturno y tu manía de desaparecer, my dear and dark twin brother, mientras una pareja hace el amor bajo algún puente de Praga cobijados por una catedral medieval.
Andrés López Sánchez, diciembre de 2009.