No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



miércoles, 18 de septiembre de 2013

V
-->VUELTA AL REDUCTO
Cuando a Víctor Illescas le encargaron la dirección editorial del proyecto literario menos ambicioso de la universidad, dudó en aceptar. No fue le sueldo que le ofrecieron –diez veces más de los que ganaba por sus clases de Teoría Literaria- sino las extrañas condiciones lo que lo hicieron decirle al director académico que se lo quería pensar un poco. Cualquier otro colega se hubiera negado de inmediato, no sólo por lo absurdo de la propuesta, sino por el poco prestigio que una empresa tal otorgaba a los participantes.  Pero Víctor decidió que lo mejor sería consultarlo con una buena botella de vodka y unas películas de Buster Keaton. Frente a la botella de vodka, Víctor estimó que, para tal empresa, sería necesaria una suerte de recursos editoriales que, lo sabía, la universidad no podía pagar. Aunque estaba lo otro, los recursos destinados por cierto donador anónimo que había dejado, exclusivamente, una cantidad exorbitante de dinero para que, a la brevedad, se echara andar el proyecto. La única condición que el donador pidió fue que los autores publicados fueran totalmente desconocidos. ¿Por qué la universidad había aceptado tales condiciones, si de antemano se sabía que esta empresa editorial estaba destinada al fracaso? Publicar autores desconocidos  ha llevado a la ruina a obsesivos editores que creen encontrar en una joven promesa o en un texto deslumbrante el rey midas que los lleve a las ligas mayores de la edición internacional. Pero, pensó Víctor, ¿y si tiene la suerte de publicar a las nuevas  la Vacas Sagradas de las Letras Mexicanas? La respuesta la encontró en el argumento del director académico: Había dos fondos, uno destinado para la edición del proyecto y otro destinado a construir un nuevo edificio para la universidad. El bufete de arquitectos que diseñaría el proyecto del nuevo edificio desde Vancouver estaba contratado, sólo a condición de que el proyecto literario tuviera la seriedad necesaria y el respaldo absoluto de la Junta de Gobierno, además de ofrecer como editor a un reconocido académico y crítico literario. Ahí entraba Víctor. Luego de una larga meditación, Víctor aceptó. Tendría los fondos necesarios para iniciar cuanto antes. Luego de una ardua selección de autores que jamás habían publicado (Víctor tuvo que rastrear en lugares infectos, en salones de clase donde deambulaban estudiantes con textos bajo el brazo, o en talleres literarios de poca monta), la edición de esta colección estaba lista para iniciar. A pedido expreso del donante, se llamaría colección de Autores sin nombre.
El primer título se llamó La ráfaga, de Francisco Arriaga Méndez, un autor chiapaneco que escribía cuentos inspirado en Borges y Raymond Carver. Víctor lo encontró en un coloquio de literatura en Tuxtla Gutiérrez, cuando Arriaga le lanzó una mentada de madre a un ponente que hablaba sobre la trascendencia en “Mutra” de Octavio Paz. Luego de la ponencia, Víctor lo abordó y le preguntó si alguna vez había publicado algo. Ante la respuesta negativa y reticente de Arriaga, Víctor le dijo que quería publicarle sus textos para una edición de autores sin nombre. Arriaga aceptó y así se convirtió en el primero de la lista de esta bizarra empresa editorial, no sin antes exigir una fuerte suma de dinero para –explicó- hacer un viaje trascendental a la India y sufragar algunas deudas adquiridas por su creciente y omnímoda  adicción a las drogas fuertes y a las prostitutas hondureñas. Víctor no puso objeción pero pidió un adelanto de sus textos. Arriaga le hizo llegar vía e-mail un breve texto intitulado “El dinero de todos los santos”, un relato –sin duda autobiográfico- sobre una travesura de infantes que robaron las dádivas  que la gente dejaba en el altar de los santos del pueblo de Copoya, lugar de nacimiento de Arriaga. A Víctor le molestó la sequedad del texto, carente de recursos literarios, demasiado plano, además del excesivo uso de regionalismos y barroquismos que convertirían al relato en una especie de galimatías. Sin embargo, decidió incluirlo junto con diez relatos más que Arriaga envió, casi todos en el mismo tono autorreferencial.
El segundo título de la colección llegó sin que Víctor se esforzara en buscar al autor. Lo encontró en una cantina del centro de la ciudad, cuyo dueño, un chileno que había emigrado a México al inicio de la dictadura de Pinochet, era amigo del padre de Víctor. El chileno y el padre de Víctor habían sido miembros del Partido Comunista Mexicano, y juntos habían regresado a Chile a hacer la revolución, pero el único que regresó de la experiencia anti pinochetista fue el cantinero chileno, pues al padre de Víctor lo mató una bala en la cabeza en Valparaíso, luego de ser torturado durante tres días,  cuando fue descubierto repartiendo propaganda contra la dictadura. Víctor apenas recordaba a su padre. Tenía  cuatro años cuando se fue y su recuerdo se disipaba cada vez que intentaba acordarse de él. Sin embargo, el cantinero chileno había regresado con una carta para él y su madre en donde explicaba los motivos de su partida y de lo mucho que los quería. Con el tiempo, el cantinero chileno se convirtió en la figura paterna que nunca tuvo, y hasta muy entrado en años  se dio cuenta que era amante de su madre. Luego su madre murió y siguió visitando al cantinero todos los sábados en su cantina de la calle Donceles. Uno de esos sábados, mientras preparaba la edición de La ráfaga, decidió visitar al chileno. Lo encontró atrás de la máquina registradora, tan efusivo como siempre por su llegada. Se tomaron una copa de ginebra y  le contó sobre sus planes editoriales y la urgencia de encontrar a un autor que no hubiera publicado jamás. Al chileno le pareció extraño que, tomando en cuenta la cantidad de escritores que deambulan esperando la oportunidad para publicar sus mamotretos,  no hubiera encontrado ya a los posibles candidatos para aparecer publicados en la editorial de la universidad. Víctor explicó que quería hacer una selección rigurosa, y no irse de boca a la primera de cambios.  Por un segundo, al chileno se le iluminó el rostro. Él tenía a su hombre ideal, dijo, qué digo hombre, a su escritor ideal. Señaló al fondo de la cantina, en una mesa que parecía desaparecer a ratos por la oscuridad del salón. El que está al fondo es escritor, dijo. O cuando menos parece serlo. Llega dos o tres tardes por semana y escribe en libretitas escolares durante horas y frente a una botella de ron. Era un alcohólico, eso era seguro. Llevaba el cabello largo hasta los hombros y tenía la mirada perdida de los que no esperan nada de la vida. Víctor tanteó que debía rondar los 35 años, quizá menos.  Preguntó al chileno si se podía conversar con él, porque pensaba abordarlo. El chileno respondió que siempre estaba ahí y sólo hablaba para pedir cigarros o alguna botana. Víctor se acercó y en seguida recibió una mentada de madre. Luego de un rato de volver a explicar los motivos de la edición que preparaba, el escritor aceptó. Se llamaba Rosario Patiño Chaires pero en el mundillo travesti era conocido como Daniel Jacarandas. Rosario pidió que su libro fuera publicado como Daniel Jacarandas y que no se hiciera mención de su doble identidad. Unos días después entregó un manuscrito de casi trescientas páginas con el hoy insigne título de Las mentiras de la desdicha, que se convirtió en best-seller a los pocos meses de publicarla y fue adquirida por una editorial española que la convirtió en un libro mainstream al grado de que Almodóvar la utilizó como argumento de una de sus películas. Claro que Víctor no podía saberlo cuando Jacarandas llevó el manuscrito a su oficina. En un principio, la lectura le pareció tediosa, demasiado personal y decididamente violenta. Estaban ahí el mundo de la prostitución, las drogas, el alcohol y el travestismo pero contado desde la mirada de una travesti que no podía renunciar a su feminidad. Una mujer que había regalado a su hijo al nacer para poder aceptar su masculinidad; una mujer que soñaba todas las noches con que de una buena vez se le pudriera el coño y de esa cavidad húmeda le brotara un pito enorme.  Las imágenes perfectamente captadas de la violencia masculina (y femenina) fueron el detonante para que Víctor decidiera que Las mentiras de la desdicha fuera el segundo título publicado por la colección Autores sin nombre. Jacarandas no vería publicada su novela: moriría tres semanas antes, estrangulada en hotel de mala muerte. Víctor se dio a la tarea de seguirle la pista a los datos más elementales de la biografía de Jacarandas, y,  salvo tres o cuatro datos relevantes, lo demás no importaba. De todas formas, con tan escuetos datos, escribió un breve prólogo a la novela, el cual fue utilizado por la editorial española que compró los derechos de publicación.
El tercer y último libro de la colección Autores sin nombre fue un ensayo sobre Ludwig Wittgenstein, el célebre filósofo vienés autor del indescifrable Tractatus Logico-Philosophicus. El autor era un estudiante de preparatoria, un genio de dieciséis años del todo desconocido, incluso para sus maestros, quienes lo consideraban un frío y escurridizo emo  que prefería pasar sus horas de clase encerrado en la Biblioteca leyendo a Nietzsche,  Wittgenstein y Derrida. Las extravagancias discursivas y argumentativas de Emilio Tenoch Landa –era su nombre- lo hicieron célebre durante una corta temporada, para después caer en el resentido olvido de sus condiscípulos, que no podían creer que Tenoch Landa pudiera contradecir y ridiculizar a todos los profesores. Del olvido vino el rechazo, y del rechazo la burla. Tenoch Landa su aisló más de todo el mundo, incluso de los demás emos de la prepa (que abundaban) que lo veían como un advenedizo en cuestiones de “rechazo” emocional: sólo ellos podían sentir todo el peso del mundo, todo el odio y mala leche sobre sus cabellos pintados de azul y su vestimenta negra; sólo ellos tenían derecho a aislarse para poder ser creativos o engrosar la lista de los millones de jóvenes que ni estudiaban ni trabajaban. Tenoch Landa se hartó de ese mundillo de ignorantes e hipócritas y dejó de asistir a la prepa. Se encerró en una biblioteca pública con pocos libros,  mucho espacio y el silencio necesario para escribir. En tres semanas terminó su ensayo, que tituló El concepto de filosofía en el “Tractatus Logico-Philosophicus” de Ludwig Wittgenstein, un portento hermenéutico donde, a través de una visión que desgranaba el pensamiento del vienés, reordenaba sus aforismos de manera que los lectores advirtieran la necesidad de renovar la concepción lingüística de la filosofía. Para Tenoch Landa,  el concepto de filosofía de Wittgenstein estaba dirigido a ser un espejo donde el lector atisbara sus propios pensamientos desde la óptica del reflejo lingüístico: los problemas filosóficos no son otra cosa que problemas del lenguaje. Nombramos las cosas por un sentido de inexactitud en los límites de nuestro pensamiento, de nuestro lenguaje expresado.  Víctor dio con el manuscrito de la manera más rara posible. Tenoch Landa tenía tres meses muerto cuando un primo de Víctor, un médico del SEMEFO, le arrojó el texto en una cena familiar. El médico le explicó que, semanas antes, se había suscitado una riña entre bandas rivales de emos, y Tenoch Landa, un chavo de dieciséis años había recibido una terrible golpiza que le causó la muerte casi de forma inmediata. Las pocas pertenencias de Tenoch Landa nunca fueron reclamadas, entre las que se encontraba el manuscrito guardado celosamente en el interior de una mochila. Como sabía que Víctor estaba metido en “el rollo de la cultura” decidió regalarle el texto antes de que fuera incinerado con cientos de pertenencias nunca reclamadas. Víctor leyó el texto con excitación y asombro en una noche. Le costó creer que el ensayo fuera obra de un adolescente. Era tan nítido y a la vez hermético, y aunque tenía algunos errores ortográficos visibles, la claridad de sus posturas no dejaban lugar a dudas: Emilio Tenoch Landa era un joven dotado. Víctor no era amplio conocedor de la obra de Wittgenstein, a quien había leído, de manera mecánica,  como parte de alguna asignatura perdida en su doctorado. Pero pudo reconocer algo inexplicablemente crítico en el ensayo que apuntalaba un razonamiento sensible e intelectual.  Esa fue su primera impresión, pero por momentos decidió dejarse llevar por el beneficio de la duda.  Decidió investigar un poco más. Por insistencia e influencia burocrática de su primo, pudo revisar la parte médica que el SEMEFO entregó a las autoridades. Efectivamente, Tenoch Landa había muerto por traumatismo cráneo-encefálico y perforación de un pulmón con arma blanca. Quiso contactar a su familia, pero habían abandonado la ciudad rumbo a Estados Unidos. Del director de la prepa y de los maestros poco o nada pudo obtener. Sólo uno o dos alumnos, antiguos amigos o conocidos de Tenoch, lo orientaron hacia cierta parte de su oscura vida. Por ellos supo del talento desmedido de Tenoch, de sus grescas con las autoridades escolares, de su aislamiento. Uno de ellos le dio la dirección de la casa de un tío. Víctor visitó al tío con reticencia. Pero poco pudo sacar de él, un tipo vulgar y grotesco que llamaba a su sobrino “el maricón”. En vano sería explicarle que por ese maricón la familia Tenoch Landa sería recordada. Pidió poder contactar a sus familiares. Recibió un teléfono y una dirección perdida en Payton, Ohio. Nada impresionó más al padre de Tenoch que el saber que podía obtener dinero por la publicación de un libro de su hijo. Ni siquiera sabía que escribía. No tenía clara la forma de su muerte, sino simplemente “por andar en sus cosas”. Pensó que de vez en cuando surgen luces que crepitan alrededor de polvorones de niebla. De cualquier manera, muerto Emilio o no, habían decidido abandonar México tiempo atrás.  Víctor ofreció una generosa cantidad de dinero por los derechos del ensayo, así como para poder realizar un texto biográfico para presentar el pensamiento de Emilio a las futuras generaciones. El padre aceptó, y a los dos días, Víctor tomaba un vuelo a Cleveland, con una escala en Nueva York, con un contrato en el maletín que cedía los derechos a la universidad de la obra e imagen de Emilio Tenoch Landa a perpetuidad. El ensayo se presentó meses después, en una mesa de análisis donde eximios filósofos hablaron maravillas del libro y sobre las repercusiones que éste tendría en la dilucidación del pensamiento del filósofo vienés.  
Todo parecía indicar que la colección Autores sin nombre se convertiría en un clásico. El rector de la universidad en persona felicitó a Víctor Illescas y le ofreció un puesto en la dirección editorial de la universidad, para que asesorara a los editores y demás empleados. Eran las grandes ligas de la intelligentzia mexicana, el non plus ultra del logro académico. Salvo el primer desliz con La ráfaga, que fue vapuleado por Rafael Lima, el crítico de moda de la revista Signos Abiertos, la de más influencia en el país,  los libros de Jacarandas y Tenoch Landa fueron recibidos con sendas críticas favorables en las revistas literarias y filosóficas que dominaban el panorama cultural mexicano. Heberto Suástez, editor y dueño de Signos Abiertos, invitó a Illescas a publicar en su revista. Le publicaron un ensayo sobre la poética narrativa de Sergio Pitol y sus influencias eslavas que recibió buenas críticas y le abrió las puertas del mundillo literario mexicano. Todo estaba en eso: pertenecer o no pertenecer. Víctor se dio el tiempo para escoger el cuarto título de la colección, quería seguir con el camino ascendente que lo había convertido en el editor de moda en México. Visitó talleres, recorrió aulas, habló con sus colegas sobre nuevos valores  en sus seminarios de narratología o creación literaria, leyó periódicos de provincias para ver si ahí entre páginas de sociales y anuncios clasificados se encontraba el nombre que continuaría con el éxito de Autores sin nombre. Pero el nombre no aparecía. Se ocultaba de la notoriedad pública con una sonrisa sardónica al título de la colección. La fecha estaba cerca, e Illescas no tenía nada. Lo más lógico hubiera sido escoger a alguien de los muchos que hacían fila en su oficina para entregarles manuscritos con la firme intención de publicarlos. Algunos eran recomendados de sus nuevos amigos escritores, o eran amantes de algún profesor de Literatura Alemana del siglo XX. Una tarde, un colega que enseñaba literaturas orientales en la universidad, lo visitó en su oficina. Había llegado de una estancia posdoctoral en Tokyo y traía un manuscrito de una joven mexicana que llevaba años viviendo en Japón. María Icaza Hiroshi administraba en Yokohama  un restorán de comida mexicana, el único de la ciudad, hasta donde sus padres se habían trasladado cumpliendo un antiguo sueño de su abuelo, que era japonés y había peleado en la Segunda Guerra Mundial para los norteamericanos. Luego de terminada la guerra, el abuelo se trasladó a México y ahí abrió un restorán de comida japonesa una vez casado con una mujer mexicana, una poblana que aceptó sin prejuicios la diferencias culturales. El abuelo tuvo tres hijas, y una de ellas, Hitori, se fue a vivir a Japón con su esposo y su hija de siete años. Dos veces por semana, el profesor de literaturas orientales iba a consultar libros a la Biblioteca Municipal de Yokohama, y dos veces por semana comía en el restorán de comida mexicana. Ahí entabló amistad con María Icaza Hiroshi. En la última comida del profesor –regresaba a México luego de un año-, María le entregó el manuscrito de una novelita de título simple: Los fugaces. En ella, María hacía recuento de tres generaciones de familiares japoneses emigrados a países tan disímiles como Austria, México y Australia. Era una reconstrucción familiar con la simpleza de la mejor narrativa japonesa, de una belleza pasmosa, dando descripciones poéticas de Los Angeles, Yokohama, Viena, el Distrito Federal y Melbourne. Víctor leyó el manuscrito y decidió que Los fugaces sería el nuevo título de la colección. Había algunas imprecisiones idiomáticas que corregir, porque el español utilizado por María parecía una traducción del japonés. Pero para eso estaban los correctores de estilo. Illescas se puso en contacto con María y acordaron verse en Yokohama. Hizo todos los preparativos del viaje, mientras escribía, por anticipado, una reseña sobre Los fugaces. Diez días después atravesaba el puesto de revisión migratoria del aeropuerto de Tokyo. Atardecía en Tokyo, amanecía  en México. Se hospedó en un hotel cercano al aeropuerto, en espera de poder viajar al otro día a Yokohama. A pesar de las 17 horas de viaje, no se sentía cansado. Se sentía excitado por el encuentro con María.  La nieve comenzó a caer, llenando de colores inusitados las luces de neón que, a lo lejos, iluminaban los edificios  en Tokyo. Sintió hambre y sed. Bajó el ascensor del hotel, y, al salir, respiró el aire turbio de una nevada decembrina en Tokyo. Tomó un taxi al centro de la ciudad. Lo deslumbró ese contraste entre modernidad y tradición tan característico en Japón, los edificios hipermodernos, los viejos palacios imperiales, las tiendas de aparatos electrónicos. Se bajó del taxi cerca de una plaza que daba a un enorme centro comercial. La plaza tenía callecitas al lado repletas de restoranes, bares y discotecas. Entró en un restorán. Un cuarteto de jazz amenizaba la noche. Era una cuarteto poco común: el sax lo tocaba un negro, el bajo un japonés, la batería una mujer de nacionalidad indefinida, y el bandolón y voz un extraño tipo de aspecto europeo. Pidió una mesa. Lo ubicaron en la única mesa disponible, desde no era posible ver al cuarteto de jazz. Pidió el menú. Peguntó al mesero sobre  las posibilidades del menú, y el mesero respondió, en un inglés rudimentario, que la especialidad era el Tsanori, una especie de ensalada de mariscos. Pensó en Arriaga, Jacarandas y Tenoch Landa, a quienes nunca vería. Pensó en María y la imaginó delgada, morena, de ojos rasgados pero rostro latino, fuerte y marcado. Comió su Tsanori, acompañando la comida con sorbos de limonada.  Víctor Illescas cayó de bruces sobre el plato y la mesa, víctima de una severa intoxicación por comer algún pescado venenoso de los mares japoneses. Murió ahí mismo, mientras los comensales lo veían escupir una espuma verdosa de su boca.

martes, 20 de agosto de 2013

Mi lista de diez libros esenciales en este nuevo milenio (a que deberían de leerse, a mi juicio). 10. Redentores, de Enrique Krauze. A través de la biografía de personajes emblemáticos para la política y la cultura en América Latina, Krauze elabora una cartografía esencial del pensamiento de gente como el Che, Eva Perón, Octavio Paz, Vargas Llosa, el subcomandante Marcos, Hugo Chávez, entre otros. 9. Masa y poder, de Elías Canetti. El maestro búlgaro analiza, en esta pieza de varia investigación antropológica, sociológica, histórica, literaria, el contacto vital entre la sociedad y el poder. 8. Los trabajos del reino, de Yuri Herrera. Con esta novela deslumbrante, Yuri Herrera recrea la mitología en relación al narcotráfico y las pasiones humanas. Alcanza, por momentos, un tono poético aterrador. 7. El adversario, de Emanuel Carrére. Una estremecedora historia sobre la mentira, el engaño amoroso, y las consecuencias que conllevan. Un psicópata estado puro. 6. El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas. Porque Montano renuncia a la escritura, y a Vila-Matas, obsesivo blanchotiano, se le ocurrió escribir una novela sobra la abulia creativa. Un libro-cita, que debe más de un párrafo a Sergio Pitol. 5. Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Nada más porque Bolaño es el escritor más célebre, leído e importante de su generación. Porque cuando la leí tenía 20 años y también era un aspirante a escritor que escribía versos funestos en el DF de principios de siglo, entre Belano y Lima, los detectives salvajes. Una novela que tardas años en sacudirte. 4. El hombre rebelde, de Albert Camus. Un libro esencial para comprender el desarrollo intelectual europeo, antes y después de la devastadora experiencia de la segunda Guerra Mundial. 3. El día de la independencia, de Richard Ford. Ford es el Gran Escritor norteamericano de su generación, y su novela la Gran Novela Americana. Un libro de una limpieza narrativa impecable que desentraña la compleja red de desintegración de la sociedad americana. 2. La cultura de la queja, de Robert Hughes. Lo políticamente correcto está en boca de todos: conservadores, liberales, gente de izquierda, derecha, centro izquierda. Con ironía y argumentos convincentes, Hughes analiza el lenguaje político gringo, lleno de clichés y mal gusto, y hace un análisis audaz de la sociedad americana envilecida por tantas horas de TV, cocaína y comida chatarra. 1. La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa. Es, quizá la mejor novela escrita en nuestro idioma en los últimos 20 años. Un alarde de compromiso político, talento narrativo inigualable enzarzado con una historia de amor violenta y refinada. Un deleite leerla.

jueves, 30 de mayo de 2013




Ante tanta insistencia, lo mismo. ¿Por qué el narco? ¿Por qué el corrido? Porque sí. Porque es lo de hoy. Está en todas partes. Forma parte de una cultura de la transgresión, o de la sumisión, si se quiere. ¿La política en medio de todo? Pues sí, cómo evitarlo, si la política en una sopa que se come fría.  Quienes piensan que esto es subliteratura están equivocados. Lean Trabajos del reino de Yuri Herrera. Tómense una cerveza en Badiraguato, convivían con sicarios que tienen como padre putativo a Mario Almada, escriban su nombre con rayas de coca y aspiren hasta que una tersa lágrima acuda al llamado de la adicción, escuchen corridos dedicados al Chapo o al Mayo Zambada,  manejen una  trocka del año, disparen una AK-47, torturen, decapiten, violen, roben, secuestren, intriguen, métanle un balazo a alguien porque les dio la gana hacerlo, no estudien: para qué, si se gana más dinero vendiendo grapas de coca o chiva a menores de edad o a gringos que dejan su feudo capitalista para tomar un poco de sol mexicano.  Y, como dijo alguna vez Manuel Acuña, en medio de todo esto la madre como un dios. La madre del narco, su innegable fetichismo freudiano, su etapa fálica.  Su afición a los santos, a Malverde sobre todo, pero en medio de esta mierda aparecen san Martín de Porres y san Pascualito Rey y el Santo Niño de Atocha y la Virgen de Guadalupe, y viva Cristo Resucitado y vivan los curas que trafican kilos de droga debajo de sus raídas sotanas, en medio de la verga y el calzón.  Es creación en estado puro. 

miércoles, 29 de mayo de 2013

PROSTITUTA DEJA EL HÁBITO

Suave sombra-termómetro
Piel-pellejo
tentación sagrada
que cual crisálida
abandonas tú tu centro
hincada sobre el hilo de Macuto
trepas al árbol infame glóbulo blanco
lascivo leucocito que
observa con el rabillo del ojo
el despertar del hálito
a tintas avanzas sobre
la calle preñada de deseos
lip-stick orgánico
bolsa de mano que no esconde
secretos
pasos que anuncian sangre
entre las piernas
señal de luto musical
es el monocorde trepidar
de los bañistas quietos:
hábito dejado a la intemperie.


martes, 2 de abril de 2013


CUERPO


 Tu cuerpo es una idea que sangra
un eslabón roto en desbandada
                    una mirada que observa dentro de sí
un golpe absurdo
                      un niño ejecutado
                                     un grito que atraviesa el patio abierto
un vendaval que pare diez misterios
                              un fuego desnudo a la intemperie
           un almanaque con años que se fueron
un tacto
un espejo
                       una palabra pronunciada sin encanto
un ojo que desarma el infinito
                        un árbol ancestral
un miembro penetrando un cuarto oscuro
                                  una hora
                 un amanecer cualquiera
               un gesto
un hombro a través de la inocencia
    una flor que nace inmaculada
                        un párpado violento
 un ombligo enterrado en cien mil mares
un vestido colgado en la farola
                                  un cigarro prendido
una cena
una tragedia jamás escrita por Esquilo
                            un olor que muta
              un signo que pierde su sentido
una vida vencida en desparpajo
                          un hijo de ambos
                                          una herida sin sangrar
                         un libro abierto
 una horda de deslices mancilladas
                                    una odalisca taciturna
un caracol babeando tu destino
    un hombre de vulgar anatomía
un vientre que fecunda mil lamentos
     una inhóspita armadura desmontada
         un recorrido circular por tu  entre pierna
 un talle retratado
un auto que acelera
un tamiz de lamentos demorados
                                         una charla con poetas desvelados
                                una larva brutal que lo alimenta
           un paseo nocturno
un día  nevado en Estocolmo 
un minúsculo estertor
una llaga que duele en ambos brazos
                 un cuerpo que renace en otro cuerpo
eso es tu cuerpo

Andrés López Sánchez, diciembre de 2012.



sábado, 9 de marzo de 2013

POLVO ENTRE LOS RIELES


POLVO ENTRE LOS RIELES.



Ni nombre es Omar Gómez Llaca.  Llegué al Distrito Federal a los diecisiete años con al firme convicción de hacerme escritor. Una interminable conexión de hechos -pasados y futuros- se mezclarían unos con otros, una urdimbre sin línea, sin inicio ni punto final. A esa edad todo es más fácil, o cuando menos lo parece. Llegué al DF y entonces fue como una revelación en el umbral de mis posibilidades, con unos cuantos libros y una maleta viejísima propiedad de mi padre o del padre de mi padre, quién sabe, el chiste es que poco antes de partir me dio la maleta. Unos libros, dos o tres mudas de ropa y el dinero necesario para sobrevivir tres meses. Sólo el tío Emilio había estado en el DF, así que era poco probable que las recomendaciones familiares surtieran efecto en alguien dispuesto a comerse el mundo a dentelladas de animal salvaje. Pensaba que esa ciudad era todas las ciudades con la ingenuidad de un adolescente; por esos días había leído el París era una fiesta de Hemingway, y pensé que el DF era el París del libro y los chilangos perfectos chevaliers parisinos. Nada más equivocado: ni el DF fue París ni los chilangos tuvieron algo de parisinos. Una ciudad que imaginé terrible e intransitable donde todo ocurría, tan lejana a mi mundo familiar pero cercana a mis inclinaciones literarias. Pronto la revelación se convirtió en la demostración de un hecho real.

De pronto me encontré vagabundeando en calles de esa ciudad recuperada por mí, salvada por mí y para mí. Leía en los parques y fondas socias donde comía fritangas o tacos de los más variados ingredientes; pasaba gran parte del día en librerías de viejo, en donde robaba uno o dos libros y regresaba contento a mi pensión de la colonia Bondojo. Leía mucho, leía más que ahora cuando menos. Llegué a pensar que a ese ritmo frenético de lectura en pocos meses podía escribir un gran cuento. Luego un buen ensayo. Después una excelente novela. Relacionaba mi crecimiento literario a la llegada a esa gran ciudad recuperada, el Ombligo de México, un mundo indómito y perfectamente ajustable a mis necesidades. Tuve que inscribirme en los cursos de Letras Hispánicas de la Universidad Autónoma Metropolitana, en Iztapalapa, pero la verdad es que no asistí porque a las primeras semanas me di cuenta que todo en la universidad estaba tan predispuesto para que uno egresara como un buen profesor de Español, y yo quería escribir, no enseñar español. Además si hay alguna zona intiliteraria en el DF esa es Iztapalapa. Uno puede escribir en Coyoacán, en la Roma, incluso en el Centro Histórico hay mucha tela de donde cortar, pero en Iztapalapa sólo hay suciedad y zombies urbanos. En dos meses agoté el dinero que me dio mi padre y me encontré parado, medio muerto de hambre, pero decidido a no pedir un peso más. Era el costo de mi libertad. Tenía que conseguir trabajo si quería permanecer en el DF. Visité –iluso de mí- algunas editoriales de poca monta con el fin de conseguir trabajo como ayudante de algo. La fuerza conque me cerraban la puerta con una soberbia carcajada todavía me hace estremecer.

Después de varias semanas de no encontrar trabajo, a un paso del desalojo -hospitalidad defeña- y casi al borde de la inanición, mientras miraba un letrero a través del cristal de un vagón del Metro en la estación Hidalgo, vi la oportunidad: una empresa necesitaba vigilantes nocturnos. Anoté como pude el número telefónico y con los pocos pesos que me quedaban marqué. Al otro día tenía trabajo como vigilante de una abarrotera. Hacía semanas que no iba a la universidad, pero a esas alturas sabía que nunca regresaría. Una buena tarde, después de cubrir doble turno para ganar unos pesos más, me encontré con una compañera de la universidad. Fue una casualidad haberme encontrado a Natalia en esa jungla de concreto, donde lo más seguro es que pasen años antes de que puedas encontrarte con alguien conocido, aun viviendo en la misma colonia. La conversación versó sobre las razones, que ella encontraba injustificables, por las cuales había abandonado la universidad. En el salón, dijo, todos los compañeros preguntaban por el veracruzano que se la pasaba amodorrado en su silla, con cara de no querer estar ahí. Me invitó a regresar, argumentando que ella tenía buenas relaciones con lo profesores y estaba segura que me darían chance de volver. Le dije que lo pensaría. Me dio su número celular –yo jamás había visto un celular- y me pidió mi dirección para visitarme por si tenía dudas sobre la decisión que tomaría. Se la di. Nos despedimos.

Los días pasaron y yo la verdad estaba cada vez más convencido de que mi futuro no estaba en la universidad, pues si quería ser escritor debía vivir, vivir que era lo único importante. Recorrí la ciudad de palmo a palmo, en caminatas que terminaban a altas horas de la noche, en colectivos desvencijados que se internaban en arrabales sin nombre, o en el Metro, una forma fácil y rápida de viajar. Debo decir que nunca he sido tan feliz como en aquellos años, en donde al borde de la pobreza fumaba un cigarro sentado en algún parque, con un librito en la mano y mil historias que contar en mi cabeza. Era libre y no quería renunciar a eso.

Un domingo recibí la visita de Natalia, la compañera. Hasta ese momento no había prestado atención a su rara belleza. No era bonita, y hablaba como perico –lo contrario a mí-, cada gesto lo aderezaba con ademanes que acentuaban sus rasgos extraños. Me dio pena invitarla pasar, mi cuarto era más que deplorable. Ella notó mi azoro y me dijo que no me preocupara que cerraría los ojos para no ver. No sé, pero el poder platicar con alguien, lejos de los encargados de vigilancia de la bodega que me hablaban con una superioridad tácita, aunque no fueran sino una parvada de analfabetas funcionales, me puso de buenas. Me dijo que me traía un regalo para ayudarme a decidir si regresar o no. Me entregó en las manos las Ficciones, de Borges, un libro que, desde ese momento y hasta ahora, ha sido una de las influencias literarias más persistentes en mi vida, cosa que agradezco a Natalia. Compramos botanas y cervezas y estuvimos toda la tarde platicando de mi vida –poco- y de su vida –mucho, todo un manantial de palabras y ademanes y gestos inconexos, una verborrea inusual- y a la finalizar la tarde no me había convencido de regresar a la universidad pero sí había surgido una amistad.

Al cabo de los tres meses, mi padre apareció de manera súbita por el Distrito Federal. Mi padre detestaba el DF, por eso me había inculcado el hábito de la independencia para no tener que ir a verme ni enterarse de mi paso por la Metropolitana. Yo llamaba religiosamente todos los fines de semana para darles mis impresiones sobre la ciudad, y escuchaba las súplicas de mi madre y las recomendaciones de mi padre y mis tías. Nunca les diría que hacia dos meses que no asistía a la universidad. Si decidía regresar sería así, de facto, sin más explicaciones que la desilusión de la vida citadina. La llegada de mi padre no cambió para nada mis hábitos. Lo llevé y di un recorrido por la Metropolitana, e incluso presenté a un grupo de compañeros de la licenciatura en Historia que vagabundeaban por el campus. Él quedó contento y esa noche lo embarqué en la TAPO rumbo a su idílico pueblo veracruzano, lleno de calor, piñas y beisbol del cual nunca quería salir. Antes me dio un buen fajo de billetes que alcanzaría para otros tres meses. A los pocos días, un recorte laboral en la empresa me hizo engrosar la lista de los miles de desempleados de este país. Contaba con el colchoncito del dinero que mi padre me había dejado, pero quería gastarlo en libros y en una buena cena con Natalia, de la que, sin quererlo, me había enamorado.

Nunca había visitado a Natalia, y el hecho me puso nervioso. Ella vivía en la populosa colonia Portales, a dos manzanas –me dijo- de la casa donde vivía Carlos Monsiváis. Me recibió de la única forma que imaginé que iba a hacerlo: hablando por los codos. En cinco minutos, antes de calentar la comida y presentarme a sus padres, me describió los recorridos que hacía Monsi acompañado de sus amigos Iván Restrepo y Elena Poniatowska hasta el marcado de la colonia, donde compraban frutas y verduras para que Elenita les preparara una buena ensalada. Los padres de Natalia era bien simpáticos y al conocerlos descubrí de quién había heredado Natalia ese inusitado don verbal: su madre. Su padre era callado, tímido, minúsculo ante la fuerza de la naturaleza que era su esposa: grande, maciza, el verbo hecho mujer. La madre de Natalia, acostumbrada a llevar la batuta de las pláticas de mesa, me interrogó sobre mi fututo laboral. Quiero ser escritor, le dije. También Naty, pero yo prefiero que estudie Derecho, como su abuelo, que fue un buen abogado y llegó a ser segundo secretario del general Corona del Rosal, cuando fue regente de la ciudad, en tiempos de Díaz Ordaz, me dijo. Al escuchar el nombre de Díaz Ordaz se me pusieron los pelos de punta; en la prepa había leído La noche de Tlatelolco y tenía un odio exacerbado por Díaz Ordaz, Echeverría, Corona del Rosal, Zabludowski y todo aquel que había ordenado la masacre y para aquellos que callaron y taparon la injuria. Incluso semanas antes había participado en la marcha conmemorativo de los 30 años de la matanza, enfundado en mis converse viejos, mi playera del Che Guevara, mi boina de guerrillero salvadoreño y una pancarta que decía Vacuna a tu granadero, como había leído que insultaban los estudiantes de veterinaria a estos oscuros servidores del orden en esos meses de conflicto. Un aplauso para el amigo veterinario, gritaron algunos marchistas al ver mi pancarta.

Cenar en silencio era imposible con Naty y su mamá. En algún momento la cena se había convertido en un diálogo entre Naty y su madre, y en ocasiones en largos monólogos de la madre de Naty, o de Naty, ante la mirada compasiva y acostumbrada de su padre, que me veía como queriendo decirme No pasa nada, así son todos los días con este par de merolicas. Terminando la cena, pedí permiso para llevar a Naty al cine y salimos. Era noviembre y hacía frío. Tomamos el metro Portales y nos bajamos en Bellas Artes; caminamos por la Alameda, en medio de una feria y la gente que se arremolinaba para subirse a los juegos mecánicos, gente común y corriente de las colonias del centro que venía a divertirse, gente que contrastaba con la gente que, más atrás, en la explanada de Bellas Artes, entregaba su pase, enfundados en fracs y ridículos vestidos que a mí me parecieron decimonónicos, para entrar a la temporada de conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional, celebrando una velada dedicada a Schubert. Naty estaba sorprendida por la altura de la rueda de la fortuna. Casi alcanza la cúpula del Palacio, me dijo. Yo me dejaba llevar, anestesiado por todo lo que era capaz de decir Naty en tan pocos minutos. Pasaba de una idea a otra como un político pasa de partido político. Atravesamos la Alameda y sobre Balderas, entramos al cine Palacio Chino. A insistencia de ella, compramos boletos para Sexo, pudor y lágrimas; yo quería ver una de Van-Damme, pero al ver el gesto de asco de Natalia, desistí. Y bien, aquí estamos, me dijo Natalia mientras tomábamos un café, en espera de la apertura de la sala. Sí, aquí estamos, respondí, encogiéndome lo más que pude sobre mi chamarrita de mezclilla. Naty suspiró ante mi parca respuesta y se lanzó a hablarme sobre los comentarios que había leído sobre la película que íbamos a ver; el solo hecho de ver la jetota de Demián Bichir, con su corte amarillo castrense y su sonrisa de estúpido, me puso de malas. Pero estaba con Naty, y ella me gustaba, no podía comportarme como un pseudo intelectual que le apasionaban las películas de Jean Claude Van-Damme, gusto que adquirí, debo decirlo, en el cine de mi pueblo donde, aparte de películas de ficheras, era todo lo que proyectaban. Cuando habló de la capacidad camaleónica de Susana Zavaleta para aterrizar sus personajes, fingí unas terribles ganas de mear y la dejé hablando sola, algo a lo que, intuí, debía estar acostumbrada. Mientras descargaba mi vejiga, escuché los gritos de Naty llamándome. Salí de los sanitarios, y vi que Naty ya estaba junto a un grupo de gente que esperaba a la salida del cine, contemplando el humo que salía de la sala 3, donde proyectaban la película de Van-Damme. Nos devolvieron el dinero de los boletos, y avanzando nuevamente hacia la Alameda, tomé a Naty del brazo, la atraje hacia mí y la besé. Ella me dejó hacer, abriendo sus labios para que yo pudiera dar un beso pleno. Atravesamos la Alameda y en esos cinco y diez minutos Naty no dijo palabra, cosa que me alarmó porque o el beso no le había gustado o el gesto, luego de pensárselo, le había parecido muy precipitado. Me pidió un cigarro, y yo también fumé uno.

Al cabo de un rato, mientras caminábamos sobre Lázaro Cárdenas y enfilábamos hacia 5 de mayo y de ahí al Zócalo, Naty me contó la historia de su abuelo paterno. Su discurso fue tan inconexo que pude entender que su abuelo se llamaba Eulalio y estaba encerrado desde hacía 30 años en el Reclusorio Oriente por haber matado a golpes a un granadero durante las manifestaciones de septiembre de 1968. Primero estuvo en Lecumbrerri, el famoso Palacio Negro donde habían estado encerrados Siqueiros y Revueltas, además de una buena cantidad de dirigentes sindicales y delincuentes de la peor calaña. Cuando cerraron la cárcel, a principios de los ochenta, para convertirla en el Archivo General de la Nación, lo trasladaron hacia el Reclu Oriente. Su abuelo se estaba pudriendo en vida. Había tenido una tienda de abarrotes en la colonia Obrera. El padre de Naty, Julián, que a la sazón tenía 19 años, estudiaba Ciencias Políticas en la UNAM. Tenía un fuerte lazo de amistad con su padre, casi de amigos. Aunque no estaba del todo de acuerdo con el movimiento estudiantil, permitía que Julián asistiera de manera regular a las asambleas, mítines y concentraciones que se daban por varios recintos universitarios de toda la ciudad. Don Eulalio, antiguo ferrocarrilero despedido por su participación en la disidencia sindical durante el movimiento de 1959, tenía cuentas pendientes con el gobierno. Sabía muy bien que el gobierno no se andaba con rodeos y mucho menos iba a permitir que su clase media educada, o la joven clase media educada, quienes gozaban los frutos de la estabilidad que había traído el régimen posrevolucionario, su burlara de las instituciones que la sostenían. El 7 de septiembre de 1968, Julián y su padre asistieron a un mitin que respondía a las agresiones de estudiantes sufridas un día antes, durante una manifestación en Palacio Nacional, por un grupo de agitadores al servicio de la Secretaría de Gobernación. El CNH había convocado en un acto en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlalelolco. A las cuatro de la tarde, más de 25 mil personas estaban reunidas en la plaza. Terminado el evento, en donde se lanzaron consignas a favor del movimiento y se leyó el pliego petitorio, un grupo de estudiantes fue golpeado por granaderos, y en la gresca, al ver que Julián era golpeado salvajemente, don Eulalio descargó su furia acumulada por años sobre un granadero hasta matarlo. Agentes de la Dirección Federal de Seguridad, enfundados en jerseys del Politécnico, detuvieron a don Eulalio luego de propinarle terrible golpiza que le dislocó la mandíbula, le rompió tres costillas y le tiró los dientes frontales. Los agentes también se llevaron a Julián. A ambos los torturaron para sacarles alguna confesión sobre el escondite de los dirigentes. A Julián lo soltaron luego de varios días de tortura. La sentencia de don Eulalio fue inmediata: 30 años de prisión. Durante años, Julián, ya titulado como politólogo, buscó la manera de apelar la sentencia sin poder lograrlo.

Naty me contó que en un mes su abuelo saldría de prisión, y su padre estaba sumido en una terrible depresión pues pensaba que la había arruinado la vida al viejo. No supe que decirle. En el fondo pensé que era probable que mi padre hubiera reaccionado así en una situación similar. Quise ponerme en el papel de don Julián y me vislumbré solo, prematuramente envejecido, ahogado en alcohol y buscando la manera de vengarme del mundo entero. Sorpresivamente Naty me dijo dos cosas que todavía, después de tantos años, las escucho claramente: Quiero ir a tu cuarto y coger como locos y en un mes quiero que me acompañes a esperar a mi abuelo a la salida del reclusorio. Yo no estaba preparado ni para lo primero ni para lo segundo: era virgen y las cárceles me aterraban. Hacía uno o dos años me había hecho adicto a las novelas de Pierre Luys y el marqués de Sade, además de consumir una grata selección de porno gringa; me masturbaba más de lo común (en épocas especialmente cachondas dos o tres veces por día, casi siempre pensando en un ménage a trois entre Thalía, Van-Damme y un servidor) pero nunca había cogido con una mujer, salvo un faje freelance con una vecina que llegó a una masturbación mutua y un plan nada concreto de vernos en casa de su hermana en las afueras del pueblo. Le dije a Naty que sí, que quería coger con ella pero no en mi cuarto, no ahí en ese muladar, sino en un lugar decente para que ella se sintiera cómoda, y cómo no, en un mes la acompañaría a recibir a su abuelo.

Caminamos rumbo a 20 de noviembre, hasta llegar a Fray Servando, y entramos en un hotelito que a mí me recordó el único hotel de mi pueblo. La desnudé lentamente, y ella dejó hacer; le besé la espalda, el cuello, las nalgas. La luz se colaba por la ventana, y el ruido de los autos invadía nuestra intimidad. Nos besamos durante un rato, mientras yo le acariciaba el cabello y ella pasaba sus largos dedos por el contorno de mis hombros. Las caricias subieron de tono; posé mi mano derecha sobre su sexo, tibio, mojado, abierto; ella agarró mi miembro y comenzó a masturbarme; introduje un dedo en su sexo y respondió con una sonrisa. Cogimos tres veces antes de quedar exhaustos, yo recostado en los senos de Naty escuchando el traqueteo de su corazón, un tumtum que me adormeció y me hizo pensar que por primera vez en mi vida me había enamorado de verdad, que no quería hacer otra cosa que estar con esta mujer cálida que se había entregado a mí sin condiciones, solos en ese inmenso río de vidas que era el DF. Era de madrugada cuando salimos del hotel. Abordamos un taxi en 20 de noviembre y la llevé a su casa. Mi mamá está despierta, me dijo, está encendida la luz de su cuarto, no sé qué le voy a decir. Le apreté la mano y sólo se me ocurrió decirle un Ya se te ocurrirá algo, tú eres buena para eso. Nos besamos. Ella avanzó hacia la puerta de su casa.

Al otro día me puse a buscar trabajo. Los periódicos estaban llenos de empresas que querían contratar personal para pagarles sueldos miserables y tenerlos como esclavos sin contrato colectivo de trabajo ni prestaciones ni seguro de ningún tipo. Después de ponerme a prueba tres días como botarga del doctor Simi, bailando una insulsa canción de Aqua, el encargado de una farmacia me ofreció el puesto de cajero. Un sueldo que apenas me alcanzaría para cubrir mis necesidades básicas, con un espantoso horario de nueve de la noche a siete de la mañana, descansando los sábados. Por las tardes me trasladaba hasta Iztapalapa para recoger a Naty a la salida de la universidad. Recorríamos las librerías que estaban a un costado de la universidad, eligiendo cuál sería el libro idóneo para robarlo. Nunca me han defraudado los libros que he robado; es más, hay cierta predisposición al goce intelectual cuando el libro en cuestión sale de los estantes de viejos avaros que tiene apilados miles de libros. Naty y yo justificábamos nuestro hurto diciendo que era mejor que estuviera en nuestras manos, para poder leerlos, y no en apolillándose en estantes de viejo o, en el peor de los casos, sirviendo como mecheros para encender bóilers. Yo robaba algo para ella, y ella robaba algo para mí. Para ella: poetas franceses (Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, sus favoritos); para mí: novelas (Fuentes, Vargas Llosa, Donoso, en ese tiempo estaba sumido en el Boom) y ensayos sobre existencialismo y marxismo. La técnica era sencilla e infalible: Naty distraía al vendedor preguntándole sobre un título inexistente e inventado por ambos (por ejemplo: Genevieve Blanchet, Historia del sadismo en la época clásica, editorial Taurus, España, 1987, 478 pp. El vendedor, luego de consultar durante unos minutos su grueso catálogo, informaba que había una Historia de la locura en la época clásica, de Michel Foucault, pero tenía otros títulos como Sadismo, de Guy Lorraime, o el catálogo de fotografías sádicas de Robert Maplethorpe, pero nada más), lo que me daba tiempo de elegir a placer un libro que fuera del gusto de Naty. Para cuando escuchaba el Gracias, pero no es el que necesito, yo ya me había metido el libro entre el pantalón y el pito, a ver quién se atrevería a sacarlo de ahí. Después del robo, tomábamos el Metro Ermita y, comentando nuestros hallazgos literarios durante todo al trayecto, terminábamos en el Parque Hundido o de plano cogiendo en mi cuarto. Tuvimos este ritual durante las primeras semanas de nuestra relación, y aunque nunca le dije si quería ser mi novia ambos dábamos por sentado que eso éramos, un novio y una novia que estaban descubriéndose de la misma forma que se descubre todo el mundo: sexo casual, largas pláticas, pequeños detalles, coordenadas emocionales de sudor, caminatas por extensiones neuronales, tiempo repartido al filo del abismo.

Nunca olvidé la segunda proposición de Naty. Durante esos días me preguntaba cuándo sería el día de la liberación de su abuelo, pero nunca me atreví a preguntarle. Llegué a pensar que algo había salido mal y el abuelo de Naty sólo saldría de prisión en una bolsa de plástico negra o en un ataúd finamente labrado por un carpintero de la Portales. Me lo dijo fumándonos un cigarro en una banca de Chapultepec: Espero que no hayas olvidado mi proposición, el sábado sale mi abuelo y quiero que me acompañes. ¿Y tus padres?, pregunté. Papá dice que eres un buen tipo y por mi madre no te preocupes, lo más seguro es que no vaya, hace diez años que no se pierde su sesión sabatina de terapia zen con un doctora de Coyoacán. Resignado, acepté. Qué más podía hacer. Amaba a Natalia, y el hecho de que ella quisiera compartir conmigo ese momento tan familiar, tan deprimentemente familiar, digamos, era una señal de que la cosa iba en serio.

El sábado me levanté temprano y elegí mis mejores garras: una camisa blanca heredada de mi hermano mayor, un pantalón de pana verde, heredado de mi padre, y mis mocasines negros de la graduación de la prepa del año anterior. Me rasuré el vello ralo que invadía mi cara, macerada por un acné juvenil de proporciones lunares, cagué leyendo un extracto del libro de Arnaldo Córdova sobre la ideología de la Revolución Mexicana, y me bañé en la más completa excitación. Don Julián calentaba el Passat 92 cuando llegué a su casa. Me indicó que Natalia se estaba arreglando, y debía esperar en la sala. Me paseé por la sala; don Julián tenía buenos libros, todos de economía, política e historia. Me pregunte por qué Natalia no había elegido una carrera como la de su padre o su abuelo, con esa biblioteca tan nutrida hubiera recibido una educación humanística y autodidacta espléndida. Quizá por la misma razón que yo no estudié Contaduría, como mi padre: por llevarle la contraria. Del otro lado de la sala, estaban los estantes de libros de doña Regina y Natalia. Libros de superación personal y filosofías orientales –de doña Regina- y una variedad de poetas, cuentistas, ensayistas y novelistas en español o en traducciones, cuidadosamente archivadas por orden alfabético, de Natalia. Me di cuenta de la importancia que tu familia tenga acercamiento con los libros: no hay mayor apego a la lectura que el impulso familiar. En casa sólo había libros de contaduría y finanzas; mi madre atesoraba revistas y fanzines católicos, o anuarios religiosos; mis hermanos sólo leían revistas deportivas. No sé cómo empecé a leer, lo más seguro es por hacer todo lo contrario de lo que veía. Natalia bajó a los diez minutos. Se había vestido de manera casual, pero sin olvidarse de la importancia del acontecimiento. Estaba bellísima con su falda escocesa y su blusa roja; una pequeña boina, un poco ladeada, adornaba sus cabellos que olían a champú Herbal Esences. Intenté besarla pero me detuvo: su padre no sabía de lo nuestro. Me llevó a la cocina y ahí nos besamos y ella me acarició el pene por encima del pantalón. Tuve que voltearme para cubrir mi erección cuando don Julián entró a la cocina para avisarnos que el auto estaba listo. Hicimos el viaje de la Portales al Reclusorio Oriente en silencio. Quise preguntar por doña Regina, pero no lo creí prudente. El trayecto me mostró un paisaje urbano irreconocible: edificios que crecían a la intemperie entre nubes de humo y desplantes de automóviles en plena carrera; zombies nómadas que se ignoraban unos a otros por turnos indefinidos, una lealtad a la ciudad donde vivían que se traducía en una terrible ignorancia de su entorno y de sí mismos. Estos zombies, dispuestos a matar por lo que son, también están dispuestos a sacrificarse por el otro. En determinado momento, como para brincar el incómodo silencio, Natalia me preguntó por mi pueblo veracruzano. No tenía mucho que decir. Me apenaba el pensar que Natalia muy en el fondo me creía un iluso provinciano que había llegado a comerse al DF cuando ella sabía que de esta ciudad nadie escapa, y es más fácil sucumbir a ella que arrancar una de sus costillas. Mi abuelo también es de provincia, ¿verdad papá?, dijo Naty ante mi silencio. Así es, mi padre nació en Jalisco, en un pueblo cerca de Tlaquepaque. Me puso de malas que quisieran aliviar mi vergüenza con el símil sentimentaloide de la paisanada mexicana: nada hace más feliz a un defeño que el hecho de decirle en la cara a alguien que no es defeño: Welcome, Mexican Friend, Welcome to Distrito Federal, That´s me.

El Reclusorio Oriente es una informe masa de concreto que abarca un predio gigantesco en la delegación Iztapalapa. Su fealdad arquitectónica sólo es superada por la ralea que se esconde tras sus muros. Naty me explicó que don Julián venía a visitar a su abuelo dos veces por mes, y en Navidad, gracias a un permiso especial, pasaba todo el día con él. Don Julián conducía en silencio, intentando descifrar el laberinto de indicaciones para estacionar el Passat en el nuevo estacionamiento del reclusorio. Nos indicó que solo podía pasar una persona a recibir a cualquier interno, y debíamos esperar en el auto. Dejó las llaves para que pudiéramos encender la calefacción. Guardamos silencio unos minutos, observando cómo don Julián avanzaba por los filtros de revisión hasta perderse entre el color gris de la fachada del Reclu. Froté el brazo de Naty en señal de comprensión y alivio. Ella se volteó y me lanzó una cómplice sonrisa que me sonrojó. Gracias por venir, Omar, me dijo, me siento rara con todo esto. ¿Por qué?, pregunté. Imagínate, mi abuelo va a salir libre después de media vida encerrado, qué va hacer después de estar ahí tanto tiempo. Lo que debe hacer todo hombre: continuar con su vida, dije, filosófico. Pero lo que pasa es que mi abuelo ya no tiene vida, se la arrebataron. Es cierto, pero los tiene a ustedes, y es mejor morir con la familia que en una fría celda, acompañado de quién sabe qué gente. Quizá tengas razón, pero te digo una cosa: no conozco a mi abuelo. ¿Cómo? Yo pensé que tu padre te había traído alguna vez a conocerlo. Mi abuelo no quiso, estaba tan seguro de salir que le pidió a mi padre que por ningún motivo me trajera, cosas de padre e hijo. Pues, querida Natalia, me parece que tienes muchas cosas pendientes que hablar con tu abuelo, dile todo en cuanto lo veas. ¿Y luego?, volví a preguntar. ¿Luego qué? De tú y yo, Naty, de tú y yo. Ah, me gusta estar contigo, es todo por ahora. ¿Es todo? Sí, es todo, eso es más de lo que he ofrecido jamás. Peor es nada.

Don Eulalio apareció después de una hora. Don Julián sostenía una vieja petaca, tan vieja que aun llevaba el lema de Ferrocarriles Nacionales de México, toda una antigüedad. Pensé si alguna vez don Eulalio había pasado por la estación de Acayucan, mi pueblo. Lo más seguro es que supiera que lo único que quedaba de las viejas glorias de los trenes nacionales era el puto recuerdo: polvo entre los rieles. Se acercaron hasta el Passat. Se ve que te ha ido bien, Juliancito, está bonito tu carro, dijo don Eulalio. A la orden papá, para lo que necesites, contestó don Julián. Ni siquiera volteó a verme después de darle un fuerte abrazo a Natalia, que ya lo esperaba fuera del coche con los brazos extendidos. Estás preciosa, mi´ja, justo como en las fotos que me trae tu papá. Gracias abuelito, hace mucho que quería conocerte. Veo que traes guardaespaldas, dijo por fin don Eulalio, lanzándome una mirada tosca en donde no podía notarse el más mínimo asomo de interés. Él es Omar, abuelito, un amigo de la facultad, me presentó Natalia. Mucho gusto don Eulalio, dije y me encerré en mi mundo de timidez una vez más.

Regresamos en silencio. Ninguno quería sacudir a don Eulalio de su letargo emocional. Observaba las calles, los edificios, la gente con una avidez que comprendí sólo puede ser entendida en una persona que ha pasado 30 años encerrado en una celda de cuatro por cuatro. De pronto, dijo don Eulalio: Me quitaron 30 años de mi vida esos hijos de la chingada. Don Julián le tomó la mano y Natalia lo abrazó por el cuello. Ninguno dijo nada el resto del trayecto. A mí me dejaron cerca del Metro Portales y ellos siguieron el camino a casa.

Los siguientes días no vi a Natalia. Ellos no estaban como para aceptar un miembro más en su familia, ya con la llegada de don Eulalio debían tener bastante. Me dediqué a trabajar dobles turnos en la farmacia para poder tener un ingreso extra. Sin embargo, ni el trabajo excesivo podía quitarme de la cabeza a Natalia. Cuatro días después de la salida de don Eulalio, marqué al teléfono de Naty. Me contestó su mamá: Ah, eres Omar, qué bueno que marcas porque Naty no ha querido salir, ya lleva dos días encerrada en su cuarto y nada ni nadie puede sacarla de ahí. Vente a la casa y por favor haz el intento de animarla. Dejé tirado el doble turno al gerente, que amenazó con despedirme, pero en una hora estaba tocando el timbre de la casa de Naty. Naty me recibió con un lindísima y cursi pijama de Betty Boop. Al lado de su cama estaba una novela de Toni Morrison. Me dijo tu mamá que no has querido salir, que estás como zombie, lancé. No dijo nada, sólo me miró con reproche. Volvió a la novela de Morrison. Nunca había entrado a su recámara, ese íntimo espacio que las mujeres solteras atesoran. No debías haber venido, dijo al cabo de varios minutos donde me dediqué a husmear por sus secretos de alcoba. Mi madre no puede tener la boca cerrada, remató. Y tampoco tú, contrataqué. Yo sé, dije, que lo de tu abuelo es algo grueso pero no es para tanto, deja que tu abuelo decida que hará. Sonrió. Mi abuelo y mi padre se fueron hace tres días a Tlaquepaque, y quién sabe cuándo volverán, dijo, con un hilo de voz. La miré llorar durante un rato, sin atreverme a abrazarla o dejarla ahí y largarme y no verla en varios días. Opté por lo primero. Y lo más cabrón es que no quisieron llevarme, dijo después de un rato. Tu padre y tu abuelo deben recuperar el tiempo perdido, sentencié.

Esa tarde convencí a Natalia que lo mejor era salir y caminar y caminar y hablar hasta perder el sentido del tiempo. Caminamos por todo Calzada de Tlalpan hasta llegar Centro. Más de tres horas de camino en donde Naty habló de lo fuerte que habían discutido sus jefes cuando don Julián le avisó que se iría una temporada con su padre a Jalisco. Hicimos planes. Yo le prometí regresar a la universidad y juntos terminar la licenciatura. Ella prometió dejar que sus padres arreglaran sus diferencias de la mejor manera: no interviniendo. Por unos días retomamos la rutina de semanas anteriores. Pero a las pocas semanas, Natalia recibió una carta de su abuelo en donde, en diez cuartillas, le resumía toda su vida en prisión, y de remate la invitaba a pasar una temporada en Jalisco. Natalia no tuvo que pensárselo mucho y esa misma tarde me dijo que se iría con su padre y su abuelo. Juré que la seguiría hasta el fin del mundo, pero en su vida no había planes para mí, cuando menos no a corto plazo. No pude convencerla de quedarse. Tampoco dejó que la acompañara. Su madre y yo la despedimos en la Central Camionera del Norte una fría mañana de febrero. Un mes después yo regresé a Veracruz, luego de enterarme de la muerte de mi abuelo. No quise regresar al DF. De vez en cuando marcaba al antiguo número telefónico con la esperanza de que Naty me contestara. Jamás obtuve respuesta.



Andrés López Sánchez.