No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



sábado, 22 de enero de 2011

EL CUENTO ES ESE


SABERSE CERCA
A Efra Moctezuma, quien sé que le gustará. A mi esposa, a mi hijo. A todos los lectores de este humilde lugar. A Woody Allen.
Cierto día caluroso Jaime decide asesinar a su profesor. El profesor es un tipo mezquino, detestable, y Jaime no encuentra mayor remordimiento para acertarle un hachazo en la frente o clavarle una navaja en el corazón. Le sobran los pretextos. Jaime recuerda muy bien a Raskolnikov y sus cuitas existenciales. En este caso no sería por usura, sino por el simple gusto de quitarle la existencia a alguien detestable. Jaime piensa que alguien así no debe vivir, no se merece al privilegio de respirar a costa de los demás, de comer a costa de los demás, de cagar en un baño decente. Hay ciertas personas que incomodan por el simple hecho de respirar. Jaime sabe que su profesor es una de esas personas. Pero Jaime no es muy ingenioso. Impetuoso, obstinado, decidido sí que es, pero para matar a un hombre falta algo más que la simple determinación de hacerlo. Es un momento de lucidez que envuelve todo en un halo de sapiencia y define, a bocajarro, tu propia existencia. Una Revelación, dicen; una imagen mística, señalan. Y entonces Jaime se documenta esperando encontrar en los libros lo que la realidad no le ha otorgado: valor. Lee algunos libros y subraya casos de asesinatos famosos. Lee periodos, estudia épocas, pasa días inmerso en biografías de sádicos y asesinos seriales, revisa los juicios nazis de Nüremberg, matanzas de la colonización española, africana, norteamericana. Anota casos como el siguiente:
El crecimiento del cúbito delata una edad no mayor de 15 años. No es posible reconstruir más. Su avanzado estado de descomposición impide hipotizar más. En la garganta –o lo que queda de ella- se encontró un fetiche sexual de aproximadamente 25 centímetros. El fetiche tiene púas en la punta, lo que desgarró la garganta y parte del esófago. No es posible determinar si el fetiche fue introducido en vida o no. Hay rasgos de tortura. Tiene cercenado piernas y glúteos, y no se encontraron restos oculares”.
Jaime se lo toma con calma. Lo del fetiche no estaría mal, es una idea que le atrae sobremanera. Pero no. Necesitaría de mucho mobiliario para mantenerlo encerrado. Quiere algo más simple, algo que parezca trivial, como muchos de los asesinatos que se ven todos los días en una gran ciudad. La vulgaridad como método de despersonificación. Así que Jaime comienza a seguir a su profesor. No tarda mucho en descubrir que sostiene una relación “casual” con un dependiente de una tienda departamental. Un tipo calvo y enjuto, insignificante. El profesor y el dependiente se ven tres veces por semana en una hotel barato del centro de la ciudad. Una de esas tardes Jaime renta en cuarto contiguo al del profesor y su amante. Descubre, como lo suponía, que las paredes de las habitaciones son más delatoras de lo común, material corriente que permite que la comunicación entre las habitaciones fuese como si no existieran las paredes. Ahí descubre que la relación “casual” va más allá. El dependiente es casado, tiene tres hijos, una esposa que aborrece y, además, cuando el profesor lo está penetrando, le gusta que éste lo llame muñequita de porcelana. Luego todo queda en calma. El profesor se fuma un cigarro, y el dependiente va al baño a limpiarse los restos de fluidos que recorren su cuerpo. Platican mucho. El profesor le cuenta sus planes para largarse al extranjero a terminar un posgrado. España, quizá, aunque no descarta que un golpe de suerte lo mande directo a la gloria académica norteamericana. El dependiente tiene ambiciones más mundanas. Quiere dejar a su mujer, y quiere vivir con el profesor. Quiere poder gritar a los cuatro vientos que es homosexual. El profesor le promete que cuando se vaya al extranjero se irá con él. Lo ama. El dependiente ama a sus hijos, pero el profesor, adiestrado en oratoria, persuade al dependiente argumentando que cada ser humano tiene el derecho de buscar su felicidad, aun si los costos de ésta afecten directamente a un ser querido. El dependiente, en tono de broma, le pregunta al profesor si en España están permitidas las bodas entre homosexuales. El profesor no lo sabe, pero promete averiguarlo cuanto antes. Una o dos horas después se van. Así dos o tres veces por semana.
La persecución del profesor está aburriendo a Jaime. El profesor es un tipo de acciones cotidianas simples y sin alteraciones drásticas. Reparte su tiempo entre sus clases, la biblioteca y las visitas al hotel con el dependiente. Algunas veces va al cine, por lo regular acompañado de alguna alumna. Con el dependiente sólo se ve en el hotel y punto. No hay un café antes del acto, ni una cena previa con pasta y vino. Una tarde, Jaime, como de costumbre, renta el mismo cuarto. Primero llega el dependiente. Se desnuda, se baña. Descorcha una botella de vino, enciende el televisor y observa un programa de variedades durante unos minutos. Suena su celular. Es él, el profesor, quien le avisa que tardará más tiempo de lo planeado. No hay problema: el dependiente lo esperaría el tiempo que fuera necesario sino tuviera que regresar a terminar un importante inventario en la tienda. No tardará, le confirma. Tiene algo que decirle, algo muy importante. Sí sí sí, dice el dependiente, él también tiene algo importante que decirle, el teléfono no es buena idea, quiere ver su rostro iluminado por la lámpara de su universo, cuando corta la llamada. Enciende un cigarro. Vuelve a encender el televisor. El mismo programa de variedades invade con su vulgaridad la habitación. Camina de un lado a otro, brinca en la cama, Jaime sabe que los nervios producen un flujo de adrenalina capaz de alterar al más ecuánime. Minutos después el profesor llega. Una caja de chocolates enciende el rostro del dependiente, quien paga el gesto con un beso, profundo y tibio. Huele a alcohol, quizá ha bebido demasiado, dos o tres copas más de lo habitual. Tienen que hablar, el tiempo apremia. No se ponen de acuerdo, cada quien quiere comerse el tiempo lo más rápido posible. Ahí está: el dependiente ha dejado a su mujer, le ha contado la verdad, ha puesto al descubierto sus sentimientos para con el profesor, ha recibido una serie de insultos como nunca, bofetadas, obscenidades, reclamos, amenazas de nunca más volver a ver a sus hijos, juramentos, maldiciones y promesas que no ha de cumplir ni en esta vida ni en otra, golpizas que llegarán tarde que temprano, pero no importa, es feliz, son felices en un mundo donde la felicidad está sobrevalorada, son felices cuando son miserables, dicen, pero se aman y eso es todo lo que importa. El dependiente calla. Fuma. El profesor se moja los labios para comenzar a hablar. Lo engaña, dice, le roba, dice, ha traicionado su confianza, dice, ha descubierto que el dependiente lleva meses sustrayendo pequeñas cantidades de una cuenta que tenían en común para hacer el viaje a Europa, dice, pero eso es lo de menos, además, dice, ha comenzado una relación con un colega suyo, un tipo en el cual pueda confiar, un tipo con el que tiene en común muchas cosas, como el gusto por los libros y el cine y el arte en general por ejemplo, pero el dependiente lo ama, no no no, nunca le haría algo así, las cantidades que sustrajo de la cuenta serán devueltas inmediatamente, las utilizó para pagar ciertas deudas contraídas por y para su familia, ¿lo puede entender?, no puede creerle, no sabiendo que no ha confiado en él para algo delicado, pero todo está consumado: el profesor le muestra dos boletos de avión para España, pero el dependiente no irá, se lo dice el profesor, tú no puedes ir conmigo después de lo que me has hecho, el dependiente sólo quería proteger a su familia, ¿de qué?, de un chantaje, dice, hay un tipo que los ha seguido desde hace varios meses y le ha pedido dinero a cambio de no contarle nada a su familia, pero eso era antes, ahora ya no importa, mi familia ya lo sabe, eso no basta, nunca bastará, no hay marcha atrás, no puede dejarlo, no debes, todo ha terminado, no, nunca, se escucha un crujido y luego un gemido que sale de una voz ahogada, algo cayendo, no te hubieras atrevido, lo siento, pero tenía que ser así: un portazo resuena durante unos segundos. Después de cagar, Jaime abandona rápidamente el hotel.

lunes, 17 de enero de 2011

TRYNO MALDONADO

Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977), es un novelista, cuentista, editor y articulista mexicano que se ha convertido en referencia ineludible de la nueva narrativa latinoamericana. Ha publicado las novelas Viena Roja (2005) y Temporada de caza para el león negro (2008), esta última publicada por la prestigiosa Anagrama y que resultó entre las novelistas finalistas del Premio Herralde de Novela 2008, que otorga la misma editorial bercelonesa. En 2007 publicó Grandes Hits, vol. 1, una antología de nuevos narradores mexicanos, conviertiéndose en el portavoz de su generación, a los que pertenecen Guadalupe Nettel, Heriberto Yépez, Valeria Luiselli y la desaperecida Aura Estrada. Además, es editor de la editorial Almadía, una editorial que ha ido ganando espacio en el competido mercado editorial gracias a un tino poco común para publicar cosas importantes y rescatar aquellos que parecían en el olvido. Les entrego un relato de Tryno publicado en noviembre pasado en la revista Playboy.



COMO NADAR EN EL HIELO.
Al igual que mucha gente en esos días, perdí mi empleó durante el agitado levantamiento civil y el posterior sitio de las fuerzas federales que se prolongó a lo largo casi un año en Oaxaca. Sin embargo, me gustaba vivir allí y no tenía la intención de volver a mi tierra. Así que decidí quedarme, estirando lo más posible el poco dinero que tenía. Durante las primeras semanas aún me tomaba las cosas con calma. Gastaba las mañanas en repartir currículos y en asistir a entrevistas laborales de las que, invariablemente, jamás obtenía algo. Por las tardes, en cambio, me salía a caminar y a leer durante horas en alguno de los cafés del centro.Una de esas tardes terminé en un café del zócalo frecuentado por turistas extranjeros. El café era malo, pero desde la terraza la vista de la plancha principal y de los soportales era estupenda.“Qué milagro”, dijo alguien detrás de mí. “Creí que te habías ido de Oaxaca, hermano.”Giré la cabeza y descubrí a Héctor. Traía puesto el uniforme del café y un gafete que constataba su nombre.“¿Qué te sirvo?”, preguntó luego de darme un abrazo efusivo que me resultó incómodo.Héctor era un muchacho zapoteco del Istmo que había conocido meses antes, pero al que le había perdido la pista. Llegó a la ciudad atraído por el movimiento social. Hacía guardias por las noches en una de las barricadas ciudadanas que se habían instaurado en mi colonia durante el conflicto y daba talleres de autogestión y de fabricación de máscaras anti-gases a los profesores del sindicato durante el día. Un par de veces coincidimos en las reuniones de la Asamblea Popular. Antes de eso, él contaba que se ganaba la vida como guía de turistas en la costa, mayormente en Huatulco. Sin embargo, era la primera vez desde que lo conocí que lo veía trabajar.“Un espresso”, le dije. “Y una Coca-Cola.”“Perfecto, te los traigo enseguida”, dijo. “Éstos van por mi cuenta.”Decir que Héctor era guía de turistas era emplear un eufemismo. La gente de Oaxaca les llama zocaleros. O, más acertadamente, gabacheros. Los gabacheros suelen ser casi por norma jóvenes de labia fácil y carisma imantado, con el radar puesto en las turistas extranjeras. Sobre todo europeas. El cabello azabache, largo, lustroso, recogido en una coleta como guerrero azteca, la tez bronceada, la ropa de manta y los huaraches de suela de llanta, son el anzuelo infalible para que el turismo revolucionario del primer mundo crea haber encontrado en alguno de ellos al último portador de la sangre real de Cuauhtémoc. La peor de las suertes que un gabachero puede correr es que su víctima se ocupe de todos sus gastos durante una o dos semanas a cambio del sexo casual intercontinental para deshacerse de él enseguida. En el mejor de los casos, sin embargo, una vida resuelta y holgada, rodeada de los beneficios asépticos de la seguridad social del primer mundo, es lo que le aguarda en su futuro al gabachero con más fortuna. Nada que no hubiera visto durante mis cuatro años de vivir en Oaxaca. Y he de decir que estos personajes me provocaban una cierta clase de envidia admirada. Lograban hazañas y conquistas sexuales a las que sólo en los sueños más húmedos yo podría tener acceso. Y Héctor, con su verba hipnótica y su éxito rotundo con las extranjeras que superaba exponencialmente al mío, no era la excepción.“Aquí tienes, hermano”, dijo Héctor poniendo el café y un vaso con hielos sobre la mesa. “Oye, hoy en la noche toca una banda muy buena en el Central. Deberías venir. Deja esos libros, lo que te hace falta a ti es una mujer. Si vienes voy a presentarte a dos suecas que se están quedando en mi casa. Dejaron a sus novios en Suiza para pasar el verano de solteras. Ésas son las que cogen mejor.”“Suecia”, lo corregí. “Suecia.”“¿Qué cosa?”, Héctor entornó los ojos y ladeó la cabeza.“Nada”, dije arrepentido. “Olvídalo.“Bueno, el caso es que estas suecas vienen dispuestas a cogerse hasta el último poste de luz de Oaxaca. Son unas diosas, hermano. Tienes que verlas…”“Me gusta la música del Central”, dije. “Trataré de ir.”“Allí te espero”, dijo Héctor guiñando un ojo. “No me vayas a dejar solo con las nenas.” Héctor terminó su turno minutos después y se despidió. Estuve poco más de una hora en el café antes de irme. Cuando llegué al Central era casi medianoche y la banda que tocaba ya había terminado. La música era la que el DJ de la casa mezclaba todos los sábados. Cumbia andina y música de los Balcanes. El volumen era tan alto que las bocinas se saturaban a menudo. A nadie parecía importarle. La barra estaba atestada de gente y en la pista no cabía un alfiler. Pedí un mezcal para entrar en calor. De pronto sentí un golpe en la espalda. Volteé a mirar qué sucedía.“Te estábamos esperando, hermano”, dijo Héctor.Se veía muy distinto sin el uniforme del café. Llevaba la melena suelta y bien peinada, una guayabera fina, pantalón de mezclilla a la moda y los huaraches de cuero que nunca se quitaba. Tenía la cara brillante y la mirada perdida. Sostenía un vaso con mezcal en una mano y una botella de cerveza en la otra. Cuando intentó abrazarme derramó el mezcal sobre mi camisa. Estaba eufórico y su alegría por el hecho de que hubiera cumplido mi promesa parecía ser sincera. “Ésta es Victoria”, dijo Héctor. “Ella es Maja.”Las dos suecas eran tan altas como yo. Llevaban tacones y vestidos ajustados. Debieron creer que irían a un club europeo. Maja iba de blanco y su vestido corto dejaba ver unos muslos bronceados. Victoria era un poco más alta. Ella era la que concentraba la mayoría de las miradas. Había un cerco de testosterona impuesto a nuestro alrededor. Héctor, a quien Victoria le sacaba una cabeza de alto, no la soltaba de la cintura ni por un segundo, como un dogo.“Nice to meet you”, dije mientras las saludaba de beso.Las dos se rieron.“¿No hablas español?”, quiso saber Maja. La chica de la barra me entregó el mezcal. Héctor no dejó que pagara. Pidieron una ronda más de cervezas y mezcales. Victoria le dio a Héctor un billete de mil pesos, pagó y se quedó con el cambio.“Gracias”, dije brindando. Debíamos gritar para hacernos entender entre el bullicio de la multitud y el volumen ensordecedor de la música. Cuando Héctor hablaba cerca de mí para explicarme algo sobre las suecas, me escupía partículas de saliva en la cara. Los seguí hasta su mesa. Había en el centro una botella de mezcal y dos cubetas de cerveza vacías. En cierto momento Victoria tomó de la mano a Héctor para llevarlo a la pista de baile. Antes de desaparecer entre la muchedumbre, Héctor miró a Maja y me guiñó un ojo. “¿Te gusta Oaxaca?”, le pregunté a Maja por decir algo. “Mucho”, dijo. “Es bonito.” Pocas veces me he sentido tan estúpido. Nos quedamos mucho rato sin decir palabra, mirando a la gente que bailaba cumbias en la pista. Bebí de un trago el mezcal y pedí el segundo. Cuando buscaba el dinero entre los bolsillos Maja me detuvo. “Yo invito”, dijo sacando un billete de su bolso. “Que sean dos.” Brindamos. Quiso imitarme, vació el mezcal de un solo trago y los ojos se le pusieron llorosos. En delante, cada vez que pedí algo a los meseros, Maja era quien pagaba. Me sentí comprometido a intentar al menos tener una conversación decente. “¿De qué parte eres?”, le pregunté. “Estocolmo”, dijo Maja acercándose para que pudiera escucharla. Olía muy bien. Sus dientes eran blanquísimos y sus ojos casi trasparentes. “Me gustaría conocer”, dije esta vez con toda honestidad. “¿Cómo es?” Maja hizo un gesto de fastidio. “Uf… Horroroso”, se quejó. “Es como nadar en el hielo todo el maldito día.” No supe qué más decir. Pedimos dos mezcales más y nos dedicamos de nuevo a contemplar a la gente que danzaba eufórica. Cada cierto tiempo los hombres abordaban a Maja. Venían a sentarse a su lado. En esos momentos me tornaba invisible. Ella, no obstante, se encargaba de batearlos tan rápido como llegaban. Entonces volvía a quedarse mirando la pista.






domingo, 9 de enero de 2011

En cierta ocasión -cuentan- la Reina Isabel I ofreció una recepción muy fastuosa e importante en el palacio de Windsor. La Reina ofreció este almuerzo en honor del sultán Amhond de Arabia, quien venía acompañado de un séquito impresionante de 50 personas. El palacio de Windsor fue decorado ex profeso para la fiesta; toda la realeza británica estaba presente; la gente más importante de Inglaterra asistiría. A su llegada, el sultán regaló a la Reina una vasija con joyas y artilugios valiosos. La Reina los recibió con gusto, y regaló al sultán un candelabro que, dicen, había pertenecido a Ricardo Corazón de León y que lo había acompañado en su larga campaña por recuperar Jerusalem en Tierra Santa. Cuando caminaban hacia la inmensa mesa principal, la Reina hizo un gesto de disgusto, apretó los dientes lo más que pudo, cogió la mano de lady Shuttle -se ayudante personal- y, sin poder detenerlo, su tiró un pedo. Todos se vieron entre sí (la Reina no pudo verlos pues dirigía el contingente junto con el sultán y una de sus diecisiete esposas) y, lanzaron un casi inaudible ¡ohhhh! Lores, condes, duques, archiduques y sires se vieron entre sí, asustados. Lady Shuttle escuchó claramente el pedo, enrojeció, apretó la mano de su ama, y, haciendo uso de su último aliento, exclamó: Lo siento.
Este acto de sumisión fue bien recompenzado por la Reina, quien otorgó a lady Shuttle un título nobiliario y varios acres en las afueras de New Castle. Todo sea por mantener incólume el honor -un poco apedorrado-de la Reina.

martes, 4 de enero de 2011

RAYMOND CARVER


Leí a Raymond Carver por primera vez por una antología de los relatos que más influyeron a Sergio Pitol, y que apareció publicada en 2001. El relato que aparecía en la antología era Tres rosas amarillas y desde el primer momento me pareció un relato perfecto. De un tiempo para acá me dedico más a leer obras pequeñas que libros de extensiones que agotan mi capacidad de concentración (no puedo continuar una novela más allá de las 150 páginas), y las obras de Carver son breves y apabullantes por el dominio de la contensión narrativa, y por esa mirada que penetra la vértebra norteamericana y la desnuda hasta la médula. ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor y Catedral son algunas de las obras de este artista nacido en 1938 y muerto a los 50 años, en pleno dominio de sus capacidades narrativas. Tres rosas amarillas es un tributo y epílogo al mejor cuentista del siglo XX, Anton Chejov, y narra los útimos días del maestro ruso y su agonía final por la tuberculosis. Chejov descrito por Carver: no podía haber mejor combinación. Tres rosas amarillas es, definitivamente, uno de los mejores relatos jamás escritos.



TRES ROSAS AMARILLAS

Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Ale­xei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un sel f-made man cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en co­mún: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperamentalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L'Ermitage (es­tablecimiento en el que los comensales podían tar­dar horas -la mitad de la noche incluso- en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecable­mente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maitre, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo ful­gor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las me­sas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando re­pentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones res­piratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el «escándalo» del restaurante tres noches atrás, pero siguió insis­tiendo en que su estado no era grave. «Reía y bromea­ba como de costumbre -escribe Suvorin en su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil.»
Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la lle­vase al hospital. Y llegó llena de temor y de in­quietud.
«Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Ma­ria en sus Memorias-. No le permitían hablar. Des­pués de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones.» Sobre ella, entre botellas de cham­paña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano -obra de un especialista, era evidente- de los pul­mones de Chejov. (Era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacien­tes puedan ver en qué consiste su dolencia.) El con­torno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. «Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas», escribe Maria.
También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país. (¿El hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al «nú­cleo de los allegados», ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo an­ciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de tea­tro («¿Adónde le llevan sus personajes? -le pregun­tó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al traste­ro, y del trastero al diván»), apreciaba sus narracio­nes cortas. Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: «Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apa­cible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso.» Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o die­tario en aquel tiempo): «Estoy contento de amar... a Chejov.»
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo
de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido ha­blar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortali­dad del alma. Recordando aquella visita, Chejov es­cribiría más tarde: «Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esen­cia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Ni­kolaievich se asombraba de que no pudiera enten­derla.»
A Chejov, no obstante, le produjo una honda im­presión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su con­cepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de «una visión del mun­do filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con descri­bir la forma en que mis personajes aman, se despo­san, procrean y mueren. Y cómo hablan».
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: «Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la pri­mavera, con el deshielo."» (El propio Chejov mo­riría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría su­perar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba «engordando», y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Ba­denweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aque­llos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apaci­bles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soporta­do un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gavio­ta. Sus contemporáneos la describen como una ex­celente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el drama­turgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amo­rosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba «mi poney», y a veces «mi perrito» o «mi cachorro». Tam­bién le gustaba llamarla «mi pavita» o sencillamente «mi alegría».
En Berlín Chejov había consultado a un reputa­do especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su pa­ciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente des­pacho: «Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta.» El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. «Chejov -escribe- subía a duras pe­nas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento.» De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las pier­nas, y tenía también dolores en el vientre. La enfer­medad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con «una casi irre­flexiva indiferencia».
El doctor Schwóhrer era uno de los muchos mé­dicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acu­día al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocon­dríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un perso­naje muy famoso. El doctor Schwóhrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cor­tas en una revista alemana. Durante el primer exa­men médico, a primeros de junio, el doctor Schwóh­rer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clí­nico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: «Es probable que esté com­pletamente curado dentro de una semana.» ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pen­saba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su esta­do. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía in­formación sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se en­contraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba termi­nando apenas lograba escribir seis o siete líneas dia­rias. «Empiezo a desanimarme -escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo.» Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de media­noche, Olga mandó llamar al doctor Schw6hrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se aloja­ran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasa­ba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún se­guía despierto fumando y leyendo, salió precipitada­mente del hotel en busca del doctor Schwóhrer. «Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio», escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía aluci­naciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. «No debe ponerse hielo en un estómago vacío», dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwóhrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le bri­llaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwóhrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy dé­bilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwóhrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimu­lar su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto al­guno). El doctor Schw6hrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: «¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver.»
El doctor Schwóhrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwóhrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pro­nunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contesta­ron, pidió que subieran una botella del mejor cham­paña que hubiera en la casa. «¿Cuántas copas?», preguntó el empleado. «¡Tres copas!», gritó el mé­dico en el micrófono. «Y dése prisa, ¿me oye?» Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece ine­vitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Lle­vaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a pri­meras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moét a la habitación 211. «¡Y date prisa, ¿me oyes?!»
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habi­litó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tra­tar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoro­so, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ven­tana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas mo­nedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwóhrer se aprestó a la tarea de descor­char la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la cos­tumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de cham­paña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres in­tercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwóhrer. No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña... » Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesi­lla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwóhrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no ha­bía el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwóhrer soltó la muñeca de Chejov. «Ha muer­to», dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acu­dido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, an­tes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwóhrer ayudarla? ¿Man­tendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schw6hrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwóhrer movió la cabeza en señal de asentimiento y reco­gió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas pala­bras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. «Ha sido un honor», dijo el doctor Schwóhrer. Cogió el ma­letín y salió de la habitación. Y de la Historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la bo­tella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuan­do le acariciaba la cara. «No se oían voces huma­nas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte.»
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía pre­guntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwóhrer acompañado del dueño de alguna fune­raria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el cham­paña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrocha­dos. Parecía otra persona. No sólo estaba despier­to, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeita­das y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hi­ciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que ha­bía sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ven­tanas abiertas. La habitación estaba ordenada; pa­recía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Enton­ces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su per­sona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, sal vo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver nin­guna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez perca­tado de su presencia, miró hacia otra parte. Enton­ces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía en­cerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, con­fiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes ex­tranjeros -dijo- podían desayunar en sus habi­taciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofre­ció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos ban­dejas, dijo luego, volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexpli­cablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamien­tos. Era como si durante todo el tiempo que él ha­bía permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel jo­ven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flo­res? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó tam­bién unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nun­ca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más impor­tante aquella mañana. Pero necesitaba que le pres­tara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le de­cía? El señor Chejov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Que­ría que bajara a recepción y preguntara dónde po­día encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, es­crupuloso con su trabajo y de temperamento reser­vado. Un artesano, en suma, digno de un gran ar­tista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿En­tiendes lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dón­de dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en al­guna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insis­tido. Di eso. Pero no llames la atención innecesa­riamente. No atraigas la atención ni sobre tu per­sona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la ca­beza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos esta­mos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevan­do a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía ima­ginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exal­tarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. De­bía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la pun­ta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un tufillo de formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adul­to, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agra­var los miedos de la gente en este tipo de situacio­nes. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posi­bles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parla­mento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muer­to, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Che­jov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la pun­ta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Cogió el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.

domingo, 2 de enero de 2011

GUANAJUATO'S PARTY

Durante un viaje a Guanajuato, unos compañeros y yo estuvimos flirteando con unas españolas open mind con la firme intención de llevarlas a la cama. Las españolas -Mayté, Eréndira y Natalia- eran originarias de Cádiz, Bilbao y Zaragoza respectivamente, pero las tres estudiaban Historia del Arte en Barcelona. Supongo que ahí se conocieron y decidieron hacer ese viaje iniciático -era la primera vez que salían de España, cosa que me pareció curiosa porque para ellas Europa está a la vuelta de la esquina- a un sitio exótico como México y otro más exótico y bello como Guanajuato. Unos días antes habían llegado de Chiapas, y en su español muy correcto nos contaron de sus "viajes" con el hachís en compañía de unos estudiantes de Sociología de la Universidad Autónoma de Chiapas y un ecléctico grupo de músicos franceses y colombianos, y sus problemas intestinales con el tequila y los tacos. Lo único que querían era pasársela bien. Estuvimos bebiendo cerveza por más de cinco horas hasta que el bar cerró y se nos acabó el dinero. Luego ellas pagaron varias rondas más en un bar que a mí me pareció horrible pero como ellas pagaban... Más tarde quisieron comprar coca y por media hora estuvimos preguntando por medio Guanajuato a sujetos que nos parecían drogadictos potenciales. Conseguido el polvo (varios gramos que ellas pagaron sin chistar) nos dirigimos a una casa que rentaban unos turistas ingleses, y ahí seguimos la fiesta hasta el amanecer. Mayté y Natalia se liaron con dos senegaleses que venían en una compañía de danza, y Eréndira se dedicó a polvearse la nariz profusamente y a hablar -en ingles- con un franchute escuálido y drogado de Braque y Picasso como si fueran sus familiares. Así que mis amigos y yo nos quedamos en un discreto rincón de la casa -que parecía, por el decorado, la casa del Indio Fernández-, terminándonos la coca y bebiendo tequila que pagaron, obviamente, nuestras amiguitas españolas. Al poco rato, el inglés de la casa nos avisó que teníamos que marcharnos. Un amigo le explicó que esperábamos a nuestras amigas pero el inglés replicó que ellas se iban a quedar y nosotros ya no éramos bien recibidos. Otro amigo escupió en los pies del inglés, que, sin inmutarse, nos indicó la salida. Amanecía cuando caminábamos por el centro de Guanajuato. Jaime, amigo, comentó que tenía que llamar a casa para que sus padres le enviaran dinero, pues se había quedado sin un duro. Todos estábamos en la misma situación. Miguel estaba callado, cosa rara en él que siempre era tan explosivo. Llegamos al cuartucho de hotel en donde nos hospedábamos. El viaje estaba planeado para una semana pero al tercer día ya no teníamos un quinto. Definitivamente tendríamos que solicitar la ayuda paterna para comprar los boletos de regreso. Me meto al baño, pongo la ropa en el taburete, y, al palpar mi gruesa chamarra, lo descubro: en la bolsa interna de la chamarra estaba la cartera de Eréndira. mil cincuenta euros en billetes varios, tres mil pesos, ochenta dólares, tarjetas de crédito, indentificaciones, pasaporte, fotos familiares y una foto de Eréndira en tanga. Salgo del baño como quien se libra del cadalso. Informo a mis amigos del hallazgo. No recuerdo en qué momento Eréndira me dio su cartera para guardarla, debió ser en el taxi que nos llevaba a la casa de los ingleses. Sacamos el efectivo y la foto de Eréndira en tanga, y con ayuda de un niño dejamos la cartera en la recepción del hotel donde se hospedaban las tres. Esa misma tarde tomamos un camión para la Ciudad de México, en donde pasamos cuatro días fenomenales con el dinero de nuestra amiga española.