No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



viernes, 13 de noviembre de 2020

 

FRANCIS REGRESA A CASA

A Dania. 


Precisaba de cierto temor para no escribir. Después de ocho años de garabatear páginas enteras sin sentido, por fin decide regresar. Se dice así mismo que esa noche beberá sus últimos martinis y después dejará el alcohol para siempre. El alcohol y la neurosis lo han llevado al borde del suicidio. Su mujer lleva meses internada en un sanatorio mental de Nueva York. Él no ha escrito nada decente en ocho años, sus editores le han otorgado dispendiosos adelantos por una obra que no llega; sus guiones cinematográficos no se venden ya, las ofertas de trabajo dejaron de llegar hace mucho. Se mantiene a flote escribiendo reseñas de dos cuartillas semanales para una revista literaria, pero la paga no es buena. Dio algunos talleres de narrativa para su alma máter, pero hace mucho que la universidad no lo llama. Durante su juventud era capaz de escribir cincuenta páginas diarias en un estado de total lucidez creativa, tanto que sus colegas escritores se asombraban de su capacidad de trabajo. Tenía planes concretos, un futuro que se vislumbraba prominente. Pero ahora no escribe nada, sólo garabatos con letra finísima, esquelas que anuncian un estado deplorable, esbozos por donde se escabulle –y él lo sabe- su talento. Para saber quién fue, escribe cartas. A sus amigos parisinos, a novias italianas que acaso no lo recuerden, al pizzero veneciano con el que bebía en noches calurosas y daba paseos en góndolas perdidas. Recuerda, no sin envidia, que su amigo más querido, a quien consideraba un escritor de medio pelo, ha alcanzado la fama y la fortuna a costa de escribir historias de guerras y viajes a paraísos exóticos, historias en donde la caza, el alcohol y las mujeres asaltan en desbandada esas páginas sosas. Pero no él. Piensa, iluso escritor, que con las cartas podrá encontrar nuevamente el ritmo de sus textos anteriores que se encabalgaban uno sobre otro con el movimiento frenético de un ferrocarril desbocado. Sus textos, ahora, tienen la velocidad del espasmo: súbito frío, caída libre al filo del abismo. Siente un dolor inmenso que se instala en su estómago cuando  piensa en la página perfecta que escribirá mañana ante la negativa de hacerlo hoy. Dice –se dice- que no importa, que lo importante en la literatura son los planes no los fracasos que redundan en nuevos planes que devienen en ideas que se plasmarán en una hoja. Quizá para darse aliento escribe una vehemente carta a su esposa, aunque sabe que  no la leerá, no en el estado en que se encuentra tras los choques eléctricos con que tratan su esquizofrenia. Lo ahogan las deudas, a él que durante su etapa europea fue capaz de escribir dos obras maestras y a su regreso a su país otra más. A él, que se codeaba con los principales artistas de la época, bebía los mejores vinos derrochando una fortuna en habitaciones de hotel y cenas carísimas. Las noches que pasó postergando su obra, atado al potro de la neurosis de su esposa, bebiendo copa tras copa hasta perder el sentido, leyendo como paliativo a la resaca que cada vez se volvía más intensa, el vómito y el frío y la sed con que se despertaba en las madrugadas y abrazado a su esposa que deliraba a su lado, insomne ante la cocaína y el vodka, las noches que veía llegar el amanecer sentado en la poltrona, cigarrillo tras cigarrillo, dientes manchados de nicotina,  sombras paranoicas en las persianas, ruidos que lo agitaban, lo desesperaban, para regresar a la cama y besar a su esposa y susurrarle al oído las palabras más dulces, ante el mutismo de ella: cómo la desnudaba lentamente y palpaba sus carnes todavía firmes, y se internaba en su vagina, succionaba de ella los tenues gemidos, movía los labios más rápido para hacerla regresar, intentaba penetrarla pero su miembro estaba fláccido, no podía sostener una erección por más de tres minutos, y ella lo miraba de soslayo con una risita burlona para volver  a su mutismo, a sus delirios. La mañana que decidió que bebería sus últimos tragos, había recibido una llamada de su editor. “No esperes mucho, la obra es muy buena, pero debes una considerable suma a la editorial, y no están dispuestos a darte más plata”, había escuchado detrás del auricular.  En su cuenta bancaria no había más que unos dólares, y un depósito no cobrado que le había enviado su padre. Había gastado las últimas regalías de sus primeras novelas en buen traje y una cena de lujo para él y una escritora con la que tenía cierta relación. Pero la cena fue un desastre: como siempre, él bebió de más y habló de más y fue sumamente encantador con la escritora hasta que tocaron el tema de su obra inacabada y él se puso histérico y acusó a la escritora de burguesa snob y pedante y sin una pizca de talento. La escritora, que admiraba la obra de él más que nada en el mundo, sintió pena al ver en lo que se había convertido: el anverso del hombre que había conocido años antes. Ella no dijo nada, le sonrió, llorando de impotencia al no poder hacer nada por él, y salió del lugar. Él terminó la botella de champán, y pidió bourbon. Algunos comensales lo reconocieron, y se acercaron para saludarlo, para estar cerca del maestro. Una joven mujer le pidió un autógrafo, pero éste la corrió de un puñetazo. Le vieron ingerir tres botellas de bourbon hasta perder el conocimiento. Despertó en la comisaría. La niebla alcohólica no se disipaba aún, y entre murmullos escuchó que mencionaban su nombre. Como pudo se incorporó, y dos jóvenes lo observaban. “Seguro que es él”, dijo uno. “No hay la menor duda”, dijo el otro. “¿Ser quién?”, preguntó él, todo boca pastosa, sed vaporizada. “Pues quién más, Jude Francis, el autor de Los pasos del hombre”, aseguró uno de los jóvenes. “Se equivocan, no soy ese señor, y si lo fui ya lo he olvidado”, zanjó el asunto. Volvió a su marasmo.  Los jóvenes callaron, y encendieron un cigarro. Al poco rato llegó su editor. Las noticias no eran buenas: el restorán lo había demandado por daños en su mobiliario y por enseñarle los genitales a una camarera. Por supuesto, no recordaba nada. No tenía los mil dólares que exigían por los daños. “Vende mi auto, quizá te den trescientos dólares, y deja en garantía los derechos de mi próxima novela”, ordenó al editor. Después de tres semanas del incidente del restorán, había decidido dejar de beber definitivamente y visitar a sus padres. Se sentía con ánimo para ponerse a escribir de inmediato, pero acostumbrado como estaba a tener que renunciar a escribir mientras bebía una o dos botellas de vino, a llenar esos espacios vacíos con el alcohol, no tuvo más remedio que sacar del armario una botella de ginebra, servirse una copa, acomodar en su sitio predilecto su vieja máquina Remington, y escribir una primera frase que detonará las demás. Pero la frase no llega, e intenta con una carta a su esposa: “Cariño, ya no tengo ambición, ni entusiasmo ni confianza, y declaro que todo en este mundo es tan fatuo que confío que mi alma esté contigo pronto.  Todo es tan pesado, me siento como aquél Sísifo griego que carga una piedra hasta la cima (yo he llegado a la cima) para que un hado funesto le haga caer y volver a comenzar. Ese hado no es otra cosa que mi terrible enfermedad, nuestra enfermedad, nuestra neurosis binaria”. Recordó sus años en París, la algarabía de las fiestas en donde él y su esposa eran el centro de atención; recordó los pintores vanguardistas a los que conoció, las cenas de gala, los tragos de ajenjo, el opio, el baile, la música, los callejones recorridos, las farolas donde se besaban, los amigos con los que hablaban de literatura, las parejas que hacían el amor debajo de los puentes, las marquesinas de teatros de variedades, los actores patibularios, los vendedores de droga, las habitaciones revueltas por semanas de fiesta, los trazos tenues de cuentos a medio terminar, los desayunos opíparos, el lento caminar del tiempo en esos años. Recordó todo eso mientras dejaba de escribir. La mano derecha le temblaba.  Los oídos le zumbaban. Tenía la boca seca. No supo qué más hacer. Vislumbró, detrás de sus gafas, que no había posibilidad para él, que el tiempo retorna a manera de memoria, que los más grandes esfuerzos terminan en sonados fracasos. Salió de departamento. El frío le caló de inmediato, y tuvo que ajustarse el abrigo. Caminó hacia la estación de autobuses, compró un boleto para una ciudad desconocida, donde nunca había estado. Sabía que no iba a volver.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL ROSTRO DE LA SANGRE.

Amores inconclusos. Leí en Experiencia, la autobiografía de Martin Amis, que en los sesenta, durante la guerra de los seis días entre Israel y Palestina (una de la primeras desde la creación de Israel luego del holocausto y no la única a lo largo de más de dos mil años de conflicto entre ambos pueblos), tuvo una novia judía sefardí en Londres. Amis terminaba sus estudios en Oxford, y vivía en un departamentito de Londres paupérrimo y frío. Su novia estudiaba medicina, y por una extraña coincidencia se conocieron en una fiesta de judíos y no judíos (anglicanos, católicos ortodoxos, no practicantes) y se enamoraron y ante la virginidad de su novia y ante la inexperiencia de Amis se acostaron esa misma noche. Su relación siguió por meses, y el primer día del conflicto que mató a siete mil judíos, la radio británica pidió donadores de sangre para los heridos. La novia judía de Amis, en un acto de solidaridad con su pueblo, desnuda como estaba frente a Amis, frente al espejo de la habitación, se dijo y le dijo a Amis que iría a donar sangre. Amis recuerda que la primera noche que hicieron el amor, ambos buscaron la prueba sanguínea de ella entre las sábanas blancas, con un guiño tradicional en una época donde lo que menos importaba eran esas tradiciones absurdas y bestiales que conferían a la mujer un trato animal. No encontraron sangre en las sábanas. O la virginidad de la judía era un mito o la sangre en la sábana no necesariamente era un requisito para desflorar el himen. La novia de Amis donó sangre para los heridos de esa rápida y absurda guerra (¿qué guerra tiene algo de coherente, qué guerra no es la representación más palpable del caos?), y siguieron los acontecimientos por la radio hasta que la guerra terminó, siete días después de empezar. Su relación no duró mucho. Años después, cuando Amis publicó su primera novela, y entre sus páginas narró ciertos episodios con su novia judía, y la novia judía leyó el libro y lo buscó,  Amis presintió algún reclamo –la anécdota de la donación de sangre y la búsqueda de sangre en la sábana estaba explícita en su libro- pero luego de cruzar algunas palabras con ella se dio cuenta que no habría reclamos y su exnovia sólo quería charlar. Tomaron café, bebieron vodka, cogieron en el nuevo departamento de Amis, un departamento más acorde con su estatus de escritor joven de moda, y se contaron sus planes. No había mucho que decir. Ella estaba a punto de dejar Inglaterra, quizá se instalaría en Israel, o en una nación que requiriera los servicios de una joven cardióloga. Amis seguiría en Londres, no tenía dónde ir, su patria estaba fincada sobre sus pies, y no en la errancia sin fin de los judíos, en el camino por donde no transitan los recuerdos porque éstos no existen aún: hay que inventarlos, crearlos desde la nada aparente, crearlos desde los libros (¿no es el pueblo semita el único que reclama su derecho de pertenencia porque un profético hado los nombró el pueblo elegido, un hado lo pronunció y se escribió en tablas, en papiros, en papel?),  hacer de los recuerdos el arma contra la sangre, contra las balas, contra los campos de concentración. Se despidieron desde la frialdad de la estación de trenes. Amis termina sus recuerdos así: “Así que nunca seré enteramente racional en relación con Israel. Siempre que piense en Israel,  lo haré con la sangre. No con la sangre mía. Con la sangre de mi primer amor”.  Y si somos sentimentales podremos decir que la imagen de un amor bañado en sangre es una de las más hermosas de la literatura. 

 

ENTRE EL ROCK, EL HITO Y EL MITO

Un poeta lo puede soportar todo.

Roberto Bolaño

LA PELÍCULA

Es la historia de un joven periodista que conoce a un crítico de rock en san Diego, luego de un concierto de Black Sabbat, y se lanza a escribir. Es la historia de un niño que creció demasiado rápido, luego que su hermana le dejase bajo la cama una maleta con discos de The Who, de Hendrix, de Zepellin, de tesoros inconclusos. El niño crece y años más tarde, ya periodista conoce a Stillwater, un incipiente grupo de rock en los incipientes años setenta, e inicia el viaje con ellos de su tour ’73 por todo Estados Unidos. Y ahí conoce a Penny Lane, la groupie hermosa que viaja con las bandas y se ofrece como musa inspiradora, y se enamora de ella en ese ambiente de sexo y drogas y, por supuesto, mucho rock. Porque nada importa más en Almost famous que la música. Nada de los entretelones de la miseria humana importa menos que la guitarra ardiente de Hendrix, o la voz cetrina de Lou Reed, o los desplantes de divo de Ozzy Osborne, o la mala memoria de Iggy Pop o escuchar que toda la banda cante Tiny Dancer de Elton John mientras el autobús avanza por caminos que no llevan a ningún lado.  Porque quien no se enamore de Kate Hudson y no marque el ritmo de la batería  con la pierna izquierda y no tarareé Stair way to Heaven o no chifle Love Street antes de la extinta voz de Morrison, quien no vea tras la ventana, inflamado de mota, el resplandor de Lennon o la vítrea imagen de Janis Joplin, quien no haya crecido con Pete Townsend, o no remarque con un poster de Pink Floyd el límite natural de su recámara, quien no se haya despertado en la madrugada, sudoroso, porque una revelación le ha enseñado el camino de la perdición,  quien no haya acariciado el rostro de la mujer amada mientras la voz de Roger Waters adormece el momento, quien no haya cogido toda la tarde escuchando de fondo Nevermind, no ha vivido.

EL AMIGO

“Tres veces luego de una borrachera he escuchado a Pink Floyd. Años antes prefería embriagarme escuchando una selección no tan selecta (¿valga la redundancia?) de rock. Ahora escucho rock en la resaca. Ante una taza de café, la somnolencia se va. Pero no puedo evitar el temblor en las manos, que se agitan más cuando Roger Waters inicia la hecatombe”.

Patricio “Pato” Marcial.

EL MÚSICO

No era un buen guitarrista. Sólo hasta los 15 años había cogido por primera vez una guitarra. Sin embargo, el azar o como se llame lo puso en el camino correcto de dos músicos talentosos y con ellos formó una banda de rock –él no había escuchado rock jamás- y al lado de ellos emprendió una gira por ínfimos pueblos de traspatio carretero, bebiendo más de la cuenta en moteles de mala muerte y bares de olores rancios. Los dos músicos talentosos sabían que él era un músico mediocre, pero pensaban –lógica irrenunciable- que la belleza salvaje del guitarrista de medio pelo sería un buen gancho para atraer mujeres. Además, pensaban, las letras de algunas de sus canciones no eran del todo malas, tenían algo de pegajoso, algo de chic, sin exagerar; pero ellos eran los talentosos en el grupo y podían darse el lujo de contratar a un guitarrista mediocre para luego desecharlo como papel higiénico. Los pueblos perdidos arrastraron borracheras, sexo en la camioneta desvencijada, fumarolas de cannabis elevándose hacia el cielo grisáceo que siempre, en esos días, amenazaba nevada. Los pueblos perdidos. La música, el rostro de los comensales habituados a las chaladas de los dueños que lo mismo les ponían un recital de poesía beat que la presentación de greñudos músicos de aliento inclasificable. El guitarrista mediocre alimentaba su tedio con largas sesiones de heroína; los dos músicos, ensayaban en donde podían, siempre acompañados de la novia de uno de ellos, una chica de cabellos color zanahoria y brazos tatuados y cuerpo delgadísimo, apunto de la inanición. A veces los dos músicos talentosos compartían a la chica. Ella se dejaba querer, en medio de esos titanes, encima de esas fuerzas de la naturaleza que pronto volcarían el cielo con sus voces vítreas.

 

EL POETA

Prefería a The Pogues o Suicide, no recuerdo, aunque no desdeñó acercarse a otras tesituras (Dylan, Lennon).  Leí  por ahí que en los setenta, luego de abandonar México e instalarse en Barcelona, consumió heroína. En México la heroína era un lujo, así que conseguían buena mota de la sierra de Guerrero. Mota buena y barata, “cola de zorra”, “Golden Acapulco”, “la escoba de la Bruja”, “el ungüento del Diablo”, “la sombra verde de Satán”. El verdadero tesoro de la sierra Madre, decían. Luego se fue de México y llegó a España, bueno llegó a España pero para él España siempre fue Cataluña y su Costa Brava, y el pueblito a la orilla del mar donde vivió solo durante algunos años y luego con su mujer y sus hijos y donde murió. En México dejó amigos. Buenos amigos, para decirlo en su tono. El mejor de ellos lo hizo personaje de su mejor novela, y al lado de él, según narró, caminó por el abismo de la poesía, la música, la abierta noche en la ciudad de México. Jóvenes, formaron un movimiento poético vanguardista que aterraba a las vacas sagradas porque, terroristas del arte, boicoteaban los recitales de poesía, llenaban de consignas antifascistas las presentaciones de libros, arremetían con avanzadas de crítica las ponencias, los cursos, las tertulias a las que no estaban invitados.  Borrachos o mariguanos, vitoreaban los nombres que en verdad valían la pena. Eran jóvenes e ingenuos y leían y escribían y se compartían sus exiguos intentos de explicarse sus insignificantes vidas. Luego venían las cervezas en cantinas patibularias, los “toques” de hierba detrás de congales de mala muerte, el sexo tibio sobre los retretes, los libros que debatían con furia, las instantáneas de la noche que salía de sí misma para incorporarse a la tenue realidad que formaban.

         Recuerdo un encuentro casual con el poeta. Yo tendría 17 años y vivía en el DF. Estudiaba algo parecido a humanidades, aunque la verdad sólo me dedicaba a vagabundear por la ciudad, a descubrirla toda, y a leer en cualquier lado que tuviera una silla y un techado para no mojarme. Fue mi educación sentimental, una sacudida que de la que nunca me he recuperado. En esos días me enteré que un poeta, un importante poeta, un museo vivo, un gloria de las letras, una vaca sagrada, en fin, llegaría a México a dar un recital, invitado por el sindicato magisterial y su lideresa. Era mi poeta favorito, o uno de mis favoritos, quién sabe, a esa edad uno se impresiona demasiado y cualquier cosa se convierte en el big-bang. Así que me presenté horas antes e hice una fila interminable para poder acceder al recinto donde se llevaría a cabo el recital. Debido a mi persistencia, pude conseguir un buen lugar, justo frente a la enorme mesa de madera y arreglos florales donde el poeta leería sus poemas. Pasaron los minutos y el poeta no aparecía. Comenzaron las murmuraciones, los comentarios obscenos, las rechiflas. Guaruras con walkie-talkies se enviaban mensajes cifrados. Entonces, algo raro ocurrió. Desde el fondo del recinto una muchacha comenzó a recitar, de memoria, uno de los poemas del poeta. Su voz era hermosa, así como hermosa era ella toda. Elevándose por encima de todos, la voz de la joven fue seguida por otros, por otras, que recitaba fragmentos de poemas del poeta, hasta que llegó mi turno y no supe qué decir. Me quedé callado, con esa risa imbécil de siempre, y no supe qué poema recitar porque estaba aterrado: mi boca era un mar de silencio, mis manos sudaban, mi lengua era un vendaval de contradicciones, hasta que mi honra lectora fue salvada por una muchachita de no más de trece años que, sentada al lado de mí, me jaló la camisa para pedir su turno y recitar dos o tres bellos versos del poeta, que ya avanzaba por la entrada del recinto, custodiado por la lideresa magisterial y una horda de guaruras y ayudantes. Acomodado en la silla principal, el patriarca al que todos seguíamos empezó por disculparse por el retraso, ante la intervención de la lideresa que pidió disculpa a nombre del poeta y del sindicato magisterial, y se lanzó durante dos o tres minutos a hablar de los logros magisteriales, interrumpido el discurso por el poeta que, impaciente, agradeció a la lideresa y empezó de una buen vez por recitar su poema más conocido, quizás sus versos más emblemáticos, aunque habrá gustos que se contradigan:

“Si me dieran a elegir, yo elegiría

Esta salud de saber que estamos muy enfermos,

Esta dicha de andar tan infelices….”

 

El poeta leía y yo leía sus poemas en silencio. El poeta leía y yo hacía arabescos en silencio con la mano puesta sobre el libro de poemas que llevaba para que pudiera firmarlo terminado el evento, quién sabe, una foto, una palabra de aliento, el bigote entrecano que remataba la boca fruncida por el calor y las preguntas imprudentes de la lideresa que, por cortesía, tenía que contestar.

         Terminó el evento. Salimos poco a poco del recinto. El poeta subió a un vehículo, siempre custodiado por la lideresa, y se perdió en la esquina siguiente, luego del semáforo rojo. Caminé por la calle, seguido por la gente que, igual que yo, esperaba la firma de libros. Beberé una cerveza, pensé, y buscaré otro poeta de cabecera. Y no volveré a aprenderme otro poema de memoria.

 

 

 

 

LA HABANA PARA UN MEXICANO DIFUNTO

I

Las ferias de libros son, por lo regular, un motivo para retener el aliento ante estantes desvencijados y comprobar que en México cuando menos, a pesar de estadísticas negativas, los jóvenes leen. La Feria del Libro de Tehuacán es tan minúscula que es un milagro que sobreviva los diez días que se instala en los jardines del Parque Ecológico sin que los vientos que bajan de la Sierra Negra no terminen por volar sus estantes improvisados con cuerdas y cartones.  El jolgorio festivo literario termina ahí, pues más que literatura y buenos libros lo que más se venden son manuales de plantas medicinales, libros de superación personal, antologías de frases célebres y los best-sellers de moda cuyas adaptaciones al cine vuelven archimillonarios de los autores de la noche a la mañana. Curioso: no creo que si a algún director de renombre se le hubiese ocurrido la idea  de llevar a la pantalla algún cuento de Borges, éste se hubiera vuelto millonario. Por ejemplo: Kubrick  dirigiendo “El jardín de los senderos que se bifurcan”. Los malos libros se convierten en malas películas que, según el gusto mediocre de la gente, generan ganancias millonarias. Fin de la digresión. Otro dato: los mismos libros se repiten en todos los estantes. El Diario de Ana Frank está en tantas ediciones que no es casual que sea de los más vendidos. Veo Maze Runner venderse como pan caliente, mientras un jovencísimo lector compra La máquina de follar del siempre rentable Charles Bukowski, y una señora entrada en carnes se lleva una novelita de Isabel Allende. Auchhh.

         Hay algunas gratas sorpresas, que remiten al autoengaño y la saturación personal. En la feria hay un stand dedicado a Cuba, a la Cuba del Che y Fidel y Raúl y Fidencio y Zoé y Haydée. Hay libros, por supuesto, pero también afiches y gorras y encendedores y fotos del Che en diversas poses y playeras con el rostro del ilustre guerrillero y mil cosas más. Cuba negocio. La Revolución caduca, desde hace décadas ha sido un negocio redondo fuera de Cuba.  El vendedor dice ser cubano aunque yo, que tengo buen oído para eso de los acentos, sugiero que es de Guerrero u Oaxaca, quizá de la mixteca. Se hace pasar por cubano, y le pongo un cuatro y lo descubro jajajajajajajaja: el vendedor afirma que el Che es cubano. Pafffff. Confirmada mis sospechas sobre la suplantación de identidad del vendedor, me pongo a revisar los anaqueles de libros. Panfletos, panfletos, planfletos soviéticos, los Diarios del Che, panfletos ilustrados, panfletos, fanzines sobre el agrarismo en Cuba, la biografía del Che por Paco Ignacio Taibo II, panfletos, los Manuscritos de Marx, propaganda de la Embajada cubana en México, una guía de turistas por un tal Roberto Perdomo, panfletos, Lezama Lima, Fernández Retamar, Heberto Padilla, y algún otros escritor orgánico de apoyo incondicional a la Revolución bolchecubana. Me decido por Inferno,  una novela de Jesús David Curbelo, escritor cubano del que no sabía nada y cuya cuarta de forros me resultó interesante por toda la verborrea que lanza el reseñista en tan pocas líneas: “En tanto esforzada configuración verbal, esta novela tiene su origen en dos órdenes estilísticos vecinos: el barroco que José Lezama Lima introdujo con Paradiso en 1966, y el sinfonismo que antes, en 1922, James Joyce había revelado dentro del contexto de la literatura contemporánea con Ulises…” Esforzada configuración verbal. De seguro el reseñista es seguidor de la escuela de Frankfurt.

 

II

Incierto, el destino de los libros. La novela de Curbelo fue editada en La Habana por la Editorial Letras Cubanas en 1999. Un matasellos sobre la portada lo ubica en Madrid en 2001, y por una extraña casualidad termina en la Feria del Libro de Tehuacán en 2015, y desde hace tres noches se unió a la breve colección de libros de la familia López Rodríguez, esperando que el padre pueda leerlo en pocos días y el hijo cuando aprenda a leer, que a fin de cuentas de él serán los libros cuando el padre vaya a unirse con sus ancestros. El periplo termina ahí.  ¿En dónde más estuvo? En la Embajada cubana, lo más probable. En alguna librería de viejo, quizá. En las remesas que mandan de Cuba por partes oficiales para promover a los escritores del régimen, tal vez. Curbelo es completamente desconocido: ese Oráculo de Delfos que es Google lo indica porque no hay una sola mención de él. No hay mención en la fea página de la editorial Letras Cubanas, que se regodea de tener a los mejores escritores cubanos. ¿Será? Para mí, los  mejores escritores cubanos son los que se han marchado, los que no aguantaron el dictum de Castro y sus manías conspiratorias. Los que se fueron: Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Zoé Valdez, Pedro Juan Gutiérrez. Los que se quedaron agacharon la cabeza y ahora escriben alabanzas sobre lo inefable, siguiendo un ideal imposible, impasible, condenado al fracaso. ¿Fue Curbelo un apestado del régimen? ¿Traicionó a la Revolución al negarse a escribir lo que se debe escribir en Cuba? No lo sabemos. Lo cierto es que Curbelo es un escritor ya no tan joven –nació en 1965-, natal de Camagüey, maestro de la Universidad de La Habana; por los agradecimientos sé que su mamá pasó en limpio y corrigió su novela; unos amigos le prestaron dos máquinas de escribir con las que pudo terminar su libro; su cuñado le prestó dinero, necesario para los últimos meses de trabajo intelectual; el libro lo dedica a José Lezama Lima, y adorna el inicio de su novela con una cita de Borges y otra de Rimbaud. El primer capítulo es un intento de reproducir el célebre monólogo de Molly Bloom con el que Joyce cierra Ulises. Su lenguaje, como anticipa el reseñista, es rebuscado, barroco, lezamiano, joyceano. Hay referencias literarias forzadas. Novela experimental, podríamos decir. Intento totalizador, si somos pedantes. Novela polifónica, si somos mamones.

No conozco La Habana. Espero ir antes que el vendaval de la apertura termine por ceder al recuerdo, y Cuba se convierta en lo que fue antes de la Revolución: un pujante centro turístico para ricos empresarios. ¿El Che murió en vano?  Todo indica que sí.

 

 

 

          

 

 

 

LA MEMORIA IMPOSIBLE

I

Cualquier lector tiene algo de detective, un talente detectivesco que lo hace recabar pesquisas para armar un cuadro criminal de sus lecturas. Sin más armas que su intuición, el lector se lanza a ciegas tras las pistas que los autores dejan. Crea, luego de un tiempo, una biblioteca ideal de autores a los que seguirá durante toda su vida. Hace años llegó a mí, un libro de un autor polaco del que no sabía nada. Curioso encuentro: mientras esperaba tres largas horas en una estación de autobuses de Xalapa, con un boleto de estudiante a la ciudad de México, observaba a un hombre que leía, obsesivo, un librito de forro negro. El hombre no era nada fuera de lo común: pelo revuelto, anteojos de carey, ropa común, botas de excursionista. La voz femenina y mecánica, detrás de la bocina anunció la salida de un autobús a Reynosa. El tipo se levantó de su asiento, dejó el libro en el lugar y caminó hacia los andenes; hizo una mueca y quiso regresar  -quizá a recoger el libro olvidado-, y luego de dos o tres vacilaciones caminó más rápido y se perdió entre la gente que se amontonaba en las puertas de abordaje. Esperé unos minutos antes de decidirme a recoger el libro olvidado, o mejor sería decir: abandonado. Luego de comprobar que el autobús había partido, me atreví a acercarme al libro. El autor no me dijo nada, tampoco el título del libro. Nada extraordinario había en un escritor  polaco de nombre Jerzy Sokowski ni  En las fauces del lobo, su obra. En el cuarto de forros, el traductor –un tal Ambrosio del Conde, español- explicaba la poca difusión de Sokowski tanto en Europa y particularmente en América, donde era un total desconocido. La intuición de publicarlo en nuestro idioma, en 1984, año de la edición que tenía entre mis manos, explicaba del Conde, partía de la necesidad de dar a conocer al público lector a uno de los escritores polacos emblemáticos de la posguerra. Un gran escritor desconocido, olvidado, abandonado a su suerte luego que las autoridades rusas lo consideraron un apestado por una serie de críticas que hizo al gobierno moscovita de Stalin. Todo lo que sabe del autor es que murió en un campo de refugiados en la frontera rumana, presumiblemente de neumonía o alguna infección sanitaria. No hay más explicaciones, ni datos biográficos. Sokowski muere en 1952, y sólo hasta los años sesenta su obra comienza a circular  en Polonia, y algunos países bálticos. Fin de la historia.

         Durante el trayecto de Xalapa al DF leí el libro de un tirón. Fue una experiencia literaria reveladora. Consideraba en esos años haber leído lo más emblemático de la literatura producida por el holocausto y el entorno oscuro de la Europa de los fatídicos años de 1939 a 1945. Pero la lectura de Sokowski me mostró una cara desconocida para mí, una temática  tan dramática que hasta los grandes escritores del holocausto habían pasado por alto, con o sin intención. La sola mención de los suicidios colectivos en los ghettos, familias completas o poblaciones enteras mediante un pacto mortal que acusaba la desesperación y locura de esos seres ingrávidos, ponía los pelos de punta. Leí la novela de Sokowski en una especie de exaltación sólo comparable con una transición emocional. La historia de la familia Wozniack era espeluznante. Poco a poco, tras padecer el infierno de la burocracia polaca y el fanatismo racial, la familia había sido obligada a venderlo todo y radicarse en un pueblo cercano a Varsovia. Acusado el padre de comunista, acusados los hijos de traidores y maricas, acusadas las hijas de adúlteras y ladronas, en una serie de sucesos nunca aclarados por las autoridades –es más que evidente la influencia de Kafka en esta obra- la familia es arrastrada en la turbulencia de la invasión alemana de 1939, primero en un pequeño guetto, donde antes de ser trasladados a un campo de concentración, deciden poner fin a sus tribulaciones mediante la ingesta de arsénico. Pavel, uno de los hijos, logra soportar el envenenamiento, y agoniza durante más de dos semanas entre vómitos de sangre, bilis y mierda. Los dieciocho miembros de la familia ponen fin a sus vidas no sin antes dejar testimonio de su desasosiego al escribir una serie de cartas que el joven Pavel conserva en el sanatorio donde es atendido, y donde al narrador de la novela las encuentra entre pertenencias no reclamadas.  El narrador reconstruye la vida de la familia Wozniack por medio de las cartas que todos los miembros entregan a Pavel. Curiosa la intención del narrador (no de Sokowski): publicar la novela en  Londres, donde, según la trama, el narrador ha pedido asilo político. El narrador no escribe la novela, dentro de la novela, encargo que corresponde a Sokowski. En la metaficción moderna, los esfuerzos del autor por desaparecer para dar voz a los personajes o  narradores dentro de la narración, se condenan a sonados fracasos.

         Llegué al DF cambiado, eso fue innegable. El recorrido en autobús y el vaivén de la carretera sólo se interrumpió cuando terminé el libro de 285 páginas y vislumbré los primeros trazos conocidos de la calzada Zaragoza. Me aferré a recordar los episodios más descabellados de la novela: la violación de Mitia, la hija, por soldaduchos  polacos, y la sangre del himen desgarrado que va tornando la nieve de un color rojizo; los excrementos que Pavel arroja por la boca ante la inminente septicemia; los esfuerzos de Jacob, el padre, por demostrar su inocencia ante las ridículas acusaciones del encargado de Asuntos Políticos; la fuerza con que Rahel y Janina hacen el amor al saber que la decisión estaba tomada y debían matarse para evitar que los nazis lo hicieran; los recuerdos de la madre de una tarde nevada en un villa de Varsovia donde festejaron el bar mihzva de Pavel.

II

Dentro de la historia que narré, hay otra historia alterna que la complementa. Lo más grandioso de la literatura es que permite que existan segundas oportunidades, no así en la vida real. Dentro del libro abandonado había una carta. Una vieja carta de despedida que el dueño del libro había olvidado dentro, una carta de violenta ruptura en una relación que no terminó nada bien. La carta es breve, así que la reproduzco en su totalidad:

Hotel Bellavista, Tepoztlán, Morelos, 27 de diciembre de 2004.

Armando

De todas las cosas que nos dijimos, la que más me dolió fue el saber que nuestra relación estaba terminada desde hacía mucho tiempo y ambos no queríamos aceptarlo. Hubo señales, por supuesto, como aquella vez que no te importó dejarme en la fiesta de Norma para irte con Pedro y Ramiro. Entendía que necesitabas tu espacio, que querías estar con tus amigos, pero ¿por qué dejarme con ese frío de la Marquesa nada más porque no quise acompañarte a seguir la fiesta? Eso me dolió. Me dolió mucho. Durante todo el camino de regreso estuve llorando en el coche de Norma, y por consolarme casi nos accidentamos antes de entrar el DF. Nunca te lo dije, y no por desconfianza sino porque me dije a mí misma que esas cosas podían cambiar y que yo sería capaz de cambiarte, que mi amor te convertiría en otra persona. Estaba muy equivocada. Ambos nos equivocamos. No supimos descifrar esos signos de desamor, de falta de cariño, hasta que todo empeoró y ya sabes en qué terminó. No quiero volver a verte, tú sola presencia me lastima, me pone en un estado deprimente, y no vayas a pensar que es porque todavía te amo, no, creo que se trata de algo más íntimo que el amor, y que pienso está cercano el odio. No te deseo nada, ni bien ni mal porque como me dijiste la última vez ‘Espero que nunca tenga la desdicha de verte’, es el mismo sentimiento que me provocas: indiferencia. Escribí esta carta más que para ti para mí, para probarme que es posible salir adelante luego de una mala relación, que la vida sigue y lo más hermoso está por sucedernos. Tengo tus libros en cajas, sólo me quedo con la colección libros de Arte.

Emma.

         Dos hallazgos en un solo día eran muchos. ¿Pertenecería aquélla carta al hombre de la estación de Xalapa? ¿Olvidaría deliberadamente la carta luego de leerla, después de varios intentos en los que no se atrevía siquiera a abrirla? Imaginé al hombre de la estación con botas de excursionista en un momento de dubitativa indecisión justo antes de abrir la carta y comenzar a leerla.  Estábamos en febrero de 2005, así que la carta había sido escrita sólo dos meses antes, en un pueblo morelense ideal para escapar de la rutina y de los males amores. ¿Quién sería esa Emma amante del Arte? ¿Quién sería el tipo de la estación de autobuses que llevó una relación tormentosa con Emma? ¿Qué pensaría el hombre al saber que otro ha leído la carta, o quizá la dejó en el asiento de la central camionera para eso, para que otro la leyera y con eso desbaratar el vínculo afectivo, demoler de una vez por todas aquella relación mezquina y autodestructiva? Me recordó una frase de Alan Pauls, un novelista que por aquellos días leía: “

La mención del lugar desde donde se enviaba la carta, era otro signo indescifrable. Un hotel, un pueblo encantador. Tenía que averiguar más.

         Hice lo que tenía que hacer. Tenía que regresar la carta. El instinto lector, el chismoso consumado. Luego de varios días de releer la carta, de darle vuelta al asunto, de releer la novela de Sokowski, por fin  me decidí. Llamé al hotel desde donde fue enviada la carta, en Tepoztlán. Inventé una excusa para preguntar por una huésped de la que acaso no habría registro, meses después de su estadía en el pueblo. Otro hado: Emma estaba hospedada nuevamente en el hotel, visitando un festival de teatro que se realizaba en Tepoztlán. No estaba en ese momento, pero dejé dicho que tenía algo de su pertenencia, y que ella querría tenerlo –o quizá no. Di mi número celular. Esperé la llamada ese día y los días siguientes.

         Tímidamente respondí cuando escuché que del otro lado del teléfono Emma Roldán se presentaba. No nos conocíamos, y sólo nos unía una carta, un libro, una estación de autobuses, un hombre extraño, cosas por las que uno podría decir forman un mundo entero porque esos datos son suficientes para amar.

III

-No quiero la carta, sólo sentí curiosidad de saber quién se había tomado la molestia de entregarla –su voz era tersa, no demostraba tensión alguna, sólo una curiosidad que me atravesaba a través de sus gafas de sol. Era hermosa, como atestigüé desde el momento que avanzó por la cafetería y la vi vestida con el chándal rojo que cubría sus hombros. Debía rondar los cuarenta, la misma edad que calculé al tipo de la estación de autobuses.

-Pensé que querrías recuperarla.

-Hay cosas que es mejor olvidar, y esa carta es parte de ese pasado.

-Lo sé, quizá no debía haberte contactado. En algún momento pensé que era una idiotez.

-Y lo es. ¿A quién se le ocurre rastrear a alguien sólo para entregarle una carta de amor?

-A mí, soy un tipo obsesivo con las obsesiones de los demás.

-Ahh, ahora piensas que yo estaba obsesionado con Armando.

-Pues no hace falta ser criptólogo para darse cuenta que quisiste mucho a Armando.

-Lo quise, sí, pero si leíste bien la carta lo mandé a la chingada por cabrón –su voz cambió y dejó entrever algún resabio de odio reprimido.

-Eso se nota, es más, me atrevería a decir que…

-No te atrevas, mejor. Tú no me conoces y yo no te conozco, y al paso que vamos nunca nos conoceremos. Puedes hacer lo que quieras con la carta, me da igual.

-Puedo escribir un relato.

-Ahora escribes.

-Intento, hago lo que puedo, improviso.

-No me interesaría leer  la historia ni aunque la escribiera el mismísimo Dostoievski.

-O la pintara Renoir.

-Deja el sarcasmo para otro día, chavo, el Arte es lo único que me ha mantenido viva estos meses.

-Por eso sería mejor que tú conservaras la carta, digo, para recordarte que nada puede vencerte, ni, bueno, el amor.

         La vi sonreír por primera vez. Era un buen signo. La curiosidad venció su pudor, no podía negar que esta tensión de saber que otro sabía su secreta relación frustrada la inquietaba.

-Podemos hacer algo. Tú conserva la carta, escribe ese relato, y luego vemos.

-Yo te llamo, al fin ya tengo tu número.

-No llamarás, mejor te doy la carta ahora mismo.

-Llamaré, y cuando te vuelva a ver y lea tu relato, si me gusta, me quedo con la carta.

 

         Esperé la llamada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA METÁFORA ABSOLUTA

Uno

El día que Mark Chapman mató a John Lennon frente al edificio Dakota, el mismo año que John Bonham murió ahogado en su vómito en la casa de Jimmy Page, ese mismo día se decidió el futuro de Markus Reelman. Un juez le dictó sentencia: condenado a morir por inyección letal. Era el 2 de diciembre de 1980. La mención al líder de los Beatles, y la mención, de refilón, del legendario baterista de Zeppelin, no es gratuita: los tabloides sensacionalistas publicaron que Reelman había escrito dos semblanzas biográficas de Lennon y Bonham, publicadas por una editorial clandestina de Boston, y, además, Reelman impartió, en los sesenta,  una modesta cátedra de cultura popular contemporánea en una minúscula universidad de Manchester, en donde analizaba la influencia del rock en las clases populares  Durante los sesenta, Reelman había participado como bajista de The Peaches,  un grupillo sin futuro y malísimo que por dos o tres años se presentó en bares de  mala muerte hasta su desintegración por la muerte de Paul Guinnes, voz principal del grupo, en condiciones que sólo años después pudieron esclarecerse. No se sabe que Reelman hubiera participado en otras bandas, aunque, en los años que se hizo famoso, se mencionó que había audicionado, sin éxito, para Zeppelin, cosa que Plant y Page ni desmintieron ni afirmaron, con lo que dejaron abierta la posibilidad. Plant mencionó que hacía 1968 la banda buscaba con urgencia un baterista, y tuvieron alguna audición en Londres, pero sin decidirse por alguien. La llegada de Bonham a Zeppelin, luego de rechazar a Joe Cocker, puso fin a la búsqueda y abrió la etapa más fructífera de la banda, hasta la muerte de Bonham y la desintegración de la leyenda.

         Poco se sabe de la vida de Reelman desde mediados de los sesenta hasta la publicación de un panfleto antibelicista en 1972, con la discusión si se presentó o no a la audición de Zeppelin en el 68.  En esos años abandonó Manchester, con 32 años, y fijó su residencia en Boston. No hay registros de actividad laboral –fue despedido de la universidad de Manchester en 1966- y sólo se tiene un carnet de trabajo provisional en Boston como acomodador en un almacén. Las pesquisas de la policía fueron más allá: encontraron que hizo un viaje de cinco días a la ciudad de México en 1970, y un viaje relámpago a Inglaterra en 1971. Fue hasta la publicación de ¿Ir a la guerra?, su panfleto contra Vietnam, cuando el profesor Reelman tomó cierta notoriedad. Le ofrecieron empleo en una escuela comunitaria de Portland, Maine, y viajaba dos horas al día en tren para presentar su clase y regresar a su departamento del sur de Boston. El panfleto fue leído por estudiantes universitarios, y publicado en la imprenta universitaria de Columbia. Reelman recibió la invitación para leer su panfleto en un evento público ante la visita del presidente Nixon a Columbia, y su éxito fue tal que a partir de ahí las ofertas de trabajo llegaron y su situación económica cambió radicalmente.

Dos

Durante tres años, Reelman escribió sobre música en revistas especializadas. Se había ganado cierto público por sus críticas encarnizadas al sistema, y por sus crónicas detalladas, bien escritas y documentadas. No hubo grupo importante que le fuera indiferente. En tres años escribió una crónica semanal para la Boston Musical Review, e hizo una entrevista a Lennon en el 73, cuando Lennon apoyó la salida de del ejército estadounidense de Vietnam, en la famosa marcha por la paz de Nueva York. Aunque la entrevista versó sobre música y los nuevos proyectos de Lennon –al año siguiente editaría Imagine-, Reelman encontró la oportunidad de sacarle alguno que otro comentario sobre su postura antibelicista, los problemas que tenía con el gobierno americano por su actividad abiertamente pacifista y, con un guiño personal, sobre su relación con Yoko Ono. La entrevista con Lennon no sólo promocionó la revista, sino le dio el empuje que Reelman necesitaba para publicar en revistas de todo el país.

         Luego de la entrevista, Reelman empezó la escritura de la semblanza biográfica de Lennon, y para ello el beatle le envió un cuestionario que Reelman requería para terminar el libro. No tuvieron más contacto. Se sabe que Lennon aprobó la semblanza con una llamada telefónica, y nada más.

Tres

El 7de febrero de 1977, una llamada telefónica a la policía advirtió de una terrible imagen en un barrio del sur de Boston. Unos perros habían expuesto el cuerpo de una mujer semienterrado en el patio de una casa. La policía allanó el lugar, y, al hacer el cateo, no encontró al dueño. Dentro, la imagen no fue menos grotesca: cientos de botellas de refresco, y latas de conserva, adornaban la casa con excrementos y orines. El olor era indescriptible. Dentro de las habitaciones, gatos y perros muertos estaban postrados en montículos de cal. De la bañera de la habitación principal, una mezcla de excremento y comida podrida hacía el aire irrespirable. Llamó la atención de la policía que una de las habitaciones estaba intacta. En ella, había un escritorio, una librero y un mueble con cientos de discos, todo en perfecto orden, limpísimo; lo mismo el fichero de notas, los diccionarios y una vieja máquina de escribir marca Brother. Un cenicero sin usar, una lapicera, un afiche de Led Zeppelin, otro de John Lennon y uno más de Bonham, eran todo el mobiliario de la habitación.

         Pronto se descubrió que en la casa vivía Markus Reelman, o el profesor Reelman, como lo conocían los vecinos. Peritos inspeccionaron toda la casa y el terreno aledaño. Tardaron tres días en desenterrar los sesenta cadáveres que encontraron enterrados en el patio. Se inició la cacería de Reelman por todo Boston, y se dio aviso a todos los estados, terminales aéreas, ferroviarias, de autobuses; por unos días, su imagen –lentes redondos a la Lennon, bigotillo ralo, boca pequeña, nariz prolongada, cabello lacio hasta  la frente- inundó los noticieros, y, costumbre en esos años, el FBI proyectó su imagen en salas de cine.

         Los meses de nieve y hielo en Boston, hicieron difícil identificar los cuerpos. Un lugar común proporcionaría cierta línea de investigación que los expertos forenses no descartaron: la mayoría de los cadáveres tenían la extraña particularidad de ser o parecer roqueros. No había duda: casi todos con cabello largo, tatuajes insignes, perforaciones, argollas cutáneas, botas, arracadas. Que un asesino serial se interesara en cierta raza, sexo o estrato social, no era nuevo, pero Reelman había inaugurado un nuevo tipo de asesino serial.

Los investigadores centraron sus pesquisas en reconocer roqueros desaparecidos en los últimos años. No fue difícil: por todo el país, las agencias policiales reportaron desapariciones en varios estados; los casos, en su mayoría archivados después de seis meses, volvieron a abrirse. Curiosamente, ninguno de los roqueros desaparecidos era famoso. Pertenecían a grupos mediocres que tocaban en bares, en cocheras y fiestas privadas por pocos dólares; nadie extrañó a los jóvenes, y en algunos casos los familiares pensaban que su hijo se había marchado a buscar fortuna en otro lado. 

         Quizá el caso más notable de todos fue el de Ramón Valverde, un mexicoamericano de Salinas Valley, California, becado en la Universidad de Boston, en donde estudiaba Ciencias Políticas con un futuro prominente. Baterista en sus ratos libres, la mayor parte del tiempo la pasaba en el campus de su universidad. Sus padres, Jorge y Lucía Valverde, reportaron la desaparición de Ramón en noviembre de 1975, cuando el joven politólogo dejó de hablar a casa. Viajaron a Boston, pusieron la denuncia y esperaron. Meses después, ante la insistencia de la policía de cerrar el caso, la familia Valverde contrató un detective privado para encontrar a Ramón. La investigación del detective se trunca en una bar del sur de Boston, donde Ramón y su banda, The hands, tocaron durante dos horas. La imagen de Ramón entrando al subway, fue lo último que vieron sus amigos.

Cuatro

En mayo de 1977, durante un concierto en Portland, Oregon, Ozzy Osborne cayó de bruces en el escenario, brutalmente intoxicado. Había bebido y consumido cocaína durante cinco días seguidos, y en su camerino lo esperaba una fiesta con putas, más coca y vodka en cantidades industriales. Agentes del FBI tenían vigiladas las entradas y salidas el estadio de los Oregon Ducks, el equipo de futbol americano de la universidad. Habían arreglado que a mitad de “Strange” Ozzy se cayera y el concierto fuera suspendido. No podía negarse: en su camerino había suficiente droga para mandarlo varios años a la cárcel. El motivo era la detención de Markus Reelman, el asesino serial de Boston, ubicado en Portland y seguido hasta el concierto de Black Sabbat. Reelman fue detenido antes de perderse entre la gente que, embriagados, vociferaban por la restitución de su boleto ante el fisco del concierto. 

         Reelman rápidamente confesó todo. Lugares, fechas, nombres, pero los motivos para asesinar a sesenta personas durante un periodo de cinco años se los cayó. Incluso dijo que, atormentado por la culpa, había enviado una nota anónima a la policía de Boston, sólo para ser ignorado o tomado como un mentiroso bromista. Recordó que al enviar la nota sólo había matado a 10 personas, así que culpaba a la policía por no haberlo detenido y evitar que asesinara a cincuenta más. La sentencia tardó tres años en llegar, pero fue inapelable. Reelman fue ejecutado el 21 de agosto de 1981. Nadie reclamó el cuerpo. Lennon y Bonham había muerto un año antes.

        

 

 

 

 

 

LAS CIRCUNSTANCIAS

I

Después de cinco días encontraron la entrada sur de la sierra. No había soldados, ni gente en el pueblo vecino. Sólo el rumor del viento que bajaba de la sierra y formaba remolinos en el descampado. Bebieron agua en un pozo cercano, casi vacío. Las casas estaban vacías. Comieron granos de elote, piloncillo, tortillas duras; bebieron nuevamente agua. Llenaron las cantimploras, recogieron la comida que pudieron y siguieron su marcha. Avanzaron varias horas, hasta internarse en la sierra. Tendrían que caminar  dos días hasta el campamento oriente, y esperar indicaciones. 

Lo que más extrañaba en aquellos días eran los libros. No era fácil conseguirlos, pues no podían quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar y estaban a constante salto de mata. No había tiempo para libros. Los libros no eran prioridad en un movimiento en donde los principales líderes fueron maestros universitarios con sólidas formaciones lectoras, pero al entrar en la clandestinidad tuvieron que adaptarse a las necesidades de las sombras. Lo que importaba era no dejarse atrapar, continuar con el postergado itinerario de golpes directos a la cabeza del sistema –golpes que nunca llegaban porque en el último momento algo indicaba que se debían cancelar-  y proteger a los líderes con su moralidad nata y su apego a las normas más honorables posible. Pasaban los días entre los recovecos inusitados de campamentos ex profesos, o en habitaciones de colonias perdidas. El tiempo era su único interés: esperar horas, días, a veces semanas hasta que se anunciaba que podían salir y entonces salían y volvían a su rutina de traslados en automóviles robados, en camiones que salían de la ciudad para internarse en los resquicios de las serranías.

Y el tiempo seguía su marcha. Hablaba lo indispensable con sus compañeros de lucha, pues tenían prohibido fraternizar más de la cuenta. Decían, o eso se escuchaba, que el movimiento estaba infiltrado hasta la dirigencia por agentes encubiertos del gobierno, y  era cuestión de tiempo la captura de los dos líderes sobrevivientes. El movimiento era su vida, y la sola idea de que podía desaparecer, lo ponía casi al borde de la histeria. No concebía un mundo lejos de ese espectáculo político al cual se había entregado desde muy joven –a pesar de su  juventud, súbitamente había envejecido en esos últimos dos años-  y una fijación lo flagelaba con fuerza: saber si, llegado el momento, tendría las agallas para pegarse un tiro ante la inminente llegada de los militares, o si sería al lado de su AK-47 con que se batiría a un duelo condenado al fracaso con la horda de militares que, seguramente, ya habrían ocupado todos los flancos del lugar, dispuestos a pasar a la historia como los artífices de lo que parecía imposible: acabar con el movimiento. Así que prefería pensar en libros. Sobre todo de noche, cuando el grupo de cautivos dormía y se daba a la tarea de recordar frases inexactas de sus libros favoritos, las novelas de adolescencia, los libros de política, la filosofía griega, la poesía, las historias romanas que su abuelo le contaba a todas horas. Era de los pocos momentos en donde no pensaba en el movimiento, y sus repercusiones políticas e históricas en su humilde país y en la decisión de entrar en él luego de la muerte intempestiva de toda su familia. El coraje de súbito al pensar en su madre con un tiro de gracia, sus hermanos desaparecidos, su padre desmembrado. Los pasillos de la Facultad de Humanidades donde estudiaba Literatura Española, los amigos con los que leía, escribía, y se emborrachaba después de los recitales de poesía que organizaban de improviso en cualquier espacio que las autoridades universitarias les prestaban. Pero la noche en la sierra era infinita, y siempre terminaba por pensar en lo que no quería: las imágenes se aparecían en su mente y permanecían clavadas como agujas durante horas, hasta que el alba lo adormecía y lograba olvidar.

II

Las veredas al lado del río, el imponente río donde el caudal se perdía con la espuma y las rocas, donde los animales bebían y los grupos de hombres temían pasar. No había paso que no corrieran peligro. Tan caudaloso, tan hondo, tan húmedo era ese río que en los más profundos días de lluvia se desbordaba por todos lados y arrasaba de una buena vez las breves resistencias humanas que se limitaban a ver cómo se perdían ranchos enteros, cosechas impotentes, vidas de familias enteras que no alcanzaban a salir de sus chozas. El grupo de hombres, fusil al hombro, mochila militar, observaban desde donde podían, intentando escapar de la fuerza de la naturaleza.

III

No lo motivaba nada más que el fin. Vislumbraba el final de todo con tanta insistencia que nada importaba. No sentía compasión por los caídos en combate,  ni por los líderes que eran atrapados en las circunstancias más inverosímiles. Sentía una tremenda compasión que lo ponía al borde del llanto cuando alguien insinuaba, entre el tabaco y el café frío, que era cuestión de meses que las últimas resistencias del movimiento entraran en la completa clandestinidad. Todos lo sabían: el clandestinaje era el principio del fin. Y él lo sabía mejor que nadie: la Historia le enseñó que no hay movimiento clandestino que resista, víctima, entre otras cosas, de su propia condición de tránsfuga. Nunca mintió al respecto: el hecho mismo de haber participado activamente en el movimiento, de ser miembro fundador, de estar comprometido con la causa lo convertía en uno de los principales blancos del gobierno. Todos los sabían. Por eso lo cuidaban. Lo movían  cada semana, lo escondían, evitaban a toda costa que lo atraparan. Pero a veces era imposible, y lograba huir porque unos, dos, tres compañeros daban su vida para que él pudiera escapar. Pensaba que debía morir con ellos, que las ráfagas de metralleta se confundieran con el canto de los pájaros de la sierra y el sonido ocultaría su llanto en el último momento.

IV

La voz de Carmen. Su tersa voz desparramada desde la hamaca, y él al lado de ella, mirándola beber café, leer las novelitas que sólo ante él ella era capaz de leer, sólo ante él y nadie más se abría toda: sin las botas militares, los sabañones que perceptiblemente comenzaban hacer mella de sus dedos, las calcetas sucias, el fusil y el cuchillo, sus uñas sucias que intentaba ocultar tras las hojas del libro, el sudor que recorría su rostro, su cuello, sus pechos perlados de agua salina, ambos cubriéndose del sol bajo las ramas de tamarindo, y más allá, viniendo desde un sitio que no podían discernir, las voces de los compañeros que bebían aguardiente a sorbos cortos, dejando a la pareja en su intimidad, risotadas de camaradería que escondían en temor a la muerte, el descanso obligado cuando los cuerpos, exhaustos, no podían seguir más. Carmen lo convertía. Ante ella no el jefe, el líder, sino un hombre enamorado, ni más ni menos. Por eso atesoraba esa intimidad en la que no era necesario el sexo: la voz de Carmen era el cuerpo que no podía tocar aún, la risa de Carmen era la cavernosa humedad donde todo iniciaba, la herida abierta que no conocía, el recurrente calcinar de huesos convertidos en cenizas de la fosa clandestina donde imaginaba encontrarse cuando lo mataran. Carmen reía. Le leía fragmentos de las novelas que era, decía, el único placer que podía darse, el único vicio burgués del que no pudo desprenderse cuando nació en ella el llamado de la conciencia social, cuando estudiaba sociología y lo conoció a él, en un mitin organizado por una asociación de estudiantes revolucionarios. En ese tiempo él leyó un manifiesto en que ya prefiguraba la lucha armada como la forma más noble y necesaria para darle al pueblo la voz que había perdido ante repaces políticos y burgueses sin escrúpulos.  El mitin terminó en una represión brutal por parte del gobierno, la muerte de varios estudiantes y la primera y, hasta ese momento, única detención de él. Carmen estuvo en el germen de todo. Delante de ella, y como una forma burda y efectiva de tortura psicológica, él fue torturado. Ante cada golpe, ante cada escupitajo, ente los cigarros quemando su cuerpo, los ojos de ella se posaban con dureza en los de él, como si la tortura fuera compartida y así, entre ambos, el tiempo se esparciera y los golpes no dolieran. No volvieron a verse en mucho tiempo. Luego de salir de la cárcel, él fue reclutado por movimientos radicales y se fue otro país a entrenarse en tácticas de guerra. Carmen terminó su licenciatura, y por un tiempo ejerció el oficio como catedrática universitaria, pero una nueva represión del gobierno la envió directamente a las filas de un movimiento político que ya cobraba fuerza, y abandonó el país al mismo sitio donde él se había entrenado. En la clandestinidad, Carmen entró en contacto con la guerrilla, y fue reclutada. Sus primeras encomiendas fueron pedagógicas. Le habían encargado adoctrinar en las teorías marxistas a un grupo de estudiantes normalistas recién llegados. Carmen cumplió a cabalidad con la encomienda. No sólo dotó a los estudiantes de los rudimentos del materialismo histórico, sino los convenció que los libros y las armas, lejos de estar distanciados, podían llevar una común existencia como una especie de medios hermanos que se nutren uno al otro de una tácita compañía. Luego vinieron tareas menos ordinarias. Tuvo que entrar en acción, y colaboró con algunos líderes en la planeación de ataques a bancos, a oficinas de gobiernos y secuestros de personajes importantes de la política. Cumplió también, sin vacilar. Cuando se vieron nuevamente, él ya era reconocido como una figura emblemática del movimiento, y ella una activista de cierta posición dentro del mismo. A pesar de pertenecer al movimiento por más de tres años, nunca se habían visto, y las identidades de ambos, por seguridad, sólo la conocían ciertos integrantes. Las piezas del ajedrez se movían sin atender a necesidades específicas de ciertos miembros, sino a ese todo que nadie conocía pero todos seguían: la libertad. 

V

No pasó mucho tiempo en que se encontraron dando vueltas en círculos. Llevaban caminando todo el  día, después que un pelotón del Ejército los había cercado en el campamento. Tuvieron sólo tres minutos para correr entre los árboles y matorrales que cubrían el campamento, cuando el vigía gritó, antes de ser rajado por las balas, que ya estaban subiendo la cañada. Los soldados abrieron fuego con todo lo que tenían; los guerrilleros lograron repelerlos algunos minutos en un fuego cruzado que causó la mayoría de bajas, pero fue inútil tanto sacrificio: al cabo de no mucho tiempo tuvieron que correr y dejar todo en el campamento. Se dispersaron. Él corría al lado de Carmen y otros tres miembros, que se turnaban para cubrirlo. Luego de varios minutos, desapareció el ruido de las ráfagas, y sólo escucharon su respiración agitada y el sonido del viento moviendo los árboles. Siguieron el protocolo: debían llegar a una población cercana donde se moverían más fácil, para recorrer la sierra por el lado norte, e internarse para encontrar otro campamento, igual de debilitado que el que acababan de dejar. No sería fácil. Era seguro que el Ejército tuviera cubiertas todas las entradas y salidas, pensando en que fuera de la sierra no sobrevivirían ni dos días. Y ellos lo sabían. La única posibilidad de salir con vida era regresando a la sierra, bajo el amparo de los cerros y protegidos por ese fuerte natural que era el río. No conocían la ruta occidente de la sierra, que era la más sinuosa, con los cerros más escarpados y donde el río se convertía en un verdadero monstruo sin fin con un caudal considerable. Pero con el Ejército siguiéndolos, era la única posibilidad. Caminaron ese todo el día hasta el anochecer. Nunca, en todo el tiempo a salto de mata en la sierra, sintió él tanto desamparo, tanta impotencia ante  la brutalidad de la naturaleza. Exhaustos, hambrientos, descansaron bajo el ceceo de un abedul. Improvisaron con unas mantas y hules un refugio para pasar a noche. Al lado de Carmen, no sintió frío ni miedo ni hambre, sólo un cansancio tan profundo que se durmió pasando los brazos por la cintura de la mujer, su mujer. Soñó con mejores tiempos. Días, meses y años en donde el pueblo finalmente fuera escuchado, y donde todos vivieran igual, sin ricos ni pobres, sin exclusiones, sin prebendas, todos unidos bajo un bien común, todos viviendo armónicamente. Soñó también con los libros que nunca pudo escribir, las historias que recreaba en esas noches de la sierra, los libros que leyó alguna vez, hace tanto tiempo que poco a poco los personajes se difuminaban en silencio. Soñó con Carmen, pero no con la Carmen guerrillera de la que estaba irremisiblemente enamorado, sino soñó con una Carmen vestida con una bata de maternidad y con seis o siete meses de embarazo. Se soñó postrado en su regazo, escuchando las acrobacias de su hijo dentro del vientre de Carmen, esos sonidos que lo transportaron, dentro del sueño, a otro sueño, arrullado por la cadencia de sus latidos del corazón. La imagen de Carmen vestida con bata de maternidad, el pelo suelto, húmedo, sobre la cintura, la historia de hadas y príncipes y dragones que le leía a su hijo con los labios pegados al ombligo de Carmen para poder trasmitir las palabras con soltura y claridad, la risa de Carmen ante la  narración simultánea de la hazaña del príncipe Escorbuto al vencer de una tajada de su filosa espada al Dragón de la Noche, que gemía y lanzaba bocanadas de  humo, apagado el fuego de su estómago, otra vez la risa de Carmen y sus manos aferradas al pelo de él, las voces dentro del sueño, las ráfagas que oyó a lo lejos, en otra dimensión, los gritos que no lo despertaron.

 

 

 

 

EL GRAFÓLOGO

Hay que procurar escribir sobre cosas que no tienen importancia. Cosas del tipo: “Las opiniones de mi peluquero sobre la política”, “La insoportable levedad del ser dicho por una vendedora de productos  cosméticos”,  “El zapato que nunca llegó a usar el zapatero”, o, en un plan más cotorro, “La novela realista mexicana como punto de partida de la novela de la Revolución”. Cosas que no valen la pena porque por sí mismas encuentran en su naturaleza banal el germen de su opacidad. Un ejemplo, entre muchos. Joseph Tardewski fue un grafólogo polaco que durante la segunda Guerra Mundial trabajó para los nazis. Nadie, en la historia europea contemporánea, tenía el talento de Tardewski para encontrar, en los trazos de las letras,  las intenciones más ocultas, a veces sin que de manera consciente el autor de la caligrafía se percatara de lo que decía entre letras. Tardewski descifró para su jefe inmediato, el doctor Hölderlin, herrkomandant de la Agencia de Asuntos Raciales, dependiente de la Oficina de Asuntos Políticos del Reich, más de tres mil documentos cifrados de militares, políticos, intelectuales, científicos, que, según creían, ponían en riesgo la estabilidad del Reich. Su especialidad eran las cartas, pero para Tardewski no había letra que no importara, ni forma que no estuviera finamente engranada a la psique del sustentante. Abogado frustrado, lector de novelas policiales,  aficionado al cine, pero sobre todo escribano para una firma de abogados de Cracovia, durante los años de guerra trabajó en una pequeña oficina al norte de Berlín, donde le llegaban toda clase de escritos de las personas que deseaban averiguar sus intenciones secretas. Era capaz de determinar la raza de una persona sólo con analizar durante unos minutos su letra; cientos de judíos que se ocultaban de la persecución de las SS y, con ayuda de algunos funcionarios, habían conseguido documentos que los acreditaban como alemanes auténticos, fueron descubiertos y enviados a los campos de exterminio por el inapelable veredicto del “Bolígrafo Tardewski”, como era conocido entre los oficiales para los que trabajaba. Su trabajo más connotado fue el descubrir una de las conspiraciones para matar a Hitler en el invierno de 1942. Lo que sabemos de historia europea no es tan clara como en esos años de guerra. Hitler aprueba la Operación Barba Roja en octubre de 1942, y para noviembre más de tres cientos mil soldados alemanes cruzan las fronteras de Polonia, Rumania y Bulgaria y se internan en territorio ruso, al mando del general Rommel.  La operación en un éxito los primeros meses: el avance contundente de los panzer y toda la artillería germana, arrasa a un debilitado ejército ruso, que retrocede hasta san Petersburgo y Moscú. En Berlín, Hitler celebra. Las bajas de su ejército son considerables, pero mínimas ante las devastación del ejército ruso y su millón de bajas, más otro millón de civiles que mueren por hambre, enfermedades y el fuego cruzado. Pero el invierno ruso se extiende más allá de lo que los alemanes estaban acostumbrados, y el avance de los Aliados por el frente accidental imposibilita mandar más soldados al frente oriental, y la carestía de municiones, medicinas, comida y ropa adecuada para mitigar en crudo invierno, son el detonante del fracaso alemán en territorio ruso. El inminente fracaso de la Operación Barba Roja, tiene  a Hitler al borde del colapso nervioso. Busca culpables en todos lados; acusa a sus generales de ineptos y al pueblo alemán de débil y conformista; lanza un decreto de reclutamiento obligatorio. Recurre a la astrología, al espiritismo y a la grafología para descubrir a los que según él conspiran contra el Reich. Algún oficial le comenta que trabaja para ellos el mejor grafólogo europeo. Hitler insiste en verlo inmediatamente. Por la tarde, Tardewski llega al búnker o “guarida del lobo” de Hitler y su Estado mayor. Hitler le pide, le exige, que haga una investigación exhaustiva para descubrir a los conspiradores. El grafólogo accede, pero necesita las firmas y algunos documentos de todos los oficiales de alto rango más cercanos al círculo del Fuhrer. Hitler acepta, e incluso entrega él mismo su firma y un manuscrito que tenía pensado leer en el aniversario de la fundación del partido nacionalsocialista. Tardewski pide unos días para analizar concienzudamente todos los documentos, y promete dar un veredicto a la brevedad. Tras días de análisis, Tardewski concluye algo que en sí mismo es posible pero que el sólo hecho mencionarlo podría llevarlo a la muerte: el único culpable de la debacle alemana en el propio Hitler, quien no siente compasión por el pueblo alemán y está endiosado con su figura y el papel que ésta juega en la historia alemana y europea. Hombre resentido, ególatra, consumado embaucador, el grafólogo descubre que la verdadera intención de Hitler es la aniquilación de la raza aria, por una asombrosa razón: Hitler es judío. Tardewski logra rastrear, en medio del discurso, la tipología semántica del judío promedio: tres o cuatro generaciones atrás, la familia de Hitler derivó en una rama judía, aunque es posible que pocos los supieran, y quizá el propio Hitler lo ignoraba. Además, el grafólogo descubrió que Hitler  era capaz de suicidarse en momentos de mucha presión. Con su cuaderno de notas en mano, Tardewski se presentó en la oficina del doctor Hölderlin. Pausadamente, explicó a su amigo y mentor sus conclusiones, exponiendo o desvelando intencionalidades de todos los generales y oficiales de alto rango que se habían sometido al escrutinio del experto. Ninguno, dentro de su círculo de incondicionales, lo había traicionado.  Si había algún traidor, no estaba en la guarida del lobo. Se guardó la conclusión sobre el Fuhrer para el último momento. Hölderlin no se inmutó ante los resultados de Tardewski, pero le sugirió no mencionarlo ni por asomo. Le enseñó unos documentos que resumían una investigación que la oficina de Hölderlin había realizado a principios de 1938, en los que argumentaban que Adolf Hitler, efectivamente, tenía una veta familiar que descendía  de judíos emigrados a Austria de alguna parte de los Balcanes. Por seguridad, la charla debía quedarse ahí, en la oficina. Ambos funcionarios tenían un odio exacerbado por los judíos, pero su instinto de supervivencia era mayor. Tardewski no podía presentarse sin nada que entregarle a Hitler, así que decidió mencionar que entre los documentos había descubierto que la mayoría de los oficiales sometidos al análisis grafológico con ascendencia noble, odiaban a Hitler, el nacionalsocialismo,  las aspiraciones populares de los líderes nazis y todo lo que representaban. El expediente fue entregado personalmente a Hitler, razón suficiente para que hiciera una purga con varios de sus oficiales que tenían sangre noble. A la sazón, fueron ejecutados veinte oficiales que usaban el noble patronímico von.  A mediados de 1944, Tardewski fue detenido por un comando aliado, y encerrado de inmediato. Pero no pasó mucho tiempo en que sus servicios fueran requeridos, y la Oficina de Análisis Estratégicos, en Londres, lo reclutó. Durante el final de la Guerra, sirvió para los aliados, y ayudó a detectar innumerables documentos que tenía códigos cifrados. El pago por sus servicios fue el no presentarlo como criminal de Guerra ante los fiscales de Nuremberg. Vivió en Londres el resto de su vida, trabajando como asesor de Análisis de Conflictos para una modesta dependencia del gobierno inglés, hasta su jubilación en 1974. En 2001, luego de la muerte del grafólogo –vivió 95 años-, la viuda de Tardewski vendió los derechos de publicación de sus diarios y cuadernos de notas a una coleccionista de curiosidades nazis. El análisis de la firma de Hitler y de uno de sus discursos, y los resultados de éstos, fueron publicados por entregas por un diario berlinés. En los últimos años de su vida, Tardewski dedicó su tiempo a leer historia romana y pasear con sus nietos por los campos de Londres. Nunca purgó condena alguna por sus delitos, es más, la publicación de sus cuadernos de trabajo y el puntilloso estudio que dedicó a varios oficiales nazis –Göring y Himmler, los principales- y la manera cómo atinó en varios de sus perfiles, lo convirtieron en un héroe anónimo momentáneo, de los muchos que transitan por la terrible y trágica historia de esos años. La verdad histórica, siempre a la caza de estos tiranuelos de poca monta, lo puso en su lugar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

AUTORES SECRETOS

Ramón Golden nació en Ciudad Juárez, Chihuahua, en 1957. Escribió dos novelas imprescindibles que son el germen de lo que hoy se conoce como “narrativa norteña”: La malaria, y Pásame de una vez, la primera publicada cuando Golden estudiaba sociología en la Universidad de Chihuahua, y la segunda publicada en una imprenta clandestina, con recursos del propio Golden, quien afirma que “en una pelea de gallos, en Parral, gané los cinco mil pesos que me costaron los cien ejemplares de mi novelita”. Pocos conocen la obra de Golden, salvo algunos fieles fanáticos, en los que me incluyo. Muchos lo consideran un autor burdo, con recursos limitados. Algún crítico ¿avezado? llegó a decir, allá por los 80, que Golden era un autor tan clandestino que no merecía la pena leerse. Dudo mucho que el crítico haya leído a conciencia los dos libros de Golden, porque por lo regular la crítica literaria se dedica a pasarse de mano en mano el cánon que consideran importante. Es un mal generalizado: la crítica es, en muchos sentidos, destructiva, parcial, anodina y analfabeta. Muchos se rieron de Golden porque regalaba sus libros publicados por su bolsillo en los congresos de literatura, en los cafés literarios, entre las oficinas culturales. Organizó lecturas de sus cuentos –no hay un solo cuento que se haya publicado, no sobrevivieron la malaria de la envidia, y lo que sabemos de ellos es de oídas- en bares, cantinas y burdeles, recordando quizá el espíritu de los poetas y escritores dadaístas que leían sus textos en el intermedio de una pelea de box, o desde noctámbulos bares de olores mariguanescos. Él les recordaba que el conde de Lautréamont publicó Los cantos de Maldoror con  recursos propios, a encargo de una imprenta parisina que lo mismo editaba libros que calendarios y pastiches.

La vida de Golden fue corta, como sus obras. A caballo sobre el tiempo, bebió todo lo que tuvo entre sus manos, y se inyectó de más; nunca tuvo pasaporte, así que entraba de ilegal a Estados Unidos en donde pasaba largas temporadas trabajando en lo que cayese, para juntar dinero y regresar a Juárez y vivir medio año a costa de las putas que llegó a regentear en su ciudad natal. Pásame de una vez narra la historia de esos viajes, de sus diversos oficios, de sus empecinadas lecturas de autores gringos –se sabe que escribió en poema que tituló Sálvame, dios Salinger, dedicado al autor del Guardián del centeno-, y del amor profundo de una mulata afroamericana de nombre Chantisse que conoció en Nueva Orleans, donde vivió algún tiempo, trabajando como lavacoches.

No hay en internet una sola referencia que pueda indicarnos que Golden existió.  Es verdad: la existencia de las personas ha pasado a ser una estadística que aparece en Google y  Facebook: si no estás en estos medios, no existes, no eres, o en todo caso eres un fantasma que deambula por esta vida de mierda. No hemos convertido en clones mutatis mutandis de la despersonificación. Pero casos como el de Ramón Golden no indican que  estos medios algún día se irán a la chingada con sus trendic topics o sus hagstags o como mierda se llamen, porque la vida es mucho más que una invitación a formar un círculo de amigos con gentuza adicta a mostrar su intimidad. Golden es más que eso.

Según Sabina, su hermana, Golden murió atropellado en Madison, Wisconsin, en 1986. Había llegado a esa ciudad seis meses antes, para trabajar como jardinero en un campo invernal para jubilados de una empresa de aviación. Recibí la invitación para formar parte de un círculo de lectura hace más de un año, y acepté. Me llegó vía e-mail sus dos obras, en formato PDF, pues es imposible encontrar su obra impresa. Agradezco a los amigo de Círculo de lectores mexicanos por esa oportunidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA TINTA SIN NOMBRE

I

En agosto de 2008, luego de hacer las últimas correcciones a su novela El rey pálido, David Foster Wallace se suicidó. Llevaba días encerrado en su estudio de Berkeley, California, escribiendo y escuchando piezas de Bach. Ellen, su esposa, le llevaba de cuando en cuando aperitivos. Esa última tarde escribió una nota suicida de dos páginas, subió al cuarto de su esposa, destendió la cama, se durmió un rato, y más tarde se colgó de un árbol en el patio de su casa. Autor de una de las obras literarias más emblemáticas de los último años, escritor precoz, genio, Foster Wallace llevaba años luchando contra la esquizofrenia y la depresión. Su novela La broma infinita, es considerada como la obra más importante de la narrativa norteamericana de principios del siglo.

II

Se escribe para sobrevivir. El absurdo predomina. Se camina en círculos. Pensemos en la muerte de Kafka en el sanatorio de Kierling, las cartas que escribió a Felice Bauer, sus obras inconclusas. Pensemos en la muerte de Chéjov, tan bellamente narrada por Raymond Carver en esa obra maestra del cuento que es Tres rosas amarillas. Pensemos en los libros que nunca se leerán porque a estas alturas no interesan. Proyectos perdidos, páginas en blanco. Pensemos en historias simples, sin retoque, piezas de orfebrería de la imaginación.  Pensemos en que nunca seremos verdaderos escritores, porque, como decía Renato Leduc, no tenemos de la mosca la tenacidad. Leí en Sergio Pitol que Cyril Connoly decía que todo escritor debe aspirar a escribir una obra genial, de lo contrario es un mediocre. Somos imitadores, lectores, nuestros intentos de escritura son tan vagos, tan perecederos, que no merecen la pena publicarse. No queremos aduladores, gente que te palmeé al hombro y te diga no genial que somos. Nunca escribiremos en cuento como Funes, el memorioso o una novela como El arco iris de gravedad. ¿Por qué seguimos servilmente empeñados en escribir? De tanto escucharlo, muy en el fondo de nuestra vanidad, llegamos a creerlo alguna vez. Alguien nos lo dijo, tras un café. Alguien pensó que podría ser verdad.

 

III

Michel Huellebecq es un escritor francés de amplia trayectoria. En 2011 publicó la novela El mapa y el territorio en donde utilizó citas textuales extraídas de Wikipedia como sustento de la temática científica que manejaba en su novela. Los críticos destrozaron a Huellebecq, acusándolo de plagiar documentos que no son confiables y ofrecer una visión distorsionada a la veracidad científica.  El escritor se justificó afirmando que toda información de Wikipedia es pública, y por lo tanto no hay derechos de autor pues los artículos, en su mayoría, no aparecen con firma. En cualquier caso, Huellebecq vendió millones de ejemplares de su libro, y ahora es un escritor, además de famoso, rico. Las bondades de la mala crítica literaria.

IV

Durante la universidad, a Ricardo le auguraron un futuro promisorio en el mundillo de las letras. Alguien se lo dijo, y él lo creyó a pie juntillas. Muy joven publicó en revistas, antologías, en libros universitarios de jóvenes narradores; presentó ponencias en congresos literarios, y más de un docente le prometió conseguirle una beca para cursar un posgrado. Sus amigos lo adulaban, esperando extraer de él algún conato de sabiduría, el festín literario que sus mediocres mentes no podía acceder. Al final, Ricardo se agotó. Dejó la ciudad, mandó  a la verga a todos aquellos huele pedos, se instaló en una modesta ciudad de provincias lo más parecida a una ratonera, olvidó la literatura, casó una, dos veces, tuvo hijos, y consiguió un modesto empleo como funcionario público. De vez en cuando se entera de los logros de otros. Una beca por ahí, un doctorado por allá. Ricardo regresa a sus libros, el único refugio donde es realmente feliz y realmente infeliz, según sea el caso. Contradicciones de la vida. Piensa que todos tienen derecho a tomar sus propias decisiones, aunque la mediocridad estribe en alcanzar lo que todos aspiran: seguridad económica, estabilidad laboral. Se olvidan de lo más importante. Ricardo no puede evitar pensar en Kafka, que decía que sentía haber cometido un error fundamental en su vida, pero por más que daba vueltas a su caso, no encontraba cuál había sido ese error. Y Ricardo se ríe, ante la enésima copa de brandy.

 

V

Alguna vez vivió, estuvo entre los vivos, un joven que jugó a ser poeta-dios. Murió a los 39 años, pero dejó de escribir a los 21, dejando tras de sí un montón de poemas, un montón de buenos poemas tan fundamentales que la poesía actual sería incomprensible sin ellos. El poeta abandonó la escritura, y dedicó su vida a hacer dinero, lo que consiguió tras varias tropelías. Ante la página en blanco, el poeta prefirió el anonimato. No vivió lo suficiente para ver su propia inmortalidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL MÚSICO

 

 

Una mueca, el sonido, el disparo: una cuerda que cual gata desespera y anuncia, el metal en derredor  de lo que se extingue, sale tras de sí: inercia, ruido hacia adentro, vibración que expande el minúsculo reticular, sueño sueñas, pasos, hace muchas Biblias que  el hombre era el padre y el hijo era el periplo redimido y la guitarra salía desde donde:

 

            Quizá por la extrema suavidad de sus voces, aún me impresionó más de súbito que alguien, un vecino tal vez, me despertara de tal forma: desde el fondo del departamento salía la voz cetrina de Ceratti cantando y tocando y lanzando al viento “La ciudad de la furia”, ese himno no reconocido a las necesidades eternas, a un Buenos Aires que se cae a pedazos en medio del caos: el temblor del cuerpo, la sopa fría en la mesa, la ropa mal planchada: se hace tarde para llegar a algo, algún lugar no encuentra su acomodo:

Los pocos familiares y amigos que aún tenían el coraje de acercarse a mi casa llegaron a decirme, supongo que tratando de suavizar mi angustia, que no pasaba nada. Nadie había muerto, todos estaban en casa, tomando una taza de café y comiendo un bollo de canela. Pero no era así. Y yo lo sabía. La mayoría habían muerto en el accidente: un autobús repleto de familiares que había organizado un viaje a  Guadalajara. El chofer del autobús perdió el control y se fue a estampar contra un remolque mal estacionado. Todos muertos, todos: 31 personas de la familia carbonizadas. Los abuelos: calcinados. Los tíos: calcinados. Los sobrinos: restos humeantes en medio de la carretera. Entre los restos, el metal y el olor a quemado, pude ver el regalo que días antes le había hecho a mi sobrino Marcos: el Sueño estéreo, el último disco de estudio de Soda antes de que decidieran separarse. Marcos, Marquitos, el querido y aplicado joven que leía a Borges y a Nietzsche desde los trece años, que lo mismo escuchaba sonatas de Bach que se sumergía tardes enteras en dilucidar el intríngulis del sonido de Frank Zappa, estaba semiquemado, a un lado de la carretera.  Sostenía su viejo walkman, también chamuscado. Dentro, sorpresivamente intacto, el disco de Soda rodaba a veces, deteniéndose otras. Marquitos no quería ir al viaje. Su madre, la terrible tía Carmina, lo había chantajeado con lo que Marcos pedía: boletos para ver a Lacrimosa en su gira por México:  

En la morgue del pueblo más cercano nadie nos atendía. Era domingo y nadie, ni los forenses, trabajaban. Uno no se puede morir en domingo en este país, no esta permitido morirse en domingo. Muérete otro día, tal vez viernes o lunes, pero que no se te ocurra morirte en domingo o días festivo o en el mero día de san Judas Tadeo porque nadie te va a entregar. El tío Cástulo, de los pocos, junto conmigo, que había decidido a última hora no viajar, estaba deshecho, sentado en la desvencijada sala del forense. Tomaba pequeños sorbos a un café de color irreconocible y un sabor peor. En el accidente había muerto la tía Martha –su esposa- y Marla y Coque, sus hijos. El tío no lo podía creer. Repetía, con voz inconexa, que él debió ir en ese autobús y morir con todos los demás, morir con su familia. Yo no pienso así: la vida no se repite:

 

Estaba todavía oscuro cuando apareció el forense. Fumaba un cigarrillo. Le pedí uno. Nos dijo, con una frialdad sólo comprensible en esas personas cuyo oficio consiste en relatar la muerte mediante el nada agradable placer de desmembrar los cuerpos, que el pueblo no contaba con los recursos necesarios para atender a tantos cuerpos. Así lo dijo: A tantos cuerpos. Pero dio una solución: en una hora mandarían a expertos del gobierno para atender lo que se requiera. No todos los días morían 31 miembros de una misma familia. Esperamos en silencio. El tío Cástulo lloraba. Quise abrazarlo, pero no supe qué decirle, no soy bueno para consolar a nadie, y últimamente desde mi recaída en las drogas no soy buena compañía. Hojee una vieja revista que estaba por ahí. Sorpresivamente, encontré un buen reportaje sobre la trombosis fulminante que hace cuatro años llevó a Cerati al coma. Daba un concierto en Caracas, Venezuela, cuando, en medio de la canción “Crimen”, se desmayó. Los servicios médicos venezolanos le salvaron la vida, deshaciéndole un coágulo de sangre que intempestivamente recorría sus arterias con vías a estacionarse definitivamente en su cerebro. Le salvaron la vida, pero quedó en coma. A eso no se le puede llamar vida. Su madre no quiere desconectarlo, dice que agotará todos los recursos necesarios, en espera que Gustavo algún día despierte y puede volver a hacer lo que mejor hacía: cantar y tocar la guitarra. El reportaje pone ejemplos de personas que despiertan de un coma luego de años. Una mujer suiza que pasó veinte años en coma hasta que una tarde despertó. Un hombre en  Illinois que quedó en coma luego de un accidente laboral. El seguro se hizo cargo de todos los gastos médicos, incluidos los 15 años que pasó en el Memorial Hospital de Chicago. Una tarde llamó a su mujer quien, de la impresión, se desmayó al lado del hombre. La mujer no quedó en coma a causa del golpe que se dio en la cabeza, pero perdió todos los dientes frontales:

Nos entregaron los cuerpos 26 horas después del accidente. Uno a uno los subieron a un camión especialmente contratado por el gobierno del estado para trasladarlos hasta sus lugares de origen.  Mi familia estaba dispersa. Vivían en sitios tan disímiles como Cancún, Puebla a Tuxtla Gutiérrez. No sería un recorrido fácil. Los pocos familiares que quedaron vivos se hicieron cargo de los gastos funerarios. Algunos tenían seguro, así que no gastaron mucho. Sentí un frío sepulcral en la espalda al ver los cuerpos en bolsas de plástico negro; ahí estaban todos y cada uno de los familiares que yo conocía, etiquetados con sus nombres y direcciones para su traslado. Pensé que fue mejor que me hubiera separado de mi mujer, hace tres años. De haber seguido juntos, posiblemente ellos y yo estaríamos en esas bolsas, tristemente muertos. El tío Cástulo se desmayó cuando le entregaron los cuerpos de su mujer e hijos. Sentí tristeza por él. Le recomendaría que, ahora sin nada por qué vivir, sería mejor que se diera un balazo en la sien. Recordé unos versos de Nicanor Parra, el gran poeta chileno, que me parecieron idóneos: “La vida es lo que es / y no lo que un hijo de puta llamado Einstein dice que es”. Recordé una frase de Gustavo Cerati, en su canción Disco eterno: “Vengo a  descubrir por qué ese deseo crece”. No lo sé. Me voy a casa, beberé una botella de ron, le hablaré a mi hija, y le diré que estoy feliz de que esté con vida.

 

 

 

 

LA IMAGEN DEL CAOS O EL MAL PORQUE SÍ


Una imagen me atormenta desde hace días, no me deja dormir, y a ratos me provoca un súbito vómito que sólo puedo retener con aspirar aire de donde sea y tomar un vaso con agua: Cuatro mujeres están desnudas, atadas de pies y manos, hincadas; dos están vendadas; las cuatro tiene signos de tortura, sangran del rostro, del vientre, de su entrepierna. Varios tipos apuntan rifles A-R15, y uno o dos más graban todo la escena dantesca que vendrá después. Uno de los captores las escupe, y pregunta a una de las mujeres para quién trabajan; la mujer, entre sollozos pero ecuánime –esa ecuanimidad que te da el saber que digas lo que digas nada tiene remedio y la has cagado de manera definitiva- contesta que para el Cártel ****. El captor ataca a la mujer con más preguntas: quiere fechas, nombres, datos; la hace repetir una y otra vez que trabaja para el ****, para que quede constancia de lo que van a hacer. En cinco minutos la mujer dice todo, qué más da, en el fondo lo sabe, lo presiente, y por eso su voz no tiembla ni una vez cuando dice nombres, lugares, fechas, escondites, comandos, jefes: no saldrán vivas de ahí. El camarógrafo es improvisado: con una cámara de celular graba toda la escena, moviéndose para captar el rostro de la mujer, y la voz del hombre que interroga y escupe. La voz el hombre que amenaza con un “Miren putas golfas lo que le vamos a hacer a sus viejas, no tiene güevos y mandan viejas, vénganse y nos damos en la madre, putos, somos ****, no lo olviden”, y detrás de escena salen cuatro tipos con hachas, sí hachas para cortar madera, hachas que usan cualquier campesino para trozar troncos, y el camarógrafo acerca la toma mientras entre mentadas de madre los cuatro narcoleñadores tiran de una patada al suelo a las mujeres, y ahí entonces todo se va a la mierda, ahí me digo que si Dios existe esto no debería pasar, ahí me persigno porque las mujeres aúllan, lloran, suplican, ahí me aferro al sillón desde donde veo este video, ahí se me va el aire y el vómito recorre mi estómago, porque con un bufido animal los cuatro hombres descargan casi al mismo tiempo un certero hachazo en la espalda de las mujeres que lanzan un graznido ahogado, y luego los hombres se mueven en círculo, calculando el lugar más idóneo para lazar el segundo hachazo y toman distancia y bufan y el hacha rasga el cuello de las mujeres que todavía, por reflejo del cuerpo, intentan cubrirse con las manos pero los hombres las apartan, lanzan un tercero, un cuarto, un quinto, una serie interminable de hachazos por todo el cuerpo de las mujeres que ya no se mueven, y la sangre brota por todos lados, la cabeza de una de ellas se desprende por fin ante la insistencia del hombre que ha dejado el hacha y termina de decapitarla con un machete, instrumento más manipulable y práctico, para después mostrar la cabeza de la mujer en toda su desgracia, y los ojos de la mujer, en ese rostro-amasijo de sangre, Dios mío, los ojos abiertos de la mujer que quien ve este video puede imaginar que la última imagen que vio es la imagen del miedo, los ojos abiertos que me atormentan de noche, los ojos abiertos que tengo tres días soñando y sólo porque me atreví a ver ese video por sugerencia de un periodista, de un buen periodista que en uno de su libros lo pone como el sanguinario resultado de la realidad en México. Los leñadores muestran los torsos desnudos de las mujeres, los senos marchitos, desgarrados, los miembros regados por todo el lugar, la sangre, otra vez la sangre, y las estúpidas risas de los captores que orinan los cuerpos –ya no son cuerpos: son espacios incorpóreos- para después lanzar la última advertencia a sus rivales. Todo lo que llevo escrito, no se acerca, ni por asomo, a la contundencia de las imágenes.

Es casi imposible documentar el horror que desde hace una década se inició con la declaración de guerra de Calderón al Narco. Pocos periodistas se han atrevido a hacerlo, y los que lo han conseguido puedan palpar de primera mano el horror. Y es que se calcula que desde 2007 a la fecha, cada hora ha muerto una persona vinculada, de manera directa o indirecta, con el crimen organizado, o simplemente por haber estado en el lugar menos indicado: la guerra entre bandos del narco. Saquemos cuentas: 200 mil personas, más miles de desaparecidos, desplazados, emigrados, pueblos fantasma en el Norte de México, fosas clandestinas, cadáveres desmembrados, secuestros, tortura, prostitución, entre otras exquisiteces, es el resultado de esta guerra que más contra el narco es por el control del narco, o sea, por el trasiego de droga, por la utilidad de las rutas que se construyeron hace treinta, cuarenta años, por el pastel que representa el consumo en Estados Unidos y las enormes ganancias que todos, políticos, narcos, militares, empresarios, desean a toda costa.

Uno de estos periodistas a los que todos debemos agradecer que hagan su trabajo arriesgando su vida, es Diego Enrique Osorno (Monterrey, 1979), un regiomontano que desde hace 15 años ha vivido entre el fuego cruzado, documentando lo que es vox populi pero nadie se atreve a decir si no es en las charlas de sobremesa, o en las oficinas de las dependencias del Gobierno encargadas de la seguridad, o entre la población afectada de manera directa por esta guerra, que aún con Peña Nieto sigue, y no tiene para cuando terminar. Osorno posee una rara capacidad para la narrativa, y sus libros El cártel de Sinaloa (2009), y La guerra de los Zetas. Viaje por el territorio de la necropolítica (2012), pueden leerle como crónicas periodísticas no lejanas a la narrativa, fuertemente documentadas con entrevistas, documentos oficiales, el recorrido presencial a las zonas de conflicto, el anecdotario a la manera del maestro Kapuscinski y la valentía de todo corresponsal que no teme estar en el momento preciso. 
               La tarea de Osorno es documentar el Infierno, no el lejano Infierno de Dante en su Divina Comedia sino el espacio mexicano donde es posible ver escenas como la que narré al inicio, y que Osorno también vio en el conocido Blog del Narco, creado por estudiantes de Monterrey que decidieron crear un espacio dedicado al narco, al no poder conseguir noticias frescas por el miedo de los periódicos a publicar datos vinculados con el crimen organizado. Este blog cuenta con cientos de videos, algunos enviados por los mismos cárteles, otros colgados por personas anónimas que tuvieron las agallas para documentar crímenes, balaceras, secuestros express, robos, y lo publicaron sin más. Si se quiere acceder al verdadero horror, si tienes el estómago para verlo, visita el blog.

No podemos sustraernos de lo que pasa en México, pero ante tal oscuridad, es mejor mantenerse al margen. Nuestra labor como ciudadanos es de otro tipo, quizá de vigilancia, denuncia, no de acción. Para ello hay gente como Diego Enrique, como Aristegui, como Meyer, que toman en serio su trabajo, y más: toman en serio su condición de ciudadanos, de mexicanos, para denunciar a través de sus libros lo que la gente en el poder oculta. Quizá en ciertos momentos los libros de Osorno te asqueen; es normal, se trata del efecto del miedo que ocasiona el sentirnos acosados por una maquinaria que está en todas partes, que vemos pero no vemos, que sentimos pero no sentimos, una maquinaria que está ahí, como sacada de una pesadilla, una película incoherente de Lynch, un relato de Kafka, una pintura del Bosco, un espectro, una figura demoniaca, mitológica, que acecha noche tras noche tus sueños. El Mal que se esconde tras las ventanillas de autos de lujo mientras tu paseas con tu familia y vas al cine; el Mal que te observa comprar un casa, para luego secuestrarte; el Mal que te asfixia, y te lleva luego a la paranoia. Y sí, me persigno, aunque en este acto no encuentre desde hace mucho el alivio que sentía antes, cuando niño, y me limite a sentir el recorrido de mi mano derecha por el pecho. Es el Mal porque sí.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SON DE ESAS PEQUEÑAS COSAS DE LAS QUE SE NUTRE LA AMISTAD.

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Desde hace varios años, vengo a la cantina “La noche bocarriba” (homenaje al cuento de Cortázar, no está demás señalarlo) a tomarme una copa. No es que el lugar, en pleno centro de la ciudad de Tehuacán, sea un lugar muy agradable para estar, pero Ramón, el cantinero, sirve un vodka tonic excelente, y su charla es, por decirlo de menos, muy reconfortante. Además, los cantineros son una rara especie de psicólogos muy adaptados a las eventualidades de sus excéntricos clientes, algunos tan raros como aquél que llega los sábados por la tarde, con su lap top y un libro y escribe absorto a la pantalla mientras en el televisor panorámico del bar se ofrece un partido de la Champions League. Ramón sabe todo de Tehuacán, ha estado en todos  lados y sus sesenta años le confieren esa ubicuidad que pocos logran. No hay detalle que pase por alto, no hay evento que no recuerde, ni apellido memorable del que no sepa todo, o casi.

         Ya dije que su vodka tonic es buenísimo, y su selección de música, al lado de la barra, muy queda, sólo para él y para los que se sienten a beber en la barra –pocos lo hacen: prefieren sentarse en las amplias sillas que dan al ventanal, o frente a la pantalla-, no es nada despreciable. Porque Ramón, aparte de saberlo todo de Tehuacán, lo sabe todo de rock. Su mente exacerba todo lo que toca, y hay anécdotas inverosímiles que ni un mitómano como yo, puede aceptar. Una vez me preguntó si sabía aquélla historia de Ozzy Osborne cuando aspiró una línea de hormigas. Sí la sabía. Preguntó si sabía de la última borrachera de Janis. Sí la sabía. Preguntó si sabía de la vez que Page introdujo un tiburón bebé en la vagina de una novia. Si la sabía. Me preguntó de la visita de Eric Clapton a la Basílica de Guadalupe. No lo sabía, y estoy seguro que nunca existió tal visita. De niño, alguna vez encontré, en una bodega de cachivaches de mi abuelo, un viejo calendario del 52 con pinturas famosas. Una de las pinturas, o creo que era un dibujo, la Gula, del Bosco, causó una honda impresión en mi evangelizado espíritu. Pues así es Ramón: con él todo es tan confuso como las pinturas del Bosco.

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Me siento a escribir, observar, tomarme dos, tres vodkas, antes de regresar a casa. No hay mucha gente en el bar; esta zona del centro de la ciudad, con sus viejos caserones de inicios de siglo XX, sus callejones feos, sus comercios ambulantes y sus vendedoras de comida (las famosas coapas, provenientes del antiguo pueblo de Coapan, ahora parte del municipio de Tehuacán) que invaden, literalmente, todas las calles,  ha sido desplazada por el pujante apoyo a la zona oriente, donde se han establecido los centros comerciales, los restoranes de moda, los bares para la gente rica o clase mediera o para cualquier jodido que tenga dinero para pagar un trago en el bar de moda. No hay distingos. La ciudad se extiende como una tripa desde el centro hacia el oriente, con una franja bien delimitada del bulevar López Mateos a la avenida Independencia. La zona rica de la ciudad, hasta llegar, del otro lado, al club campestre. Pero a lo lejos, si me asomo por la ventana del bar, puedo observar el lado opuesto. Los arrabales en los cerros, las colonias populares que evidencian la pobreza, el abandono, y se extienden como lunares en los que no es posible vislumbrar la ayuda de alguien, no de ahora, ni en las elecciones pasadas donde miles de ciudadanos de estas zonas fueron desplazados para acudir a mítines y escuchar las promesas de siempre; gente sombría que atestigua como quien lo ha visto todo y no se sorprende por nada;  no de ahora sino desde siempre. Los mismos ritos, los mismos “rituales de caos” (Monsiváis dixit), parecen estar alerta para expresarse en cualquier momento, ante la menor provocación, porque en estas colonias (¿cuántas y cuáles son? La extensa mancha humana cosifica todo) la animalidad se nutre de la rabia. Si no, revisen los periódicos policiacos que circulan todos los días por Tehuacán. Asistimos a linchamientos, asesinatos, triángulos amorosos con desenlaces funestos, secuestros, quemados. Todo esto le digo a Ramón mientras bebo mi vodka y mientras perfilo, sin decisión, un ensayo sobre Albert Camus, el gran moralista francés. “Las cosas así son y no tienen por qué cambiar, como si fuera tan fácil”, sentencia Ramón. Y estoy de acuerdo. No es fácil vivir en Tehuacán, pero no es fácil vivir en cualquier lugar y sobre todo: no es fácil vivir en México.

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Si Ramón no hubiera escogido “el camino del Infierno”, como él mismo dice (parodiando a AC/DC),  de seguro sería bajista de un grupo de rock. Curioso que un defeño haya escogido la pasividad de una ciudad provincial a la sordidez del caótico Distrito Federal. Una mujer, supuse,  y no me equivoqué. Una mujer que en los setenta lo hizo aventar su trabajo de laboratorista y tomar el tren hasta Tehuacán y casarse con ella ante la negativa rotunda de los padres. No le importó. Vivieron una temporada en el DF hasta que el papá de su mujer murió y ésta heredó la farmacia familiar. Así que con dos hijos pequeños, regresaron a Tehuacán, y por un tiempo el negocio familiar creció, pero la malaria de la envidia terminó por estancarla, quebrando a principios de los 80. Puso un laboratorio, pero igual quebró. Consiguió financiamiento para un restorán, y quebró. Abrió un bar –de los primeros que daban toquines de rock allá por el 84-, en el que sus amigos –y sospecho que él, aunque ahora sea alcohólico en proceso de regeneración- se ahogaron durante tres años hasta que quebró. Cuando su primer mujer lo dejó,  se fue a vivir con otra tehuacanense con la que tuvo otro hijo y con la que  vive feliz, dedicado administrar su cantina desde hace 30 años, con rachas en que la ha rentado por irse a trabajar al gabacho, pero desde hace 10 años no ha vuelto a cruzar la frontera: él sabe que no aguantaría otra travesía por el desierto de Arizona. Le pregunto si ya quiere jubilarse o si algún día decidirá jubilarse. Tarda en contestar. “¿A dónde voy que más valga?”, contesta mientras sirve la enésima cerveza a un cliente ebrio. “Además –sigue-, la noche es mi elemento, acá estoy más seguro”. No puedo evitar sentir alivio cuando escucho esas palabras. Me acostumbré a esta rutina de los sábados, con un poco de vodka, rock, charla, libros. Me acostumbré, sin proponérmelo, a vivir en esta ciudad sin gracia, sin librerías decentes, una ciudad que podía ser el prototipo de la aculturalidad, del gusto.  Como a los libros, uno no escoge a las ciudades: las ciudades nos escogen, irremisiblemente condenados a un juego mutuo de amor/odio. Ramón sabe que no saldrá vivo de Tehuacán. Sus huesos serán enterrados en el panteón municipal cuando sea la hora de visitar a sus ancestros. Tiene poco que decir al respecto. En abonos, pagó su cripta en el cementerio. Con sorna, dice que la tierra de Tehuacán, rica en minerales, conservará su cuerpo momificado. Nos reímos durante cinco minutos. Son de esas pequeñas cosas de las que se nutre la amistad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TRES PIEZAS RUSAS.

I

A nadie le interesa saber sobre la vida de un poeta ruso, y sobre todo en Rusia, que hasta antes de la conversión al capitalismo fue tierra de poetas memorables y novelistas de renombre. Recuerdo el impacto que causó en mi persona la lectura de Crimen y castigo, y la corroboración que el ser humano era tan contradictorio que no valía la pena preocuparse por nimiedades como la muerte o el delito si lo más importante es vivir. Dostoievski me enseñó que le literatura podría servir para crear alrededor de uno una cúpula en donde nadie podía entrar y nadie podía salir, y,  a través del arte, reconstruirnos. Una  lista muy reducida de escritores rusos veo en mi librero: Nabokov, Ajmátova, Tolstoi, Gógol, Brodsky, Pasternak, Solzhenitsin, Dostoievski, Gorki, Chejov.  No más. Diez autores de una cultura que dio al mundo obras notables, un sistema político que funcionó en sus bases teóricas, nunca prácticas, y durante un tiempo –que afortunadamente no fue mucho: todos los imperios terminan alguna vez, dice el clásico- dirigió los destinos de la humanidad a veces con insospechada vocación de destrucción. Algunas películas viejas reproducidas una y otra vez en mi DVD, una fotografía de Nureyev en pleno vuelo de cisne gay, el rostro de  loco de Sergei Eisenstein con su pelo revuelto, una revista Vanidades de 1989 con la portada de Natasha Kinski, una gabardina de la CCCP de ordinario valor, el cuerpo perfecto de María Sharapova contestando un revés de Venus Williams, las tetas diminutas de Olga Korilenko, en fin, detalles que no dicen nada porque lo único que importa es lo que no se dice, los hologramas que nos deforman y nunca se acercan a la realidad.

 

II

Recuerdo una historia de un autor americano que leí hace muchos años en la revista Selecciones del Reader’s Digest. No la recuerdo a detalle, pero narraba la historia de un hombre ruso que hizo el viaje transiberiano en pleno invierno glacial porque su mujer vivía en Moscú y él trabajaba en Vladivostok,  y, después de meses de no verla, y a punto de dar a luz, consiguió un permiso de la KGB –el soviético era encargado de algún departamento de este oscuro organismo represor en esos años- y viajó por días a través de paisajes eternamente blancos, con fríos congelantes, casi sin bajar del tren. Pero en alguna estación de algún pueblo perdido en Siberia, cansado, bajó a estirar los pies mientras el tren continuaba su marcha, y el hombre entró a los sanitarios de la estación, y mientras orinaba con fruición recibió un golpe en la nuca que lo dejó inconsciente.  Despertó horas después, dentro de una bodega donde guardaban material de aseo. Después de constatar que lo había robado, que el tren había partido,  y que la estación estaba abandonada, se sentó en un sillón a pensar. Pensó en su mujer, con la cual no estaría en el momento de dar a luz. Pensó, y lo sabía, que el próximo tren no pasaría por la estación hasta dentro de cuatro o cinco días, y sólo hasta ese momento el personal de la estación regresaría. Estaba solo, en medio de esa estación perdida, a kilómetros del próximo pueblo. Como buen burócrata, decidió organizarse. Revisó el radiotransistor de la base estacionaria, pero no funcionaba.  En la noche la temperatura bajaría demasiado, y necesitaba mantenerse caliente. Hurgó en los estantes hasta encontrar suficiente papel para encender una fogata, pero no encontró comida, sólo dos latas de atún ucraniano que no serían de mucha ayuda para mitigar su hambre. Comió y bebió poco. En su gabardina tenía una vieja edición de La sonata a Kreutzer, de Tolstoi, esa bella narración sobre la locura y la muerte. Leyó varias páginas hasta que se quedó dormido. El hombre no supo que ese día, el 20 de diciembre de 1956, una insurrección de obreros en una fábrica del pueblo de Shanska, había ocasionado la suspensión de cualquier tránsito de ferrocarril, debido a que los obreros habían cortado las líneas férreas  y tardaría semanas antes de que se reestableciera  la comunicación. El hombre no podía saberlo, por lo que esperó en vano la llegada del próximo tren. Al octavo día,  hambriento y muerto de frío, y convencido que algo había ocurrido en la región para que se retrasara tanto el tren, decidió avanzar. Se abrigó lo más que pudo, guardó una cantimplora con agua, y se metió en el abrigo un mapa de la Rusia siberiana. El pueblo más cercano estaba a doscientos kilómetros,  un día en tren, quizá, con suerte, cinco días de camino si el clima lo permitía. Vaciló antes de tomar el camino por las vías, pero no tenía opción: había agotado todo los recursos que encontró en la de por sí magra estación, y quedarse, sin saber cuántos días más tardaría en llegar el tren, sería casi suicida. Las primeras horas de caminata no fueron pesadas; el cielo estaba abierto y no se veían signos de una nevada cercana. Sólo lo fatigaba el hambre. Siguió por las vías toda la tarde, pero ya por anochecer escuchó un estruendo y pocos minutos después cayó la tormenta de nieve.  Una tormenta violenta que cimbró el cielo y movió como hojas de papel los pinos a lado de las vías. Tuvo que refugiarse en una cueva. Perdió el sentido por el frío. Al despertar, se encontraba en una cama. Una anciana lo vigilaba sentada en un diván viejo. El hombre pensó que alucinaba, pero cuando la anciana habló y escuchó su voz con un marcado acento siberiano, supo que no estaba alucinando sino que  se encontraba a salvo. Al poco rato apareció otro anciano, esposa de la mujer. La anciana se llamaba Mariska y el anciano Mijaíl. Mijaíl era cazador, y Mariska criaba cerdos hasta una infección había matado a todos los cerdos y ahora sobrevivían con lo acumulado en verano, que no era mucho.   Le dieron de beber sopa de col, y un fiambre de pan. Volvió a dormirse. Tuvo una horrible pesadilla: soñó que la pareja de ancianos, al no encontrar alimento para pasar el invierno, había decidido comérselo. La anciana preparaba una enorme olla en donde había agregado col, pimientos, sal. Luego, el anciano entraba en la habitación y aprovechándose de su debilidad y el hacha que portaba, lo sacaba a rastras al patio, en donde de un certero hachazo lo decapitaba. El hombre despertó completamente sudado. Se incorporó lentamente y caminó hacia la ventana. En el patio, la anciana preparaba una enorme olla. Agregaba trozos de col y pimientos. Al fondo del patio, Mijaíl afilaba una enorme hacha. Se vistió y salió despavorido por la parte trasera de la casa. Corrió lo más que pudo. No tardó en encontrar las vías de tren.

         El relato termina de manera abrupta: el hombre encuentra  un viejo vagón que avanzaba en sentido inverso. El conductor lo rescata, y lo lleva al pueblo más cercano. Seis meses después el hombre, ahora camarada Perishnikov, entra a una estación del metro de Moscú. Sentado en uno de los vagones, observa a los pasajeros. Uno de ellos lleva un maletín idéntico al que perdió aquél día en la estación siberiana. El hombre, o presunto ladrón, baja en la siguiente estación. Perishnikov lo sigue, pues quiere comprobar si en verdad es su maletín. Se acerca, y efectivamente sus iniciales están bordadas en el extremo izquierdo. Perishnikov no lo duda: desenfunda la pistola y mata al hombre. Después, entre la confusión y el gentío, se escabulle. Esa noche cena con su mujer y luego hacen el amor.

III

Emmanuel Carrére, escritor francés, publicó en 2011 la novela Limónov, una especie de novela-ensayo-biografía sobre el escritor y político ruso Edouard Limónov, un personaje sui generis  para las letras europeas. No sé si narrar la vida de una persona común y corriente pueda consagrar el empeño de una novela. Sé que los intentos más elaborados por lograrlo, han terminado en dos polos: o son sendos fracasos o verdaderas obras de arte. Joyce, por ejemplo, dedicó a modelar su personaje Leopold Bloom en las seiscientas páginas de Ulises, y lo hizo en un solo día en que transcurre este célebre perdedor. Y es que la vida de cualquier ser humano engarza otras vidas e impone su ritmo frenético en el que intervienen el azar, la persistencia, la muerte. Sostener un personaje durante más de quinientas páginas, debe resultar tedioso: nadie merece tanto, y el resultado es un esbozo pertinaz de una vida vacía. A pesar de eso, el Limónov de Carrére nunca decae y su lectura, para quien quiera enfrentarla, es una experiencia literaria completísima, muy amena y cargada de episodios verdaderamente legendarios. Porque Edouard Limónov no es un personaje de ficción, como el mismo Carrére afirma, sino un personaje de carne y hueso que el autor conoció a mitad de los años ochenta en París, y con el que convivió en algunas fiestas y círculos literarios. Luego, Limónov, fiel a su instinto aventurero, abandona París para trasladarse a Bosnia, en donde hace de francotirador y organiza un efímero ejército de resistencia yugoslavo. Después se vuelve político, funda un partido ruso con tintes fascistoides al lado del genio del ajedrez Yuri Kasparov y la accionista civil Helena Bóner, para frenar el avance de Vladimir Putin, pero pierden las elecciones presidenciales de 2008. Limónov es encarcelado, purga una breve sentencia y sale libre para dedicarse a escribir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INCORRECCIONES

No es fácil atisbar, dentro de las páginas de Las correcciones (2001), el sustento que llevó a Jonathan Franzen a escribir una saga familiar casi perfecta. No es la perfección dieciochesca, que nos remite obligadamente a los grandes autores de la novela realista (Hugo, Flaubert, Melville), porque la novela de Franzen está íntimamente ligada a este género que después de un ínterin de cien  años, está resurgiendo en la narrativa mundial. Atrás quedaron los experimentos de Joyce, del realismo descarnado de Hemingway y de los excesos estilísticos de Pynchon, por citar algunos. Las correcciones es una novela realista en el sentido tradicional del término: narrar la realidad tal y como se presenta, casi sin matices, a horcajadas. Es común entre los “nuevos” narradores norteamericanos, acudir al llamado de este duelo de voces: el american way of life en toda su profundidad, en su declive y espontáneos resurgimientos, pero siempre, o casi, míticamente despotrada de su nicho. Franzen no se salva de ello. Y es que la generación de Franzen (nacido en Chicago, en 1959), vivió como pocas el derrumbe del mito y la aceptación de la necesidad de mirar hacia afuera porque el modelo en el que sustentaba los cimientos estructurales no era tan fuerte como se suponía.

         El Arte, y de manera particular el cine y la literatura, a partir de los años ochenta, ponen en duda este modelo nacido de un precapitalismo ramplón y por lo mismo fácil de digerir; cineastas como David Lynch y Jim Jarmusch, y escritores como David Foster Wallace, Philip Roth o Don DeLillo, han apostado por la desacralización del mito de la América como prototipo aspiracional del resto del mundo.

         Las correcciones es una visión brutal de este derrumbe que se palpa por toda la obra, y que alcanza a todos los personajes de la novela. A la par de la caída del “sistema”, los personajes viven dentro de este círculo concéntrico que es la familia media americana que ha alcanzado una buena posición económica gracias al trabajo y las oportunidades que aprovecharon cuando el sistema funcionaba. No dan más de lo que el lector exige, pues no son personas complejas (quizá uno, Chip, el hijo menor de los Lambert, muestra esos rasgos que perfilan a un artista, sin llegar a serlo del todo, y aquí doy por sentado que al artista es un ser complejo por antonomasia, atándome a una vaga generalización), trabajan, aman, son felices a su manera por el éxito económico, odian, y están unidos por un lazo familiar que a través de la novela se rompe. Ese es, a mi parecer, el tema central de la obra: la familia como lazo tenuemente complejo y por lo mismo flexible, que no acaba por ligar a todos los miembros. 

         Linealmente, la novela inicia con el declive físico de Alfred Lambert, hombre de setenta años que se ha jubilado de una compañía de trenes de St. Jude, Illinois, donde ha alcanzado un alto puesto gerencial. Alfred lleva cuarenta y cinco años casado con Enid, una mujer egoísta y superficial que sólo le interesa mantener las apariencias, personaje bien delineado por Franzen y que a la postre será el personaje central de la obra. Los Lambert tienen tres hijos: Gary, el mayor, un prolífico hombre de negocios de Filadelfia, personaje gris y sin matices que revelen mayores ambiciones que el hacerse rico antes de los cuarenta años, cosa que ha conseguido; Denisse, la hermana intermedia, una chef profesional en Nueva York de renombre, lesbiana, con serios problemas emocionales y a la que la vida se le ha hecho un nudo al no poner el claro sus sentimientos; y Chip, el hermano menor, profesor universitario que ha sido despedido por una relación freelance con una alumna, hombre culto pero indeciso, torpe en manejar sus relaciones sentimentales, y sin mayor ambición que colocar un guión cinematográfico que lleva años escribiendo, sin que ninguna compañía productora se interese por su obra.

         La trama no es compleja, aunque la narrativa de Franzen sea prolífica en matizar y cada párrafo represente un eslabón bien condicionado a la historia contada. Con profundidad, Franzen desarrolla el complejo abanico familiar, donde actos tan simples como el que Alfred comienza a olvidar las cosas y a perder el control esfinteral de su cuerpo por el Parkinson, se convierten en verdaderos episodios dignos de la mejor narrativa. Esta nulidad por permanecer intacto ante la enfermedad, y el decaer en actos tan simples para una persona normal como beber agua u orinar, demuestran la fragilidad de la vida y sus múltiples facetas. Alfred sabe que es el fin, y se aferra a lo que tiene a la mano: su esposa, sus hijos, los amigos, el  suburbio de clase alta donde viven, y, por último, cuando el Parkinson termina por absorberlo por completo, la borrosa memoria, los espacios inconexos, la irrealidad.

         La novela de Franzen ha conseguido buenas críticas y no es para menos: en su momento ganó el prestigioso National Book Award, y fue finalista del Pulitzer y el PEN-Faulkner, los principales premios literarios en Estados Unidos. Las seiscientas páginas del libro, se resumen en el memorable último párrafo, donde “las correcciones” familiares toman un cariz épico:

Llevaba dos años en el Hogar Deepmire cuando dejó de aceptar comida. Chip restó tiempo a sus deberes paternos y su nuevo trabajo de profesor en un instituto privado y su octava revisión de guión cinematográfico, para viajar desde Chicago para decirle adiós. Después de eso, Alfred aguantó más de lo que nadie había esperado. Fue un verdadero león hasta el final. Apenas podía apreciársele la presión sanguínea cuando fueron Denisse y Gary, y todavía duró una semana. Permanecía acurrucado en la cama, respirando apenas. No se movía para nada ni respondía nada… Rechazar fue lo único que nunca olvidó. De nada había servido que ella lo corrigiera tanto. Seguía tan testarudo como el día que se conocieron. Y, sin embargo, cuando estaba muerto, cuando le apoyó los labios en la frente y salió con Denisse y Gary a la cálida noche de primavera, tuvo la sensación de que ya nada podía matar su esperanza. Tenía setenta y cinco años e iba a introducir algunos cambios en su vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA TRANSPARENCIA OPORTUNA

A la Anallely aquélla del aburrido curso aquél.

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Evaristo Koller es  un emigrante argentino que vive en México desde 1980, año en que el gobierno militar de Videla le mató dos hijos y secuestró a sus dos nueras, regresándolas seis meses después,  muertas en vida. Una de las nueras de Koller murió de cáncer un año después de su liberación, y la otra murió en un accidente de auto en 1985 en Mendoza, según por culpa de un conductor ebrio. Koller,  viudo desde principios de los setenta, se encontró solo y deprimido a los 45 años.  Viajó a México en junio de 1980, y después de intentar conseguir empleo en alguna universidad mexicana –tiene un doctorado en sociología por la universidad de La Plata-, optó por invertir sus magros ahorros en una librería. Instaló la librería El gaucho insondable en la colonia Anzures del DF, y por algún tiempo la librería funcionó, pero México no es tierra de lectores y Koller se vio en bancarrota y con un pedido de libros españoles que no pudo pagar. Las autoridades mexicanas le embargaron, y por poco queda en la mendicidad. Por esos días infaustos, Koller conoció a Angelina Robles, una poblana avecindada en el DF, donde trabajaba para un despacho de abogados como secretaria. Koller la conoció en una fonda cercana a la librería, y enseguida hubo conexión. Los ojos avellana de Angelina se posaron en los ojos azules de Koller, y ambos sintieron eso que se siente cuando uno se enamora. Iniciaron una incipiente relación luego de que Koller la invitara al cine a ver una película de Buñuel. Un mes cumplido de relación y Koller quedó en la calle. Estuvo preso quince días, hasta que Angelina consiguió el dinero para la fianza y el argentino pudo salir del Reclusorio Oriente. Salió, pero no tenía dónde ir. Así que ambos hicieron lo que sabían de antemano que tenía que ocurrir: se fueron a vivir juntos. La primera noche hicieron en amor y Koller le contó casi toda su vida. Ambos lloraron acostados en la cama, cuando Koller terminó su relato. Angelina pensó que un hombre que lo ha sufrido todo puede aguantarlo todo en un país extranjero, y también pensó que acaso no habría un hombre más adecuado para ella que Evaristo Koller. Tres meses después se casaron.

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A Agnes Koller la detuvo un comando militar a la salida de un cine en Adrogué, provincia  de Buenos Aires en enero de 1980. Dentro del cine se había reunido con un enviado del movimiento radical MAS, donde su marido, Sigfrid Koller, militaba en la clandestinidad. Hacía más de un año que no sabía nada de su marido, y días antes el mismo enviado la había contactado para entregarle una serie de cartas que Sigfrid había escrito para ella. La delación fue evidente: las ráfagas de metralla mataron en el acto el enviado, y a Agnes la subieron en un vehículo donde le vendaron los ojos y la drogaron hasta dormirla. Despertó en un cuarto frío y húmedo, con pinta de consultorio médico. Una mesa, una silla, las paredes blancas y una bandeja con diferentes instrumentos quirúrgicos eran todo el mobiliario. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que un tipo gordo y calvo entró en la habitación y le soltó el primer golpe que la tiró de la silla. Luego vinieron los insultos, más golpes, la tortura psicológica (le mostró una foto del cadáver de su marido), los cortes en los dedos de los pies y el líquido que vertía para que el ardor fuera interminable. Luego el calvo sanguinario se fue, y entró otro tipo, éste enjuto y bajito, a punto de la enanez. El enano resultó un experto en el sutil arte de la tortura. La mantuvo despierta durante días hasta que Agnes declaró lo que él quería que declarara, y dio una dirección inexistente, delató a personas inventadas, en plena lucidez del dolor de muelas (el enano le extrajo un molar con unas pinzas de presión) se confesó  integrante de un movimiento anarcosindicalista con planes de asestar un golpe a militares de alto rango. La tortura cesó por unos días. Pero el enano quería saber más y la mantuvo en un cuarto oscuro por tiempo indefinido, eterno. En total oscuridad, Agnes escuchaba los gritos de los cuartos contiguos a su confinamiento. Dormía unos minutos e inmediatamente despertaba, presa de un miedo terrible. Nunca supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero debió ser mucho porque aprendió a distinguir los gritos, a clasificar los susurros de miedo, a inventarse ella misma frases de súplica, insultos, blasfemias. El enano la sacó de su letargo alucinatorio sólo para mostrarle que la realidad no podía inventarse: existía por sí misma.  Por días la mantuvo despierta con fármacos e inyecciones de adrenalina; auscultó todas las partes de su cuerpo, hurgó en todos los orificios de Agnes con precisión quirúrgica, manipulándolos con pinzas, embudos, metales, tubos. El enano se masturbaba cuando Agnes no podía controlar el esfínter y se cagaba. Luego recogía sus excrementos y la obligaba a tragarlos con un embudo especial.  Si el tiempo es una eternidad insondable, el tiempo para Agnes Koller fue un instante detenido en la irrealidad: el puto caos. Hasta que se cansaron de cosificar a Agnes. Una buena tarde la sacaron de su encierro y la trasladaron a Buenos Aires. Una última advertencia: nadie le creería. Agnes Koller vivió el último año de su corta vida entre la esquizofrenia y la realidad. Le habían arrebatado toda esperanza de salir adelante, y supo, cuando regresó a su departamento, que ya nada valía la pena. Enfermó de un raro cáncer de sangre y murió joven, a los 25 años.

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Luego del fracaso de su librería, Evaristo Koller redobló sus empeños para conseguir un empleo. No fue fácil. No poseía documentos que comprobaran sus estudios en Argentina, a pesar de que en las entrevistas para ocupar un puesto docente en alguna universidad resultaba ampliamente calificado. Una vieja revista de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de La Plata,  era todo su currículum. Angelina le consiguió un puesto de redactor en una Agencia de ministerio Público en donde tenía contactos. Era un empleo miserable donde se pasaba la mayor parte del día pasando actas judiciales, alegatos, querellas y partes policiales. Se mantenía ocupado, y lograba no pensar en el pasado que había dejado atrás. La ayuda de Angelina fue definitiva. De noche, cuando Evaristo soñaba el rostro de sus hijos bañados en sangre y las risas de los militares que los torturaban lo despertaban entre sollozos, Angelina le pasaba sus brazos por el cuello y le susurraba que todo estaba bien, que sus hijos eligieron ese camino y a ellos les hubiera gustado que su padre los recordara como los hombres honorables y valientes que fueron. Lo sé, respondía Evaristo, lo que pasa es que no puedo borrarme sus rostros de mi mente. No puedo vivir con esto. Y ya no podía dormir.

 

 

 

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Los diez días de tortura no quebraron el espíritu de Sigfrid Koller. El “colorado”, como lo llamaban sus camaradas, no dijo una sola palabra a sus captores, a pesar de que fue objeto de las torturas más tenebrosas que se puedan imaginar. Lo capturaron en una redada a los cuarteles clandestinos del MAS, cerca de Córdoba. No lo capturaron con facilidad: dos horas demoró la balacera en donde 18 miembros del MAS y 10 soldados perecieron. Había guardado la última bala para quitarse la vida antes de ser capturado, pero el casquillo de su Whelter semiautomática se atascó y no pudo sino suspirar y pedir por una muerte rápida. Lo trasladaron a un cuartel militar.   Fue interrogado, a golpes, por un oficial de las Fuerzas Armadas Argentinas. Nada dijo. Entonces trajeron a un militar sirio que entrenaba a algunos oficiales argentinos en tácticas de contrainsurgencia, y el sirio aplicó con Sigfrid Koller una panoplia de artilugios dedicados a deshumanizar a un ser humano. Al padre de Sigfrid, Evaristo Koller, le llegó a su departamento de Belgrano un reporte pormenorizado de todas las atrocidades que hicieron con su hijo, antes de darle el tiro de gracia y desaparecer su cuerpo para siempre. Como siempre, las voces de protesta eran calladas con el terror y la muerte.

 

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Evaristo Koller recibió la noticia del secuestro de su nuera Eva, justo cuando pensaba largarse de Argentina. Sabía que, cuando menos uno de sus hijos, Sigfrid, estaba muerto, y el otro, Cástor, llevaba dos años desaparecido. Eva era una chica menudita y rubia, descendiente de alemanes emigrados a Argentina en la primera década del siglo XX, una familia que había prosperado en la pujante industria ganadera. No ignoraba que la familia de Eva se oponía rotundamente a la relación con su hijo Cástor, por diversas razones. La primera, y más importante, era de orden religioso: Eva era judía y los Koller eran abiertamente ateos. Sin embargo, la relación entre Eva y Cástor prosperó de manera inusitada, y, dejando atrás su holgada situación económica, no sin antes recibir amenazas de todo tipo, los enamorados se instalaron en una modesta pieza del barrio Boca. Cástor Koller estudiaba Literatura Alemana en la universidad de Buenos Aires, y Eva estudiaba Periodismo en la misma universidad. Sus vidas, para bien o mal, se cruzaron en determinado momento, y nada pudieron hacer una vez se conocieron.  Las células reaccionarias contra el gobierno de Videla estaban por todas partes, y desde la UBA se congregaban los partidarios que pronto entraban en la clandestinidad ante las frecuentes delaciones. El gobierno tenía infiltrados en todas las facultades y centros de investigación, y las redadas eran comunes. Con todo y ello, la vida académica de la universidad seguía, y quienes podían conseguir una beca en el extranjero, aprovechaban la oportunidad para no regresar. En 1977, a Cástor Koller la UBA le ofreció una beca para estudiar un posgrado en la  universidad de Viena y continuar con sus estudios sobre Robert Musil y la narrativa alemana de entreguerras. Consultó con Eva, y decidieron irse a Viena. Pero un año después, la universidad retiró la beca y los Koller no pudieron seguir en Europa. Regresaron a Buenos Aires, sólo para enterarse que Sigfrid se había unido a la guerrilla urbana desde donde asestaban golpes constantes al gobierno de Casa Rosada. Cástor y Eva asistieron a algunas reuniones secretas organizadas por el MAS, influidos por Sigfrid. Se hablaba de igualdad, de oscuras noches argentinas con el gobierno que dirigía el canalla Videla, de temor, miedo, de muerte. Tres meses demoró su militancia. A Cástor lo detuvieron en una cafetería, y nunca se supo de él. A Eva, la detuvieron haciendo las compras semanales, y estuvo cautiva durante meses, hasta que la soltaron. Como cualquiera que es privado de su libertad de manera forzada, Eva Koller regresó convertida en otra persona.

A manera de epílogo

Evaristo Koller tiene hoy casi ochenta años y es maestro universitario. Es especialista en Educación y Sociología. No quiere jubilarse porque dice que lo único que lo mantiene en pie es su trabajo. Yo no poseo ninguna cualidad especial, ni suelo caerle bien a nadie, por eso,  el hecho que Evaristo Koller me haya contado su historia en un bar de Puebla hace tres meses, no deja de impresionarme. Cuando le insinué que escribía, o más bien cuando insinué que era profesor y escribía en mis ratos de ocio,  se puso serio. Poneme una botella de tequila y te lo cuento todo, dijo, con ese acento que todavía no acepta a borrarse del todo y que remite a historias pasadas, tierras lejanas.  Escribe lo que quieras de mí. Sus ojos azules me auscultaron de arriba abajo. ¿Y cómo sé que la historia va a gustarme?, espeté. Eso no lo sabrás si no me escuchas, contratacó.  Acepto eso, pero tú tomas tequila y yo vodka, tengo problemas para similar el efecto del tequila en mi cuerpo, zanjeé el asunto. Lo escuché durante una hora, tiempo suficiente para que vaciara media botella de tequila y fumara diez cigarros por lo menos. Pensé en su edad, y en su abuso del alcohol y el tabaco; pensé que yo mismo tengo ambos problemas pero a mis treinta y cuatro años no es motivo de preocuparse hasta que un medicucho se le ocurra decir lo contrario. Escuché a Koller fascinado, en estado de excitación. Al terminar su narración, Koller sudaba. Ya lo has escuchado todo, pibe, o casi, dijo. Una mujer le tocó el hombro, sin que ambos hubiéramos notado su presencia. La mujer no dijo nada. Lo tomó de la mano, y Koller se dejó hacer. Vamos, Angelina, aún no termino mi botella, fue lo último que escuché decirle antes de abandonar la cantina.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA VOZ EN OFF

Me permití hacer una autorreferencia. A todos los autores les viene bien hablar de sí mismos. La persistencia a memorizar datos, fechas, imágenes instaladas en la  mente. Nunca tuve imaginación. Eso que ayuda al autor a crear historias de la nada. Historias que salen de la mente del autor y se ramifican y vuelven a mitificarse. No. Lo más importante es el trabajo constante, la investigación, la entrega de minucias. Es imposible escribir sin atender a que la narración se crea a partir de conceptos básicos, y que un cuento no es otra cosa que un concepto trillado, una forma muy convencional de narrar la realidad. Tengo en mente tres historias. Las tres historias son zafias y no hay personajes heroicos. Son simples actos, fuerzas naturalmente expuestas al azar. (1): Cesare Pavese dejó escritas  algunas novelas, un puñado de poemas, algunos ensayos magistrales sobre literatura y un diario, que sería publicado después de su muerte. El día de su muerte había escrito una carta a su editor, bebido poco, y fumado en su habitación de hotel en Turín. Pavese llevaba quince años anunciando su suicidio, tomándolo como un acto heroico y una salida a la sinrazón de la vida contemporánea. Su vida amorosa era un desastre, y en sus diarios prefiguró cierta impotencia sexual. Años antes había escrito: “Sólo así se explica mi vida actual de suicida. Y sé que estoy condenado para siempre al suicidio ante todo obstáculo y dolor. Es esto lo que me aterra: mi principio es el suicidio, nunca consumado, que no consumaré nunca pero que me halaga la sensibilidad” (1936). La Idea del suicidio como talante artístico, como sublimación del Arte y, por consecuencia pura, de la vida del artista. No sabemos las últimas horas que vivió Pavese entre nosotros, porque, encerrado en su habitación, suponemos que caviló una y otra vez la posibilidad de matarse. Una actriz norteamericana de poca monta, Constance Dowling, sería la causa de su desdicha. Ese último día leyó a Shakespeare, pero no tocó su diario, una de las piezas literarias más profundas y reveladoras del siglo XX. Diez días antes, ante la negativa de Dowling de regresar con él, Pavese había escrito: “Todo da asco. No hay palabras. Un gesto. No escribiré más”. El 27 de agosto de 1950, encerrado en su hotel, Pavese toma barbitúricos y cae en coma fulminante. Muerte dos o tres horas después. ¿Pero en verdad esto ocurrió? Ocurre el azar, las limpias circunstancias con que la vida se nos muestra. Podemos especular. Podemos pensar que Dowling acepta las cortesanas zalamerías de Pavese, y, enamorado como está, sale de la depresión que lo acecha y viaja a Roma, donde la actriz la espera, luego de una pausa en la filmación de una película. Se reconcilian. Hacen en el amor en el hotel de Pavese y, desnudos y plenos, el poeta le lee fragmentos de Baudelaire. Tienen planes, planes concretos de vivir juntos en Nueva York o París o Roma. Cesare podría dar clases en alguna universidad, y Constance, luego de viajar a Los Ángeles, se encontraría con él en la Gran Manzana. Constance tiene un cuerpo voluptuoso. Especulemos. 

 

 

 

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Escribir es sufrir. Escribir es gozar. Ambas frases son tan ciertas como falsas. Son, también, melosas. Escribir es un acto, no mucho más.

Rafael Lemus.

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(2): No pudo contener evocar aquellos días donde nada pasaba y todo pasaba a la vez, días en donde las vísperas eran detalles absolutos de una sumisión a no pensar en nada que no fuera los mismos gestos, el mismo ritmo transparente de los diálogos, las mismas voces que, desde el otro departamento, se mezclaban con la música del tornamesa, los libros que se discutían sin vehemencia a pesar de los gritos y ausencias, los tragos que corrían sin parar de mano en mano, de boca en boca (lápiz labial de todos colores), los puntos de vista que nunca se defendían más allá de diez minutos. Era eso y más. Los cuerpos extendidos por los muebles de terciopelo rojo, pulcramente acomodados mostrando los calcetines que nunca combinaban con los zapatos, las piernas mal afeitadas, las minifaldas descubriendo las rodillas. Los libros por todos lados, las azoteas vecinas. Y entre esos detalles cada vez más olvidables estaban dos o tres nombres pronunciados sin recato, nombres de sitios cada vez más oscuros y de actos que no necesariamente mostraban la verdad de lo que ocurrió. Porque las verdades nunca son verdades del todo, sino simples variaciones de un hecho que se constata a fuerza. Porque Emma no parecía estar sola en ningún sitio.

         Fue en París, en 1968, cuando recibí la primera postal de Emma. No habían pasado diez días de haberla dejado en un quiosco cercano a la Alexanderplatz de Berlín, cuando el cartero me entregó un sobrecito en mi chambre de bonne de  París. Recordaba ese día nevado en Berlín con una precisión inusual: los cero grados que anunciaba el termómetro del edificio del Banco Suizo, el libro de poemas de César vallejo bajo el brazo, las buenas nuevas que nos decíamos como jóvenes exiliados en Europa que extrañábamos nuestros lugares de origen pero no con la fuerza necesaria para dejar el Viejo continente y regresar. Emma me abrazaba mientras avanzábamos por la vieja plaza berlinesa –recordé, recordaba en ese momento: la furia del ataque ruso a Berlín durante las últimas semanas del Reich- y jóvenes estudiantes se manifestaban llevando pancartas que hablaban de la unificación alemana. Caminamos por los callejones cercanos a la plaza, donde Emma rentaba un cuartucho que su condición de estudiante becada en Alemania, le permitía. Un cuarto diminuto, con una coqueta vista al callejón del artista, como era conocido; la calefacción era buena, a pesar del frío; no tenía muchos muebles, sólo lo indispensable para pasar las largas horas de fines de semana, dedicada a terminar su posgrado en la Universidad Libre de Berlín.

         Nos habíamos conocido un año antes, en una fiesta que la embajada de mi país ofrecía a los nuevos y viejos becados en Alemania. Emma bebía un raro cóctel rosáceo en una copa y yo un simple vaso de cerveza alemana. Platicamos bagatelas: su tesis sobre Marx, sus padres en Guadalajara, el frío de Berlín y la mala calefacción de su pieza. Yo no dije más que ella. Era un simple segundo secretario de la agregaduría cultural, y mi labor, si se podía llamar así, consistía en traducir folletos turísticos para presentarlos en otras embajadas. Creo que nos gustamos de inmediato. O eso pensé cuando, ante mi osada propuesta de ir a beber una última copa a su pieza a la mía, ella aceptó.

         Desnuda, Emma se comportó más abierta que cuando había seguido mis coqueteos en la fiesta. Indiferente y cordial, receptiva y esquiva, la charla versó sobre nuestros gustos literarios y nuestras inclinaciones políticas luego de un preámbulo algo tenso en donde ambos negamos a mostrarnos más allá de lo que deseábamos mostrar al otro. Las bebidas fluyeron, y en seguida pasamos a defender nuestras pasiones: Grass, Marx, Remedios Varo, ella; Vargas Llosa, Camus, Althusser (coincidimos), yo. Se había quitado la bufanda caqui y el abrigo gris, sus brazos quedaron expuestos, sus manos arribaron a los gestos marcados para exponer una idea, para tocar un hombro trémulo y abrir el camino hacia su desnudez, su vientre, sus muslos delgados.

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La memoria es el deseo satisfecho.

Carlos Fuentes.

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