No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



jueves, 30 de diciembre de 2010



Todo aquello que ha comenzado como un juego, se ha convertido en una realidad absurda, un devaneo detrás de una silueta disimulada con cautela. Una pequeña minucia. Y aveces, todo el material humano -he podido comprobar- resulta poco más que un chasquido, una palabra agotada o una visceral forma de percibir la realidad y aparece, sin quererlo, la imagen prefigurada, pero dueña de sí misma, de la otra cara de la moneda. Van desde este blog algunas frases sueltas que, cuando menos a mí, me hacen reflexionar sobre nuestra estancia en este mundo jodido, el carácter del amor, la pasividad del ser humano, la escritura como medio de transmutación interna y la inagotable presencia de nuestros demonios personales.


I

Y luego, lo más importante de todo: recordar quién soy. Recordar quién se supone que soy. No creo que esto sea un juego. Por otra parte, nada está claro. Por ejemplo: ¿quién eres tú?, y si crees que lo sabes, ¿por qué insistes en mentir al respecto? No tengo ninguna respuesta. Lo único que puedo decir es esto: escúchame. Mi nombre es Paul Auster. Ese no es mi verdadero nombre.


Paul Auster


II


Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada.


Los suicidas son homicidas tímidos.


Cesare Pavese



III



Escribes la vida y la vida parece una vida ya vivida. Y cuando más te acercas a las cosas para escribirlas mejor, para traducirlas mejor a tu propia lengua, para entenderlas mejor, cuando más te acercas a las cosas, parece que te alejas más de las cosas, más se te escapan las cosas. Entonces te agarras a lo que tienes mas cerca: hablas de ti mismo conforme te acercas a ti mismo. Ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro.

Justo Navarro


IV


A book is a writer's secret life, the dark twin of a man: you can't reconcile them.


William Faulkner


V


Nunca amamos a nadie: amamos, sólo, la idea que tenemos de alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos.


Entre la vida y yo hay un cristal tenue. Por más claramente que vea y comprenda la vida, no puedo tocarla.


Fernando Pessoa


VI


Me decían que eran necesarios unos muertos para llegar a un mundo donde no se mataría.

Albert Camus


VII


La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida.


Octavio Paz

VIII


Todos tenemos algún antepasado imbécil. Todos, en algún momento de nuestras vidas, encontramos el rastro, las huellas vacilantes del más pelmazo de nuestros antepasados, y al mirar ese rostro huidizo nos damos cuenta, con estupor, con incredulidad, con horror, de que estamos contemplando nuestra propia cara que nos hace guiños y muecas amistosas desde el fondo de un pozo.


Roberto Bolaño


IX


No poseemos más conciencia que la literatura. La literatura ha sido la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo


John Cheever


X


Un hecho triste, claro, de la vida de los adultos es que uno ve cosas a las que nunca se adaptará que le apuntan desde el horizonte. Uno las ve como los problemas que son, uno de preocupa tremendamente por ellas, hace previsiones, toma precauciones, realiza ajustes; se dice a sí mismo que cambiará el modo en que hace las cosas. Pero no lo hace. No puede. En cierto modo, ya es demasiado tarde. A lo mejor incluso es peor: a lo mejor lo que se ve acercarse desde lejos no es lo auténtico, lo que asusta, sino sus repercusiones. Y lo que uno teme que ocurra ya ha ocurrido. Es algo parecido a darse cuenta de que todos los grandes avances recientes de las ciencias médicas no nos serán de ninguna utilidad, aunque nos alegremos de ellos, esperemos que tengan a punto una vacuna a tiempo y pensemos que las cosas todavía podrían mejorar. Pero también es demasiado tarde. Y así se desarrolla nuestra vida antes de que nos demos cuenta de ello. Y se nos escapa. Ya lo dijo el poeta:”El modo como se nos escapan nuestras vidas es la vida.”


Richard Ford.


miércoles, 22 de diciembre de 2010

DIEGO FERNÁNDEZ DE CEVALLOS


Después de siete meses y días de secuestro, Diego Fernández de Cevallos, uno de los políticos más influyentes de nuestro país fue liberado. Su secuestro, si bien fue un boom mediático, poco a poco tomó tintes políticos que sacaron a relucir la turbia existencia de este personaje que durante años se madró el erario público. Según los medios, El Jefe se encargó de negociar su liberación, soltando la estratosférica cifra de 30 millones de dólares en efectivo, cantidad sin precedentes en la historia reciente de México. Fernández de Cevallos fue pieza clave en la transformación panista, y desde su despacho litigó a favor de los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón. Cabe mencionar que cuando las negociaciones se complicaron, y creyendo que su familia no podría conseguir tal cantidad, El Jefe redactó cartas a empresarios de la talla de Carlos Slim, Roberto Hernández y Emilio Azcárraga. Se desconoce el contenido de las cartas, pero podemos suponer que eran peticiones de ayuda o cobro de "favores" y servicios. Dejemos que sus captores, Red por la trsnformación global, grupo relacionado con el EPR, expongan sus peticiones. (Agradezco al Blogg del escritor Tryno Maldonado -atari2600.blogspot.com- por la información obtenida sobre las declaraciones de los captores de D F C).



Tercera de tres
“La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.
-Artículo 39 constitucional
A estas horas
ay, amigos míos, artesanos,
pintores, astrónomos, marineros,
estamos despiertos. Es trabajo
nuestro el de arreglar algunas cosas.
“Diego Fernández de Cevallos parecía intocable hasta aquella noche en que su pasado oscuro lo alcanzó. Y, muy a su pesar, tuvo que responder de algunos de sus actos y verse en el espejo de nuestra mirada… espejo que al hacerlo prisionero reflejó su hechura de corrupto, prepotente y voraz expropiador, demostrando un hecho fundamental: siempre que como pueblo nos atrevamos a luchar contra la injusticia, no habrá felonía que quede impune.
“Diego Fernández de Cevallos Ramos (DFCR) es uno de los políticos que mayor responsabilidad tienen en el sostenido proceso de hecatombe económica, política y social que la elite dominante ha impuesto y desplegado en nuestro país de 1982 a la fecha, por medio de un entramado mafioso que opera dentro y fuera de las instituciones estatales; este proceso depredador vino a profundizar, bajo la criminal bandera neoliberal, las de por sí deterioradas condiciones de vida de los hombres y mujeres que viven en México, generando la mayor contrarreforma y el mayor retroceso histórico en nuestro país en lo que a bienestar social se refiere.
“DFCR es uno de los políticos que más se ha caracterizado por el abuso del poder, el tráfico de influencias y el enriquecimiento a costa del erario y de los bienes de la nación, legislando en pro de los grandes monopolios (financieros, de comunicaciones, alimentos, construcción, transportes, etc.) asesorando a las mafias del poder y litigando a favor de los grandes capos del narcotráfico. Es uno de los principales cómplices y operadores del fraudulento proceso electoral que se ha perpetrado sistemáticamente en nuestro país, desde el ocultamiento del fraude que impuso en 1988 a Carlos Salinas de Gortari en la presidencia mediante la quema de boletas electorales hasta la organización del fraude que en 2006 impuso a Felipe Calderón Hinojosa. Es uno de los principales encubridores de los responsables de la guerra sucia y contrainsurgente desplegada por el régimen priista y ahora por el PAN contra los movimientos sociales, armados o no, convirtiéndose en uno más de los cómplices de la existencia de incontables perseguidos, torturados, asesinados, presos y desaparecidos por motivos políticos. Es un responsable directo de la inserción subordinada de México al bloque de países capitaneados en nuestro continente por el imperialismo estadounidense y, en consecuencia, del desmantelamiento industrial, la ruina del campo, la masiva migración, de la pauperización de la vida en general y el saqueo de nuestros recursos.
“En breve, Diego Fernández de Cevallos Ramos es un operador de la oligarquía neoliberal y de la ultraderecha fundamentalista, un traficante de influencias, un mercenario de los juzgados, un legislador a sueldo, un rentista de la crisis y un defensor de los grandes capos de la droga. Por ello su aprehensión fue una actividad pensada y realizada como un acto de desagravio.
“Tomarlo prisionero, exhibirlo y obligarlo a devolver una milésima de lo robado constituyó además un golpe político a la plutocracia y a sus instituciones; una demostración de la voluntad de lucha y de la capacidad operativa de los “descalzonados”, como él nos denomina; una demostración de que nadie, por poderoso que sea, puede ser intocable; una demostración de que con unidad de acción se puede doblegar la voluntad del enemigo y combatir la impunidad.
“Pocas veces se había percibido el miedo, la confusión y el enojo que una imagen puede generar en la poderosa elite gobernante, como lo hizo la primera foto del jefe Diego cautivo que empezó a circular en internet, y que los medios de comunicación se vieron obligados a difundir. En ella se le pudo observar no con la prepotencia ni el cinismo de los que ha hecho gala el trasnochado encomendero a lo largo de su vida personal y política, sino en la total indefensión, casi parecida a la que vivimos y a la que hemos sido sometidos la mayoría de mexicanos, sólo que con una notable diferencia: A Diego le fue respetada su integridad física sin el desprecio que por la vida humana demuestra el poder con Nosotros.
“Con base en los resultados de este acto, consideramos necesario compartir la convicción de que si quienes somos pueblo logramos organizarnos en una sola voluntad política nacional, en una colosal fuerza social organizada, podremos hacer frente común a la injusticia y a la impunidad, a fin de derrotar a nuestros opresores y acordar la organización de una sociedad verdaderamente humanizada. Y pese a tener innumerables imputaciones en su contra y de que miles de ciudadanos exigen su legítima ejecución, conscientes estamos de que la verdadera solución a la crisis que vive el país no está en liquidarlo, sino en la capacidad del pueblo para organizarse y retomar las riendas de su propio destino, recurriendo a todos los medios a su alcance.
“Como parte del pueblo organizado decidimos realizar una tarea, la responsabilidad es nuestra. Creemos firmemente que reapropiarse del uso constructivo de la violencia es legítimo y hemos actuado en consecuencia.
“Esta tarea es parte de un proyecto más grande e importante: participar en la construcción del poder popular para transformar este país transnacionalizado en una verdadera patria digna, libre y nuestra. ¿O es mucho soñar con que las riquezas de México sean para la mayoría de los mexicanos? ¿Es ambicioso soñar con un país productivo que pueda dar trabajo y remuneración digna a sus hijos? ¿Es un sueño guajiro pensar que somos los 90 millones de pobres quienes debemos tener la posibilidad real de tomar las decisiones importantes en el modelo económico, político y cultural que deseamos? ¿Es mucho pedir un México para todos los mexicanos?
“Fraternalmente:
RED POR LA TRANSFORMACIÓN GLOBAL
¡CONTRA LA INJUSTICIA Y LA IMPUNIDAD, NI PERDON NI OLVIDO!
Invierno de 2010”.

domingo, 19 de diciembre de 2010

MARTINA


Con Martina bebía entrada la noche y luego cogíamos. De esa forma la noche se presentaba inmóvil durante muchas horas, fraccionada por no saber si su cuerpo estaba creando una realidad que era observada por ambos, o si esa pluralidad de opciones eran una sola y ya lo mismo daba si estábamos o no presentes, fornicando, tristemente ocupando un espacio perdido, y que ahora, despuès de abrirlo, se cerraba para siempre. Era estimulante olerla, aunque había noches donde la humedad de su cuerpo escapaba de manera brutal, que tal pareciera que esas emanaciones no pertenecieran a ese espacio cerrado, tan de ambos pero de ninguno. Yo le alcanzaba los cigarros y ella fumaba. El humo acentuaba la calidez, expandida através de su cuerpo por el mío, y dejaba una silueta multiforme reflejada por la luz del farol que penetraba por la habitación. Era una simple habitación de azotea que Martina compartía con dos amigas de su trabajo. Desde ahí era visible la Torre Latinoamericana. Por alguna extraña razón, en ese tiempo no comprendido por ambos (aunque si Martina sigue por ahí dando fuertes bocanadas a su cigarro y bebiendo grandes cantidades de vodka, tendrá una mayor perspectiva para entenderlo por eso de la suspicacia de las mujeres, de ese sexto sentido que no es otra cosa que una comprensión absoluta de la realidad), tratábamos de hablar lo menos posible. Acaso algunos gestos propios de la excitación sexual, y de las obvias palabras al sentirla dentro de mí y viceversa. Algunas noches simplemente era reirse. Era poner unos discos tristones y fumar. El rostro de Martina, inexpresivo y común, era de una tristeza ridícula y a mí me recordaba mucho al rostro de Buster Keaton. Una vez la llevé a ver La Generala a la Cineteca Nacional y ella rió mucho porque reconoció que su rostro era parecido al de Keaton. La luz distorcionaba su rostro. Yo le decía que, a parte de Buster Keaton, tenía el rostro de alguno de esos personajes retratados (y distorcionados) por Modigliani, y Martina, como halagada, me reclamaba que se sentía halagada no por el hecho de que su rostro se pareciera a esas mujeres pintadas por Modigliani sino porque sabía que si conocía a Modigliani o Klee o Renoir era porque ella había decidido enseñarme algo de arte por medio de charlas o de silencios, de escapadas a alguna galería, con lo que me quería decir, de pasada, que yo era un imbécil (cosa que acepto). Ella reía y me veía enrojecer y hacer un gesto de disgusto y justo cuando quería replicarle, colocaba suavemente su índice derecho en mi boca y yo entendía que era hora de cambiar de tema y de cambiar de disco. Así estuvimos nueve meses. Un tarde, mientras la esperaba a la salida de su trabajo (trabajaba en un mix-up de Tlalpan y estudiaba Arte los sábados), me dijo que quería hablar conmigo. Cenamos hamburguesas y coca-colas en un viejo cafetín del Metro Hidalgo. Yo le contaba de mi día en la Universidad, un día oscuro y olvidable como todos los que pasé ahí. Ella me contaba de una pequeña riña con una cajera de la tienda, y me enseñaba un breve boceto de su sobrino que había hecho la noche anterior. Era una excelente dibujante. O cuando menos a mí me lo parecía. Terminamos de cenar, ella pagó (yo era más pobre que una rata, o más pobre que ahora, por decir) y ya de camino a su departamento de azotea me dijo que debíamos terminar. El latigazo casi me derrumba. Me mostró una carta que no quise leer y que ella leyó algunas líneas en donde alguien explicaba que su madre estaba algo enferma y debía regresar a Guanajuato. Le repliqué que no era posible que justo ahora se marchara. Ella sólo dijo que las cosas así eran y no se podían evitar. No recuerdo si dijo que me quería (talvez lo imaginé o quise imaginarlo) lo que sí recuerdo es que, enceguecido por el amor, le rogué cien veces que se quedara. Me dijo que lo sentía. Me dijo que el sábado se iba a las tres de la tarde a Guanajuato, por si quería ir a despedirla. Era un jueves nublado y frío de noviembre. La última vez que la ví, llevaba un gorro beige con el pelo suelto, guantes a medio dedo, chamarra de mezclilla y una pequeña mochila que yo le había regalado. Su rostro, como de costumbre, parecía triste. La vi voltearse, lanzarme un beso y entrar a la estación del Metro Hidalgo. Nunca más la volví a ver.

sábado, 18 de diciembre de 2010

MARISELA ESCOBEDO


Una sociedad demandante es una sociedad que exige que sean respetados sus derechos. Y el exigir no implica otra cosa que una parte esencial de cualquier ciudadano: su libertad. La tarde del jueves, Marisela Escobedo fue asesinada de forma artera por el que parece ser el asesino y novio de su hija Rubi Frayre Escobedo, Sergio Barraza, al que unos jueces del estado de Chihuahua habìa dejado en libertad al no encontrar pruebas. Una vez màs, el sistema jurìdico mexicano muestra su inoperancia y su insasiable sed de hacer las cosas mal. Marisela Escobedo fue una mujer que lucho porque se esclareciera el asesinato de su hija. El mismo Barraza, en sus primeras declaraciones, afirmò que habìa asesinado a Rubì por que esta la habia sido infiel. Aun con lo anterior, y con la ayuda de un hàbil abogado defensor (Dostoievski los llamaba "conciencias de alquiler", y vaya si el maestro ruso sabia de lo que hablaba) los "jueces" determinaron que por falta de pruebas Barraza seria dejado en libertad. Cuando rectificaron, el daño ya estaba hecho. Barraza se encontraba desaparecido, y sòlo reaparecerìa para quitarle la vida a Marisela. Es una làstima que en un paìs con tan buena disposiciòn para el cambio, las autoridades hagan caso omiso a los llamados de justicia. Ahora, cuando ya todo esta consumado, un ridiculo Cesar Duarte aparece ante las càmaras garantizando que se hara todo lo posible por esclarecer el asesinato. ¿Cuàntas veces hemos escuchado lo mismo? ¿Con cuànta facilidad se manipula, obstaculiza, recrea, cambia, ignora y archiva la informaciòn? El asesinato de Marisela Escobedo, como tantos otros anònimos y pùblicos, es una vuelta de tuerca a la razòn, la inficiencia y el sentir de todos los mexicanos.

(Disculpen por los errores ortograficos: se deben a una indescifrable computadora que rente en un ciber màs bien lumpen).

lunes, 13 de diciembre de 2010

EL SILENCIO


En días pasados, el Gobierno Federal, en contubernio con Televisa y sus lacayos, orquestaron una campaña de descrédito a una de las revistas más importantes de habla hispana: Proceso. ¿El leitmotiv? La supuesta filtración de información por parte del conocido narcotraficante "El Grande", lugarteniente de los Beltrán Leyva, en donde éste afirma haber "pagado" el silencio periodístico de Ricardo Ravelo, quien constantemente escribía artículos y reportajes sobre dicho narco. El Programa de Testigos Protegidos de la Secretaría de Seguridad Pública, que dirije el incompetente de Genaro García Luna, pone al descubierto una red de intrigas novelescas en donde lo que menos importe es el testigo, sino la información útil que se pueda obtener de él. En su amplia trayectoria, Proceso ha sido una revista caracterizada por su compromiso periodístico y, sobre todo, por no callar cuando hay que hablar. Sexenio tras sexenio ha puesto al descubierto -con ética periodística, compromiso, intelegencia y huevos- los avatares de la clase política mexicana, su ineficacia, egotismo e irresponsabilidad. Ha lanzado dardos envenenados a los principales actores políticos, ha puesto en tela de juicio la sarta de mentiras que nos venden como Progreso y Cambio, ha desenmarañado el enmarañado y enmierdecido telar de nuestros gobiernos, ha buscado la equidad y la tolerancia. Si decir la verdad cuando hay que decirla, si sacar a luz el hoyo negro de sus conciencias es delito, si mostarnos todas las semana que el cambio en México sólo significó ponerse una camisa recién lavada, perfumada y pútrida es no decir la verdad, ¿qué nos espera? ¿Un estado neoestalinista/neoconservador/proyunquista? Hay que defender la libertad de expresión, hay que hablar aunque duela, hay que proponer que destierren a hijos de puta pseudoperiodistas que sólo defienden la mierda que les da de tragar el amo (López Dóriga), advenedizos sin criterio propio que se escudan tras un personaje con peluca y guante, periodiquillas egresadas de la Ibero que en su vida han estado en una arrabal y que en vez de un libro abren su IPhone (Maerker), toda esa clase repugnante que se presta para atacar a mansalva sin saber bien por qué. Sí saben por qué: devengan un sueldo que incluye venderse al mejor postor, y el Sacro Santo: Nunca Hablar Mal de la Mano que los Alimenta. Las injurias contra Proceso sólo muestran un Gobierno intolerable e intolerante; un Gobierno con un País que se les va de la mano y no sabe cómo remediarlo. El narcotráfico como un cáncer que si bien ellos no han provocado, sí han sido resposables de tan sangriento remedio. En erario público en franco desnivel, una sociedad cansada que emula brotes abúlicos; un Gobierno que se maneja desde la silla de algún rancho cuyo dueño es el Todopoderoso "Chapo".

domingo, 12 de diciembre de 2010

AÑOS


Con el paso de los años uno se vuelve vulnerable al sentimentalismo. Aquel sentimental oculto, aquel sentimentalismo proscrito de dureza surge ante nuestros ojos y a veces no podemos percatarnos. Mi memoria comienza en la infancia. Es un periodo nebuloso, plagado de claroscuros irrelevantes y a menudo olvidables. Poco hay que decir de mi infancia que no es ni mejor ni peor que otras. Imágenes: un tarde calurosa en casa mientras en el patio trasero mis tíos beben cerveza y asan carne; la imagen de una femme fatale (una amiga de la familia) con minifalda ochentera y tequila en mano bailando con mi padre mientras la mirada desconfiada de mi madre los sigue con cautela. Esta femme fatale terminaría por convertirse en amante ocasional de mi padre, una separación de varios meses y la pérdida de confianza de mi madre, que nunca le perdonó. Imágenes: una noche de diciembre, en medio de plaza del pueblo viendo a mis hermanos convertirse en ángeles ocasionales para una pastorela. Un viaje a una playa cercana con una tía muy querida; los juegos infantiles en el rancho de mi abuelo, el jugo de piña escurriéndome por la boca y las manos llenas de sal y chile piquín; Tatún, el perro de todos, o el perro de mi abuelo que, como la canción de Alberto Cortés, “era callejero por derecho propio” y “era nuestro perro porque lo que amamos lo consideramos nuestra propiedad”; regalos de Reyes Magos que nunca llegaban, pedidos inconclusos, Navidad en casa y fin de año en Oaxaca, el mole inigualable de mi abuela, los villancicos de mi tía, los partidos de futbol que nunca jugué, el mundial de México 86 y el partido España vs Dinamarca que asistí con mi padre y todos mis tíos para ver la hazaña de Butragueño de meter cinco goles, los discos de Hombres G y Parchís, el Thriller de Michael Jackson, Chespirito, El Auto increíble, Manimal, mis adorados Thundercats, Chabelo los domingos por la mañana, mis malas notas en Matemáticas y mis buenas notas de Español, el hijo de puta de mi maestro de primaria que a la menor provocación me arrancaba la patilla, mi primera novia (toda rizos secretos, bragas húmedas asoleadas, estupor en la puerta, inocencia descarnada, fuga fatal), o esa imagen del Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, la obra maestra de Michel Gondry, que no viene al caso en mi infancia pero sí viene al caso porque yo quiero que venga al caso: Clementine en medio de la vigilia (la realidad) y Barrish en la Nada, el Sueño, el inconsciente, el eterno resplandor, en fin: todas las imágenes que, mutatis mutandis, complementan mi insignificante y reducido universo personal.

jueves, 9 de diciembre de 2010

El misterioso viaje de Mateo


En estas épocas navideñas, con los sentidos un poco abotargados por el sentimentalismo, y no teniendo nada que hacer por las tardes -salvo escribir planeaciones insulsas para mis clases diarias- me di a la tarea de escribir un cuento algo infantil, es decir, un cuento que mi hijo pudiera leer llegada la edad. O un cuento que todos los lectores de este blogg -y sobre todo para aquellos lectores que son papás y mamás- puedan leerle a algún ser querido en noches donde lo único que reconforta es un vaso de leche caliente, el abrazo paterno, una canción cantada al oído o un cuento leído con voz trémula. Llevo algunos capítulos, y para aquellos lectores de este blogg, y tomando en cuenta que no he escrito otra cosa para el mismo durante varios días, los subo con mucho gusto.


EL MISTERIOSO VIAJE DE MATEO

A mi hijo Mateo, quien vive cada día como si fuera el primero.
I
Nada más común para un niño que la sorpresa, la admiración ante las cosas que poco a poco va descubriendo. Mateo era un niño especial. Sentía curiosidad por todo. Lo mismo le atraía un caracol rebosante de baba, un origami, el sonido de la máquina de coser de la abuela, el latir del corazón de su padre al dormir, los labios redondos de su madre, la quietud de un atardecer sin ruido, las líneas desiguales de una pintura cubista, el sonido dulzón de los Pixies o la respiración cansina de Barrabás, su perro.
Una tarde, mientras recogía piedras en el patio de su casa, Mateo vio que Barrabás luchaba con furia contra algo que parecía ser nada. Barrabás se retorcía de un lado a otro mostrando sus poderosos dientes; retrocedía, avanzaba, gruñía y parecía como si algo lo molestara, como si algo le jalara la cola. Mateo, admirado e incrédulo, se acercó lo más que pudo y llamó a Barrabás dos veces:
-Barrabás, Barrabás, qué sucede.
Barrabás movió la cola, lanzó un gemido lastimero y se perdió entre la maleza del patio. De repente, las piedrecitas que Mateo tenía en las manos comenzaron o moverse inquietantemente, tomando un color rojizo y Mateo tuvo que soltarlas. Al caer, las piedras exhalaron un extraño aroma. Pronto, el aroma cubrió completamente a Mateo, quien luchaba con las manos en forma de aspas de ventilador para difuminar el olor. Fue imposible apartarse del lugar: en cuestión de segundos, Mateo cayó en un profundo sueño.



II
El sabor agrio de la lengua de Barrabás, lo despertó. Mateo no sabía cuánto tiempo había dormido; también no estaba seguro si lo que había vivido era una especie de sueño o era una realidad desconocida para él, algo que en el mundo de los “grandes” (pensaba) sucede a menudo: un perro que es molestado por algo que era nada y unas piedras que de pronto se tornan rojas y despiden un olor molesto.
Barrabás daba brincos alrededor de Mateo, mientras éste intentaba incorporarse. Le dolía la cabeza y tenía un pequeño raspón en la mejilla producto de la caída. No quería abrir los ojos por completo; temía encontrarse con algo extraño, un mundo mágico o un planeta lejano y misterioso. Pensó que al abrir los ojos un genio malvado le pediría su alma y él tendría que dársela sin remedio. Pensó en hadas y en gigantes de barbas largas, en duendes que brincarían sobre él enterrando sus piecitos en su cuerpo, en pueblos diminutos de gente diminuta. Nada de esto pasó, como comprobó Mateo al abrir los ojos a la cuenta de tres. Era el mismo patio salvaje y descuidado; la misma casa que se observaba a los lejos; el huerto era el mismo, con sus frutos maduros; Barrabás era el mismo, quizá un poco más juguetón que de costumbre; incluso él, al observar sus manos, palpar su cabeza y piernas, era definitivamente el mismo.
-Sé que no puedes responderme Barrabás; ojalá pudieras hablar y contarme qué ha sido todo eso, porque yo no entiendo nada.
Barrabás lanzó un ladrido y calló. A lo lejos escuchó a su madre llamándolo para comer. Mateo decidió tomar el incidente como un mal sueño del que no estaba seguro de haber despertado.


III
A la tarde siguiente, luego de regresar de la escuela, Mateo se internó en el patio. Quería recuperar sus piedras y de paso aclarar el misterio que lo había tenido impaciente toda la mañana entre una tanda larguísima de aritmética y otra no menos larga de gramática. Ató la cadena a Barrabás y se dirigió al patio, pero esta vez rodeándolo por el huerto, que era un camino más largo pero desde ahí podía sorprender a aquel o aquellos que le gastaron semejante broma. El huerto mostraba señales de no haber sido visitado en meses, quizá años. Pensó que desde la muerte del abuelo el patio, el huerto y la casa en general se deterioraban poco a poco sin que nada ni nadie pudiera detenerlo.
-Ojo avizor, Barrabás, ya verás que estos canallas no nos sorprenderán otra vez. Les tengo preparado una sorpresa de fábula. Tú nada vez avísame si ves algo y yo me encargo del resto.
Barrabás movió la cola y dio dos brinquitos graciosos en torno a Mateo. El huerto despedía un olor dulzón, parecido a la mermelada que cada año preparaba la abuela para Navidad y que Mateo devoraba con pedazos de pan con mantequilla y nata. Al pasar por un árbol no muy grande, que soltaba una savia amarillenta de su tronco, un cuervo los seguía con la mirada. Mateo se percató que el cuervo lo seguía directamente a él, evitando encontrarse con la mirada y los ladridos de Barrabás, que enseñaba sus dientes y su descontento. Mateo lanzó una piedra y el cuervo se marchó dejando a su paso un reguero de plumas negro mate.
El lugar donde había ocurrido el incidente parecía normal. Las piedras estaban en un pequeño hueco cerca de donde Mateo había caído. No fue difícil mater la mano y sacarlas. Eran piedras comunes y nada tenía que ver con piedras mágicas. Mateo las guardó en el bolsillo.
IV
Esa noche, Mateo estuvo pensando si todo aquello no había sido un mal sueño causado por sus lecturas de magos, piratas despiadados y brujas devora niños. Se dijo que no más, y guardó todos sus libros en el fondo de un baúl, regalo de su abuelo.
La mañana se presentó rara: una tormenta no era común en esa época del año. Una llamada del director de la escuela y asunto arreglado: Mateo tendría toda la mañana para él solo.
Por la tarde el tiempo cambió y los rayos solares inundaron el cuarto de Mateo, que dejó sus deberes escolares para salir a explorar nuevamente al patio. Barrabás lo esperaba el zaguán de la casa, con la correa en el hocico. A verlo, su padre, quien escuchaba un meloso disco de Pink Floyd, lo llamó:
-¿Dónde vas con tanta prisa, hijo?
-Voy al huerto papá, quiero pasear un rato a Barrabás, ya ves que aquí encerrado no ejercita sus músculos.
-Haces bien, Barrabás tiene que correr de vez en cuando. Espérame cinco minutos y te acompaño.
-No hace falta papá, yo puedo ir sólo además siempre voy, conozco muy bien el camino.
-Me hace falta un poco de ejercicio. Todo este trabajo en casa me pone los pelos de punta. Voy contigo.
Mateo no pudo decirle que no a su padre. Esperó en el amplio corredor, escuchando el trino de Eloísa y Abelardo, los cardenales que su madre atesoraba y cuidaba con esmero. Pipo, el viejo perico de su abuela que, según cuentas de su madre, debía tener más de treinta años, lanzo su grosería habitual dos veces seguidas, pero a la tercera vez Mateo escuchó o le pareció escuchar que Pipo le decía:
-Allá afuera, en el huerto, hay un gran destino para ti, el destino de las piedras rodantes.
Mateo se asustó y entró corriendo a la casa. Su padre lo vio atravesar la sala como un bólido mientras Barrabás lo seguía, moviendo un jarrón que casi se hace mil pedazos sino es por el tapete que cubría el piso. “Vaya muchacho”, pensó el padre de Mateo, “la próxima vez no me meto en sus asuntos”.
Varios días pasaron en los que Mateo estuvo pensando en las palabras de Pipo. Una y otra vez las articulaba hasta que por la repetición carecían de sentido. El sólo pensar en pasar por el huerto le producía un escalofrío que le recorría todo la espalda y se posaba justo en los dedos de los pies.
V
Los días pasaron y las vacaciones de invierno llegaron sin pedir permiso. Todos los años, la familia pasaba Navidades y fin de año en una playa escondida entre una selva tropical y cerros que partían el horizonte como líneas dibujadas por un pintor experto. Eran los días más felices de Mateo. Podía recorrer durante horas la playa, encontrando caracoles, estrellas de mar, restos de peces, corales multicolores, figurillas de madera que el mar, con toda su inmensidad, arrojaba hacia la playa; la brisa le acariciaba el rostro y la arena quemaba sus pies; las gaviotas se dejaban llevar por el viento, haciendo piruetas que Mateo fotografiaba en su mente. Más allá de la playa, iniciaba una cuesta que parecía no tener fin, y que, según su padre, era la puerta de entrada a la Sierra. Su familia llegaba primero para organizar los preparativos. En pocos días la casona de la playa se llenaba del jolgorio de los familiares que venían de todas partes del país. Mateo, el pensar en todos, se sentía feliz.
Todas las mañanas Mateo recorría los dos kilómetros de playa, a veces a pie, a veces montado en una bici con llantas gruesas que Barrabás seguía a toda velocidad. Le encantaba la brisa y el rugir del agua estrellándose contra las rocas. Pero aquella mañana de diciembre era distinta, y Mateo lo presentía. Había en el aire cierto dejo de extrañeza, un poco nublado pero principalmente todo parecía que no cabía en ese lugar, que se desbordaba en la playa e incluso en el camino interminable que conducía a la sierra. Mateo siguió avanzando, aferrado al manubrio de su bici, y con Barrabás al lado. Un poco más adelante, Mateo vio un par de piedras que brillaban con intensidad y destilaban una luz rojiza; ni siquiera su gran curiosidad lo hizo detenerse: pedaleó lo más fuerte que pudo hasta que las piedras se perdieron de vista. A una distancia considerable Mateo se detuvo. Una gran nube negra cubría el cielo; las gaviotas quisieron evitar cruzar por la nube pero fue imposible y se perdieron sin volver a verse. Todo se pintó de negro; la nube avanzó hasta Mateo, quien por más que pedaleó no pudo evitar ser envuelto. Había un fuerte viento dentro de la nube; Mateo distinguió luces que se perdían en su interior, objetos que giraban sin control. Las piedras luminiscentes giraban en torno a él hasta que una le dio en la frente, haciéndole perder el conocimiento. Mateo no regresaría a casa hasta muchos años después.


VI
Durante varios días todos los familiares de Mateo lo buscaron sin resultado alguno. Su padre había encontrado una vieja pulsera de cuero que Mateo no se quitaba ni para bañarse y que representaba un antiguo ritual maya. Las autoridades locales daban por hecho que Mateo se había metido al mar y quizá debido a su inexperiencia no había soportado la fuerza de las olas, llevándolo a una irremediable muerte. El padre sabía que Mateo no era tan ingenuo para meterse al mar sin la supervisión de un adulto, y menos con un clima poco favorable, aun y que Mateo sabía nadar muy bien. Se hizo el recorrido por varios días, revisando gran parte de la playa, al cabo de los cuales las investigaciones no arrojaron nada. Parecía como si a Mateo se lo hubiera tragado el mar.
A los pocos días, sin ánimos de nada, todos los familiares regresaron a sus casas. La madre de Mateo sufrió un colapso nervioso y el médico local le aconsejó tomar un respiro después de tanta agitación. A la tarde siguiente se marchó del lugar, prometiendo regresar una vez se sintiera mejor. El padre de Mateo decidió esperar, todavía conservando la esperanza que escuchara la voz de Mateo llamándolo.
Todas las mañanas el padre de Mateo hacía el mismo recorrido. Observaba todo, escuchaba el ruido marino, se detenía a rescatar peces arrojados a la playa y los regresaba al mar, su hogar, su destino. Por las tardes hacía figurillas de madera que tallaba con su vieja navaja, sentado a la sombra de una palmera poderosa. Casi no comía, o comía lo necesario. Alguna que otra tarde recibía visitas de familiares que venían a internar sacarlo de su letargo. Él los despachaba con una contundente pregunta:
-¿Qué hubieras hecho tú, en mi lugar, si tu hijo hubiera desaparecido así nada más y todavía albergaras la esperanza de que un día despertaras y todo hubiera sido un sueño terrible, un sueño demoledor pero, como todos los sueños, olvidable y nunca repetible?
-Probablemente lo mismo que tú.
Pasaron los meses y la madre de Mateo enfermó más y ya no pudo regresar. El padre se deprimió un pero, acostumbrado a la soledad, pensó que quizá era lo mejor. Había creado un itinerario diario que incluía su recorrido matinal por la playa y, en días donde su ánimo lo permitía, avanzaba en el camino hasta internarse en la sierra. Regresaba por la tarde y trabajaba en sus figurillas cuyo número crecía rápidamente.
Cierta tarde, mientras revisaba en una caja con pertenencias de Mateo, descubrió un diario. El diario que escribía Mateo y que detallaba sus hallazgos, sorpresas, tribulaciones y, finalmente, su encuentro con aquella sombra en el huerto. El padre leyó, asombrado, que Mateo padecía de fuertes temores por tal encuentro. Lamentó no haber sido más observador para intentar ayudarlo.
To be continued.






domingo, 5 de diciembre de 2010

domingo, 28 de noviembre de 2010

WHERE IS MY MIND?

The Pixies & David Fincher & Chuck Palaniuk & Edward Norton: ¿hay algo mejor en este mundo de mierda?

sábado, 27 de noviembre de 2010

CESAR AIRA ENTRE NOSOTROS


La literatura de César Aira es inclasificable. Nacido en Coronel Pringles, Argentina, en 1949, Aira ha practicado varios géneros literarios, todos con un gran compromiso estético (o más bien sin compromiso estético: de ahí que sus experimentos literarios no puedan ser clasificados en género alguno) y con la convicción que la literatura sólo puede partir del caos. La rareza de los textos de Aira radica, como señaló algún crítico, en que sus textos están destinados a destruir la literatura. Sus textos no tienen trama (o cuando menos no la trama lineal que estamos acostumbrados) y (tal pareciera que son) especulaciones literarias. De ahí su grandeza. Seguidor de Blanchot, Aira sabe que la literatura parte de lo no expresado y, aunque en sus textos Aira exprese demasiado, lo expresado linda los territorios del caos, el desorden, la farsa, la burla, la picaresca posliteraria, la destrucción del canon (contradictoriamente: Aira se está conviertiendo en un canon viviente). En este sentido, como señala Vivian Abenshushan: "Aira no es un escritor sino un fenómeno, un síntoma, un vehículo de la disgregación contemporánea". En una de las novelas más orginales publicadas en nuestro idioma, El congreso de literatura, Aira juega la posibilidad de clonar al escritor latinoamericano vivo más influyente. Un científico loco decide que ese paladín literario no es otro que Carlos Fuentes. Fuentes, escritor per excellence, es seguido por un insecto-espía con el fin de obtener un poco de su ADN y poder formar un ejército de Carlos Fuentes que formen un estado sofocrático. Luego de un congreso de literatura en Venezuela, el insecto extrae equivocadamente muestras de la corbata de seda italiana de Fuentes. El resultado es desastroso: la muestra se mezcla con el ADN de los gusanos de seda y éstos comienzan a salirse del molde creando un ejército de gusanos gigantes que acaban con todo a su paso. Sólo la mente retorcida de Aira podría crear tal argumento. En respuesta a tal elogio (desde luego Fuentes entendió mal el mensaje: el elogio no es sino una finísima sátira: entre más Fuentes haya, entre más clones del nuestro eximio intelectual haya, Fuentes tiende a desaparecer, a difuminarse entre los otros, a carecer de importancia) Fuentes imaginó que en unos años la Academia Sueca se rendiría ante tal genio y otorgaría el Nobel a Aira (Nobel que, como sabemos añora el mismo Fuentes y que, habéndolo recibido ya Vargas LLosa, no lo recibirá en vida, porque hasta donde sé no entregan Nobel post mortem). Les entrego una muestra de la narrativa de Aira, un cuento que en lo personal valoro mucho y considero como uno de los cuentos más originales publicados en nuestra lengua. Un cuento entrañable en más de un sentido. Cécil Taylor apareció publicado en la antología Buenos Aires, publicado en 1991 por Juan Forn.



Cecil Taylor.
Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, muy inciertas, cruza las últimas calles una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo. Despeinada, ojerosa, el frío de la hora transfigura su borrachera en una estúpida lucidez, un ajado apartamiento del mundo. No ha salido de su barrio habitual, por lo que no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podría estar retrocediendo; cualquier distracción podría disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que salen a esa hora (o los que no tienen de dónde salir) la conocen y por lo tanto no miran sus zapatos altísimos, violeta, su falda estrecha con su largo tajo, ni los ojos que de cualquier modo no mirarían otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un número cualquiera de calle, con casas viejas. Después vienen dos cuadras de construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones; comercios, vagos condominios de los que se desploma una escalera de incendios, una cornisa sucia. Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha formado un grupo de trasnochados; una media docena de hombres reunidos en la mitad de este callejón miran una vidriera. Siente curiosidad por estas turbias estatuas. Nada se mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. A ella no le quedan cigarrillos. Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del cual sostenerse, su paso se vuelve algo más liviano, más suspendido. Cuando llega, los hombres tampoco la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata. Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y en ellas cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la caza ha llegado a su fin, y la víctima no tiene escape. El gato tensa con sublime parsimonia todos sus nervios. Los espectadores se han vuelto seres de piedra, ya no estatuas: planetas, el frío mismo del universo... La prostituta golpea la vidriera con la cartera, el gato se distrae una fracción de segundo y eso le basta a la rata para escaparse. Los hombres despiertan de la contemplación, miran con disgusto a la negra cómplice, un borracho la escupe, dos la siguen... antes de que termine de desvanecerse la oscuridad tiene lugar algún hecho de violencia. Después de un cuento viene otro. Vértigo. Vértigos retrospectivos. Se necesitaría un término cualquiera de la serie para que el siguiente la hiciera interminable. El vértigo produce angustia. La angustia paraliza... y nos evita el peligro que justificaría el vértigo; acercarse al borde, por ejemplo, a la falla profunda que separa un término de otro. La parálisis es el arte en el artista, que ve sucederse los acontecimientos. La noche se termina, el día hace lo mismo: hay algo embarazoso en el trabajo en curso. Los crepúsculos opuestos caen como fichas en una ranura de hielo. Ojos que se cierran definitivamente, siempre y en todo lugar. Paz. Con todo, existe, y más perceptible de lo que podríamos desear, un movimiento descontrolado, que produce angustia en los otros y provee el modelo de la angustia imposible propia. También se lo llama arte. El arte es una multiplicación: estilos, bibliotecas, metáforas, querellas, el cuadro y su crítico, la novela y su época... Hay que aceptarlo como la existencia de los insectos. Hay restos por todas partes. Pero la vida, ya se sabe, «es una sola». De lo que resulta que la biografía de un artista es imposible; hay modos de probar que lo es: esos modos se confunden en la posibilidad de la biografía, con lo que vuelve a nacer la literatura, y la situación insoportable se instala en el pensamiento, el operador se inquieta y ya no ve la sucesión de escrúpulos sino una proliferación de modelos difíciles de aplicar. La biografía como género literario deriva de la hagiografía; pero los santos lo son, lo fueron, justamente por renunciar a los beneficios biográficos, recogen apenas los restos desechables. Por otro lado, las hagiografías nunca están solas, siempre forman parte de una especie de colección. La biografía tendería a lo contrario, aunque el resultado sea exactamente el mismo. ¿Quién se jactaría de saber lo que es un resto, y de poder diferenciarlo de lo contrario? Nadie que escriba, por lo menos. Tomemos las biografías de artistas. Vienen inmejorablemente al caso. Los niños leen las vidas de los músicos célebres, que siempre fueron niños músicos; luego, se trata de una success story, el relato de un triunfo, con su estrategia espectacular o secreta, sus venganzas, su transparencia de lágrimas de dinosaurio. Son mecanismos sutiles, dentro de su esencial idiotez, que no permanecen mucho en la memoria (salvo algún detalle) pero no por eso la deforman menos: le injertan grandes toboganes irisados, conformando un panorama tan pintoresco que la víctima se cree un Proust, lo que de por sí es un bonito falso triunfo en la vida. Imposible no desconfiar de esos libros, sobre todo si han sido el alimento primordial de nuestras puerilidades pasadas y por venir. «Antes» estaba el éxito futuro, «después» estaban sus recompensas deliciosas, tanto más deliciosas por haber sido objeto de puntualísimas profecías. Los malos augurios tienen el nacarado de una perfección; los buenos, levantan el mundo en las manos y se lo ofrecen a los astros. La Reina de la Noche, en una palabra, canta de día. Examinemos un caso más cercano. El de un gran músico de nuestro tiempo, cualquiera de ellos (son tantos). Cecil Taylor. Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo.
Engendrado en cuerpo y alma en una música de tipo popular, el jazz, desde el principio su vigor en la renovación lo hizo universal, quizás el único genio que pudo ir más allá de Debussy: el que pudo consumar la música como torsión sexual de la materia, el atomista fluido de todos los sentidos y sinsentidos que constituyen el juego del pensamiento en el mundo. Y no dejó de ser el mejor representante de la ciudad del jazz; de hecho él es Nueva York, la sobreimpresión del perfil de los grandes edificios en la imagen del pianista concentrado, con la música como enlace. ¿Qué otra cosa es el realismo? Una época en la que cierta gente ha vivido. El jazz, una brisa eterna. La ciudad miniaturizada, en un diamante. Es Egipto, pero también una pequeña tribu que acecha. Nuestra civilización antropológica produce (o podría producir, con un arte adecuado de la narración) historias en las que, digamos, dos negros desnudos se hacen la guerra en una selva, se persiguen con los signos más sutiles, el azar, la movilidad pura. Y el jazz. Una acción de sueños: situaciones. Todo es situaciones, éxtasis novelesco (ya no de conceptos). Según la leyenda, Cecil realizó la primera grabación atonal del jazz, en 1956, dos semanas antes de que independientemente lo hiciera Sun Ra. (¿O fue al revés?) No se conocían entre sí, ni conocían a Ornette Coleman, que trabajaba en lo mismo al otro lado del país. Por supuesto, la historia registra los momentos sin darles un valor per se, ya que todos ellos (y Eric Dolphy, Albert Ayler, Coltrane, quién sabe cuántos más) demostraron su genio de modo fehaciente en el transcurso de las décadas que siguieron. De todos modos, la Historia tiene su importancia, porque nos permite interrumpir el tiempo. En realidad, lo que se interrumpe con el procedimiento son las series; más precisamente, la serie infinita; cualidad esta última que anula toda importancia que pudiera tener la interrupción. La vuelve frívola, redundante, liviana, como una tosecita en un funeral. En este punto se produce la segunda ruptura, y lo que era nada más que pensamiento gira de pronto mostrando una cara imprevista: la Necesidad se alza, patente, soberana, imprescriptible -y a la vez microscópica, voluble, estúpida, neutra. La interrupción es necesaria, pero es la necesidad de un momento. De lo necesario ampliado nace la «atmósfera», ella sí esencial en el peso específico de una historia. Nunca se encarecerá lo bastante la importancia de la atmósfera en literatura. Es la idea que nos permite trabajar con fuerzas libres, sin funciones, con movimientos en un espacio que al fin deja de ser éste o aquél, un espacio que logra deshacer las entidades del escritor y lo escrito, el gran túnel múltiple a pleno sol... Pues bien, la atmósfera es la condición tridimensional del regionalismo, y el medio de la música. La música no interrumpe el tiempo. Todo lo contrario. 1956. Empecemos de nuevo. Para ese entonces Cecil Taylor, un genial músico negro de poco más de treinta años, prodigioso pianista y sutil estudioso de la avant-garde musical del siglo, había consolidado su estilo, es decir su invención. Excepto un par de jazzmen cercanos a su trabajo, nadie podía hacerse la menor idea de lo que estaba realizando. ¿Cómo se la habrían hecho? Su originalidad estaba en la transmutación del piano, que de instrumento pasó a ser en sus manos un método composicional libre, instantáneo. Los llamados «racimos tonales» con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya habían sido utilizados anteriormente por un músico, Henry Cowell, aunque Cecil llevó el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía compararse con nada existente. Supongamos que vivía (es el tipo de datos de que nos proveen las biografías) en un ruinoso departamento del East End de Manhattan. Ratones, de los que aman los norteamericanos, una cantidad indefinida y constante de cucarachas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, son el panorama original. La atmósfera. Lo innecesario. En su cuarto había un piano que no siempre podía hacer afinar por falta de los catorce dólares necesarios, y era un mueble ya casi póstumo. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer. Trabajaba de lavacopas en un bar. Ya había grabado un disco (In transition) y esperaba algunos trabajos temporarios en bares con piano. Por supuesto, sabía que era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y hasta de un triunfo gradual, a la manera de círculos concéntricos; no era tan ingenuo. Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento llegaría a ser celebrado. (Aquí hay una verdad y un error: es cierto que hoy se lo aprecia en todo el mundo, y quienes hemos escuchado sus discos durante años con amor y una admiración sin límites seríamos los últimos en ponerlo en duda; pero también hay un error, un error de tipo lógico, y esta historia intentará mostrar, sin énfasis, la propiedad del error. Claro que nada confirma la necesidad de esta historia, que no es más que un capricho literario. Sucede que una vez imaginada, se vuelve en cierto modo necesaria. La historia de la prostituta que espantó a la rata no es necesaria tampoco, lo que no quiere decir que la gran serie virtual de las historias sea innecesaria en su conjunto; y sin embargo lo es. La de Cecil Taylor es una vieja fábula: le conviene el modo de la aplicación. La atmósfera no es necesaria... ¿Pero cómo oír la música fuera de una atmósfera?) El bar con piano en cuestión resultó ser un local al que acudían músicos y drogadictos. El artista se predispuso a una acogida fluctuante entre la indiferencia y el interés; descartaba el escándalo, en ese ambiente. Se predispuso a que la indiferencia fuera el plano, y el interés el punto: el plano podía cubrir el mundo como un toldo de papel, el interés era puntual y real como un «buenos días» entre peces. Se preparaba para la incongruencia inherente a las grandes geometrías. El azar de la concurrencia podía proveerlo de un atisbo de atención: nadie sabe lo que crece de noche (él tocaría después de las doce, al día siguiente en realidad), y lo que uno hace nunca pasa totalmente inadvertido. Pero esta vez pasó. Para su gran sorpresa, la oportunidad se reveló precisamente «nunca». Escarnio invisible licuado en risitas inaudibles. Así transcurrió la velada, y el patrón canceló la segunda presentación para la próxima noche, aunque no la había pagado. Por supuesto, Cecil no discutió con él su música. No vio la utilidad. Se limitó a volver con los ratones. Dos meses más tarde, su distraída rutina de trabajo (ya no era lavacopas sino empleado en una estación de servicio) fue realzada una vez más por un contrato verbal para actuar en un bar, una sola noche esta vez, y a mitad de la semana. El bar se parecía al anterior, aunque quizá fuera algo peor, y la concurrencia no difería; incluso era posible que algunos de los que habían estado presentes aquella noche se repitieran aquí. Eso llegó a pensar, el muy iluso. Su música sonó en los oídos de una decena y media de músicos, drogadictos y alcohólicos, quizá hasta en las bellas orejitas negras, con su pimpollo de oro, de una mujer vestida de raso: una mantenida, por la heroína. No hubo aplausos, alguien se rió pesadamente (de otra cosa, con toda seguridad) y el dueño del bar no se molestó siquiera en decirle buenas noches, ¿Por qué iba a hacerlo? Hay momentos así, en que la música queda sin comentarios. Se prometió, sin motivo, venir en otra oportunidad al bar (alguna vez lo había frecuentado, como oyente) para imaginarse a sus anchas la posición del ser humano ante la música: el pianista consumado, la sucesión de viejas melodías, lentas y espaciadas. No lo hizo nunca, por creer que no valía la pena. Se consideraba una persona desprovista de imaginación. Transcurrida una semana, la representación de este fracaso se fundió con la del anterior, y eso le produjo una cierta extrañeza. ¿Se trataría de una repetición? No había motivos para creerlo, y sin embargo la realidad se mostraba así de simple. Un día se encontró en la calle con un ex condiscípulo de la Advanced School of Music de Boston, un neoclasicista. Cecil se mofaba en secreto de Stravinsky ?todos los negros desprecian a los rusos, eso es un hecho?. Un par de frases, y el otro quedó vagamente impresionado por el tono sibilino de la voz de su conocido, el susurro, el gorro de lana. (Si en lugar de ser una nulidad, el ex condiscípulo hubiera llegado a algo, habría anotado el hecho en su autobiografía, muchísimos años después.). Tres meses más tarde, una conversación de madrugada en una mesa de Village Vanguard resultó en un ofrecimiento para presentarse allí una noche, como complemento a un grupo renombrado. Abandonó su empleo en la estación de servicio y trabajó diez horas diarias en su piano (se había mudado a un cuarto en una vieja casa de proxenetas en Bleeker Street) durante la semana que lo separaba de su presentación. Al V.V. asistía la flor y nata del mundillo del jazz. Estaba persuadido de que en ese momento se formaría el primer círculo, así fuera pequeño como un punto, del que se irradiaría la comprensión de su actividad musical, y en consecuencia esta actividad misma. Llegó la noche en cuestión, entró a la tarima donde estaba el piano cuando se lo pidieron, y atacó... No hubo más que unos aplausos condescendientes: «al menos sudó». Esto lo desconcertaba. En la parte posterior del escenario había algunos músicos que desviaron la mirada con una sonrisita de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una gran carcajada, alguien prorrumpió en un «Después de todo, ya terminó». El crítico de jazz más prominente de la época estaba sentado unas mesas más allá. El que había sacudido la cabeza fue a conversar con él y regresó con este mensaje: -Sinhué -así lo llamaban al crítico entre ellos- hizo un silogismo claro como un cielo sin nubes: el jazz es una forma de música, por tanto es una parte de la música. Como lo hace nuestro buen Cecil no es música, tampoco puede aspirar a la categoría de jazz. Según él, según lo que entiendo yo, que soy un autodidacta, no se puede avanzar hacia el jazz sino desde el embudo de lo general, es decir no habría particularidades que puedan relacionarse por analogía con el jazz. No intentó ninguna refutación. Evidentemente ese imbécil no sabía nada de música, lo que no podía sorprenderlo. El, por su parte, no entendía una palabra de sus razones, o mejor dicho de la convicción que apoyaba sus razones. Esperó alelado que alguno de los músicos que vio por ahí le hiciera saber algo. Pero no fue así. De hecho, no podía estar seguro de que hubiera ningún músico de los que creía haber visto, porque era muy miope y usaba unos anteojos oscuros que con la escasa luz del salón obnubilaban todo reconocimiento. Pero, cuando volvió a pensar en la situación en los días subsiguientes, comprendió que de nadie debía esperar menos reconocimiento explícito que de sus colegas. ¿Se vería obligado a escuchar infinitamente la música ajena hasta reconocer una nota, un pequeño solfeo amistoso, un «Hi» como los que se cruzaban cuando volvían del baño después de una dosis? No había hecho otra cosa en su vida, y amaba el jazz. Pasaron varias semanas. Trabajó haciendo la limpieza en un banco, de sereno en un edificio de oficinas y en un estacionamiento. Una noche le presentaron a alguien que tomó su dirección por el más fútil de los motivos: la señora Vanderbilt contrataba pianistas para sus tés. Efectivamente, fue llamado a los pocos días: al parecer sus credenciales de estudio habían sido investigadas y aprobadas. Fue a las seis de la tarde a la mansión de Long Island y tomó una taza de café con los criados, que al parecer se hacían una idea extraña de su trabajo. Un valet vino a anunciarle que podía empezar su interpretación. Se ubicó frente a un perfecto Steinway entreabierto, en una sala donde una elegante cantidad de personas de ambos sexos bebían y conversaban. Su actuación duró escasos veinte segundos pues la señora Vanderbilt en persona, en un rasgo que los entendidos calificaron de esnob, se acercó (lo esnob del asunto estuvo en que no mandó al valet a hacerlo) y con toda lentitud cerró la tapa del piano sobre las teclas. Cecil ya había apartado las manos. -Prescindiremos de su compañía -le dijo haciendo tintinear las perlas. No es tan difícil como se cree, hacer tintinear perlas. Los invitados aplaudieron a Gloria. -Debí suponer que pasaría algo así -le decía Cecil a su amante esa noche?. Pero también debí suponer que la extrañeza misma, en lugar de atravesar la coraza de ignorancia de esa gente, sirviera como una vaselina para que la impenetrabilidad de la coraza girara sobre sí misma y se volviera inútil. Mi música tiene muchos aspectos, y yo sólo conozco los musicales. La vida está llena de sorpresas. En la primavera tuvo un nuevo contrato, esta vez por una semana entera, en un bar cuyas características más visibles eran las ráfagas de importancia nula que se le confería a la música que sonaba en él. Viejas negras, ex esclavas, debían de tocar allí de madrugada, sus pianos apolillados. El dueño estaba ocupado exclusivamente por el tráfico de heroína, y era algún mozo el que apalabraba a los pianistas. Cecil tocaría a la medianoche, durante dos horas. La gente entraba y salía, no podía confiarse en que nadie, entre una compra y una venta, o entre la adquisición y el uso, tuviera el ánimo lo bastante despejado como para apreciar una forma genuinamente novedosa de música. Con esa composición de lugar se sentó al piano. Habrían transcurrido dos o tres minutos de su ejecución cuando se le acercó por atrás el dueño del bar, agitando la mano en la que no sostenía el cigarrillo. -Shh, shh -le dijo cuando estuvo a su lado-. Preferiría que no siguieras, hijo. Cecil retiró las manos del teclado. Algunos parroquianos aplaudieron riéndose. Subió una señora negra que comenzó a tocar Body & Soul. El dueño le tendió un billete de diez dólares al demudado músico, pero cuando éste lo iba a tomar retiró la mano:
- ¿No habrás querido tomarnos el pelo? Era un individuo peligroso. Pesaría noventa kilos, es decir cincuenta más que Cecil, que se marchó sin esperar más reprimendas. Cecil era una especie de duende, elegante pese a su miseria, siempre en terciopelo y cueros blancos, zapatos en punta como correspondía a su cuerpecito pequeño, musculoso. Podía llegar a perder dos kilos en una tarde de improvisaciones en su viejo piano. Extraordinariamente distraído, liviano, volátil, cuando se sentaba y cruzaba las piernas (pantalones anchos, camisa inmaculada, chaleco tejido) era redundante como un bibelot; lo mismo cuando encendía un cigarrillo, o sea casi todo el tiempo. El humo era el bosque en el que este duende tenía su morada, a la sombra de una telaraña húmeda. Esa noche caminó por las profundas calles del sur de la isla, pensando. Había algo curioso: la actitud del difuso irlandés que vendía heroína no difería gran cosa de la que había mostrado poco antes la señora Vanderbilt. Pero ambos personajes no se parecían en nada. Salvo en esto. ¿Pasaría por ahí, por el acto de interrumpirlo, el común denominador de la especie humana? Por otra parte, en las últimas palabras del sujeto encontraba algo más, algo que ahora reconstruía en el recuerdo de todas sus desdichadas presentaciones. Siempre le preguntaban si lo hacía en broma o no. Claro que la señora Vanderbilt, por ejemplo, no se había rebajado a preguntárselo, pero en general había supuesto la existencia de la pregunta; más aún, diríase que su indignación no se había debido más que a la insolencia de hacerle necesario ponerse en actitud de proferir, explícita o tácitamente, tal pregunta a un negro. Ella había dicho «No lo sé, ni me importa». Pero en cierto modo había mostrado que le importaba. Cecil se preguntó por qué era posible preguntarle eso a él, y la misma pregunta no era pertinente respecto de lo demás. Por ejemplo él jamás le habría preguntado a la señora V. si hacía lo que hacía (fuera esto lo que fuera) en serio o en broma. Lo mismo al dueño del bar de esta noche. Había algo inherente a su trabajo que provocaba la interrogación. La señora Vanderbilt, por otro lado, participaba de una famosa anécdota, que citaban casi todos los libros de psicología escritos en los últimos años. En cierta ocasión había querido amenizar una cena con música de violín. Preguntó quién era el mejor violinista del mundo: ¿qué menos podía pagar, ella? Fritz Kreisler, le dijeron. Lo llamó por teléfono. No doy conciertos privados, dijo él: mis honorarios son demasiado altos. Eso no es problema, respondió la señora: ¿cuánto? Diez mil dólares. De acuerdo, lo espero esta noche. Pero hay un detalle más, señor Kreisler: usted cenará en la cocina con la servidumbre, y no deberá alternar con mis invitados. En ese caso, dijo él, mis honorarios son otros. Ningún problema; ¿cuánto? Dos mil dólares, respondió el violinista. Los conductistas amaban ese cuento, y lo seguirían amando toda su vida, contándoselo incansablemente entre ellos y transcribiéndolo en sus libros y artículos... Pero la anécdota de él, de Cecil, ¿la amaría alguien, la contaría alguien? ¿No tenían que triunfar también las anécdotas, para que las repitiera alguien?
Ese verano fue invitado, junto con una legión de músicos, a participar en el festival de Newport, que dedicaría un par de jornadas, por la tarde, a presentar artistas nuevos. Cecil reflexionó: su música, esencialmente novedosa, resultaría un desafío en ese marco. Por primera vez se haría oír en un concierto, no en el desagradable ambiente distraído de los bares (aunque todos los grandes músicos de jazz habían triunfado en los bares). Pues bien, llegado el momento, su presentación tuvo lugar en un clima de la mayor frialdad. No hubo aplausos, y los pocos críticos presentes se retiraron al pasillo a fumar un cigarrillo a la espera del número siguiente. En unas pocas crónicas se lo mencionó, pero sólo como una extravagancia. «No es música», decían, lacónicos, los entendidos. Mientras que los demás se preguntaban si habría sido una broma. El cronista de Down Beat proponía la cuestión (bajo luz irónica, claro está) como una paradoja: si golpeamos al azar el teclado de un piano... En resumen, una reedición de la paradoja llamada «del cretense». La música, pensaba Cecil, no es paradojal, pero lo que me sucede a mí en cierta forma es una paradoja. Pero no hay paradojas del estilo, no puede haberlas. Eso es lo paradojal en mi caso.
En el curso de los meses que siguieron se presentó en una media docena de bares, siempre distintos ya que el resultado era idéntico en todos los casos, y hubo dos invitaciones: primero a una universidad, después a un ciclo de artistas de vanguardia en la Copper Union. En el primer caso Cecil fue con la esperanza fluctuante que resultó desperdiciada (la sala se vació a los pocos minutos de iniciada la actuación y el profesor que lo había invitado debió hacer un difícil malabarismo para justificarse, y lo odió desde entonces), pero al menos sirvió para que comprobara otro pequeño detalle. Un público selecto es un público esnob. El esnobismo es un secreto a voces que se calla. El público universitario no tenía motivos para «entender» la música; no digamos «apreciarla», porque eso no les concernía. Pero a su vez actuaba una presión (ellos mismos eran esa presión) para que sí la entendieran. La mentira encontraba su difícil atmósfera ideal, el malentendido podía quedarse a vivir para siempre en esas aulas. Un pequeño porcentaje de mentira, por pequeño que fuera, podía apuntalar la verdad indiscutible de lo real. ¿Quién nos asegura, al fin de cuentas, que realmente estamos vestidos en el sentido que importa, que los pantalones y las camisas y las corbatas no son obscenos? Pues bien, su actuación no produjo nada de eso. ¿Entonces el esnobismo no existía? Si era así, todo el edificio mental accesorio de Cecil se venía abajo. Ya no podría entender nunca al mundo. En la Cooper Union la experiencia resultó menos gratificante todavía. Los músicos vanguardistas que presentaban sus obras junto a él estaban en la posición ideal de determinar qué era música y qué no, ya que ellos mismos se encontraban precisamente en el borde interno de la música, en su área de ampliación sistemática. Pero tampoco aquí la posición ideal dio lugar al juicio correcto. De la obra del jazzman negro sólo pudieron decir dos cosas: que por el momento no era música(es decir, que no lo sería nunca) y que se les ocurriría casualmente la pregunta de si no estarían ante una especie de broma.
Cecil abandonó uno de sus empleos habituales y con algo de dinero ahorrado pasó los meses de invierno estudiando y componiendo. En la primavera surgió un contrato por unos días, en un bar de Brooklin, donde se repitió lo de siempre, lo de aquella primera noche. Cuando volvía a su casa en el tren, el movimiento, el paso de las estaciones inmóviles produjo en él un estado propicio al pensamiento. Entonces advirtió que la lógica de todo el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en efecto, en todas las historias con que Hollywood le había lavado el cerebro siempre hay un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error: en el paso del fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B que une una línea. En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito. Supongamos, se decía Cecil en el vagón vacío a las tres de la mañana, que para llegar a ser reconocido deba actuar ante un público cuyo coeficiente de sensibilidad e inteligencia haya superado un umbral de X. Pues bien, si comienzo actuando, digamos, ante un público cuyo coeficiente sea de una centésima parte de X, después tendré que «pasar» por un público cuyo coeficiente sea de una quincuagésima parte de X, después por uno de una vigésima quinta parte de X... así ad infinitum.«De modo que mientras continúe la serie, siempre fracasaré, porque nunca tendré el público de la calidad mínima necesaria. ¡Es tan obvio!» Seis meses después fue contratado para tocar en un tugurio al que asistían turistas franceses. Se presentó poco antes de la medianoche. Sentado en el taburete, estiró las manos hacia las teclas, atacó con una serie de acordes... Unas risotadas sonaron sin énfasis. El mâitre le hacía señas de que bajara, con gesto alegre. ¿Habrían decidido ya que era una broma? No, estaban razonablemente disgustados. Subió de inmediato, para tapar el mal momento, un pianista negro de unos cuarenta años. A Cecil nadie le dirigió la palabra, pero de todas maneras esperó que le pagaran una parte de lo prometido (siempre lo hacían) y se quedó mirando y escuchando al pianista. Reconocía el estilo, algo de Monk, algo de Bud Powell. Lo emocionaba la música. Un pianista convencional, pensó, siempre estaba tratando con la música en su forma más general. Efectivamente, le dieron veinte dólares, con la condición de que nunca volviera a pedirles trabajo.

viernes, 19 de noviembre de 2010


Susana:
Estoy pensando seriamente en cometer un acto suicida con mi pareja. Quisiera preguntarte si estarías dispuesta a colaborar en mi master piece. Será algo sencillo, tipo teatro kabuki o un viaje interminable a través del Danubio. Empezando en Danuaschagen y terminando en la costa húngara del Mar Negro. Imagina: Paganini como música de fondo. He pensado simplemente en tomar una navaja y así, vulgarmente, cortarme de tajo las venas. Pero no sería poético. No hay nada más vulgar que morir trágicamente sin tragedia (¿el suicidio no es acaso la forma más pura del hombre libre, el hombre sin ataduras, el que tiene su vida en la comisura de las manos y las eleva y le pega una bofetada directa al orgullo de Dios?, Camus dixit), sin impersonation, sin que la muerte sea un espectáculo multicolor donde el tono rojo luzca en todo su esplendor. No sé. Lo pensaré detalladamente porque quiero que salga todo a la perfección y no fallar en lo más mínimo. Escríbeme tu respuesta lo más rápido que puedas porque el plan ya está en marcha. Ta amigo: Dead Purple.

RESTROSPECTIVA DE UN OLVIDADO


FRANCISCO RENTERIA SALÉN
(Chiapas, 1982-Greenriver, Maine, EUA, 2020)


El que fuera considerado el mejor de los escritores de la generación de la "Confusión múltiple" y uno de los mejores poetas en lengua chicana de principios del siglo XXI, aprendió a leer y escribir en inglés en las frías aulas de la Prisión Estatal del Condado de Fullton, en Atlanta, a la edad de 30 años, mientras cumplía una condena menor por robo a mano armada a una tienda departamental. Previamente su vida podría definirse como una sucesión de delitos menores y actos que pasaban uno tras otro sin mayor trascendencia, propios de una adolescente mexicano de raza indefinida y de clase baja, perteneciente a un familia disfuncional (padre alcohólico, madre que trabajaba en lugares poco confiables y mal remunerados). En 2007, después de licenciarse en Letras, Rentería abandona México y, mochila en mano, cruza la frontera por el lado de El Paso, Texas, en donde por espacio de dos años se dedica a los más variados oficios. Es deportado en tres ocasiones pero lo intenta de nuevo, hasta que en 2010 desaparece sin que se tengan noticias de él en dos años. Ahí es atrapado y condenado a tres años por robo. Ahí aprende inglés con suma facilidad y comienza a escribir sus primeros poemas. Tras su alfabetización, comienza su carrera delictiva en grande. Trafica droga, entra al lucrativo negocio de la trata de blancas y el lenocinio, el robo de coches de lujo, el secuestro y el asesinato. Aparecen sus primeros poemas en revistas de ínfima categoría, magazines de a dólar de circulación local (Los Ángeles, Chicago, Boston, entre otras ciudades). En 2017 es acusado de la muerte de Jack Brooks (capo de la droga neoyorkina) y dos de sus guardaespaldas. Durante el juicio se declara inocente. Pero sorprendentemente, media hora antes de subir al estrado, se autoinculpa de cuatro asesinatos no resueltos y que por entonces habían caído en el más absoluto olvido: los del pornógrafo y homosexual Manuel Roquetin , la actriz porno Krista "Vagina” Donovan, el actor porno Daniel "Dan Carmine" Goralino (ampliamente conocido en la farándula porno por poseer un descomunal miembro de 30 centímetros) y el poeta Truman Crane (profesor invitado en Boston University, y, según se supo después, pederasta consumado), ocurridos los tres primeros cuatro años antes, y el último en 2016, todos en el frío y lejano estado norteño de Maine. Inevitablemente es condenado a pena de muerte. Tras varias apelaciones, auspiciadas algunas por un importante sector literario chicano, la sentencia se cumple en 2020. Según testigos, Rentería pasó sus últimas horas, sereno, dedicado a la revisión de sus propios poemas.


Bibliografía básica de Francisco Rentería Salén:

Francisco Rentería's Way (Penguin Books, New York, 2014).

Charly: Pasión por Charles Manson por un mexicano desconocido (Random House, Los Ángeles, 2015)

The Bads and The Goods: Selects poems of F. R. S. por Martin Woodhouse. (Jonathan Cape, Londres, 2022). En donde Rentería nos dice:


Seres innobles niños poseídos por la voluntaden un laberinto o desierto de hierro Frágiles como un cerdo en una jaula de lobos hambrientos.

sábado, 13 de noviembre de 2010

REVOLUCION Y NARRATIVA

Ahí les va un avance de mi ensayito. Espero terminarlo en poco tiempo. No sé la fecha de entrega pero a estas alturas eso es lo que menos me importa.



LA REVOLUCION MEXICANA VISTA DESDE LA “NARRATIVA DE LA REVOLUCION.
I
La Literatura y la Historia siempre se han necesitado una a la otra para reafirmarse. El cantar de gestas heroicas, la división de un mundo espiritual y guerrero, la fantasía e ilusiones de una sociedad o la taxonomía personal se miden por el lenguaje que necesita representarse, sea de forma oral, sea de forma escrita. En cierto sentido, la Historia es la representación de un pasado que se expresa y necesita demostrarse para dotar a las sociedades de sentido; los hombres somos seres históricos y nuestros actos son historia. Palpable o no, la Historia requiere de un medio de expresión. Para la literatura, y sobre todo para la literatura que habla sobre tiempos convulsos y que obtiene su material de trabajo de la sangre, las balas, la confusión y la aberración, la Historia es indispensable. Este ensayo, sin ser exhaustivo, intenta rescatar esas voces que se convirtieron en literatura mediante la narración de batallas o episodios de nuestra Revolución mexicana, vista a través de las agudas miradas de escritores que aportaron este tour de force que se conoce como “narrativa de la Revolución”. Por obvias razones, no están todos los que deben, y si tomamos en cuenta que en este ensayo mando yo, voy a hablar de aquellos autores que son de mi interés, aparezcan o no el al “canon” de la narrativa de la Revolución.

II
Una de las tesis centrales del libro A la sombra de la Revolución mexicana, publicado por Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer, discurre sobre las diversas revoluciones que gestaron la Revolución. Al tratar la Revolución como un movimiento disperso, contingente y resultado de varios intentos de emancipación dictatorial, los autores suponen que esta gesta pseudo-heroica no tiene un principio (o cuando menos no el que la historia oficial toma como inicio: la rebelión maderista de 1909) y acaso no ha tenido un fin. Los autores nos recuerdan que desde principios de siglo los Flores Magón se habían convertido en una piedra en el zapato de Díaz con constantes levantamientos armados que eran paliados inmediatamente por el Gobierno. Pascual Orozco en Chihuahua, Benjamín Hill en Sonora, Bernardo Reyes en Nuevo León eran opositores directos al régimen porfirista (que a la sazón contaba ya con 80 años, treinta en el poder) y buscaban un líder que los unificara y les diera participación nacional. Los Flores Magón eran demasiado anarquistas (además que llevaban una larga temporada exiliados y encarcelados en Estados Unidos) y tenían un ideal propio que no convergía con ninguno de los opositores. Fue en esta encrucijada cuando en una hacienda de Coahuila, un próspero hacendado decide alzar su voz y comenzar a gestar un movimiento que, partiendo de un pequeño pueblo coahuilense, en poco tiempo toma carácter nacional.
La ideas democráticas de Madero, idealista consumado, tomaron por sorpresa a un Díaz medrado por años de guerrillas y revueltas intestinas. Madero creía firmemente en la democratización del poder, al grado de no aceptar la presidencia luego de su entrada triunfal a Ciudad de México, y ceder tal alto honor a Francisco León de la Barra. Para Krauze: “Madero creyó firmemente hasta pagar con su vida por esa creencia, que México podía ser un país democrático. Pensar que la democracia en México es un proyecto quijotesco, es tan falso como sostener que el segundo nombre de Madero era Inocencio” (Krauze: 2005, 317). Madero pensó que esta idea de nación era posible, y encausó sus fuerzas para demostrarlo. No sólo perdonó la vida a Díaz, sino, más tarde, a Villa y fue reacio a los comentarios, que ya eran vox populi, que ponían a Victoriano Huerta como su principal enemigo. Huerta fue, en efecto, su verdugo, y aunque no jaló el gatillo que quitó la vida a Madero y Pino Suárez aquella noche del 22 de febrero de 1913, durante la Decena trágica, sí fue el autor intelectual de este magnicidio sin par en los anales de nuestra historia. Fue aquí, después de la sucesión de Huerta, donde empieza la verdadera Revolución. Aquella Revolución que cantan los corridos y que termina en la tinta de intelectuales, no terminaría hasta muchos años después, dejando a un país devastado y con la creencia que después de haberla vivido nada podría ser igual.
III
La conformación de obras “canónicas” de la narrativa de la Revolución* se da a la par del periodo de aclimatación posrevolucionaria y en buena medida por las figuras caudillescas que cobraban notoriedad constantemente. Este conjunto de obras son de una importancia definitiva en el desarrollo literario del siglo XX en México, pues abandonan el costumbrismo imperante durante el Porfiriato y, mediante retratos sociales, cuadro de costumbres y demostración de una realidad adusta, experimentan con técnicas estilísticas procedentes de Europa y Estados Unidos (Castro Leal: 1991, 65). Hay que destacar que estas obras, de un marcado acento folklorista, convergen entre sí en los temas y los puntos de vista que consideran la Revolución como una sanguinaria maquinaria de guerra con el único sentido de matarse unos con otros. Una frase, en un diálogo de la novela Los de abajo, de Mariano Azuela, resume de manera eficaz este periodo: “Ah qué hermosa es la Revolución, aún en su misma barbarie” (Azuela: 2000, 45). Efectivamente, la mayoría de los escritores que narran los avatares revolucionarios convergen en que la Revolución es una barbarie con una justificación política, en aras de la democracia y en detrimento de un pueblo que soportó con estoicismo el derramamiento de sangre y la muerte de más de un millón de mexicanos. Rafael F. Muñoz (Vámonos con Pancho Villa), Nellie Campobello (Cartucho), Martín Luis Guzmán (El águila y la serpiente, La sombra del caudillo), Mariano Azuela (Los de abajo), Julio Torri (De fusilamientos) y Juan Rulfo (Pedro Páramo, El llano en llamas) escriben desde la desolación y la desesperanza, rescatando aquellos rasgos distintivos donde la honra y la traición, la bondad y el mal absoluto convergen en una máscara de múltiples facciones.
IV
La estética de la narrativa de la revolución no requiere más elementos que los establecidos por una realidad que se impregna en la obra. En este sentido, salvo los casos de Azuela, Luis Guzmán y Rulfo, la mayoría de los narradores de este género no fueron escritores comprometidos con una estética de tipo modernista, sino por medio de una tradición oral arraigada y marginal, expusieron lo que vivieron. Fueron escritores vivenciales en el sentido que recogieron sus impresiones en torno a la Revolución y no intentaron otra cosa que eso. No buscaron el reconocimiento y los intelectuales cosmopolitas de la época (desde el grupo del Ateneo hasta el grupo Contemporáneos) se encargaron de mantenerlos en el olvido porque consideraban que sus obras eran subliteratura (Aguilar Mora: 1990, 46). Aguilar Mora relata que cuando Rafael F. Muñoz, gran ignorado por los intelectuales y autor de obras significativas como la mencionada Vámonos con Pancho Villa y la olvidada Oro, caballo y hombre, fue electo como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, ocupando al lugar de Julio Torri, escritor cercano al grupo Contemporáneos (liderado por Salvador Novo y Xavier Villaurrutia), en su discurso de aceptación, escribe: “Torri escribió sobre lo que había leído. El otro, sobre lo que había visto. Uno, literatura del mundo; otro, vida de México. Uno, pensamiento; otro, acción. Uno, bellas letras; otro, la Revolución” (en Aguilar Mora: 1990, 47). Personalmente, este discurso resume felizmente la estética de la narrativa revolucionaria: acción, desconcierto, balas, podredumbre, hambre, sangre derramada: todo lo que fue la Revolución. Las “bellas letras” que refiere F. Muñoz es el resultado del cosmopolitismo y de una estética contagiada de lecturas y sistemas de pensamiento que contrastan con la rústica rudeza de la estética revolucionaria, cercana, como se mencionó, a la tradición oral.
La formación del canon, por tanto, está implícita en su movilidad, en su dinamismo. No es posible tener un canon que no desate críticas que, a su vez, señalen sus errores y aciertos y ponga en tela de juicio su validez. Los conceptos, las ideas, el mundo cambia, y es a través de estos cambios cuando se puede hablar de una crisis. Crisis, reitero, que no tiene connotaciones negativas y por el contrario, advierte la inestabilidad de los presupuestos que alguna vez se consideran inmutables o permanentes. La periferia puede intercambiar su lugar con respecto al centro, las relaciones se pueden volver más complejas al ya no tener campos de interacción delimitados, pero el constante cuestionamiento es lo que hace al canon.
La conformación del canon tiene funciones establecidas por los críticos, y entre los críticos la propuesta por Harris es la más aceptada. Para Harris, existen siete funciones de los cánones selectivos:

Un canon cumple simultáneamente diferentes funciones en una cultura dada:
a) provee de modelos morales e ideales de inspiración, b) transmite una cierta herencia del pensamiento, c) crea marcos de referencia comunes a una sociedad y cultura, d) permite analizar en su constitución los intercambios de favores entre grupos que se apoyan y programan su pervivencia, e) legitima una teoría, como el caso de las selecciones de obras que el New Criticism o la deconstrucción hacen para apoyo de sus posiciones teóricas, f) ofrece una perspectiva de las cambiantes visiones del mundo en diferentes épocas históricas según la consagración de determinados textos y g) alcanzan a representar opciones pluralistas en el reconocimiento de diferentes tradiciones (Harris: 1988, 41).


viernes, 5 de noviembre de 2010

500 days of Summer


Las películas de amor por lo regular aburren. O cuando menos a mí me aburren. Ese tipo de amor trillado y obsesivo que el cine pretende estereotipar, y que se vuelve rebuscado, falso, estéril y fatuo, no concuerda con el tipo de amor que me gusta en el cine. Películas como Malena, Mullholand Drive, Broken flowers o El eterno resplandor de una mente sin recuerdos, que analizan el amor como una relación personal más compleja, visceral y, por momentos, fría, además de hiriente y desechable. Pero hay excepciones. Gratas excepciones. Hace unos días vi una excelente película de amor -y ampliamente recomendable- llamada 500 days of summer (tiutulada en español 500 sin ella), en donde hablan del amor y de las consecuencias de éste al grado de cambiar la concepción del mundo de los personajes. Me resultó interesante porque la cinta utiliza una técnica cinematográfica ampliamente explotada como son los cortes y saltos temporales para mostar el drama psicológico de los personajes, o sea, su deterioro y cambio de humor, obsesiones e histeria. Linealmente la historia es ésta: Tom y Summer se conocen en el trabajo. Ambos trabajan para una compañía que hace tarjetas de felicitaciones. Durante los primeros días no pasa nada, pero luego ambos se reconocen y comienzan a llevar una amistad que, luego de un tiempo, su vuelve una relación informal. Tom está perdidamente enamorado de Summer, pero ésta es reticente a enamorarse. Todos hemos tenido una Summer alguna vez en nuestra vida y a veces pienso que esas "Summers" no son sino una especie de ente maligno con bragas, sostenes diminutos y mirada pícara que vienen de vez en cuando a la tierra y seleccionan a tipos incrédulos e imbécil y les arruinan la vida. A Summer no le intersa llevar una relación tradicional donde todo termine en boda, hijos, hipotecas y una vejez placentera en una casa con jardín. Ella quiere vivir. Tom cree que el amor es todo aquello que le dicen las novelillas de amor. Luego de un comienzo bueno, la relación viene en picada. Summer se aburre y Tom no sabe qué hacer. Summer lo corta. Summer se va. Tom queda hundido en una depresión que lo lleva a perder su empleo. Maldice al amor. Maldice a Summer. Es el tipo más desdichado. Descubre que Summer se ha casado con el primer tipo que se le puso enfrente. Pero no siempre el amor nos estanca: en ocasiones nos saca a flote y descubre en nosotros a alguien que no sabíamos que existía. Tom vuelve a la realidad, consigue empleo como Arquitecto y en la oficina de su trabajo conoce a la que será su pareja. Fin de la historia. Una historia como cualquiera, aderezada con frases sugestivas que exponen la pisiquis del personaje. Además, el soundtrack es ampliamente recomendable.

martes, 2 de noviembre de 2010

CIEN AÑOS

Tengo algunos trabajos pendientes. Quiero escribir algo sobre la Novela de la Revolución. Hay un profesor que nos está presionando con un trabajo sobre el significado de la Revolución y para mí el único significado lo entiendo a través de su literatura. Es decir, entiendo mejor la Revolución si alguien "me la narra". Lo que me lleva a pensar que estoy equivocado y no entiendo ni madres. En fin. De adolescente, en parte obligado, en parte por gusto, leí mucho sobre narrativa de la Revolución. Francisco Rojas, Magdaleno, Azuela, Luis Guzmán, Yáñez, Campobello. Vi algunas películas sobre el tema. Escuché corridos. Leí la biografía de Villa. Definitivamente fue Rulfo quien más me deslumbró y eso que en su obra toca la Revolución de refilón, como si no existiera. Para los que saben, Rulfo clausura la novela de la Revolución. Voy a escribir algo sobre eso, digo, sobre la Revolución que traspasa las balas y los campos de batalla y permenece intacta en los libros de aquellos que les parece interesante escribir sobre un pueblo mutilado. Sobre los colgados, sobre las soladaderas, sobre el mezcal, sobre los trenes, sobre las guitarras que gimen a media noche con una luna amarilla y cálida, sobre los sombreros raídos que cubren al soldado raso del sol y el polvo, sobre los generales ignaros y ladrones, sobre el amor desesperado que preña pueblos enteros, sobre esa música que rima los labios y los junta y aparta, sobre caballos que recorren estados enteros en busca de su amo, sobre el sexo encima de los rieles, sobre el sexo en matorrales y haciendas poseídas y petates pulgosos que apartan a los amorosos de su propia existencia, de iglesias y casas y ranchos tomados con violencia y mujeres violadas y hombre fusilados atrás de paredes que guardan los vestigios del tiempo, sobre niños de ojos hundidos y estómagos prominentes, sobre el recorrido de nuestro país después de cien años de seguir esperando que todo aquello se cumpla.