No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



miércoles, 20 de mayo de 2015

BREVE HISTORIA DEL  LLANTO DEL CUERVO
Uno quiere pensar que los finales son otros, pero resulta que las cosas por la regular no cambian y todo termina de la misma forma que debe terminar. No hay azar, no hay moneda lanzada al aire, no hay caída libre: sucesos, series, enigmas, consecuencias. Edgar Allan Poe murió de una congestión alcohólica luego de ser arrastrado a votar por las casillas de las elecciones primarias del distrito de Baltimore. Hemingway se metió un escopetazo en su casa de Ketchum, Idaho. José Carlos Becerra murió en un accidente de auto en una carretera perdida de Brindisi, Italia. Michael Jordan metió la canasta que le dio la victoria a los Bulls de Chicago en las finales de 1997. W. G.  Sebald: otro muerto en accidente de auto. Amy Winehouse murió de sobredosis en su casa de Londres. Jimi Hendrix se ahogó en su propio vómito. Una larga inconsistencia, un dramatis personae.
I
            No era un buen guitarrista. Sólo hasta los 15 años había cogido por primera vez una guitarra. Sin embargo, el azar o como se llame lo puso en el camino correcto de dos músicos talentosos y con ellos formó una banda de rock –él no había escuchado rock jamás- y al lado de ellos emprendió una gira por ínfimos pueblos de traspatio carretero, bebiando más de la cuenta en moteles de mala muerte y bares de olores rancios. Los dos músicos talentosos sabían que él era un músico mediocre, pero pensaban –lógica irrenunciable- que la belleza salvaje del guitarrista de medio pelo sería un buen gancho para atraer mujeres. Además, pensaban, las letras de algunas de sus canciones no eran del todo malas, tenían algo de pegajoso, algo de chic, sin exagerar; pero ellos eran los talentosos en el grupo y podían darse el lujo de contratar a un guitarrista mediocre para luego desecharlo como papel higiénico. Los pueblos perdidos arrastraron borracheras, sexo en la camioneta desvencijada, fumarolas de cannabis elevándose hacia el cielo grisáceo que siempre, en esos días, amenazaba nevada. Los pueblos perdidos. La música, el rostro de los comensales habituados a las chaladas de los dueños que lo mismo les ponían un recital de poesía beat que la presentación de greñudos músicos de aliento inclasificable. El guitarrista mediocre alimentaba su tedio con largas sesiones de heroína; los dos músicos, ensayaban en donde podían, siempre acompañados de la novia de uno de ellos, una chica de cabellos color zanahoria y brazos tatuados y cuerpo delgadísimo, apunto de la inanición. A veces los dos músicos talentosos compartían a la chica. Ella se dejaba querer, en medio de esos titanes, encima de esas fuerzas de la naturaleza que pronto volcarían el cielo con sus voces vítreas.

             
 
LA TINTA SIN NOMBRE
I
En agosto de 2008, luego de hacer las últimas correcciones a su novela El rey pálido, David Foster Wallace se suicidó. Llevaba días encerrado en su estudio de Berkley, California, escribiendo y escuchando piezas de Bach. Ellen, su esposa, le llevaba de cuando en cuando aperitivos. Esa última tarde escribió una nota suicida de dos páginas, subió al cuarto de su esposa, destendió la cama, se durmió un rato, y más tarde se colgó de un árbol en el patio de su casa. Autor de una de las obras literarias más emblemáticas de los último años, escritor precoz, genio, Foster Wallace llevaba años luchando contra la esquizofrenia y la depresión. Su novela La broma infinita, es considerada como la obra más importante de la narrativa norteamericana de principios del siglo.
II
Se escribe para sobrevivir. El absurdo predomina. Se camina en círculos. Pensemos en la muerte de Kafka en el sanatorio de Kierling, las cartas que escribió a Felice Bauer, sus obras inconclusas. Pensemos en la muerte de Chéjov, tan bellamente narrada por Raymond Carver en esa obra maestra del cuento que es Tres rosas amarillas. Pensemos en los libros que nunca se leerán porque a estas alturas no interesan. Proyectos perdidos, páginas en blanco. Pensemos en historias simples, sin retoque, piezas de orfebrería de la imaginación.  Pensemos en que nunca seremos verdaderos escritores, porque, como decía Renato Leduc, no tenemos de la mosca la tenacidad. Leí en Sergio Pitol que Cyril Connoly decía que todo escritor debe aspirar a escribir una obra genial, de lo contrario es un mediocre. Somos imitadores, lectores, nuestros intentos de escritura son tan vagos, tan perecederos, que no merecen la pena publicarse. No queremos aduladores, gente que te palmeé al hombro y te diga no genial que somos. Nunca escribiremos en cuento como Funes, el memorioso o una novela como El arco iris de gravedad. ¿Por qué seguimos servilmente empeñados en escribir? De tanto escucharlo, muy en el fondo de nuestra vanidad, llegamos a creerlo alguna vez. Alguien nos lo dijo, tras un café. Alguien pensó que podría ser verdad.


III
Michel Huellebecq es un escritor francés de amplia trayectoria. En 2011 publicó la novela El mapa y el territorio en donde utilizó citas textuales extraídas de Wikipedia como sustento de la temática científica que manejaba en su novela. Los críticos destrozaron a Huellebecq, acusándolo de plagiar documentos que no son confiables y ofrecer una visión distorsionada a la veracidad científica.  El escritor se justificó afirmando que toda información de Wikipedia es pública, y por lo tanto no hay derechos de autor pues los artículos, en su mayoría, no aparecen con firma. En cualquier caso, Huellebecq vendió millones de ejemplares de su libro, y ahora es un escritor, además de famoso, rico. Las bondades de la mala crítica literaria.
IV
Durante la universidad, a Ricardo le auguraron un futuro promisorio en el mundillo de las letras. Alguien se lo dijo, y él lo creyó a pie juntillas. Muy joven publicó en revistas, antologías, en libros universitarios de jóvenes narradores; presentó ponencias en congresos literarios, y más de un docente le prometió conseguirle una beca para cursar un posgrado. Sus amigos lo adulaban, esperando extraer de él algún conato de sabiduría, el festín literario que sus mediocres mentes no podía acceder. Al final, Ricardo se agotó. Dejó la ciudad, mandó  a la verga a todos aquellos huele pedos, se instaló en una modesta ciudad de provincias lo más parecida a una ratonera, olvidó la literatura, casó una, dos veces, tuvo hijos, y consiguió un modesto empleo como funcionario público. De vez en cuando se entera de los logros de otros. Una beca por ahí, un doctorado por allá. Ricardo regresa a sus libros, el único refugio donde es realmente feliz y realmente infeliz, según sea el caso. Contradicciones de la vida. Piensa que todos tienen derecho a tomar sus propias decisiones, aunque la mediocridad estribe en alcanzar lo que todos aspiran: seguridad económica, estabilidad laboral. Se olvidan de lo más importante. Ricardo no puede evitar pensar en Kafka, que decía que sentía haber cometido un error fundamental en su vida, pero por más que daba vueltas a su caso, no encontraba cuál había sido ese error. Y Ricardo se ríe, ante la enésima copa de brandy.
V

Alguna vez vivió, estuvo entre los vivos, un joven que jugó a ser poeta-dios. Murió a los 39 años, pero dejó de escribir a los 21, dejando tras de sí un montón de poemas, un montón de buenos poemas tan fundamentales que la poesía actual sería incomprensible sin ellos. El poeta abandonó la escritura, y dedicó su vida a hacer dinero, lo que consiguió tras varias tropelías. Ante la página en blanco, el poeta prefirió el anonimato. No vivió lo suficiente para ver su propia inmortalidad.