No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



jueves, 11 de septiembre de 2014


Las listas son, por lo regular, arbitrarias. ¿Por qué no considerar a éste o aquél? Y son también injustas. Muchos de los libros que he leído tuvieron su momento de fama en mi vida, fueron una especie  de one hit wonder  en determinado momento, y aunque no he vuelto a releerlos, su huella es imborrable. Pienso en Cien años de soledad, las Ficciones de Borges, o los textos canónicos de Platón: el Fedón o el Ión. Algunos poemas de Neruda, César Vallejo o Huidobro, a quienes releo cada vez que la malaria de la narrativa y el ensayo me inoculan por un rato. Incluso algunos textos marxistas que durante la universidad digerí como sopa caliente,  ahora me parecen nefastos. Propongo, siguiendo este juego de los listados tan común en nuestra época, los libros que como lectores aconsejaríamos mear, cagar y tirar a la basura (por descontado omito las referencias a libros de superación personal, biografías de estrellas de la farándula, o libelos y fanzines proconsumistas). Propongo también dar un breve argumento de las razones,  vergonzantes o no, que nos llevaron a desechar tales lecturas.

Sin orden:

Mi lucha, de Adolf Hitler. El mundo ya está demasiado pervertido para aconsejarle a alguien que lea este libro fanatoide, mal escrito (o al menos la traducción que leí era muy mala), con argumentos fáciles de digerir y sin sustento científico comprobable. Hace mucho me deshice de él. 

La casa de los espíritus, de Isabel Allende. Burda copia del realismo mágico que García Márquez y compañía. ¿Para qué leer a Allende si tenemos la fuente original de primera mano? 300 páginas que se leen no sin decenas de bostezos.

Manual del completo idiota latinoamericano, de Álvaro Vargas Llosa. El hijo de don Mario (él sí escritor e intelectual respetado, Nobel de Literatura, pues), apostó por un manualito donde la disidencia antiyanqui reflejara sus frustraciones pequeñoburguesas. El resultado: un basural de mentiras e imprecisiones ideológicas.

La vida en rojo,  de Jorge Castañeda. Ni cómo creerle a este intelectual orgánico. Las mil páginas de su libro son el resultado de un amor sentimentaloide por el Che Guevara, pero, a  parte de ciertos episodios confusos en los que el autor especula con la veracidad histórica, no aportan nada nuevo a efigie casi beatífica del ilustre guerrillero.

Arrebatos carnales, de Francisco M. Moreno. No sé si Moreno leyó alguna vez a Norman Mailer. De haberlo hecho, hubiese distinguido entre Historia, Novela y Ficción. La Historia como Novela o la Novela como Historia sólo es posible si el narrador se convierte en personaje, pero para hacerlo debió haber vivido el hecho. Moreno es capaz de fingirse un personaje al entrar en la habitación de don Porfirio Díaz y escudriñar en sus “arrebatos carnales”. Ni Historia ni Ficción: un bodrio sin credibilidad y una sarta de imprecisiones históricas.

Fragmentos de la Universidad desconocida, de Roberto Bolaño. Por mucho que admire a Bolaño en su faceta (la mejor, ni duda cabe) narrativa, debo admitir que como poeta deja mucho qué desear. Aunque en vida Bolaño se consideró poeta, en verdad fue un poeta menor. Seguramente, de seguir vivo, Bolaño no hubiera permitido que publicaran su obra poética. Los editores y su viuda, incapaces de frenar el affaire Bolaño-Lector,  ceden al impulso publicitario y monetario y publican todo lo que se encuentra del célebre chileno. Incluso sus poemas menores.  Es la obra de un ávido lector de poesía, pero no de un poeta en cuerpo entero, con una propuesta nueva, pleno en sus facultades creativas. Muchos de esos poemas fueron escritos cuando Bolaño militaba en el infrarrealismo, ese movimiento poético de tintes punketos y escatológicos de mediados de los setenta, que el mismo Bolaño recrea románticamente en Los detectives salvajes bajo el nombre del realismo visceral o real visceralismo. Es deudor en más de un sentido de la obra de los avejentados poetas beat, del surrealismo vía Breton y del cáustico sentido del humor de la obra de Nicanor Parra. Aminora el corpus de la obra bolañiana.

Vlad, de Carlos Fuentes. Hay que reconocerlo: Fuentes fue nuestro más grande novelista. Su obra fue una polifonía de voces: miles de personajes engrillan sus novelas y cuentos, y dan voz a este México tan gastado de tan recurrido. La sola escritura de Terra nostra le hubiera valido para entrar al parnaso literario de México. Pero Fuentes se fundió a finales de los noventa, y su última gran obra fue Instinto de Inez, publicada en 2001. Luego, no publicó nada, narrativamente hablando, que valiera la pena. El dedo índice curvo de su mano derecha se cansó de escribir y repetir los mismos argumentos que ya había planteado veinte o treinta años antes. Conectado siempre con las nuevas tendencias literarias, aunque nunca con buen tino, experimentó con nuevas temáticas, hasta que en 2012, publicó esta obra de tintes vampirescos que recrea la vida del mítico Vlad el Empalador, el conde rumano que inspiró el Drácula, de Stocker, pero adaptándolo  a una ciudad de México decadente.  Una obra híbrido entre las novelitas de vampiritos homosexuales de Stephanie Meyers y la erudición histórica que siempre caracterizó a nuestro ilustre novelista. Debió prescindir de  escribirla.

Goodbye, Dostoievski, de Francisco Arriaga Méndez. Este autor chiapaneco se creyó con la capacidad para dar un carpetazo histórico a la obra del novelista ruso, convirtiendo los temas recurrentes de Fiodor en un menage a trois donde conviven el panfleto, la abierta homosexualidad del personaje principal y el mismo autor, homosexual declarado y exmeador de tumbas literarias,  y el gusto por las imágenes bucólicas. Se reconoce el esfuerzo, pero no el resultado.