No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



jueves, 11 de septiembre de 2014


Las listas son, por lo regular, arbitrarias. ¿Por qué no considerar a éste o aquél? Y son también injustas. Muchos de los libros que he leído tuvieron su momento de fama en mi vida, fueron una especie  de one hit wonder  en determinado momento, y aunque no he vuelto a releerlos, su huella es imborrable. Pienso en Cien años de soledad, las Ficciones de Borges, o los textos canónicos de Platón: el Fedón o el Ión. Algunos poemas de Neruda, César Vallejo o Huidobro, a quienes releo cada vez que la malaria de la narrativa y el ensayo me inoculan por un rato. Incluso algunos textos marxistas que durante la universidad digerí como sopa caliente,  ahora me parecen nefastos. Propongo, siguiendo este juego de los listados tan común en nuestra época, los libros que como lectores aconsejaríamos mear, cagar y tirar a la basura (por descontado omito las referencias a libros de superación personal, biografías de estrellas de la farándula, o libelos y fanzines proconsumistas). Propongo también dar un breve argumento de las razones,  vergonzantes o no, que nos llevaron a desechar tales lecturas.

Sin orden:

Mi lucha, de Adolf Hitler. El mundo ya está demasiado pervertido para aconsejarle a alguien que lea este libro fanatoide, mal escrito (o al menos la traducción que leí era muy mala), con argumentos fáciles de digerir y sin sustento científico comprobable. Hace mucho me deshice de él. 

La casa de los espíritus, de Isabel Allende. Burda copia del realismo mágico que García Márquez y compañía. ¿Para qué leer a Allende si tenemos la fuente original de primera mano? 300 páginas que se leen no sin decenas de bostezos.

Manual del completo idiota latinoamericano, de Álvaro Vargas Llosa. El hijo de don Mario (él sí escritor e intelectual respetado, Nobel de Literatura, pues), apostó por un manualito donde la disidencia antiyanqui reflejara sus frustraciones pequeñoburguesas. El resultado: un basural de mentiras e imprecisiones ideológicas.

La vida en rojo,  de Jorge Castañeda. Ni cómo creerle a este intelectual orgánico. Las mil páginas de su libro son el resultado de un amor sentimentaloide por el Che Guevara, pero, a  parte de ciertos episodios confusos en los que el autor especula con la veracidad histórica, no aportan nada nuevo a efigie casi beatífica del ilustre guerrillero.

Arrebatos carnales, de Francisco M. Moreno. No sé si Moreno leyó alguna vez a Norman Mailer. De haberlo hecho, hubiese distinguido entre Historia, Novela y Ficción. La Historia como Novela o la Novela como Historia sólo es posible si el narrador se convierte en personaje, pero para hacerlo debió haber vivido el hecho. Moreno es capaz de fingirse un personaje al entrar en la habitación de don Porfirio Díaz y escudriñar en sus “arrebatos carnales”. Ni Historia ni Ficción: un bodrio sin credibilidad y una sarta de imprecisiones históricas.

Fragmentos de la Universidad desconocida, de Roberto Bolaño. Por mucho que admire a Bolaño en su faceta (la mejor, ni duda cabe) narrativa, debo admitir que como poeta deja mucho qué desear. Aunque en vida Bolaño se consideró poeta, en verdad fue un poeta menor. Seguramente, de seguir vivo, Bolaño no hubiera permitido que publicaran su obra poética. Los editores y su viuda, incapaces de frenar el affaire Bolaño-Lector,  ceden al impulso publicitario y monetario y publican todo lo que se encuentra del célebre chileno. Incluso sus poemas menores.  Es la obra de un ávido lector de poesía, pero no de un poeta en cuerpo entero, con una propuesta nueva, pleno en sus facultades creativas. Muchos de esos poemas fueron escritos cuando Bolaño militaba en el infrarrealismo, ese movimiento poético de tintes punketos y escatológicos de mediados de los setenta, que el mismo Bolaño recrea románticamente en Los detectives salvajes bajo el nombre del realismo visceral o real visceralismo. Es deudor en más de un sentido de la obra de los avejentados poetas beat, del surrealismo vía Breton y del cáustico sentido del humor de la obra de Nicanor Parra. Aminora el corpus de la obra bolañiana.

Vlad, de Carlos Fuentes. Hay que reconocerlo: Fuentes fue nuestro más grande novelista. Su obra fue una polifonía de voces: miles de personajes engrillan sus novelas y cuentos, y dan voz a este México tan gastado de tan recurrido. La sola escritura de Terra nostra le hubiera valido para entrar al parnaso literario de México. Pero Fuentes se fundió a finales de los noventa, y su última gran obra fue Instinto de Inez, publicada en 2001. Luego, no publicó nada, narrativamente hablando, que valiera la pena. El dedo índice curvo de su mano derecha se cansó de escribir y repetir los mismos argumentos que ya había planteado veinte o treinta años antes. Conectado siempre con las nuevas tendencias literarias, aunque nunca con buen tino, experimentó con nuevas temáticas, hasta que en 2012, publicó esta obra de tintes vampirescos que recrea la vida del mítico Vlad el Empalador, el conde rumano que inspiró el Drácula, de Stocker, pero adaptándolo  a una ciudad de México decadente.  Una obra híbrido entre las novelitas de vampiritos homosexuales de Stephanie Meyers y la erudición histórica que siempre caracterizó a nuestro ilustre novelista. Debió prescindir de  escribirla.

Goodbye, Dostoievski, de Francisco Arriaga Méndez. Este autor chiapaneco se creyó con la capacidad para dar un carpetazo histórico a la obra del novelista ruso, convirtiendo los temas recurrentes de Fiodor en un menage a trois donde conviven el panfleto, la abierta homosexualidad del personaje principal y el mismo autor, homosexual declarado y exmeador de tumbas literarias,  y el gusto por las imágenes bucólicas. Se reconoce el esfuerzo, pero no el resultado.









lunes, 7 de julio de 2014

 
 
 
 

VUELTA AL REDUCTO

A mi hijo Aldo Mateo: versos de humana razón.  

 

Este pueblo-souvenir donde la gota emana

terquedad de cerros

que abandonan su sitio

 

Me dirijo donde siempre

 

Báculo que observo a través

del encierro

a través de rostros

que son desconocidos

 

el temporal arrecia

y el viento

no  cede

y hace daño

 

y la mácula  irredenta

traga sobre mí

me gime

 

sólo hay poesía para

salir del letargo

sólo libros que me desdibujan

 

un solo cardenal

para mil horas

una alquimia

que me permite no ser

 

algo se encoje en las paredes

 

vuelta al reducto del frío

y la soledad

 

palabras que huelen a humedad

sonidos que

salen de la nada

 

ratos de ocio arrodillados

que enmarcan lo que no

transcurre

 

¿Qué más de mí seré?

 

 Versos de humana razón

 

 
 
 
 

 


viernes, 16 de mayo de 2014

GUSTAVO CERATTI, MÁRTIR

A Efra, Chente, Davus y Henry: Chida banda poblana


Una mueca, el sonido, el disparo: una cuerda que cual gata desespera y anuncia, el metal en derredor  de lo que se extingue, sale tras de sí: inercia, ruido hacia adentro, vibración que expande el minúsculo reticular, sueño sueñas, pasos, hace muchas Biblias que  el hombre era el padre y el hijo era el periplo redimido y la guitarra salía desde donde:

            Quizá por la extrema suavidad de sus voces, aún me impresionó más de súbito que alguien, un vecino tal vez, me despertara de tal forma: desde el fondo del departamento salía la voz cetrina de Ceratti cantando y tocando y lanzando al viento “La ciudad de la furia”, ese himno no reconocido a las necesidades eternas, a un Buenos Aires que se cae a pedazos en medio del caos: el temblor del cuerpo, la sopa fría en la mesa, la ropa mal planchada: se hace tarde para llegar a algo, algún lugar no encuentra su acomodo:
Los pocos familiares y amigos que aún tenían el coraje de acercarse a mi casa llegaron a decirme, supongo que tratando de suavizar mi angustia, que no pasaba nada. Nadie había muerto, todos estaban en casa, tomando una taza de café y comiendo un bollo de canela. Pero no era así. Y yo lo sabía. La mayoría habían muerto en el accidente: un autobús repleto de familiares que había organizado un viaje a  Guadalajara. El chofer del autobús perdió el control y se fue a estampar contra un remolque mal estacionado. Todos muertos, todos: 31 personas de la familia carbonizadas. Los abuelos: calcinados. Los tíos: calcinados. Los sobrinos: restos humeantes en medio de la carretera. Entre los restos, el metal y el olor a quemado, pude ver el regalo que días antes le había hecho a mi sobrino Marcos: el Sueño estéreo, el último disco de estudio de Soda antes de que decidieran separarse. Marcos, Marquitos, el querido y aplicado joven que leía a Borges y a Nietzsche desde los trece años, que lo mismo escuchaba sonatas de Bach que se sumergía tardes enteras en dilucidar el intríngulis del sonido de Frank Zappa, estaba semiquemado, a un lado de la carretera.  Sostenía su viejo walkman, también chamuscado. Dentro, sorpresivamente intacto, el disco de Soda rodaba a veces, deteniéndose otras. Marquitos no quería ir al viaje. Su madre, la terrible tía Carmina, lo había chantajeado con lo que Marcos pedía: boletos para ver a Lacrimosa en su gira por México:  
En la morgue del pueblo más cercano nadie nos atendía. Era domingo y nadie, ni los forenses, trabajaban. Uno no se puede morir en domingo en este país, no esta permitido morirse en domingo. Muérete otro día, tal vez viernes o lunes, pero que no se te ocurra morirte en domingo o días festivo o en el mero día de san Judas Tadeo porque nadie te va a entregar. El tío Cástulo, de los pocos, junto conmigo, que había decidido a última hora no viajar, estaba deshecho, sentado en la desvencijada sala del forense. Tomaba pequeños sorbos a un café de color irreconocible y un sabor peor. En el accidente había muerto la tía Martha –su esposa- y Marla y Coque, sus hijos. El tío no lo podía creer. Repetía, con voz inconexa, que él debió ir en ese autobús y morir con todos los demás, morir con su familia. Yo no pienso así: la vida no se repite:

Estaba todavía oscuro cuando apareció el forense. Fumaba un cigarrillo. Le pedí uno. Nos dijo, con una frialdad sólo comprensible en esas personas cuyo oficio consiste en relatar la muerte mediante el nada agradable placer de desmembrar los cuerpos, que el pueblo no contaba con los recursos necesarios para atender a tantos cuerpos. Así lo dijo: A tantos cuerpos. Pero dio una solución: en una hora mandarían a expertos del gobierno para atender lo que se requiera. No todos los días morían 31 miembros de una misma familia. Esperamos en silencio. El tío Cástulo lloraba. Quise abrazarlo, pero no supe qué decirle, no soy bueno para consolar a nadie, y últimamente desde mi recaída en las drogas no soy buena compañía. Hojee una vieja revista que estaba por ahí. Sorpresivamente, encontré un buen reportaje sobre la trombosis fulminante que hace cuatro años llevó a Ceratti al coma. Daba un concierto en Caracas, Venezuela, cuando, en medio de la canción “Crimen”, se desmayó. Los servicios médicos venezolanos le salvaron la vida, deshaciéndole un coágulo de sangre que intempestivamente recorría sus arterias con vías a estacionarse definitivamente en su cerebro. Le salvaron la vida, pero quedó en coma. A eso no se le puede llamar vida. Su madre no quiere desconectarlo, dice que agotará todos los recursos necesarios, en espera que Gustavo algún día despierte y puede volver a hacer lo que mejor hacía: cantar y tocar la guitarra. El reportaje pone ejemplos de personas que despiertan de un coma luego de años. Una mujer suiza que pasó veinte años en coma hasta que una tarde despertó. Un hombre en  Illinois que quedó en coma luego de un accidente laboral. El seguro se hizo cargo de todos los gastos médicos, incluidos los 15 años que pasó en el Memorial Hospital de Chicago. Una tarde llamó a su mujer quien, de la impresión, se desmayó al lado del hombre. La mujer no quedó en coma a causa del golpe que se dio en la cabeza, pero perdió todos los dientes frontales:
Nos entregaron los cuerpos 26 horas después del accidente. Uno a uno los fueron subiendo a un camión especialmente contratado por el gobierno del estado para trasladarlos hasta sus lugares de origen.  Mi familia estaba dispersa. Vivían en sitios tan disímiles como Cancún, Puebla a Tuxtla Gutiérrez. No sería un recorrido fácil. Los pocos familiares que quedaron vivos se hicieron cargo de los gastos funerarios. Algunos tenían seguro, así que no gastaron mucho. Sentí un frío sepulcral en la espalda al ver los cuerpos en bolsas de plástico negro; ahí estaban todos y cada uno de los familiares que yo conocía, etiquetados con sus nombres y direcciones para su traslado. Pensé que fue mejor que me hubiera separado de mi mujer, hace tres años. De haber seguido juntos, posiblemente ellos y yo estaríamos en esas bolsas, tristemente muertos. El tío Cástulo se desmayó cuando le entregaron los cuerpos de su mujer e hijos. Sentí tristeza por él. Le recomendaría que, ahora sin nada por qué vivir, sería mejor que se diera un balazo en la sien. Recordé unos versos de Nicanor Parra, el gran poeta chileno, que me parecieron idóneos: “La vida es lo que es / y no lo que un hijo de puta llamado Einstein dice que es”. Recordé una frase de Gustavo Ceratti, en su canción Disco eterno: “Vengo a  descubrir por qué ese deseo crece”. No lo sé. Me voy a casa, beberé una botella de ron, le hablaré a mi hija, y le diré que estoy feliz de que esté con vida.


miércoles, 19 de marzo de 2014


DOS MICROHISTORIAS  VIOLENTAS

 

UNO

Melchor iba atrás de la camioneta con otro tipo, muy joven, como él.  Le pareció conocido; de reojo puso atención en sus rasgos y sabía que lo conocía de algún sitio, aunque no supo determinar de dónde.  Quizá del mismo CONALEP. Atravesaron el centro del pueblo, en línea recta hacia la carretera estatal. Las luces del pueblo desaparecieron y pronto se encontraron bordeando el cerro del Paliacate, hacia Cañada Honda, el tiradero de cadáveres de los narcos locales. La camioneta hizo el recorrido hacia la cañada dos veces. A la tercera, otra camioneta estaba estacionada en el lugar. Había una fogata muy cerca de la camioneta, y cerca de la fogata dos tipos amarrados. Melchor hizo el intento de bajar,  pero el conductor lo detuvo. Métete unos pases primero, pa que aguantes, es tu primera vez, a ver si tienes güevos,  le dijo. Se metió en la nariz toda la bolsita de plástico que el conductor le dio. Bajó de la camioneta. Las piernas le temblaban. A empujones, el conductor bajó de la camioneta al acompañante de Melchor. Caminaron diez o quince pasos. El conductor sacó su pistola, la más grande que Melchor había visto, y le vació el cargador al acompañante.

-Éste quería trabajar para nosotros pero no tenía güevos, era puto -le oyó decir-. ¿Eres puto, también?

Melchor negó.

-Eso me gusta, porque aquí a los putos les cortamos los güevos y se los metemos en la trompa –remató-. ¿Ves ese garrote que está ahí, cerquita del fuego?

-Sí.

-Pues vas a acercarte a esos putitos que están amarrados ahí y  los vas a dejar tan molidos como la carne de puerco que venden en la plaza los domingos, o qué, ¿no tienes güevos?

-Sí.

 

Melchor nunca habría pensado que el ruido de un cráneo humano rompiéndose fuera tan nítido. Ni mucho menos que el Roli había robado a los jefes, y ahora él tendría que molerlo a palos, como a un perro. Un perro molido a palos por ladrón. Un perro que se comportó como una gatita en celo cuando vio que el primer trabajo de Melchor sería matarlo. Un perro que gimió y suplicó por su vida, y babeó y se orinó y se cagó cuando Melchor alzó el bat de béisbol en todo lo alto y descargó el primer garrotazo en su cabeza descubierta, por más intentos que hiciera por cubrirse con sus manos atadas, y el sonido hueco pero clarísimo, y luego ¿cuarenta, cincuenta veces, más?, un amasijo de carne amoratada y rojiza que se esparcía entre los ojos fuera del rostro que saltaban por entre la sangre.  Después de todo, había pasado la prueba, había hecho bien el trabajo.  

 

DOS

 

Guardó la carta en el bolsillo de la chamarra. Durante dos horas estuvo recorriendo los caminos cercanos a la cañada, sin encontrarse un solo vehículo. Sacó un cigarro de mota y se puso  a fumarlo, recostado en el cofre de la camioneta. A los diez minutos recibió la llamada. Terminó el resto del cigarro y arrancó la camioneta a toda marcha. En el trayecto pensó en Mónica. Pensó en su familia. Se había conformado con poco hasta ahora, con trabajos sin importancia, pero este trabajo lo sentaría al lado de los jefes. Y no habría falla: todo estaba perfectamente planeado. Él mismo había supervisado el trabajo, las entradas, las salidas, el horario ideal, la ruta de escape en caso de que algo se complicara. Tenía claro que no quería que lo agarraran, y la forma más fácil de lograrlo era siendo precavido. Detuvo el vehículo en un OXXO, compró un par de cervezas, cigarros y un paquete de frituras. Arrancó nuevamente y se detuvo justo frente al restorán Cedro’s, el mejor del pueblo. Bebió tranquilamente sus cervezas y fumó acompañado por un programa de radio que hablaba sobre el cambio climático. Cambió de estación radiofónica, pero no encontró nada de su agrado. Por momentos, mientras observada a la gente que entraba y salía del restorán, recordó unos versos que Mónica le había leído. Miró su reloj: ya era tiempo. Sacó un paquete debajo del asiento, bajó de la camioneta y atravesó la calle. El paquete no debería medir  más de treinta centímetros, y lo guardó dentro de la chamarra. Entró al restorán, y eligió sentarse en una mesa cercana a la sala de fiestas, una habitación con un amplio ventanal y una enorme puerta. El mesero se acercó. Pidió una cerveza y una orden de machaca. Pasaron algunos minutos antes que se decidiera hacerlo. Se levantó y fue al baño. Había memorizado el rostro de los meseros, en lo días previos. De regreso, se dirigió a los baños de la sala de fiestas. Atravesó el salón, sin que nadie se percatara de su existencia. Al salir, dejó caer el paquete en el cesto de la basura, muy cerca de la mesa donde una comitiva comía y bebía. Salió del salón como si nada. En su mesa, lo esperaban la machaca y la cerveza. Sólo probó la machaca, y dio dos tragos a la cerveza. Dejó un billete de doscientos pesos, y abandonó el restorán. Con el detonador en la mano, subió a la camioneta y avanzó por las calles del pueblo. Todavía a doscientos metros,  la explosión hizo cimbrar la Lobo del año.

 

 

miércoles, 29 de enero de 2014


LA DIMENSIÓN DE LO NOMBRADO

A mi hijo Aldo Mateo: señas de identidad.

 

El mundo se divide entre los que tienen sentido del humor y los que lo tienen.  El descubrir que, por unas horas,  puedes ser el autor de tu preferencia es una sensación sublime. Que te digan “Bienvenido,  señor García Ponce”  sacude tu ego porque te das cuenta que ese imbécil que te he confundido con Juan García Ponce no tiene ni la menor idea que García Ponce lleva años muerto y tú no puedes ser él, es imposible que te trasmutes o regreses del más allá para convertirte en alguien que ya no está en este mundo. Pero eso lo sabes tú, no la persona que te ha confundido.  Muchas veces me han llamado José Emilio Pacheco. Otras, he sido Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, José Revueltas, Ítalo  Calvino, Adolfo Bioy Casares, Guadalupe Nettel, Sergio Pitol.  Según las lecturas del día,  en el viaje de ida puedo ser Enrique Vila-Matas y en el de regreso Roberto Bolaño. He sido considerado digno sucesor del nombre de Javier Marías. Más de un seguro de viajero ampara a José Agustín, un seguro que cubre gastos médicos en caso de accidente y una remuneración económica a sus deudos. Una  hermosa edecán de ojos tornasoles y cabellera rubia me llegó a decir que el placer del viaje sólo se compara con el placer de la lectura, para soltarme que ella leía mucho y su escritor predilecto era Paulo Coelho. Un escritor mediocre.  Pensé en proponerle que yo podría ser Paulo Coelho y podría hacerle el amor mientras ella me leía al oído fragmentos de El alquimista. Desnudarla mientras me leía. No importaba qué.   Así que mi viaje de regreso lo hice con el nombre de Pablo Coello, castellanizando el nombre. Todo iba tan bien, por momentos sentía el impulso de la mano César Vallejo, pensaba que en verdad podría ser César Vallejo y escribir un poema tan genial como Los heraldos negros. Nadie en la fila parecía intuir o adivinar que dentro de pocos minutos el gran Augusto Monterroso viajaría con ellos, un Monterroso decididamente más joven y moreno y de una complexión alarmantemente pasada de peso. El verdadero Monterroso se reiría de su doble, de su “dopplenganger”, para usar esta palabra germana que designa al doble, al sustituto, al otro, al impostor. Quizá eso soy: un simple impostor impostado  de literatura que pierde su tiempo en engañar a la gente haciéndose pasar por sus escritores predilectos. Hubo algunas señales de alarma de que por fin, después de años de viajar con otros nombres, alguien se percataría de la engañifa. Una vendedora de boletos que no se tragó el cuento de que yo me llamase Jorge Luis Borges. Me miró como queriendo que yo confesara que era un usurpador de nombres pero con tanto tiempo en el oficio de la estafa heterónoma  no iba a ceder,  así que me plantee lo mejor que pude  en el mostrador y argumenté que ella no era quién para cuestionar si mi nombre era Jorge Luis Borges o no, y no iba a perder el tiempo en mostrar mis credenciales sólo porque mi nombre era homónimo del escritor argentino más conocido en el mundo, quizá el argentino más conocido en el mundo luego de Maradona y Carlos Gardel y Lionel Messi, a lo que, acto seguido, la vendedora de boletos se encogió de hombros y concedió que tenía razón y me extendió un boleto de viaje para las once horas del domingo 27 de diciembre de 2009,  de la ciudad de México a la ciudad de Puebla a nombre de Jorge Luis Borges, y por diez pesos más pagué el seguro de gastos médicos que debería cobrar María Kodama (no sé si viva aún) a nombre del insigne escritor en caso que un accidente segara la vida de Borges y los 30 pasajeros que viajarían esa noche. Borges llegó tranquilo a Puebla y fue directamente a un bar a tomarse un trago y luego fue a su casa e hizo el amor con su mujer –que por supuesto no era María Kodama-  pensando en la vendedora de boletos de autobús. El error fue comenzar a creerme extranjero. Patrick Modiano viajó de la ciudad de Tehuacán, Puebla, a Orizaba, Veracruz, una tarde de octubre de 2010. El vendedor no puso objeción para extenderme el boleto, quizá había sido por lo extraño del nombre pero era muy común que padres desnaturalizados llamaran a sus niños mexicanos Patrick o John. En noviembre un tal Roberto Calasso hizo un viaje fugaz a la ciudad de Pachuca en donde visitó a unos tíos acompañado de su esposa y su hijo de tres meses. Si Modiano y Calasso había viajado por territorio mexicano sin necesidad de documentos migratorios, ¿por qué no podría hacerlo Philip Roth? Roth era un escritor que me fascinaba y en la medida que mi atracción literaria crecía, decidí que era tiempo que míster Roth visitara Oaxaca, una ciudad que ya había sido visitada por su amigo Richard Ford años atrás y en donde Ford había escrito una genial novela. Así que un increíble y sorprendentemente aceptado Philip Roth viajó de Puebla a la ciudad de Oaxaca en las navidades de 2010, acompañado de su esposa, una tal Mrs. María Sabina. Mi mujer había aceptado jugar el juego. Una estrafalaria vendedora de boletos me comentó que mi nombre era poco común para un mexicano, a lo que repliqué, fingiendo el acento, que yo no era mexicano sino norteamericano, que mis padres había nacido en Oaxaca pero yo había nacido en Albuquerque (Albuquerquiiiii) y que mi esposa se llamaba María Sabina Rodríguez porque sus padres eran devotos de la “bruja” de Huautla, pero que ella también había nacido en Estados Unidos,  aunque tuviéramos un nopal tan grande como un encino pegado en la frente que nos distinguía a kilómetros de distancia. Roth y María Sabina regresaron a Puebla días después y nadie notó, ni los periodistas y paparazzi, que juntos habían visitado Montealbán y se había fotografiado en el Árbol del Tule y habían bebido mezcal en la cantina El renacer, acompañados de un trío que cantó temas de Roberto Cantoral. Para marzo, Mario Bellatin visitó a sus padres en Veracruz y un cambiado Ricardo Piglia –sin acento- hizo el viaje de vuelta. En abril, James Joyce se presentó en la terminal uno de la central camionera del DF, dispuesto a viajar a Querétaro. Joyce iba solo. Un Joyce que había leído a Shakespeare de joven pero que ahora le importaba un bledo. Work in progress jejejeje.