No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



miércoles, 19 de marzo de 2014


DOS MICROHISTORIAS  VIOLENTAS

 

UNO

Melchor iba atrás de la camioneta con otro tipo, muy joven, como él.  Le pareció conocido; de reojo puso atención en sus rasgos y sabía que lo conocía de algún sitio, aunque no supo determinar de dónde.  Quizá del mismo CONALEP. Atravesaron el centro del pueblo, en línea recta hacia la carretera estatal. Las luces del pueblo desaparecieron y pronto se encontraron bordeando el cerro del Paliacate, hacia Cañada Honda, el tiradero de cadáveres de los narcos locales. La camioneta hizo el recorrido hacia la cañada dos veces. A la tercera, otra camioneta estaba estacionada en el lugar. Había una fogata muy cerca de la camioneta, y cerca de la fogata dos tipos amarrados. Melchor hizo el intento de bajar,  pero el conductor lo detuvo. Métete unos pases primero, pa que aguantes, es tu primera vez, a ver si tienes güevos,  le dijo. Se metió en la nariz toda la bolsita de plástico que el conductor le dio. Bajó de la camioneta. Las piernas le temblaban. A empujones, el conductor bajó de la camioneta al acompañante de Melchor. Caminaron diez o quince pasos. El conductor sacó su pistola, la más grande que Melchor había visto, y le vació el cargador al acompañante.

-Éste quería trabajar para nosotros pero no tenía güevos, era puto -le oyó decir-. ¿Eres puto, también?

Melchor negó.

-Eso me gusta, porque aquí a los putos les cortamos los güevos y se los metemos en la trompa –remató-. ¿Ves ese garrote que está ahí, cerquita del fuego?

-Sí.

-Pues vas a acercarte a esos putitos que están amarrados ahí y  los vas a dejar tan molidos como la carne de puerco que venden en la plaza los domingos, o qué, ¿no tienes güevos?

-Sí.

 

Melchor nunca habría pensado que el ruido de un cráneo humano rompiéndose fuera tan nítido. Ni mucho menos que el Roli había robado a los jefes, y ahora él tendría que molerlo a palos, como a un perro. Un perro molido a palos por ladrón. Un perro que se comportó como una gatita en celo cuando vio que el primer trabajo de Melchor sería matarlo. Un perro que gimió y suplicó por su vida, y babeó y se orinó y se cagó cuando Melchor alzó el bat de béisbol en todo lo alto y descargó el primer garrotazo en su cabeza descubierta, por más intentos que hiciera por cubrirse con sus manos atadas, y el sonido hueco pero clarísimo, y luego ¿cuarenta, cincuenta veces, más?, un amasijo de carne amoratada y rojiza que se esparcía entre los ojos fuera del rostro que saltaban por entre la sangre.  Después de todo, había pasado la prueba, había hecho bien el trabajo.  

 

DOS

 

Guardó la carta en el bolsillo de la chamarra. Durante dos horas estuvo recorriendo los caminos cercanos a la cañada, sin encontrarse un solo vehículo. Sacó un cigarro de mota y se puso  a fumarlo, recostado en el cofre de la camioneta. A los diez minutos recibió la llamada. Terminó el resto del cigarro y arrancó la camioneta a toda marcha. En el trayecto pensó en Mónica. Pensó en su familia. Se había conformado con poco hasta ahora, con trabajos sin importancia, pero este trabajo lo sentaría al lado de los jefes. Y no habría falla: todo estaba perfectamente planeado. Él mismo había supervisado el trabajo, las entradas, las salidas, el horario ideal, la ruta de escape en caso de que algo se complicara. Tenía claro que no quería que lo agarraran, y la forma más fácil de lograrlo era siendo precavido. Detuvo el vehículo en un OXXO, compró un par de cervezas, cigarros y un paquete de frituras. Arrancó nuevamente y se detuvo justo frente al restorán Cedro’s, el mejor del pueblo. Bebió tranquilamente sus cervezas y fumó acompañado por un programa de radio que hablaba sobre el cambio climático. Cambió de estación radiofónica, pero no encontró nada de su agrado. Por momentos, mientras observada a la gente que entraba y salía del restorán, recordó unos versos que Mónica le había leído. Miró su reloj: ya era tiempo. Sacó un paquete debajo del asiento, bajó de la camioneta y atravesó la calle. El paquete no debería medir  más de treinta centímetros, y lo guardó dentro de la chamarra. Entró al restorán, y eligió sentarse en una mesa cercana a la sala de fiestas, una habitación con un amplio ventanal y una enorme puerta. El mesero se acercó. Pidió una cerveza y una orden de machaca. Pasaron algunos minutos antes que se decidiera hacerlo. Se levantó y fue al baño. Había memorizado el rostro de los meseros, en lo días previos. De regreso, se dirigió a los baños de la sala de fiestas. Atravesó el salón, sin que nadie se percatara de su existencia. Al salir, dejó caer el paquete en el cesto de la basura, muy cerca de la mesa donde una comitiva comía y bebía. Salió del salón como si nada. En su mesa, lo esperaban la machaca y la cerveza. Sólo probó la machaca, y dio dos tragos a la cerveza. Dejó un billete de doscientos pesos, y abandonó el restorán. Con el detonador en la mano, subió a la camioneta y avanzó por las calles del pueblo. Todavía a doscientos metros,  la explosión hizo cimbrar la Lobo del año.