Así como la vida es un parpadeo, hijo, así los demasiados días que pasé sin ti fueron como un polvorón de niebla donde nada ocurría. Todo estaba estático hasta que apareciste tú. Tú moviste algo, hijo, diste sentido al gastado juego de la soledad, encausaste el camino del río de mi vida, ya agotado y turbio, grisáceo y oscuro, por donde nadie navegaba, por donde nadie -salvo tu madre- se atrevía a cruzar. Y ahora en mis brazos eres minúsculo y eterno, pero fuerte por dentro, decidido en tu interior. Abarcas no sé que riesgos para mí, no sé qué enigmas; estableces un criterio donde la razón no existe y el amor y el dolor y la angustia de protegerte se convierten en obsesión indistinta. Hay ciertos límites, y tú, para mí, no dispones de ninguno. Hace rato, durante la larga espera de tu llegada, entre olores sépticos y caras largas, decidí que en ti me vería reflejado. Entendí -oh manía de padre de joderte la vida con mis impertinencias desde ahora- que serías la parte más importante de mí, mi mejor obra, el non plus ultra de lo que mis magras fuerzas pueden dar. No sé. Quisiera escribirte más. Tengo un largo nudo atorado en mi garganta. Una lastimera voz me dice que mejor calle. Te prometo escribirte cien mil cartas, una para cada día de tu vida. Prometo no aburrirte. Todo lo que soy, esa mínima parte de mí que no es nada, te ama. Todo esto pasa por mi cabeza, hijo mío, mientras el taxi que me lleva a nuestro hogar se lleva un alto y la radio sintoniza una insulsa canción de James Blunt que me ha hecho llorar.
A mi hijo, que nació el día de hoy a la una de la tarde.
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