No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



martes, 31 de agosto de 2010

BERLINESA


Viví en el DF durante un periodo relativamente largo y que abarcó los años 1999-2002. Con 17 años salí de mi casa y es la fecha que no he vuelto. A los 17 presenté el examen de admision en la UNAM, con resultados más bien mediocres. Algunos compañeros de esa época se conformaron con quedar cerca, muy cerca, de la media de acceso, como si eso, el quedar cerca de los que sí aprobaron fuera suficiente para regresar a su pueblo de provincia y festejar. Sólo una compañera, que no era destacada ni nada por el estilo, logró colarse, estudiar relaciones públicas y llegar a ser publirrelacionista de Mexicana de Aviación, con los resultados que todos conocemos ahora. En esa época ingresé a la Universidad Autónoma Metropolitana, refugio sin par de todos aquellos que no quedamos en la UNAM. La Metropolitana tenía cierto renombre y la idea que yo estudiara en esa escuela motivó a mi padre a conseguir mi pase de la manera que fuera. La manera fue sobornar a cierto pariente que trabajaba como investigador en el área de Ciencias Políticas. Así ingresé a la UAM. El gusto, como verán, le duró muy poco a mi desolado padre.


A los sies meses de estudiar en la UAM, me di cuenta que prefería otras frivolidades que leer manuales de teoría literaria y cómo se debe redactar. Así que durante meses deambulé por todo el DF, sin presentarme a clases. Me gustaba meterme en barrios peligrosos o recorrer las zonas más pudientes de la ciudad; recorrí parques , plazas, tianguis, comí de todo y debo reconocer que ese periodo se convirtió en toda mi educación sentimental, mi canon de vida. Una de las zonas que más recorrí (y es mi preferida hasta la fecha) fue Coyoacán. Justo atrás del museo Frida Kahlo, había una tamalería cuya dueña era una alemana, viuda de un excéntrico mexicano que había vivido en alemania en los años sesenta y, cuando la fiesta terminó y despertó de su sueño de opio, marihuana y alcohol, se encontró en un país más jodido del que había dejado, y con una bella alemana que hablaba ni jota de español como complemento de ese fugaz peace and love.

Una tamalería en el DF no es cosa del otro mundo; pero una tamalería administrada por una alemana cincuentona, y que además había tenido la ocurrencia de llamar a su negocio Alexander Platz, haciendo referencia a la famosa plaza berlinesa, es cosa extraña. Por curiosidad llegué a esa tamalería. Los tamales, el champurrado y los panes eran, en verdad, exquisitos. Poco a poco me fui haciendo amigo de las empleadas del lugar, e incluso, meses después, tuve cierto encuentro sexual con una de ellas, una simpática muchachilla queretana de nombre Matilde. Por ella me enteré, después del conflicto armado que significó hacerle el amor (sus creencias eran un punto más que ridículas), que Herta, la dueña alemana, era una mujer de gustos extraños, aunque como patrona, según Matilde, era la mejor.

Cierta mañana, con el local vacío, Herta se puso a leer el periódico en una de las mesas. Era un periódico alemán o austriaco, que para el caso es lo mismo. Minutos después, dejó el periódico en la mesa y. a bocajarro, me preguntó con un español mejor que el mío y que el de millones de mexicanos: "¿No errres tú el novio de Matilde?". "No señora, soy amigo de Matilde nada más, y déjeme felicitarle por los tamales, son una delicia", repliqué. "Lo mismo que cualquierrr mexicano: evaden las rrrrespuestas imporrrrtantes. En fin. Me han dicho que vienes muy seguido, y yo pensé que errrra por Matilde. Ella es muy bonita y yo la quierrrrrro mucho, así que sé buen muchacho y cuídala", dijo. "No se preocupe, está en buenas manos", contesté. "¿No extraña su país, señora Herta?, pregunté, a bocajarro también. "No tanto como debierrra. Alamania esta lleno de nazifascistas de porquerrría. ¿Sabías que a mi padrrre lo matarrron en el 58 por negarrrse a testificarr a favorr de un nazi cabrón para el que trabajó durante la guerra, un tal doctor Obhler? Mi padrre fue parramédico durante la guerra, ayudó a salvarr a mucho alemanes buenos, no a esa porquerría de nazis. Y le pagaron con un tirrro en la cabeza. Yo tenía cinco años. ¿Qué estás leyendo?. preguntó al ver mi edición recién comprada de El tambor de Hojalata, la gran novela de Gunther Grass. "Vaya, al chico de gustan las..., cómo dicen los mexicanos, ah: las emociones fuertes" dijo con con sonrisa de oreja a oreja que dejó ver sus grandes dientes manchados por tabaco y café. "Vente mañana y te voy a contarrr una historrria verrídica, la historia de ese cabrrón hijo de puta nazi por el que murió mi padre. Vas a ver que Grass, ese vejete afeminado y traidor (fue nazi durante la guerra, aunque ahorrra la niegue) no tiene nada qué haceerr al lado de Obhler.

Llegué al otro día a la misma hora, y Herta estaba sentada en la misma mesa, con un periódico alemán o austriaco, café y tabaco en mano. Para fines prácticos, y porque mi memoria no es tan fiel y se me escapan datos quizá importantes, reconstruyo las palabras de Herta, en la primera vez que tuve que platicar con ella, de ese tal doctor y tenienteObhler, agente de la SS.



El teniente Obhler reveló la fotografía en su cuarto oscuro. Unas manos minúsculas y engarzadas entre sí por una cinta metálica salieron de la instantánea. Arriba, en su casa, se escuchaba tenuemente la Octava sinfonía de Mahler. No hacía mucho rato había cenado. Su mujer gustaba de sentarse en su más cómodo sillón y disfrutar de la Octava de Mahler. Al teniente Oblher lo tenía sin cuidado Mahler. Prefería la fotografía como elemento catártico en su vida, única distracción luego de jornadas maratónicas planeando la forma más adecuada de que el Ejército alemán saliera indemne de la inminente derrota. Las manos eran manos comunes, que no decían nada de la persona. La cinta metálica que lacerabas las muñecas daba la sensación de cierta disposición de entrega, algo que el Teniente no tenía muy claro. Desde hacía algún tiempo el Teniente Obhler estaba obsesionado con fotografiar mano y pies de todo tipo. Más de quinientas fotografías adornaban su estudio, algo en verdad impactante si tomamos en cuenta que muchas de las manos y pies estaban en un estado lamentable. Detestaba fotografiar pies y manos perfectamente estilizados y limpios, probablemente calzando zapatos italianos exclusivos (como era común en su círculo social), botas relucientes, babuchas importadas, botines ingleses o guantes con una pequeña esvástica en los dos botones de oro mandados hacer en las mejores tiendas del Tercer Reich; prefería salir a la calle y tomar instantáneas de gente común, indigentes o, cuando sus obligaciones lo permitían, avanzar hasta el campo de concentración de judíos más próximo (Auschwitz y Dachau eran los más visitados) y, valiéndose del salvoconducto que su alto rango le otorgaba, seleccionar a los judíos y gitanos más paupérrimos y fotografiarles sus deplorables manos y pies. Era cuidadoso en su selección. Elegía a los judíos y gitanos más flacos y sucios, muchos con los pies carcomidos por hongos, sin uñas, con los dedos cercenados o deformes (apreciaba mucho aquellas manos ateridas de artritis) y con infecciones que no tardarían mucho en matarlos. Obhler gastaba mucho dinero en cada una de sus visitas a los campos de concentración. Tenía que pagar a una buena cantidad de soldados deleznables y avaros para que lo dejaran trabajar en paz. Además que no simpatizaba con las SS, cuestiones políticas que no lo apartaban de su gran amor por la nación alemana. Necesitaba por lo menos tres solados que lo ayudaban a enganchar a los judíos a una plancha metálica que otorgaba a Obhler un ángulo de referencia envidiable y desde donde había conseguido sus mejores imágenes. Los soldados tenían que manipular a los judíos a los caprichos cada vez más excéntricos de Obhler, que, decidido perfeccionar su técnica y obtener in situ lo mejor de sus pírricos modelos, mandaba a traer más y más judíos a los cuales les cortaba la garganta con su sable si éstos no resultaban lo suficientemente atractivos para el ávido ojo del Teniente. Después de todo, los soldados pensaban que el Teniente le hacía un favor al Reich al eliminar judíos y pagar por ello era, creían, una estupidez que sólo a un bávaro snob se le hubiera ocurrido, por muy Teniente que fuera. Después de la selección, cámara en mano (una Leica del 30 que Obhler había decomisado a un viejo fotógrafo judío polaco durante la concentración del ghetto de Varsovia) Obhler se dedicaba a extraer lo mejor de cada uno de los minutos que pasaba encerrado en esa bodega poco iluminada y ruinosa.


"Bueno, chico, es tarde, otro día te cuento el resto de la historia, a lo mejor te sale un buen cuento con ella ¿no?", dijo Herta, dando por terminada la conversación del primer día.






































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