Todos tenemos nuestro poeta maldito predilecto, aquel que nos desvela en las noches y nos hace admirarlo y, durante un tiempo que puede ser corto o prolongarse por años, llegar a considerarlo como un oscuro hermano gemelo, un hermano gemelo que nos conduce, con los ojos cubiertos por un velo de ingenuidad, hacia el desfiladero. El mío es Jean-Arthur Rimbaud. Por causas desconocidas, Rimbaud ha sobrevivido -en predilección- a Henry Miller, Celine, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Bukowski y varios más que durante algún tiempo consideré como de mi propia familia. Eso fue antes. Antes, a los 17 ó 18 años, cuando la vida era un manojo de errores y el tiempo transcurría con la placidez y rapidez de un "faje" escolar. Rimbaud ha persistido y de vez encuando me veo releyendo mi vieja edición de Una temporada en el Infierno y me veo emocionarme con las anotaciones que hice al libro hace más de diez años, y que son de una ingenuidad pasmosa. Y Rimbaud persiste.
Me veo leyendo una biografía de Rimbaud, durante el largo trayecto de Tlalnepantla a Iztapalapa, todos los días, y subrayar episodios que me gustaban, como este: "Es posible que Rimbaud, a los dicisiete años, en plena construcción poética, haya decidido abandonar todo por ese estigma que significa no comprender la realidad". Me veo con el cabello a la Robert Plant o a la Slash, con diecisiste años, morral al hombro, tenis sucios, pantalón raído, una chamarrita de mezclilla que era mi preferida y que el día que la dejé olvidada en un microbús que me llevaba al Centro lloré como niña; me veo con un libro de Rimbaud en ese largo trayecto hacia la nada o hacia el todo que representa un futuro incierto, pero que se abre ante uno porque a los diecisiste o dieciocho años uno tiene todo por delante y a veces es mejor ignorarlo para no dejar pasar esas instantáneas que no se repetirán jamás. Y Rimbaud persiste. Año tras años reaparece y me palmea el hombro con la sapiencia de un hermano mayor, un hermano/hijo pródigo que ha decidio dejar la casa y aventurarse hacia lo desconocido para regresar trasformado e ileso de la batalla triunfal de los años. Y esa trasformación somos nosotros mismos. Recuerdo una discusión sin importancia con mi madre, por la misma época, cuando me pidió que le leyera unos versos de ese poét maudit. Recuerdo un charla decisiva con un examigo de la Universidad cuando me presentó, a bocajarro, las Iluminaciones de Rimbaud. Recuerdo mi primer tatuaje y mis primeras borracheras con ese grupo de psuedopoetas más bien patibularios, fumando yerba en plena vía pública y bebiendo cerveza de la misma botella, hablando de lo que uno quisiera, felices y plenos como sólo pueden ser los jóvenes de dicesiciete o dieciocho años, sin nada en los bolsillos, robando libros, comiendo tacos en Fray Servando después de ver una película porno en el cine Nacional, caminando por ese DF que nos parecía tan pequeño para nosotros, y Mario "El Buda", cigarro en labio, recitando con voz estruendosa que espantaba a los cándidos peatones:
Me veo leyendo una biografía de Rimbaud, durante el largo trayecto de Tlalnepantla a Iztapalapa, todos los días, y subrayar episodios que me gustaban, como este: "Es posible que Rimbaud, a los dicisiete años, en plena construcción poética, haya decidido abandonar todo por ese estigma que significa no comprender la realidad". Me veo con el cabello a la Robert Plant o a la Slash, con diecisiste años, morral al hombro, tenis sucios, pantalón raído, una chamarrita de mezclilla que era mi preferida y que el día que la dejé olvidada en un microbús que me llevaba al Centro lloré como niña; me veo con un libro de Rimbaud en ese largo trayecto hacia la nada o hacia el todo que representa un futuro incierto, pero que se abre ante uno porque a los diecisiste o dieciocho años uno tiene todo por delante y a veces es mejor ignorarlo para no dejar pasar esas instantáneas que no se repetirán jamás. Y Rimbaud persiste. Año tras años reaparece y me palmea el hombro con la sapiencia de un hermano mayor, un hermano/hijo pródigo que ha decidio dejar la casa y aventurarse hacia lo desconocido para regresar trasformado e ileso de la batalla triunfal de los años. Y esa trasformación somos nosotros mismos. Recuerdo una discusión sin importancia con mi madre, por la misma época, cuando me pidió que le leyera unos versos de ese poét maudit. Recuerdo un charla decisiva con un examigo de la Universidad cuando me presentó, a bocajarro, las Iluminaciones de Rimbaud. Recuerdo mi primer tatuaje y mis primeras borracheras con ese grupo de psuedopoetas más bien patibularios, fumando yerba en plena vía pública y bebiendo cerveza de la misma botella, hablando de lo que uno quisiera, felices y plenos como sólo pueden ser los jóvenes de dicesiciete o dieciocho años, sin nada en los bolsillos, robando libros, comiendo tacos en Fray Servando después de ver una película porno en el cine Nacional, caminando por ese DF que nos parecía tan pequeño para nosotros, y Mario "El Buda", cigarro en labio, recitando con voz estruendosa que espantaba a los cándidos peatones:
CIUDAD
Soy un efímero y no demasiado descontento ciudadano de una metrópoli creída moderna porque todo gusto conocido ha sido evitado en los mobiliarios y en el exterior de las casas así como en el trazado de la ciudad. Aquí no podríais distinguir las huellas de ningún monumento de superstición. La moral y la lengua están reducidas a su más simple expresión, ¡por fin! Estos millones de seres que no necesitan conocerse llevan tan pareja la educación, el oficio y la vejez que ese transcurso de sus vidas debe ser varias veces menor del que establece una loca estadística para los pueblos del continente. Hasta qué punto, desde mi ventana, veo nuevos espectros rodando a través de la espesa y eterna humareda de carbón, - ¡nuestra sombra de los bosques, nuestra noche de estío! - nuevas Erinias, ante mi casita de campo, que es mi patria y todo mi corazón, ya que todo aquí se parece a esto, - la Muerte sin lágrimas, nuestra activa hija y servidora, un Amor desesperado, y un bonito Crimen piando en el barro de la calle.
A. Rimbaud. 1870.
A. Rimbaud. 1870.
Y Mario y Alfredo y Ángel y Andrés (el único provinciano) y Cristina y Laura y Toño y Roberto y Sonia caminando por una sucia calle de la Ciudad de México, recitando, drogados y borrachos y felices sin tener que pensar en el mañana, sólo el ahora cuenta para esos jóvenes desheredados y valientes que se atreven a todo menos a callar y dejar que la vida los incluya, siempre con la mejor guía en el desfilarero.
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