Un detective privado
Lunes
Paso la noche internado en el Hospital de Princeton. Mientras espero el diagnóstico, sentado en la sala de guardia, veo entrar a un hombre que apenas puede moverse. Alto, ojos claros, saco negro de cordero y camisa blanca, corbata pajarita. Le piden los datos pero él vacila, está muy desorientado, dice que no puede firmar. Es un ex alcohólico que ha tenido una recaída; pasó dos días deambulando por los bares de Trenton. Antes de derivarlo a la clínica de rehabilitación tienen que desintoxicarlo. Al rato llega su hijo, va al mostrador, completa unos formularios. El hombre al principio no lo reconoce pero por fin se levanta, le apoya a su hijo la mano en el hombro y le habla en voz baja desde muy cerca. El muchacho lo escucha como si estuviera ofendido. En la dispersión de los lenguajes típico de estos lugares, un enfermero puertorriqueño le explica a un camillero negro que el hombre ha perdido sus anteojos y no puede ver. "The old man has lost his espejuelos", dice "and he can't see anything". La extraviada palabra española brilla como una luz en la noche.
Miércoles
Me dijo que había estado preso por estafa y me contó que su padre era vareador en el Hipódromo y que había tenido mala suerte en las carreras. A los dos días apareció de nuevo y volvió a presentarse como si nunca me hubiera visto. Sufre una imperfección indefinida que le afecta el sentido de realidad. Está perdido en un movimiento continuo que lo obliga a pensar para detener la confusión. Pensar no es recordar, se puede pensar aunque se haya perdido la memoria. (Lo vengo sabiendo por mí desde hace años: sólo recuerdo lo que está escrito en el Diario). Sin embargo, no olvida el lenguaje. Lo que necesita saber lo encuentra en la web. El conocimiento ya no pertenece a su vida. Un nuevo tipo de novela sería entonces posible, "Necesitamos un lenguaje para nuestra ignorancia", decía Gombrowicz. Ese podría ser el epígrafe.
Domingo
Por fin conozco a un detective privado. Ralph Anderson, Ace Agency. Kathy lo contrató para encontrar a su madre que la abandonó cuando tenía seis años. Ralph la localizó en Atlanta, Georgia. Se había cambiado el nombre, vivía en el centro de la ciudad, trabajaba en una revista de modas. Kathy no se animó a ir a ver a su madre, pero se hizo amiga del detective. Muchos de sus clientes buscan a sus parientes perdidos y luego no se deciden a encontrarlos. Ralph vive en un departamento cerca de Washington Square. Abajo, al entrar en el edificio, control en la puerta, detector de metales, cámaras. Ralph nos está esperando al salir del ascensor. Debe tener treinta años, anteojos oscuros, cara de zorro. Vive en un ambiente de techos altos, casi vacío, con ventanales sobre la ciudad. Tiene cuatro computadoras puestas en círculo sobre un amplio escritorio, siempre encendidas, con archivos abiertos y varios sites activados. "Ya no hace falta salir a la calle", dice. "Lo que se busca, está ahí". Fuma un joint tras otro, toma ginger ale, vive solo. Investiga la muerte de tres soldados negros de un batallón de infantería apostado en Irak, con mayoría de oficiales y suboficiales texanos. Una agrupación de familiares de soldados afroamericanos lo ha contratado para investigar. Está seguro de que han sido asesinados. Si lo logra probar, irán a tribunales. Nos muestra las fotos de los jóvenes soldados, los tres miran la cámara de frente, sin sonreír. Luego, vamos a cenar a un restaurant chino.
Jueves
Curiosamente nadie parece haber reparado en que no fue T. W. Adorno el primero en establecer una relación entre el futuro de la literatura y los campos de exterminio nazis. En 1948 Brecht, en sus Conversaciones con los jóvenes intelectuales, ya había planteado el problema. "Los acontecimientos en Auschwitz, en el ghetto de Varsovia y en Buchenwald no admiten indudablemente descripción alguna en forma literaria. En efecto, la literatura no está preparada para semejantes acontecimientos, no ha desarrollado medio alguno para ellos". Luego Adorno se refirió al mismo asunto en su ensayo de 1955 La crítica de la cultura y la sociedad, donde escribe con su habitual tono admonitorio: "La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica entre cultura y barbarie: después de lo que pasó en el campo de Auschwitz es un hecho de barbarie escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que señala por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía". Brecht no acepta por supuesto esa condena de la poesía, sólo se refiere a las dificultades técnicas que plantean las relaciones entre historia y literatura. Unos años antes, en su Diario de trabajo, el 16 de septiembre de 1940, había escrito: "Sería increíblemente difícil expresar el estado de ánimo con que sigo la batalla de Inglaterra en la radio y con que luego me pongo a escribir Puntila. Este fenómeno demuestra por qué no se detiene la producción literaria, a pesar de guerras como ésta. Puntila casi no significa nada para mí, la guerra lo significa todo; sobre Puntila puedo escribir casi cualquier cosa, sobre la guerra nada. Y no quiero decir que no escribir, sino que realmente. Es interesante observar cómo la literatura, en tanto práctica, está alejada de los centros en los que se desarrollan los acontecimientos de los cuales depende todo". La tesis de Adorno encontró rápida difusión entre los críticos culturales siempre dispuestos a aceptar la metafísica del silencio y los límites del lenguaje. Brecht en cambio, con astucia y sin ilusiones, siguiendo la experiencia de los perseguidos y de los malvivientes, nunca se preguntó si era lícito lo que estaba haciendo, sólo le interesaba saber si era posible.
Lunes
Ante la proliferación de libros encontrados entre los papeles -en los archivos de la computadora- de famosos autores muertos (Bolaño, Cabrera Infante, Nabokov, etcétera) un grupo de escritores ha decidido ganarse la vida escribiendo novelas póstumas. Luego de varias reuniones decidieron escribir la novela póstuma de Samuel Beckett, Morán, una continuación de la trilogía. Junto con el manuscrito deben inventar la forma en que el libro ha sido encontrado. Beckett le llevó la novela a su psicoanalista Winnicott quien le aconsejó que no la publicara. Aliviado, Beckett bajó precipitadamente las escaleras y olvidó el manuscrito. Años después, un joven investigador de la Universidad de California en Irving descubrió la novela en el archivo no clasificado de Winnicott. Negocian directamente con los herederos y, luego de acordar el anticipo, entregan el libro, etcétera.
Sábado
Todos los días veo al viejo que sale de la casa y camina despacio por la nieve hasta el borde de la laguna. La bruma de su respiración es como una niebla en el aire transparente. Hemos conversado varias veces al cruzarnos en el camino de entrada, ha enseñado física aquí en Princeton en los años cincuenta y ahora está retirado, vive solo, su mujer murió el año pasado, no tiene hijos, se llama Karl Unger y es un exiliado alemán. Cuando llegan los patos salvajes se oye primero un ruido tenue, como si alguien sacudiera en el cielo una tela mojada. Casi inmediatamente se empiezan a oír los graznidos y se los ve venir volando en fila india y después formando una V sobre el fondo del bosque. Dan dos vueltas sobre la laguna hasta que se lanzan hacia el agua congelada y cuando se zambullen patinan con las alas abiertas y el cuello contra el hielo. Vuelven caminando torpemente, resbalan y algunos se quedan quietos con las patas como huesos muertos en la escarcha. Viven en el presente puro y cada mañana se sorprenden al chocar contra el hielo. Han perdido el sentido de la orientación. Buscan las aguas templadas del lago donde tendrían que empezar la migración hacia las tierras cálidas. Cuando veo al viejo profesor salir al jardín y atravesar la nieve y llegar hasta la laguna para alimentar a los patos salvajes que se están muriendo de frío, sé que empieza otro día que será igual al anterior.
No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.
Richard Ford
Richard Ford
miércoles, 23 de febrero de 2011
RICARDO PIGLIA
Hablar sobre la literatura de Piglia me lleva a un estado casi reverencial. Este escritor se ha convertido, sin proponérselo, en el arquertipo del intelectual que vive sólo y en la literatura. No es casual que sus modelos sean escritores de la talla de Brecht, Faulkner, Canetti, Mishima: escritores que bordean el abismo del lenguaje y lo traspasan. He llegado a soñar que Piglia muere en un incendio en medio de su amplia biblioteca, mientras sueña con una biblioteca norteamericana y con Emilio Renzi. Me dan ganas de leer cuando leo a Piglia; me dan ganas de leer lo que él lee, y de, gracias a la lectura, lanzarme a escribir un cuento de 10 páginas. Un cuento que hable sobre un tipo aburrido que escribe en sus ratos libres y nunca llegará a publicar nada porque no le importa. Ese cuento inicial de 10 páginas gradualmente irá creciendo y encontrando su volumen ideal. El cuento ideal: Un tipo va a Montecarlo, juega a la ruleta, gana diez mil francos, va a su cuarto y se suicida (Chejov dixit). Y el cuentista gradualmente madurará y terminará por olvidar la literatura para decicarse a cosas más mundanas. El cuentista se interesará por la pintura (es un mal pintor, lo sabe), y tendrá en su casa el cuadro de Max Ernst en donde se ve a la virgen María dándole una azotaina al niño Jesús. Le gustará más el cine y cada sábado llevará a su hijo a la filmoteca a ver todo lo que puedan ver. Y su hijo crecerá y todo terminará como termina esa vieja canción de Serrat en donde habla de la partida de los hijos.
Y para muestra:
jueves, 10 de febrero de 2011
LA CALLE CIRCULAR
Vació la copa de whisky, pagó y salió del lugar. La noche tenía el irresistible color metálico de antes de una nevada, límpida y tranquila. Podía ir directamente a la cita o perder un rato más el tiempo en otro bar. El anterior le había parecido asqueroso. Pensó que en aquella zona no era difícil encontrar un buen bar que sirvieran tragos decentes. Dinero no le faltaba. Tenía una hora antes de la cita. Caminó por un callejón que cortaba la avenida principal y daba directamente a la calle bohemia de la ciudad. Una calle circular con bares de todo tipo, algunos decididamente ridículos. Eligió un bar donde anunciaban un cuarteto francés que tocaba clásicos del jazz. Escuchó que los músicos sostenían un duelo algo inverosímil con Charlie Parker. Un mesero escuálido le ofreció bebidas y, justo cuando se iba, cocaína. Barata y de buena calidad. Pidió un whisky on the rocks y veinte dólares de polvo. El mesero le indicó un pequeño cubículo dentro de los sanitarios exclusivos para poder inhalar sin preocupaciones. Dio un largo trago a su whisky y se dirigió a los baños. El cubículo era reducido pero cabía perfectamente. Abrió la bolsita del polvo y lo esparció por un taburete que mostraba signos de uso constante. Inhaló una, dos, tres veces. Era de buena calidad. El polvo resbaló por su garganta, causando una sensación de frescura que se apuró a continuar con un cigarro. Regresó a su mesa. El cuarteto francés se introducía, no sin problemas, en una interpretación simplona de Miles Davis. El mesero regresó y preguntó si todo estaba bien. Todo estaba bien. Otro whisky, mejor un gin tonic. Y veinte dólares más. El mesero recibió el dinero, lo guardó en su camisa y entregó la bolsa con el polvo. Apuró su gin tonic, pagó y salió del lugar. Los primeros copos de nieve se deslizaban por los automóviles estacionados en esa calle circular, ridículamente circular. Otro bar anunciaba la dulzona voz de Nina Coccini, soprano italiana. Entró al bar. Unos tipos hablaban sobre resultados deportivos; inhalaban coca, por su puesto. Una pareja estaba enfrascada en una discusión sobre la tesis de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de los campos de exterminio. La soprano –que no era soprano, como pudo comprobar, sino mezzosoprano, o sería mejor decir una mujer atractiva con una voz delgada que llegaba a los tonales de una mezzo, pero nada más- cantaba con dificultad una melosa canción de Billie Hollyday. Pidió un gin tonic. La mesera lo atendió en seguida. La pareja enfrascada con Adorno cambió de tema: un salto temático los instaló, de improviso, en las elecciones presidenciales. Sacó la coca e inhaló rápidamente. Nuevamente la frescura en su garganta y el cigarro como expansor de ese placer. Pensó en la cita. Ya había transcurrido más de una hora desde que entró al primer bar. Pagó. Al despedirse, vio la silueta de la cantante difuminarse tras un cortinero de satín. En la calle, la nevada era inminente. Autos, árboles, techos se encontraban cubiertos por una capa blancuzca que hacía imposible la visibilidad más allá de las narices. El restaurant estaba a cinco minutos de la calle circular. Se cerró el abrigo hasta la garganta, ladeó su sombrero para evitar que la nieve le cayera en el rostro. Avanzó las cinco calles hasta el restaurant. La calidez del lugar lo reconfortó. Pidió un té y una cajetilla de cigarros. La gente entraba al restaurant escapando de la nevada. Una banda amenizaba el lugar con un blues irreconocible, dando al restaurant ese toque de extraña confidencia que se requiere en esos lugares. Apura su té, mira su reloj: ya ha pasado más de media hora desde que llegó al restaurant; ha bebido dos tés, fumado tres cigarros y observado la ejecución rudimentaria de dos piezas de Dizziy Gillespie, nada conforme, dedos inseguros que resbalan por la música como si no supieran que el sax es una zorra que se humedece cuando unos dedos tocan su epidermis y uno a uno esos dedos la penetran. Pone atención en los dedos de una mujer atractiva que cena un platillo exótico servido con cinco cubiertos de cada lado. La acompaña un tipo calvo y circunspecto que bebe y fuma sin parar. Hablan muy poco, se miran, él ronronea algo intraducible, ella escucha, gesticula, mastica con parsimonia diez veces antes de tragar, se moja los labios con pequeñas dosis de vino blanco, y de vez en cuando tararea la pieza que la banda ejecuta ranciamente. Se disculpó a sí mismo por escuchar lo que dicen los vecinos de mesa. No es algo que haga por lo común, pero es que la espera ya ha sido demasiada. Pagó y salió del restaurant. En la calle, la nevada amenaza con cerrar todas las calles. Justo cuando pensaba marcharse, ella aparece. No en 1993, piensa, en 1973. Hola, Penny.
Vació la copa de whisky, pagó y salió del lugar. La noche tenía el irresistible color metálico de antes de una nevada, límpida y tranquila. Podía ir directamente a la cita o perder un rato más el tiempo en otro bar. El anterior le había parecido asqueroso. Pensó que en aquella zona no era difícil encontrar un buen bar que sirvieran tragos decentes. Dinero no le faltaba. Tenía una hora antes de la cita. Caminó por un callejón que cortaba la avenida principal y daba directamente a la calle bohemia de la ciudad. Una calle circular con bares de todo tipo, algunos decididamente ridículos. Eligió un bar donde anunciaban un cuarteto francés que tocaba clásicos del jazz. Escuchó que los músicos sostenían un duelo algo inverosímil con Charlie Parker. Un mesero escuálido le ofreció bebidas y, justo cuando se iba, cocaína. Barata y de buena calidad. Pidió un whisky on the rocks y veinte dólares de polvo. El mesero le indicó un pequeño cubículo dentro de los sanitarios exclusivos para poder inhalar sin preocupaciones. Dio un largo trago a su whisky y se dirigió a los baños. El cubículo era reducido pero cabía perfectamente. Abrió la bolsita del polvo y lo esparció por un taburete que mostraba signos de uso constante. Inhaló una, dos, tres veces. Era de buena calidad. El polvo resbaló por su garganta, causando una sensación de frescura que se apuró a continuar con un cigarro. Regresó a su mesa. El cuarteto francés se introducía, no sin problemas, en una interpretación simplona de Miles Davis. El mesero regresó y preguntó si todo estaba bien. Todo estaba bien. Otro whisky, mejor un gin tonic. Y veinte dólares más. El mesero recibió el dinero, lo guardó en su camisa y entregó la bolsa con el polvo. Apuró su gin tonic, pagó y salió del lugar. Los primeros copos de nieve se deslizaban por los automóviles estacionados en esa calle circular, ridículamente circular. Otro bar anunciaba la dulzona voz de Nina Coccini, soprano italiana. Entró al bar. Unos tipos hablaban sobre resultados deportivos; inhalaban coca, por su puesto. Una pareja estaba enfrascada en una discusión sobre la tesis de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de los campos de exterminio. La soprano –que no era soprano, como pudo comprobar, sino mezzosoprano, o sería mejor decir una mujer atractiva con una voz delgada que llegaba a los tonales de una mezzo, pero nada más- cantaba con dificultad una melosa canción de Billie Hollyday. Pidió un gin tonic. La mesera lo atendió en seguida. La pareja enfrascada con Adorno cambió de tema: un salto temático los instaló, de improviso, en las elecciones presidenciales. Sacó la coca e inhaló rápidamente. Nuevamente la frescura en su garganta y el cigarro como expansor de ese placer. Pensó en la cita. Ya había transcurrido más de una hora desde que entró al primer bar. Pagó. Al despedirse, vio la silueta de la cantante difuminarse tras un cortinero de satín. En la calle, la nevada era inminente. Autos, árboles, techos se encontraban cubiertos por una capa blancuzca que hacía imposible la visibilidad más allá de las narices. El restaurant estaba a cinco minutos de la calle circular. Se cerró el abrigo hasta la garganta, ladeó su sombrero para evitar que la nieve le cayera en el rostro. Avanzó las cinco calles hasta el restaurant. La calidez del lugar lo reconfortó. Pidió un té y una cajetilla de cigarros. La gente entraba al restaurant escapando de la nevada. Una banda amenizaba el lugar con un blues irreconocible, dando al restaurant ese toque de extraña confidencia que se requiere en esos lugares. Apura su té, mira su reloj: ya ha pasado más de media hora desde que llegó al restaurant; ha bebido dos tés, fumado tres cigarros y observado la ejecución rudimentaria de dos piezas de Dizziy Gillespie, nada conforme, dedos inseguros que resbalan por la música como si no supieran que el sax es una zorra que se humedece cuando unos dedos tocan su epidermis y uno a uno esos dedos la penetran. Pone atención en los dedos de una mujer atractiva que cena un platillo exótico servido con cinco cubiertos de cada lado. La acompaña un tipo calvo y circunspecto que bebe y fuma sin parar. Hablan muy poco, se miran, él ronronea algo intraducible, ella escucha, gesticula, mastica con parsimonia diez veces antes de tragar, se moja los labios con pequeñas dosis de vino blanco, y de vez en cuando tararea la pieza que la banda ejecuta ranciamente. Se disculpó a sí mismo por escuchar lo que dicen los vecinos de mesa. No es algo que haga por lo común, pero es que la espera ya ha sido demasiada. Pagó y salió del restaurant. En la calle, la nevada amenaza con cerrar todas las calles. Justo cuando pensaba marcharse, ella aparece. No en 1993, piensa, en 1973. Hola, Penny.
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