No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



jueves, 29 de julio de 2010

SOBRE AURA ESTRADA: APUNTES SOBRE EL LIBRO NO LEÍDO.


Aura Estrada murió en julio de 2007, en un accidente en una playa de la costa del Pacífico. Un año antes había casado con el periodista México-estadounidense Francisco Goldman en una ceremonia emotiva en Guanajuato, de donde era originaria. Estudiante de doctorado en Literatura Inglesa en Columbia University, asistente de investigación de Toni Morrison, Aura se caracterizó por una profunda pasión por la literatura, misma que la llevó a probar la escritura en español e inglés. Con un futuro prometedor en la investigación literaria, Aura estaba decida en convertirse en escritora de tiempo completo. Publicó sus primeros textos en inglés en la prestigiosa The Boston Review, y en español en Letras Libres y Gatopardo. Participó como escritora invitada, gracias a una beca, en el prestigioso Hunter College. Una ola truculenta le arrebató la vida a los treinta años. En 2008, Tryno Maldonado tuvo la excelente idea de recopilar todos sus escritos -éditos o inéditos- y editó en Almadía un pequeño libro que reúne la mayoría de su obra: Mis días en Shangai. Un libro donde notamos el crecimiento constante de una artista en pleno desarrollo, dueña de un universo personal, y felizmente comprometida con la literatura. Cuentos, ensayos, poemas y varia invención complementan este libro curioso y ajeno a la parafernalia de la literatura mexicana actual. Anexo una probadita del que para mí es su mejor relato, "El envenenamiento de Héctor Cañas Pershing", y ojalá pudieran comprar el libro, no los decepcionará.


El envenenamiento de Héctor Cañas Pershing
Aura Estrada
Bien a bien, no recuerdo cómo se iniciaron los hechos que culminaron en la hospitalización de mi vecino, Héctor Cañas Pershing, de quince años, por síntomas de envenenamiento con cianuro. Lo que sí recuerdo sobre su ingreso a Emergencias del Hospital Infantil Privado es que tuvo algo que ver con Héctor anunciándonos la inminencia de la Tercera Guerra Mundial, sentenciando al mundo a pena de muerte. No lo hizo de manera ‘nostradamúsmica’, ni proclamó El Fin del Mundo como un destino metafísico, irrevocable y obvio, proyectado hacia un futuro que a nadie le importaba porque quién sabe cuándo iba a llegar. No, el 18 de enero de 1991, Héctor Cañas Pershing, sentado sobre un pasto seco del área verde de un conjunto habitacional al sur de la Ciudad, anunció a la bola de haraganes con la que pasé mis tardes de adolescencia, que, en el transcurso de esa noche, el mundo se iba a acabar.
Su temperamento cáustico era conocido, proclive a impredecibles raptos de violencia (en una ocasión, en presencia de la palomilla, le partió la cabeza a su hermano menor en dos con una baldosa suelta de la plazoleta, sin razón aparente). Por eso, estoy segura que si no se hubiera tratado del día del comienzo de la Primera Guerra del Golfo, no habríamos hecho caso a las advertencias de Héctor, y, sobre todo, Catalina La Uruguaya no le habría ofrecido el Laetril que su madre guardaba en una cajita de madera, al fondo de un estante en la cocina, y que tomaba regularmente, en dosis muy pequeñas, con la esperanza de curarse un cáncer que apenas hace unos meses los doctores le habían detectado; si el 18 de enero de 1991, Estados Unidos—o las fuerzas aliadas como sabríamos después—no hubieran iniciado la Operación Tormenta del Desierto y el bombardeo de Irak y Kuwait, Héctor no se habría encontrado de cara con la muerte.
No sé los demás, pero yo creí en su resumen apocalíptico de la vida porque desde esa mañana tibia de invierno tropical, un aire belicoso y anárquico perfumaba las calles del Distrito Federal; incendiaba nuestras pantallas de televisión con madrugadas naranjas y explosivas; madrugadas que, una vez puestas en la escena de la sala de la casa o la habitación, perdían realidad o se hacían parte de otra distante, enajenante.
Cuando llegué a la escuela, me topé en el asta bandera (la bandera estaba izada) con unos compañeros de banca—los que, sin falta, nos sentábamos en la fila de hasta atrás. Organizaban una marcha clandestina, a la cual, sin tener que pensarlo dos veces, me apunté. Nuestro poder de convocatoria no fue el más eficaz. A la hora acordada para tomar las calles en protesta a la invasión gringa de Medio Oriente, había únicamente siete niños trepados como changos lerdos en la enrejada metálica, aplastando con las suelas de goma de los zapatos las bugambilias color rosa que la cubrían. La enrejada comunicaba el estacionamiento escolar con una calle a esa hora poco o nada transitada. Toño, el joven prefecto de la preparatoria, debió habernos visto desde su cubículo, cuyos muros de plástico transparente daban al estacionamiento, y corrió a avisar a uno de los profesores. Ser una chica mala, lo que se dice Mala, así con mayúscula, en un colegio de abierta afiliación liberal, donde el alumno, como en los restaurantes el cliente, siempre tiene la razón, es un gesto inútil por superfluo: puras patadas de ahogado.

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