No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



miércoles, 10 de agosto de 2011



LOS DÍAS DEL TERREMOTO DE 1985

EL PRELUDIO
Era la mañana del 19 de septiembre de 1985. A las siete de la mañana, sonó la alarma del Sismógrafo colocado en las faldas del Popocatépetl, auspiciado por el Instituto de Geofísica de la UNAM. Una recorrido inusual del medidor de frecuencia del sismógrafo provocó que los encargados de recibir los datos, a ciento cincuenta kilómetros, se mantuvieran al tanto los próximos minutos, pero sin saber que este movimiento inusual provenía de las placas tectónicas Norteamericana y Cocos, y no, como pensaron, de los latidos intestinos de don Goyo. Eran usuales estas exultaciones del Popo (un volcán que se cuenta entre los más activos del mundo), y los geólogos nunca previeron la magnitud del desastre que estaba por venir. De cualquier forma –se escudaron días después los geólogos- veinte minutos no hubieran bastado para poner alerta a todo ese monstruo de concreto que crecía y se desparramaba más allá de los confines de sí mismo, con una población que a esa hora se preparaba para la “chinga diaria”.
En 1985 la Ciudad de México era la tercera ciudad más populosa del mundo, luego de Nueva York y Tokyo. Había sufrido, a lo largo de su historia moderna, una serie de transformaciones que habían cambiado su fisonomía urbana, convirtiéndola en una urbe progresista que albergaba un concentrado poblacional que se desparramaba y llenaba cinturones de pobreza por donde se mirase. A finales de los cincuenta, bajo el mandato de López Mateos, se inició el entubado de los principales ríos que atravesaban la ciudad: el de los Remedios, el Churubusco y el Canal de san Juan, así como la reconstrucción de ciertas zonas de Xochimilco y Cuemanco. Estas obras dieron pie a la transformación urbana y la repoblación, que llegaría a su clímax en los años sesenta con la apertura de las primeras líneas del Metro (la primera inaugurada en 1968, y la última planeada para 2012), y una década después con la construcción de los ejes viales y el anillo periférico, que circundan la ciudad dando acceso a recorridos más rápidos. La “región más trasparente”, como llamó Carlos Fuentes al Valle de México en los años cincuentas, se había convertido en un monstruo multicéfalo impregnado de smog (los índices Imeca se disparaban día con día), barrios marginales que contrastaban con la opulencia de zonas exclusivas, espectáculos cotidianos que volvían trágico lo cómico, hacinamiento de gente en multifamiliares construidos al madrazo, centros comerciales que daban a la gente común la posibilidad de distraerse con sus aparadores de marcas internacionales, y una cantidad inusitada de personas que venían de todos lados y llegaban al DF con las esperanza de encontrar una forma decente de ganarse la vida.
CUANDO DIOS DEJÓ ESTAS TIERRAS: LAS VOCES TERREMOTO.
(Cada voz, cada lamento, no ha sido recuperado. Los testimonios se cuentan por miles, así como también son miles las voces que quedaron en silencio para siempre con el terremoto del 85. Sean para ellos, pues, estás historias, y principalmente para mi tío Julián, quien murió en el terremoto y nunca encontraron su cuerpo).
Helena Terán trabajaba en una fábrica de dulces en la colonia Industrial Vallejo. Todos los días, se levantaba a las cinco de la mañana a hervir agua para nescafé, preparar el desayuno frugal que dejaba a sus hijos, bañarse, alistarse y tomar el Metro en la estación Pantitlán. Helena bajaba rigurosamente de lunes a sábado (el domingo descansaba aunque había días que lo tomaba para que rindiera para el gasto) en la estación Tlatelolco y de ahí tomaba el pesero que la dejaba a un costado de Calzada Vallejo. Esa mañana, mientras el pesero avanzaba por la calle Rinconada y escuchaban las noticias de Radio Imagen, Helena vio cómo todo se movía: los edificios parecían juguetes de papel sin control, los automóviles se meneaban de un lado a otro y comenzaron a sonar los cláxones; el chofer de la pesera paró el coche justo antes de que un poste de luz cayera sobre la unidad. Siete personas murieron, incluida Helena Terán. El chofer pudo dar fe de los hechos.
Quizá nunca se sepan cuáles fueron las últimas palabras del rockero y trovador Rockdrigo González. Para ello, debemos ficcionarlo, darle sentido desde la recreación de sus últimas horas de vida. Lo que sí sabemos es que dos noches antes había cancelado una presentación en Querétaro por un fuerte resfriado y se había quedado todo el día en cama. Por la noche, su ex pareja le había ido a visitar. No platicaron mucho. Rockdrigo le preguntó por su hija Amanda Lalena (que años más tarde se convertiría en la cantante Amandititita) y su ex le contestó que la había mandado unos días a casa de sus padres en Tampico. Su ex la preparó un té de manzanilla, y le dejó preparado un sándwich. Rockdrigo quiso que su ex le fuera a comprar cigarros a la tienda pero ésta lo reprendió y Rockdrigo, resignado, se conformó con el té y una novela de misterio que estaba leyendo. Quedaron que ella le llamaría al otro día para ver cómo seguía. A la siete y veinte de la mañana su ex se despertó en medio del caos. Marcó el número de Rockdrigo pero del otro lado de la línea nadie contestó.
José Romero Díaz era el primero en llegar a la Escuela Primaria “Constitución de 1917”, ubicada en la calle Playa Caleta de la colonia Militar Marte, en la delegación Iztacalco. Tenía el encargo del Director de abrir la escuela todos los días y revisar que todo estuviera en orden. Luego, informaba al Director. La mañana del 18 de septiembre de 1985, un día antes del terremoto, José Romero salió como de costumbre a abrir la escuela en su bicicleta Mercurio. Antes de llegar a su trabajo, paró a tomar un tamal y un champurrado con doña Chofi, en la esquina de Eje 5 sur y Calzada de la Viga. Una vez terminado su desayuno, Romero siguió avanzando por todo el eje 5 hasta llegar al eje 3 oriente de Plutarco Elías Calles, en donde, a las siete y media de la mañana, un automóvil de carga perdió el control y lo arrojó contra un árbol que no tardó en caerse. Por increíble que parezca, Romero no murió ese día: quizá no era su hora. Romero murió al desplomarse el Hospital General, donde fue trasladado luego del accidente, durante el terremoto del 19 de septiembre. Murieron junto con él 80 personas que se encontraban internados en diferentes salas. Sus familiares nunca recuperaron su cuerpo.

CRÓNICA DEL TERREMOTO.
A las 7:20 de la mañana del martes 19 de septiembre de 1985, un terremoto de 8.1 grados en escala Richter devastó la Ciudad de México luego de un tiempo estimado de minuto y medio. “La realidad cotidiana”, como señaló Carlos Monsiváis, “se desmenuza en oscilaciones, ruidos categóricos o minúsculos, estallidos de cristales, desplomes de objetos o de revestimientos, gritos, llantos, el intenso crujido que anuncia la siguiente impredecible metamorfosis de la habitación, del edificio, del departamento…” El caos impera en toda la ciudad. Durante los primeros minutos los habitantes, incrédulos, degluten el misterio de lo irreconocible con una paciencia pasmosa. El sólo pensar en el interminable movimiento de los objetos dentro o fuera de su casa, fuera de sí en un baile incesante, los pone histéricos. Muchos se arrastran y logran salir de los escombros de lo que fue su casa. Miran su entorno como un loco mira el horizonte: sin esperanza, atados a ver sin querer ver, descubriendo en otros la terrible realidad: hijos muertos, familiares desaparecidos, madres que prefirieron proteger a sus hijos el último momento, rescate de las pocas pertenencias que logran rescatar debajo de la basura y los escombros.
Los primeros noticieros no dan crédito a lo que las cámaras o los micrófonos narran. En Televisa, el programa de Guillermo Ochoa es el primero en trasmitir en vivo imágenes del terremoto. Algunos reporteros logran captar imágenes que perdurarán: los restos de los que fue el gran Hotel Regis, el Centro Médico en ruinas, lo que queda de los edificios Nuevo León y Zacatecas en la Unidad Nonoalco-Tlatelolco, el Multifamiliar Juárez, el edificio de la SCOP con murales de O’Gorman, el Hospital General, la Secretaría de Comercio, algunas entradas del Metro por donde, media hora después del Terremoto, corren inalcanzables centenares de personas que van a sus casas por miedo a haber perdido a algún familiar. De las 7:20 a las 8:00 de la mañana la ciudad se paraliza. No hay Gobierno, no hay autoridad, no hay líderes que pongan las cosas en orden en medio de la tragedia. Pero el mexicano es estoico y sabe reponerse pronto al dolor. Ante la inoperancia de las autoridades (el mismo De la Madrid lanza un discurso a media mañana en donde declara la inoperancia del gobierno capitalino para enfrentar tal situación, pero promete no bajar la guardia y acepta toda la ayuda internacional que se pueda), la sociedad se organiza: nunca como en esos días los mexicanos fueron uno sólo, nunca se vio tal compromiso por ayudar, nunca el gobierno, cuando menos durante breves horas, fue del pueblo.
A la inoperancia del gobierno sobrevino el escamoteo de información. Los primeros boletines ordenados por el gobierno a través de sus departamentos de comunicación social, hablaban de dos mil muertos. Era ridículo pensar esa cifra cuando todo mundo sabía que en el Centro Médico Nacional y el Hospital General, los nosocomios más grandes de la ciudad, el número de internos rebasaba esa cantidad. La cifra, aún ahora, no ha sido declarada. Se habla de veinte mil muertos y otros miles de desaparecidos. Nada más en las colonias Obrera, Guerrero, Tepito, Anzures, del Valle, Roma, Hipódromo, Nápoles y Condesa los muertos se sacan por cientos debajo de casas, edificios, vecindades, tiendas y fábricas. Los vecinos se turnan en cuadrillas que trabajan sin descanso para rescatar a sobrevivientes. Algunos perecen al caerse los endebles sustentos que retienen los débiles muros. Las brigadas, y no el Ejército, fueron los principales héroes de esa tragedia. Son incontables las historias que se presentan ese día y los días subsecuentes de héroes anónimos que lograron sacar a numerosos heridos de los escombros. Madres claman por el cuerpo de sus hijos –los saben muertos, porque ¿cómo sobrevivir a la caída de toneladas de concreto de edificios que dejaron de serlo en el momento de caer para convertirse en fierros retorcidos, escombros inservibles, polvo inevitable?-, padres y esposos desesperados buscan a sus hijos o esposas en un frenesí que los ciega, y, en medio de la tragedia, el alivio, la esperanza: los niños rescatados del Centro Médico luego de días en la oscuridad; los topos con sus cientos de rescates oportunos; la historias de gente que tuvieron que sobrevivir bajo los escombros bebiendo sus orines y pensando en comer sus excrementos cuando no hubiera otra salida, la ayuda que se convierte en el centro de toda la ciudad (todos piensan en ceder, desprenderse, darse a los otros), la regularización de los servicios básicos cortados tras el temblor: la luz para ver el noticiero y no perderse los detalles de la catástrofe, el agua para lavar los cuerpos de los que han pasado horas expuestos al polvo y al olor fétido que amenaza por convertirlo todo en un foco de infección, el teléfono para hablar con sus familiares o para tener noticias de alguien desaparecido, el gas para cocinar el alimento que luego repartirán entre las brigadas, los supermercados que reabren sus puertas y se ofrecen como centros de acopio para los damnificados, las iglesias que sirven como paño de lágrimas de miles, los cementerios que se encuentran atestados de cadáveres etiquetados como “desconocidos”, las fosas comunes a donde van a parar cientos, miles, de cuerpos que hoy día esperan ser reconocidos, el valor de una sociedad que, ante el pasmo y el desdén, supo abrirse camino por sí sola y reponerse a la tragedia.


EPÍLOGO
CUANDO DIOS DEJÓ ESTAS TIERRAS (Y EL GOBIERNO SE ENCARGÓ DE TRAERLO DE VUELTA).
Eugenia Ramblés no podía creer que el edificio Metropolitano, ubicado la calle Presidente Mazarik en la colonia Polanco, se hubiera desplomado. El mismo presidente López Portillo lo había inaugurado en 1982. Ramblés pagó casi quinientos mil dólares al consorcio inmobiliario Risthanis que le vendió un departamento en este lujoso edificio de veinte pisos y tecnología de punta. La zona exclusiva lo valía. Incluso el mismísimo Carlos Slim había adquirido en Pent-house en el Metropolitano, lo que aumentaba la plusvalía de la adquisición. Ramblés se encontraba en Miami cuando su abogado le habló que en México había ocurrido una catástrofe y el Metropolitano se había desplomado. El abogado le aconsejó no viajar a México y esperar a que las cosas se calmaran, pero Ramblés tomó el primer vuelo a México y, vía Los Ángeles, Tijuana y Guadalajara, llegó al DF el 20 de septiembre. Lo primero que vio, justo antes de aterrizar, era una ciudad sumida en el caos. Su chofer tardó dos horas en llegar a Las Lomas –donde tenía su residencia habitual- y más de una hora en llegar a Polanco. Lo que quedaba del edificio Metropolitano le causó risa. Del teléfono de su Jaguar llamó a su abogado para saber la “situación” de su inmueble. “No te preocupes”, escuchó Ramblés detrás de auricular, “esta mañana hablé con el arquitecto Risthanis y me aseguró que la zona de Polanco va a ser la primera que reconstruyan de toda la ciudad. Hay no sé qué acuerdo con el regente capitalino para que las zonas exclusivas sean protegidas, y te aseguro que antes de seis meses levantan de sus ruinas al Metropolitano”. Mientras avanzaba por Mazarik, Ramblés vio que las instalaciones de la Cruz Roja de Polanco estaban atestadas de gente que donaba víveres o lo que tuviera a la mano. Antes de llegar a su residencia en las Lomas, Ramblés ordenó a su chofer llevar una despensa a la Cruz Roja. Al bajar de su auto, se sintió feliz al saber que su patrimonio estaba asegurado. Al fin y al cabo ella era rica y de eso no tenía la culpa nadie. Ni siquiera el terremoto.

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