LA CALLE CIRCULAR
Vació la copa de whisky, pagó y salió del lugar. La noche tenía el irresistible color metálico de antes de una nevada, límpida y tranquila. Podía ir directamente a la cita o perder un rato más el tiempo en otro bar. El anterior le había parecido asqueroso. Pensó que en aquella zona no era difícil encontrar un buen bar que sirvieran tragos decentes. Dinero no le faltaba. Tenía una hora antes de la cita. Caminó por un callejón que cortaba la avenida principal y daba directamente a la calle bohemia de la ciudad. Una calle circular con bares de todo tipo, algunos decididamente ridículos. Eligió un bar donde anunciaban un cuarteto francés que tocaba clásicos del jazz. Escuchó que los músicos sostenían un duelo algo inverosímil con Charlie Parker. Un mesero escuálido le ofreció bebidas y, justo cuando se iba, cocaína. Barata y de buena calidad. Pidió un whisky on the rocks y veinte dólares de polvo. El mesero le indicó un pequeño cubículo dentro de los sanitarios exclusivos para poder inhalar sin preocupaciones. Dio un largo trago a su whisky y se dirigió a los baños. El cubículo era reducido pero cabía perfectamente. Abrió la bolsita del polvo y lo esparció por un taburete que mostraba signos de uso constante. Inhaló una, dos, tres veces. Era de buena calidad. El polvo resbaló por su garganta, causando una sensación de frescura que se apuró a continuar con un cigarro. Regresó a su mesa. El cuarteto francés se introducía, no sin problemas, en una interpretación simplona de Miles Davis. El mesero regresó y preguntó si todo estaba bien. Todo estaba bien. Otro whisky, mejor un gin tonic. Y veinte dólares más. El mesero recibió el dinero, lo guardó en su camisa y entregó la bolsa con el polvo. Apuró su gin tonic, pagó y salió del lugar. Los primeros copos de nieve se deslizaban por los automóviles estacionados en esa calle circular, ridículamente circular. Otro bar anunciaba la dulzona voz de Nina Coccini, soprano italiana. Entró al bar. Unos tipos hablaban sobre resultados deportivos; inhalaban coca, por su puesto. Una pareja estaba enfrascada en una discusión sobre la tesis de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de los campos de exterminio. La soprano –que no era soprano, como pudo comprobar, sino mezzosoprano, o sería mejor decir una mujer atractiva con una voz delgada que llegaba a los tonales de una mezzo, pero nada más- cantaba sin dificultad una melosa canción de Billie Hollyday. Pidió un gin tonic. La mesera lo atendió en seguida. La pareja enfrascada con Adorno cambió de tema: un salto temático los instaló, de improviso, en las elecciones presidenciales. Sacó la coca e inhaló rápidamente. Nuevamente la frescura en su garganta y el cigarro como expansor de ese placer. Pensó en la cita. Ya había transcurrido más de una hora desde que entró al primer bar. Pagó. Al despedirse, vio la silueta de la cantante difuminarse tras un cortinero de satín. En la calle, la nevada era inminente. Autos, árboles, techos se encontraban cubiertos por una capa blancuzca que hacía imposible la visibilidad más allá de las narices. El restaurant estaba a cinco minutos de la calle circular. Se cerró el abrigo hasta la garganta, ladeó su sombrero para evitar que la nieve le cayera en el rostro. Avanzó las cinco calles hasta el restaurant. La calidez del lugar lo reconfortó. Pidió un té y una cajetilla de cigarros. La gente entraba al restaurant escapando de la nevada. Una banda amenizaba el lugar con un blues irreconocible, dando al restaurant ese toque de extraña confidencia que se requiere en esos lugares. Apuró su té, miró su reloj: ya ha pasado más de media hora desde que llegó al restaurant; ha bebido dos tés, fumado tres cigarros y observado la ejecución rudimentaria de dos piezas de Dickie Gillespie, nada conforme, dedos inseguros que resbalan por la música como si no supieran que el sax es una zorra que se humedece cuando unos dedos tocan su epidermis y uno a uno esos dedos la penetran. Pone atención en los dedos de una mujer atractiva que cena un platillo exótico servido con cinco cubiertos de cada lado. La acompaña un tipo calvo y circunspecto que bebe y fuma sin parar. Hablan muy poco, se miran, él ronronea algo intraducible, ella escucha, gesticula, mastica con parsimonia diez veces antes de tragar, se moja los labios con pequeñas dosis de vino blanco, y de vez en cuando tararea la pieza que la banda ejecuta ranciamente. Se disculpó a sí mismo por escuchar lo que dicen los vecinos de mesa. No es algo que haga por lo común, pero es que la espera ya ha sido demasiada. Pagó y salió del restaurant. En la calle, la nevada amenaza con devorarlo todo.
Vació la copa de whisky, pagó y salió del lugar. La noche tenía el irresistible color metálico de antes de una nevada, límpida y tranquila. Podía ir directamente a la cita o perder un rato más el tiempo en otro bar. El anterior le había parecido asqueroso. Pensó que en aquella zona no era difícil encontrar un buen bar que sirvieran tragos decentes. Dinero no le faltaba. Tenía una hora antes de la cita. Caminó por un callejón que cortaba la avenida principal y daba directamente a la calle bohemia de la ciudad. Una calle circular con bares de todo tipo, algunos decididamente ridículos. Eligió un bar donde anunciaban un cuarteto francés que tocaba clásicos del jazz. Escuchó que los músicos sostenían un duelo algo inverosímil con Charlie Parker. Un mesero escuálido le ofreció bebidas y, justo cuando se iba, cocaína. Barata y de buena calidad. Pidió un whisky on the rocks y veinte dólares de polvo. El mesero le indicó un pequeño cubículo dentro de los sanitarios exclusivos para poder inhalar sin preocupaciones. Dio un largo trago a su whisky y se dirigió a los baños. El cubículo era reducido pero cabía perfectamente. Abrió la bolsita del polvo y lo esparció por un taburete que mostraba signos de uso constante. Inhaló una, dos, tres veces. Era de buena calidad. El polvo resbaló por su garganta, causando una sensación de frescura que se apuró a continuar con un cigarro. Regresó a su mesa. El cuarteto francés se introducía, no sin problemas, en una interpretación simplona de Miles Davis. El mesero regresó y preguntó si todo estaba bien. Todo estaba bien. Otro whisky, mejor un gin tonic. Y veinte dólares más. El mesero recibió el dinero, lo guardó en su camisa y entregó la bolsa con el polvo. Apuró su gin tonic, pagó y salió del lugar. Los primeros copos de nieve se deslizaban por los automóviles estacionados en esa calle circular, ridículamente circular. Otro bar anunciaba la dulzona voz de Nina Coccini, soprano italiana. Entró al bar. Unos tipos hablaban sobre resultados deportivos; inhalaban coca, por su puesto. Una pareja estaba enfrascada en una discusión sobre la tesis de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de los campos de exterminio. La soprano –que no era soprano, como pudo comprobar, sino mezzosoprano, o sería mejor decir una mujer atractiva con una voz delgada que llegaba a los tonales de una mezzo, pero nada más- cantaba sin dificultad una melosa canción de Billie Hollyday. Pidió un gin tonic. La mesera lo atendió en seguida. La pareja enfrascada con Adorno cambió de tema: un salto temático los instaló, de improviso, en las elecciones presidenciales. Sacó la coca e inhaló rápidamente. Nuevamente la frescura en su garganta y el cigarro como expansor de ese placer. Pensó en la cita. Ya había transcurrido más de una hora desde que entró al primer bar. Pagó. Al despedirse, vio la silueta de la cantante difuminarse tras un cortinero de satín. En la calle, la nevada era inminente. Autos, árboles, techos se encontraban cubiertos por una capa blancuzca que hacía imposible la visibilidad más allá de las narices. El restaurant estaba a cinco minutos de la calle circular. Se cerró el abrigo hasta la garganta, ladeó su sombrero para evitar que la nieve le cayera en el rostro. Avanzó las cinco calles hasta el restaurant. La calidez del lugar lo reconfortó. Pidió un té y una cajetilla de cigarros. La gente entraba al restaurant escapando de la nevada. Una banda amenizaba el lugar con un blues irreconocible, dando al restaurant ese toque de extraña confidencia que se requiere en esos lugares. Apuró su té, miró su reloj: ya ha pasado más de media hora desde que llegó al restaurant; ha bebido dos tés, fumado tres cigarros y observado la ejecución rudimentaria de dos piezas de Dickie Gillespie, nada conforme, dedos inseguros que resbalan por la música como si no supieran que el sax es una zorra que se humedece cuando unos dedos tocan su epidermis y uno a uno esos dedos la penetran. Pone atención en los dedos de una mujer atractiva que cena un platillo exótico servido con cinco cubiertos de cada lado. La acompaña un tipo calvo y circunspecto que bebe y fuma sin parar. Hablan muy poco, se miran, él ronronea algo intraducible, ella escucha, gesticula, mastica con parsimonia diez veces antes de tragar, se moja los labios con pequeñas dosis de vino blanco, y de vez en cuando tararea la pieza que la banda ejecuta ranciamente. Se disculpó a sí mismo por escuchar lo que dicen los vecinos de mesa. No es algo que haga por lo común, pero es que la espera ya ha sido demasiada. Pagó y salió del restaurant. En la calle, la nevada amenaza con devorarlo todo.
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