GUSTAVO CERATTI, MÁRTIR
A Efra, Chente, Davus
y Henry: Chida banda poblana
Una mueca, el sonido, el disparo: una cuerda que cual gata desespera y
anuncia, el metal en derredor de lo que
se extingue, sale tras de sí: inercia, ruido hacia adentro, vibración que
expande el minúsculo reticular, sueño sueñas, pasos, hace muchas Biblias
que el hombre era el padre y el hijo era
el periplo redimido y la guitarra salía desde donde:
Quizá por la extrema
suavidad de sus voces, aún me impresionó más de súbito que alguien, un vecino
tal vez, me despertara de tal forma: desde el fondo del departamento salía la
voz cetrina de Ceratti cantando y tocando y lanzando al viento “La ciudad de la
furia”, ese himno no reconocido a las necesidades eternas, a un Buenos Aires
que se cae a pedazos en medio del caos: el temblor del cuerpo, la sopa fría en
la mesa, la ropa mal planchada: se hace tarde para llegar a algo, algún lugar
no encuentra su acomodo:
Los pocos familiares y amigos que aún tenían el
coraje de acercarse a mi casa llegaron a decirme, supongo que tratando de
suavizar mi angustia, que no pasaba nada. Nadie había muerto, todos estaban en
casa, tomando una taza de café y comiendo un bollo de canela. Pero no era así.
Y yo lo sabía. La mayoría habían muerto en el accidente: un autobús repleto de
familiares que había organizado un viaje a Guadalajara. El chofer del autobús perdió el
control y se fue a estampar contra un remolque mal estacionado. Todos muertos,
todos: 31 personas de la familia carbonizadas. Los abuelos: calcinados. Los
tíos: calcinados. Los sobrinos: restos humeantes en medio de la carretera.
Entre los restos, el metal y el olor a quemado, pude ver el regalo que días
antes le había hecho a mi sobrino Marcos: el Sueño estéreo, el último disco de estudio de Soda antes de que
decidieran separarse. Marcos, Marquitos, el querido y aplicado joven que leía a
Borges y a Nietzsche desde los trece años, que lo mismo escuchaba sonatas de
Bach que se sumergía tardes enteras en dilucidar el intríngulis del sonido de
Frank Zappa, estaba semiquemado, a un lado de la carretera. Sostenía su viejo walkman, también
chamuscado. Dentro, sorpresivamente intacto, el disco de Soda rodaba a veces,
deteniéndose otras. Marquitos no quería ir al viaje. Su madre, la terrible tía
Carmina, lo había chantajeado con lo que Marcos pedía: boletos para ver a
Lacrimosa en su gira por México:
En la morgue del pueblo más cercano nadie nos
atendía. Era domingo y nadie, ni los forenses, trabajaban. Uno no se puede
morir en domingo en este país, no esta permitido morirse en domingo. Muérete
otro día, tal vez viernes o lunes, pero que no se te ocurra morirte en domingo
o días festivo o en el mero día de san Judas Tadeo porque nadie te va a
entregar. El tío Cástulo, de los pocos, junto conmigo, que había decidido a
última hora no viajar, estaba deshecho, sentado en la desvencijada sala del
forense. Tomaba pequeños sorbos a un café de color irreconocible y un sabor
peor. En el accidente había muerto la tía Martha –su esposa- y Marla y Coque,
sus hijos. El tío no lo podía creer. Repetía, con voz inconexa, que él debió ir
en ese autobús y morir con todos los demás, morir con su familia. Yo no pienso
así: la vida no se repite:
Estaba todavía oscuro cuando apareció el
forense. Fumaba un cigarrillo. Le pedí uno. Nos dijo, con una frialdad sólo
comprensible en esas personas cuyo oficio consiste en relatar la muerte
mediante el nada agradable placer de desmembrar los cuerpos, que el pueblo no
contaba con los recursos necesarios para atender a tantos cuerpos. Así lo dijo:
A tantos cuerpos. Pero dio una solución: en una hora mandarían a expertos del
gobierno para atender lo que se requiera. No todos los días morían 31 miembros
de una misma familia. Esperamos en silencio. El tío Cástulo lloraba. Quise
abrazarlo, pero no supe qué decirle, no soy bueno para consolar a nadie, y
últimamente desde mi recaída en las drogas no soy buena compañía. Hojee una
vieja revista que estaba por ahí. Sorpresivamente, encontré un buen reportaje
sobre la trombosis fulminante que hace cuatro años llevó a Ceratti al coma.
Daba un concierto en Caracas, Venezuela, cuando, en medio de la canción “Crimen”,
se desmayó. Los servicios médicos venezolanos le salvaron la vida,
deshaciéndole un coágulo de sangre que intempestivamente recorría sus arterias
con vías a estacionarse definitivamente en su cerebro. Le salvaron la vida,
pero quedó en coma. A eso no se le puede llamar vida. Su madre no quiere
desconectarlo, dice que agotará todos los recursos necesarios, en espera que
Gustavo algún día despierte y puede volver a hacer lo que mejor hacía: cantar y
tocar la guitarra. El reportaje pone ejemplos de personas que despiertan de un
coma luego de años. Una mujer suiza que pasó veinte años en coma hasta que una
tarde despertó. Un hombre en Illinois
que quedó en coma luego de un accidente laboral. El seguro se hizo cargo de
todos los gastos médicos, incluidos los 15 años que pasó en el Memorial
Hospital de Chicago. Una tarde llamó a su mujer quien, de la impresión, se
desmayó al lado del hombre. La mujer no quedó en coma a causa del golpe que se
dio en la cabeza, pero perdió todos los dientes frontales:
Nos entregaron los cuerpos 26 horas después del
accidente. Uno a uno los fueron subiendo a un camión especialmente contratado
por el gobierno del estado para trasladarlos hasta sus lugares de origen. Mi familia estaba dispersa. Vivían en sitios
tan disímiles como Cancún, Puebla a Tuxtla Gutiérrez. No sería un recorrido
fácil. Los pocos familiares que quedaron vivos se hicieron cargo de los gastos
funerarios. Algunos tenían seguro, así que no gastaron mucho. Sentí un frío
sepulcral en la espalda al ver los cuerpos en bolsas de plástico negro; ahí
estaban todos y cada uno de los familiares que yo conocía, etiquetados con sus
nombres y direcciones para su traslado. Pensé que fue mejor que me hubiera
separado de mi mujer, hace tres años. De haber seguido juntos, posiblemente
ellos y yo estaríamos en esas bolsas, tristemente muertos. El tío Cástulo se
desmayó cuando le entregaron los cuerpos de su mujer e hijos. Sentí tristeza
por él. Le recomendaría que, ahora sin nada por qué vivir, sería mejor que se
diera un balazo en la sien. Recordé unos versos de Nicanor Parra, el gran poeta
chileno, que me parecieron idóneos: “La vida es lo que es / y no lo que un hijo
de puta llamado Einstein dice que es”. Recordé una frase de Gustavo Ceratti, en
su canción Disco eterno: “Vengo a descubrir por qué ese deseo crece”. No lo sé.
Me voy a casa, beberé una botella de ron, le hablaré a mi hija, y le diré que
estoy feliz de que esté con vida.