No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



lunes, 1 de junio de 2015

EL GRAFÓLOGO
Hay que procurar escribir sobre cosas que no tienen importancia. Cosas del tipo: “Las opiniones de mi peluquero sobre la política”, “La insoportable levedad del ser dicho por una vendedora de productos  cosméticos”,  “El zapato que nunca llegó a usar el zapatero”, o, en un plan más cotorro, “La novela realista mexicana como punto de partida de la novela de la Revolución”. Cosas que no valen la pena porque por sí mismas encuentran en su naturaleza banal el germen de su opacidad. Un ejemplo, entre muchos. Joseph Tardewski fue un grafólogo polaco que durante la segunda Guerra Mundial trabajó para los nazis. Nadie, en la historia europea contemporánea, tenía el talento de Tardewski para encontrar, en los trazos de las letras,  las intenciones más ocultas, a veces sin que de manera consciente el autor de la caligrafía se percatara de lo que decía entre letras. Tardewski descifró para su jefe inmediato, el doctor Hölderlin, herrkomandant de la Agencia de Asuntos Raciales, dependiente de la Oficina de Asuntos Políticos del Reich, más de tres mil documentos cifrados de militares, políticos, intelectuales, científicos, que, según creían, ponían en riesgo la estabilidad del Reich. Su especialidad eran las cartas, pero para Tardewski no había letra que no importara, ni forma que no estuviera finamente engranada a la psique del sustentante. Abogado frustrado, lector de novelas policiales,  aficionado al cine, pero sobre todo escribano para una firma de abogados de Cracovia, durante los años de guerra trabajó en una pequeña oficina al norte de Berlín, donde le llegaban toda clase de escritos de las personas que deseaban averiguar sus intenciones secretas. Era capaz de determinar la raza de una persona sólo con analizar durante unos minutos su letra; cientos de judíos que se ocultaban de la persecución de las SS y, con ayuda de algunos funcionarios, habían conseguido documentos que los acreditaban como alemanes auténticos, fueron descubiertos y enviados a los campos de exterminio por el inapelable veredicto del “Bolígrafo Tardewski”, como era conocido entre los oficiales para los que trabajaba. Su trabajo más connotado fue el descubrir una de las conspiraciones para matar a Hitler en el invierno de 1941. Lo que sabemos de historia europea no es tan clara como en esos años de guerra. Hitler aprueba la Operación Barbarroja en junio de 1941, y para  más de tres cientos mil soldados alemanes cruzan las fronteras de Polonia, Rumania y Bulgaria y se internan en territorio ruso, al mando del general Friedrich Paulus.  La operación en un éxito los primeros meses: el avance contundente de los panzer y toda la artillería germana, arrasa a un debilitado ejército ruso, que retrocede hasta san Petersburgo y Moscú. En Berlín, Hitler celebra. Las bajas de su ejército son considerables, pero mínimas ante las devastación del ejército ruso y su millón de bajas, más otro millón de civiles que mueren por hambre, enfermedades y el fuego cruzado. Pero el invierno ruso se extiende más allá de lo que los alemanes estaban acostumbrados, y el avance de los Aliados por el frente accidental imposibilita mandar más soldados al frente oriental, y la carestía de municiones, medicinas, comida y ropa adecuada para mitigar en crudo invierno, son el detonante del fracaso alemán en territorio ruso. El inminente fracaso de la Operación Barbarroja, tiene  a Hitler al borde del colapso nervioso. Busca culpables en todos lados; acusa a sus generales de ineptos y al pueblo alemán de débil y conformista; lanza un decreto de reclutamiento obligatorio. Recurre a la astrología, al espiritismo y a la grafología para descubrir a los que según él conspiran contra el Reich. Algún oficial le comenta que trabaja para ellos el mejor grafólogo europeo. Hitler insiste en verlo inmediatamente. Por la tarde, Tardewski llega al búnker o “guarida del lobo” de Hitler y su Estado mayor. Hitler le pide, le exige, que haga una investigación exhaustiva para descubrir a los conspiradores. El grafólogo accede, pero necesita las firmas y algunos documentos de todos los oficiales de alto rango más cercanos al círculo del Fuhrer. Hitler acepta, e incluso entrega él mismo su firma y un manuscrito que tenía pensado leer en el aniversario de la fundación del partido nacionalsocialista. Tardewski pide unos días para analizar concienzudamente todos los documentos, y promete dar un veredicto a la brevedad. Tras días de análisis, Tardewski concluye algo que en sí mismo es posible pero que el sólo hecho mencionarlo podría llevarlo a la muerte: el único culpable de la debacle alemana en el propio Hitler, quien no siente compasión por el pueblo alemán y está endiosado con su figura y el papel que ésta juega en la historia alemana y europea. Hombre resentido, ególatra, consumado embaucador, el grafólogo descubre que la verdadera intención de Hitler es la aniquilación de la raza aria, por una asombrosa razón: Hitler es judío. Tardewski logra rastrear, en medio del discurso, la tipología semántica del judío promedio: tres o cuatro generaciones atrás, la familia de Hitler derivó en una rama judía, aunque es posible que pocos los supieran, y quizá el propio Hitler lo ignoraba. Además, el grafólogo descubrió que Hitler  era capaz de suicidarse en momentos de mucha presión. Con su cuaderno de notas en mano, Tardewski se presentó en la oficina del doctor Hölderlin. Pausadamente, explicó a su amigo y mentor sus conclusiones, exponiendo o desvelando intencionalidades de todos los generales y oficiales de alto rango que se habían sometido al escrutinio del experto. Ninguno, dentro de su círculo de incondicionales, lo había traicionado.  Si había algún traidor, no estaba en la guarida del lobo.

Se guardó la conclusión sobre el Fuhrer para el último momento. Hölderlin no se inmutó ante los resultados de Tardewski, pero le sugirió no mencionarlo ni por asomo. Le enseñó unos documentos que resumían una investigación que la oficina de Hölderlin había realizado a principios de 1938, en los que argumentaban que Adolf Hitler, efectivamente, tenía una veta familiar que descendía  de judíos emigrados a Austria de alguna parte de los Balcanes. Por seguridad, la charla debía quedarse ahí, en la oficina. Ambos funcionarios tenían un odio exacerbado por los judíos, pero su instinto de supervivencia era mayor. Tardewski no podía presentarse sin nada que entregarle a Hitler, así que decidió mencionar que entre los documentos había descubierto que la mayoría de los oficiales sometidos al análisis grafológico con ascendencia noble, odiaban a Hitler, el nacionalsocialismo,  las aspiraciones populares de los líderes nazis y todo lo que representaban. El expediente fue entregado personalmente a Hitler, razón suficiente para que hiciera una purga con varios de sus oficiales que tenían sangre noble. A la sazón, fueron ejecutados veinte oficiales que usaban el noble patronímico von.  A mediados de 1944, Tardewski fue detenido por un comando aliado, y encerrado de inmediato. Pero no pasó mucho tiempo en que sus servicios fueran requeridos, y la Oficina de Análisis Estratégicos, en Londres, lo reclutó. Durante el final de la Guerra, sirvió para los aliados, y ayudó a detectar innumerables documentos que tenía códigos cifrados. El pago por sus servicios fue el no presentarlo como criminal de Guerra ante los fiscales de Nuremberg. Vivió en Londres el resto de su vida, trabajando como asesor de Análisis de Conflictos para una modesta dependencia del gobierno inglés, hasta su jubilación en 1974. En 2001, luego de la muerte del grafólogo –vivió 95 años-, la viuda de Tardewski vendió los derechos de publicación de sus diarios y cuadernos de notas a una coleccionista de curiosidades nazis. El análisis de la firma de Hitler y de uno de sus discursos, y los resultados de éstos, fueron publicados por entregas por un diario berlinés. En los últimos años de su vida, Tardewski dedicó su tiempo a leer historia romana y pasear con sus nietos por los campos de Londres. Nunca purgó condena alguna por sus delitos, es más, la publicación de sus cuadernos de trabajo y el puntilloso estudio que dedicó a varios oficiales nazis –Göring y Himmler, los principales- y la manera cómo atinó en varios de sus perfiles, lo convirtieron en un héroe anónimo momentáneo, de los muchos que transitan por la terrible y trágica historia de esos años. La verdad histórica, siempre a la caza de estos tiranuelos de poca monta, lo puso en su lugar.