LA TRANSPARENCIA OPORTUNA
A la Anallely aquélla del aburrido curso
aquél.
I
Evaristo
Koller es un emigrante argentino que
vive en México desde 1980, año en que el gobierno militar de Videla le mató dos
hijos y secuestró a sus dos nueras, regresándolas seis meses después, muertas en vida. Una de las nueras de Koller
murió de cáncer un año después de su liberación, y la otra murió en un
accidente de auto en 1985 en Mendoza, según por culpa de un conductor ebrio. Koller, viudo desde principios de los setenta, se encontró
solo y deprimido a los 45 años. Viajó a
México en junio de 1980, y después de intentar conseguir empleo en alguna
universidad mexicana –tiene un doctorado en sociología por la universidad de La
Plata-, optó por invertir sus magros ahorros en una librería. Instaló la
librería El gaucho insondable en la colonia Anzures del DF, y por algún tiempo
la librería funcionó, pero México no es tierra de lectores y Koller se vio en
bancarrota y con un pedido de libros españoles que no pudo pagar. Las
autoridades mexicanas le embargaron, y por poco queda en la mendicidad. Por
esos días infaustos, Koller conoció a Angelina Robles, una poblana avecindada
en el DF, donde trabajaba para un despacho de abogados como secretaria. Koller
la conoció en una fonda cercana a la librería, y enseguida hubo conexión. Los
ojos avellana de Angelina se posaron en los ojos azules de Koller, y ambos
sintieron eso que se siente cuando uno se enamora. Iniciaron una incipiente
relación luego de que Koller la invitara al cine a ver una película de Buñuel. Un
mes cumplido de relación y Koller quedó en la calle. Estuvo preso quince días,
hasta que Angelina consiguió el dinero para la fianza y el argentino pudo salir
del Reclusorio Oriente. Salió, pero no tenía dónde ir. Así que ambos hicieron
lo que sabían de antemano que tenía que ocurrir: se fueron a vivir juntos. La
primera noche hicieron en amor y Koller le contó casi toda su vida. Ambos
lloraron acostados en la cama, cuando Koller terminó su relato. Angelina pensó
que un hombre que lo ha sufrido todo puede aguantarlo todo en un país
extranjero, y también pensó que acaso no habría un hombre más adecuado para
ella que Evaristo Koller. Tres meses después se casaron.
II
A
Agnes Koller la detuvo un comando militar a la salida de un cine en Adrogué,
provincia de Buenos Aires en enero de
1980. Dentro del cine se había reunido con un enviado del movimiento radical
Montoneros, donde su marido, Sigfrid Koller, militaba en la clandestinidad.
Hacía más de un año que no sabía nada de su marido, y días antes el mismo
enviado la había contactado para entregarle una serie de cartas que Sigfrid
había escrito para ella. La delación fue evidente: las ráfagas de metralla
mataron en el acto el enviado, y a Agnes la subieron en un vehículo donde le
vendaron los ojos y la drogaron hasta dormirla. Despertó en un cuarto frío y
húmedo, con pinta de consultorio médico. Una mesa, una silla, las paredes
blancas y una bandeja con diferentes instrumentos quirúrgicos eran todo el
mobiliario. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que un tipo gordo y calvo
entró en la habitación y le soltó el primer golpe que la tiró de la silla.
Luego vinieron los insultos, más golpes, la tortura psicológica (le mostró una
foto del cadáver de su marido), los cortes en los dedos de los pies y el
líquido que vertía para que el ardor fuera interminable. Luego el calvo
sanguinario se fue, y entró otro tipo, éste enjuto y bajito, a punto de la
enanez. El enano resultó un experto en el sutil arte de la tortura. La mantuvo
despierta durante días hasta que Agnes declaró lo que él quería que declarara,
y dio una dirección inexistente, delató a personas inventadas, en plena lucidez
del dolor de muelas (el enano le extrajo un molar con unas pinzas de presión)
se confesó integrante de un movimiento
anarcosindicalista con planes de asestar un golpe a militares de alto rango. La
tortura cesó por unos días. Pero el enano quería saber más y la mantuvo en un
cuarto oscuro por tiempo indefinido, eterno. En total oscuridad, Agnes
escuchaba los gritos de los cuartos contiguos a su confinamiento. Dormía unos
minutos e inmediatamente despertaba, presa de un miedo terrible. Nunca supo
cuánto tiempo estuvo ahí, pero debió ser mucho porque aprendió a distinguir los
gritos, a clasificar los susurros de miedo, a inventarse ella misma frases de
súplica, insultos, blasfemias. El enano la sacó de su letargo alucinatorio sólo
para mostrarle que la realidad no podía inventarse: existía por sí misma. Por días la mantuvo despierta con fármacos e
inyecciones de adrenalina; auscultó todas las partes de su cuerpo, hurgó en
todos los orificios de Agnes con precisión quirúrgica, manipulándolos con
pinzas, embudos, metales, tubos. El enano se masturbaba cuando Agnes no podía
controlar el esfínter y se cagaba. Luego recogía sus excrementos y la obligaba
a tragarlos con un embudo especial. Si
el tiempo es una eternidad insondable, el tiempo para Agnes Koller fue un
instante detenido en la irrealidad: el puto caos. Hasta que se cansaron de cosificar a Agnes. Una buena tarde la
sacaron de su encierro y la trasladaron a Buenos Aires. Una última advertencia:
nadie le creería. Agnes Koller vivió el último año de su corta vida entre la
esquizofrenia y la realidad. Le habían arrebatado toda esperanza de salir
adelante, y supo, cuando regresó a su departamento, que ya nada valía la pena.
Enfermó de un raro cáncer de sangre y murió joven, a los 25 años.
III
Luego
del fracaso de su librería, Evaristo Koller redobló sus empeños para conseguir
un empleo. No fue fácil. No poseía documentos que comprobaran sus estudios en
Argentina, a pesar de que en las entrevistas para ocupar un puesto docente en
alguna universidad resultaba ampliamente calificado. Una vieja revista de la
Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de La Plata, era todo su currículum. Angelina le consiguió
un puesto de redactor en una Agencia de ministerio Público en donde tenía
contactos. Era un empleo miserable donde se pasaba la mayor parte del día
pasando actas judiciales, alegatos, querellas y partes policiales. Se mantenía
ocupado, y lograba no pensar en el pasado que había dejado atrás. La ayuda de
Angelina fue definitiva. De noche, cuando Evaristo soñaba el rostro de sus
hijos bañados en sangre y las risas de los militares que los torturaban lo despertaban
entre sollozos, Angelina le pasaba sus brazos por el cuello y le susurraba que
todo estaba bien, que sus hijos eligieron ese camino y a ellos les hubiera
gustado que su padre los recordara como los hombres honorables y valientes que
fueron. Lo sé, respondía Evaristo, lo que pasa es que no puedo borrarme sus
rostros de mi mente. No puedo vivir con esto. Y ya no podía dormir.
IV
Los diez
días de tortura no quebraron el espíritu de Sigfrid Koller. El “colorado”, como
lo llamaban sus camaradas, no dijo una sola palabra a sus captores, a pesar de
que fue objeto de las torturas más tenebrosas que se puedan imaginar. Lo
capturaron en una redada a los cuarteles clandestinos de Montoneros, cerca de
Córdoba. No lo capturaron con facilidad: dos horas demoró la balacera en donde
18 miembros del MAS y 10 soldados perecieron. Había guardado la última bala
para quitarse la vida antes de ser capturado, pero el casquillo de su Luger
semiautomática se atascó y no pudo sino suspirar y pedir por una muerte rápida.
Lo trasladaron a un cuartel militar.
Fue interrogado, a golpes, por un oficial de las Fuerzas Armadas
Argentinas. Nada dijo. Entonces trajeron a un militar sirio que entrenaba a
algunos oficiales argentinos en tácticas de contrainsurgencia, y el sirio
aplicó con Sigfrid Koller una panoplia de artilugios dedicados a deshumanizar a
un ser humano. Al padre de Sigfrid, Evaristo Koller, le llegó a su departamento
de Belgrano un reporte pormenorizado de todas las atrocidades que hicieron con
su hijo, antes de darle el tiro de gracia y desaparecer su cuerpo para siempre.
Como siempre, las voces de protesta eran calladas con el terror y la muerte.
V
Evaristo
Koller recibió la noticia del secuestro de su nuera Eva, justo cuando pensaba
largarse de Argentina. Sabía que, cuando menos uno de sus hijos, Sigfrid,
estaba muerto, y el otro, Cástor, llevaba dos años desaparecido. Eva era una
chica menudita y rubia, descendiente de alemanes emigrados a Argentina en la
primera década del siglo XX, una familia que había prosperado en la pujante
industria ganadera. No ignoraba que la familia de Eva se oponía rotundamente a
la relación con su hijo Cástor, por diversas razones. La primera, y más
importante, era de orden religioso: Eva era judía y los Koller eran
abiertamente ateos. Sin embargo, la relación entre Eva y Cástor prosperó de
manera inusitada, y, dejando atrás su holgada situación económica, no sin antes
recibir amenazas de todo tipo, los enamorados se instalaron en una modesta
pieza del barrio Boca. Cástor Koller estudiaba Literatura Alemana en la
universidad de Buenos Aires, y Eva estudiaba Periodismo en la misma
universidad. Sus vidas, para bien o mal, se cruzaron en determinado momento, y
nada pudieron hacer una vez se conocieron.
Las células reaccionarias contra el gobierno de Videla estaban por todas
partes, y desde la UBA se congregaban los partidarios que pronto entraban en la
clandestinidad ante las frecuentes delaciones. El gobierno tenía infiltrados en
todas las facultades y centros de investigación, y las redadas eran comunes.
Con todo y ello, la vida académica de la universidad seguía, y quienes podían
conseguir una beca en el extranjero, aprovechaban la oportunidad para no
regresar. En 1977, a Cástor Koller la UBA le ofreció una beca para estudiar un
posgrado en la universidad de Viena y
continuar con sus estudios sobre Robert Musil y la narrativa alemana de
entreguerras. Consultó con Eva, y decidieron irse a Viena. Pero un año después,
la universidad retiró la beca y los Koller no pudieron seguir en Europa.
Regresaron a Buenos Aires, sólo para enterarse que Sigfrid se había unido a la
guerrilla urbana desde donde asestaban golpes constantes al gobierno de Casa
Rosada. Cástor y Eva asistieron a algunas reuniones secretas organizadas por el
Montoneros, influidos por Sigfrid. Se
hablaba de igualdad, de oscuras noches argentinas con el gobierno que dirigía
el canalla Videla, de temor, miedo, de muerte. Tres meses demoró su militancia.
A Cástor lo detuvieron en una cafetería, y nunca se supo de él. A Eva, la
detuvieron haciendo las compras semanales, y estuvo cautiva durante meses,
hasta que la soltaron. Como cualquiera que es privado de su libertad de manera
forzada, Eva Koller regresó convertida en otra persona.
A manera de Epílogo
Evaristo
Koller tiene hoy casi ochenta años y es maestro universitario. Es especialista
en Educación y Sociología. No quiere jubilarse porque dice que lo único que lo
mantiene en pie es su trabajo. Yo no poseo ninguna cualidad especial, ni suelo
caerle bien a nadie, por eso, el hecho
que Evaristo Koller me haya contado su historia en un bar de Puebla hace tres
meses, no deja de impresionarme. Cuando le insinué que escribía, o más bien
cuando insinué que era profesor y escribía en mis ratos de ocio, se puso serio. Poneme una botella de tequila
y te lo cuento todo, dijo, con ese acento que todavía no acepta a borrarse del
todo y que remite a historias pasadas, tierras lejanas. Escribe lo que quieras de mí. Sus ojos azules
me auscultaron de arriba abajo. ¿Y cómo sé que la historia va a gustarme?,
espeté. Eso no lo sabrás si no me escuchas, contratacó. Acepto eso, pero tú tomas tequila y yo vodka,
tengo problemas para similar el efecto del tequila en mi cuerpo, zanjeé el
asunto. Lo escuché durante una hora, tiempo suficiente para que vaciara media
botella de tequila y fumara diez cigarros por lo menos. Pensé en su edad, y en
su abuso del alcohol y el tabaco; pensé que yo mismo tengo ambos problemas pero
a mis treinta y cuatro años no es motivo de preocuparse hasta que un medicucho
se le ocurra decir lo contrario. Escuché a Koller fascinado, en estado de
excitación. Al terminar su narración, Koller sudaba. Ya lo has escuchado todo,
pibe, o casi, dijo. Una mujer le tocó el hombro, sin que ambos hubiéramos
notado su presencia. La mujer no dijo nada. Lo tomó de la mano, y Koller se
dejó hacer. Vamos, Angelina, aún no termino mi botella, fue lo último que
escuché decirle antes de abandonar la cantina.