EN
SINGLES GANA ÁLVARO ENRIGUE. NOTAS SOBRE LITERATURA MEXICANA ACTUAL.
I
Hay que joderse con los
chavos-rucos escritores actuales, aquellos que teniendo más de cuarenta años
todavía se presentan en congresos o ferias de libros como “jóvenes escritores
mexicanos”. O la edad de Peter Pan se ha doblegado al escrutinio más visceral o
los verdaderos jóvenes narradores mexicanos o poetas mexicanos o ensayistas
mexicanos o dramaturgos mexicanos menores treinta años simplemente no escriben
con lo que podríamos afirmar que no tienen obra. ¿Es así? No hay edad para
escribir y eso es sabido por todos. Hace poco leí un diálogo publicado por una
revista literaria entre dos escritores actuales que podríamos llamar como
piterpanescos: Antonio Ortuño y Julián Herbert. Con más de cuarenta, y una obra
ya consolidada, ambos escritores se lanzaron a hacer una radiografía de la
literatura mexicana actual. Curioso, para mí: prefiero leer sus libros a leer
sus comentarios sobre literatura. Ortuño, autor libros memorables como Recursos humanos o Fila india, es sin duda una voz autorizada para hablar al respecto
porque sus obras representan esa transición que muchos buscaron sin encontrarla
entre la narrativa rural y la urbana y los conflictos de una clase burocrática
instalada en la mediocridad. Ortuño es un “joven narrador mexicano” en la
medida que autores más jóvenes no tiene una obra sólida. Aunque sus juicios
sobre literatura son planos: decir, por ejemplo, que es más importante para él
los discos de los Pixies que toda la obra de Carlos Fuentes, me parece un
despropósito. El viejo y vapuleado Fuentes no encuentra acomodo en esta
generación, como si de un plumazo quisiera evitarse a toda costa que el autor
de Terra nostra existiera como el
gran autor que fue, con esa obra tan vasta y polifónica y que hay que ver quién
puede igualar semejante hazaña del idioma. Cierto, lo que señala Julián
Herbert: Si algo se le debe a Fuentes es el saber que las próximas generaciones
no cargan con el peso de escribir una obra total porque hubo un autor que ya lo
hizo, y es poco probable que se pueda repetir porque los autores actuales están
sujetos a la inmediatez y no a la trascendencia. Si el rock nutre las obras de
estos autores, si hay que buscar entre sus pares para encontrar las
insinuaciones que son a fin de cuentas lo único que importa, si entre sus
libros zumban los ecos de guitarras y voces perdidas por el alcohol, ¿hacia
dónde va, entonces, nuestra literatura? No hacia Ortuño, no hacia Herbert ni
Solares ni Luiselli ni Monge ni Maldonado. ¿Hacia dónde, pues?:
II
Quienes leímos La muerte del instalador e Hipotermia, lo supimos muy pronto:
Álvaro Enrigue sería nuestro mejor escritor. Ya no es joven, pero tampoco
caracteriza la momiza cincuentona que en décadas pasadas hubiera preferido los
pantalones de lino con raya impoluta en medio, la camisa perfecta de planchado
perfecto, el saco a cuadros y el sombrero de ala ancha; no: Enrigue, de casi
cincuenta, se le ve llegar a congresos literarios con unos tenis converse viejísimos, unos Levi’s a punto
de convertirse en andrajos y playeras negras de Jimi Hendrix. Más que chilango, Enrigue se siente
“satelitense”, pues nació a finales de los 60 en la recién construida Ciudad
Satélite. Enrigue nos ha regalado la que puede ser considerada la mejor novela
mexicana de este siglo que avanza: Muerte
súbita. Lo que en otro autor sería un disparate, en Enrigue es
excentricidad y genialidad puras: poner a jugar una partida de tenis a dos
artistas geniales: Caravaggio y Quevedo, y mezclar sin ninguna razón histórica
a Hernán Cortés con Carlos I y el indio Juan Diego. Pero la literatura no
necesita razones históricas, sólo recursos lingüísticos y mucha
imaginación. Y si leemos y recreamos con
la memoria visual la muerte de Caravaggio en manos de un asesino a sueldo de
los caballeros de Malta, si presenciamos la penetración anal que Cortés le
propina a la malévola Malinche, si escuchamos las palabras de Quevedo en la
Corte, si olemos los cabellos pelirrojos de Ana Bolena con que elaboran pelotas
de tenis luego de haberla decapitado, si
vislumbramos, desde la ventana de un jacal, el lago de Pátzcuaro y el pueblo de
Janitzio y las alucinaciones de Vasco de Quiroga, podremos entender por qué
para autores más jóvenes –volvamos a Ortuño y Herbert- es difícil clasificar
una novela que se sale literalmente del cánon mexicano, plagado de novelones que recrean el Norte del
país y la podredumbre moral de la sociedad mexicana. Porque Muerte súbita pertenece a un género
novelístico que practican o practicaron autores excéntricos como Enrique
Vila-Matas, Sergio Pitol, Antonio Tabucchi, Sebald, Roberto Bolaño, Claudio
Magris, mataficciones que combinan narrativa con ensayo, historia con
literatura. Las constantes autorreferencias en la novela no son gratuitas: el
autor aparece como otro personaje más que contempla desde el podio de su
omnisciencia toda la oportuna trasparencia de la historia que relata.
Curioso,
nuevamente: los matrimonios literarios por lo regular no fructifican, y es
difícil encontrar que una pareja de escritores estén en sus mejores momentos
creativos. Enrigue está casado con Valeria Luiselli, autora de Los ingrávidos, una pieza maravillosa
del arte de la contención narrativa. Viven en Nueva York desde 2009. Y sí, en
singles gana Álvaro Enrigue.
III
La narrativa mexicana va
entrado en un impasse, luego de la
muerte de los tótems Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Daniel Sada. Ya no
se aspira a escribir una “gran novela mexicana” porque ésta ya fue escrita y no
sólo fue una sino tres obras emblemáticas las que renovaron este concepto de
crear una narrativa que abarcara varios registros lingüísticos desde un estilo
depurado. En un periodo de diez años, la
literatura mexicana vio surgir tres obras maestras: Los detectives salvajes, Aunque
parece mentira la verdad nunca se sabe y El testigo. Un chileno y dos mexicanos aportaron lo que todos
buscaban: reciclar los viejos de la identidad, la vida bohemia de los poetas de
vanguardia radical, la alternancia política y la historia reciente del país y
traerlos nuevamente desde una visión dividida por las estructuras sociales
hacia una generación que poco a poco se vuelve ágrafa. Bolaño sitúa su novela
en México y en diez países más, en las voces de treinta personajes que dan
santo y seña de la vida de Arturo Belano y Ulises Lima, poetas que durante los
setenta fundaron el realvisceralismo, corriente poética que intentaba seguir
los preceptos de dadá y las posturas
poéticas de Breton, Peret y compañía. Los realvisceralistas lanzan un
manifiesto que suena a panfleto y a parodia: después del surrealismo y el
dadaísmo no puede hablarse de manifiestos sin sentir cierta nostalgia. El centro de la trama ocurre en el DF y en el
desierto de Sonora. Sada reinventa (o inventa, desde la experiencia de las
mitologías rurales) el Norte del país con un lenguaje obsesivamente barroco
cargado de poesía, de versificación y habla popular: más que un novelista, Sada
parece un juglar que ha salido de otro tiempo para instalarse en México y desde
aquí azotar al idioma con todo lo que tiene. Villoro apostó por una novela que
narra la transición política en el año 2000, luego de los ochenta años del PRI,
a través de las voces de varios personajes, entre ellos Julio Valdivieso,
profesor de literatura en Nanterre, quien tras una estancia de 24 años en
Europa, regresa a México para exhumar los archivos de un pariente y ponerlos en
orden. Pero el regreso de Valdivieso es como el de Ulises: su país ya no es el
que dejó en su juventud, los fantasmas familiares deambulan por la vieja
hacienda donde vivió de niño en Zacatecas y conoció a su primer amor, y un viejo
poeta jerezano toma por sorpresa la vida de Valdivieso: Ramón López Velarde. La
novela utiliza los recursos de la metaficción: entre los papeles de su tío, los
poemas de López Velarde cobran voz propia y la breve vida del poeta asalta la
trama. Valdivieso y su familia se ven envueltos en el caos de México, su
corrupción, la vida rápida y festiva, que naturalmente contrasta con la ordenada
y monótona vida europea: regresar a Europa no es una opción.
Algunas
otras obras importantes: Los años de
Laura Díaz (2000), de Carlos Fuentes; Amphitryon
(2000) de Ignacio Padilla; En busca de
Klingsor (2000) de Jorge Volpi; Hipotermia (2005) de Álvaro Enrigue; Recursos humanos (2008) de Antonio
Ortuño; Temporada de casa para el león
negro (2008) de Tryno Maldonado; Todo
nada (2010) de Brenda Lozano; Canción
de tumba (2012), de Julián Herbert; El
huésped (2006) de Guadalupe Nettel; Los
niños (2010), de Bernardo Esquinca; Morir
más de una vez, (2011) de Álvaro Uribe; Señales
que precederán el fin del mundo (2008) de Yuri Herrera.