RECEPCIÓN
DE CIEN AÑOS DE SOLEDAD
I
La caja de libros que dejó mi
abuelo en una bodega, luego de morir, contenía viejos tesoros en los que nadie
puso atención. Así que yo me agencié la caja por derecho propio. Pasé una tarde
revisando los libros empolvados de ese vasto universo, mientras en la vieja
casona familiar mi madre y mis tías aún lloraban la muerte de esa figura
ausente los últimos veinte años. Mi abuelo se había separado de mi abuela
veinte años atrás, pero siguió viviendo en una pieza contigua a la casa, y
desde ahí siguió dominando los destinos de la familia hasta que un mal
pulmonar, causado por la ingesta diaria de tres cajetillas de cigarros, lo
mandó visitar a sus ancestros. Y ahí estaba la caja con sus Poe, sus
Chesterton, sus Simenon, su amplia colección de novelas policiacas que la
revista Selecciones le enviaba cada mes por ser suscriptor. Y las colecciones
de clásicos de la desaparecida editorial Granier, con el cánon literario en
pleno, que, luego supe, mi abuelo adquirió a un librero de Xalapa. Pero había
truco en esa amplia caja de madera. Debajo de los libros mencionados empezaron
a emerger uno a uno algunos títulos de las stars
literarias del Boom. Los libros estaban, la mayoría, con la envoltura de
celofán y el precio al público. Descuidadamente colocada con un listón sobre un
ejemplar de Los cachorros, de Vargas
Llosa, la aclaración del desaguisado: el librero había mandado, por
equivocación, un lotecillo que incluía las principales obras de los autores que
en ese momento -1968, 1969- dominaban el mundo literario latinoamericano. El
librero exigía que de inmediato, a vuelta de correo, fuera regresado el lote
intacto, algo que mi abuelo no hizo. En vez de eso, mandó al fondo de la caja
de madera los títulos de aquellos libros que no había pedido y colocó en su
librero de roble los que eran de lectura asidua para él. Hubiera bastado con
una visita del librero xalapeño para recoger los libros, pero en esos años
trasladarse por medio estado de Veracruz era una hazaña más que épica. Así que
los libros de las estrellas del Boom permanecieron escondidos 30 años en la
caja hasta que en ese 1996 yo los descubrí.
Pude haberme rendido a la tentación de empezar por leer
aquellos títulos que mi abuelo había leído, y que estaban subrayados con su
delicada letra de molde, cuervas y líneas que denotaban un carácter fuerte y
para nada vacilante. Anotaciones al lado de las hazañas eróticas del detective
Marlowe, exclamaciones cuando el padre Brown había resuelto el misterio de la
dama enjoyada, comentarios irónicos sobre la virilidad de Sherlock Holmes.
Ningún comentario crítico sobre el estilo, ninguna aportación cáustica sobre la
vida de los personajes ensoñados en una nube de humo y alcohol. Estaba
presente, por el recorrido de las páginas, el humor de lector aficionado que
disfrutaba leer tumbado en una vieja poltrona debajo de un tamarindo, o en un
sillón hecho por él con revoques y arabescos y franela que servía de
asentadera, siempre con el eterno cigarrillo que pendía de sus labios. Pude
haber iniciado por ahí, pero no lo hice. Inicié con un libro cuyo título se
asemejaba a lo que yo vivía en esos días. Un aislamiento casi total del mundo
exterior, un desasosiego por no saber qué rumbo seguir, y la sensación de que
el tiempo se había extendido tanto o más allá de la misma manera un agujero
negro irrumpe en el curso de un planeta y lo engulle. El descubrimiento de mi
imposibilidad para comunicarme plenamente, y la forma como todos los días
conseguía atenuar mis miedos me había dejado exhausto. Mi abuelo había muerto.
Mis padres vivían incesantemente preocupados por autodestruirse. ¿No era,
acaso, una soledad medible, atribuible a ciertos factores externos, atribuible
al tiempo? “No poseemos más conciencia que la literatura… La literatura ha sido
la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la
desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo”, dijo alguna vez
el gran John Cheever. Y sí, en este caso, a punto del colapso, fue la misma
literatura la que me abrió las puertas de la reconciliación conmigo mismo.
II
Cuenta García Márquez a Plinio
Apuleyo Mendoza que una tarde de finales de 1966, mató al coronel Aureliano
Buendía. García Márquez habitaba una casa cuyo dueño era nada menos que Carlos
Fuentes. Durante más de un año, y viviendo de los préstamos de sus amigos y
pequeñas colaboraciones en suplementos literarios, pudo encerrarse en esa
casona de san Ángel y terminar Cien años
de soledad. Un tarde, Mercedes, su esposa, lo encuentra llorando al lado de
la máquina de escribir. “He matado al coronel”, dice. Mercedes lo abraza y
media entre ellos un largo silencio en donde García Márquez no para de llorar
por varios minutos. El impulso estaba dado. Con más de la mitad de la novela,
debía terminarla. La novela-río que recorre la vastedad mitológica del trópico
colombiano para extraer de la tradición sus connotaciones universales. Sigue
escribiendo. Desecha párrafos enteros por no encontrar en las pulsaciones de la
narración la voz que lo guíe a través del mundo abigarrado de los Buendía.
Recurre a sus maestros: Faulkner, Carpentier, Rulfo. De Faulkner aprende la
ambición de las sagas familiares, los largos monólogos, la intervención del
destino en la vida de los hombres. De Carpentier, sin en el cual el final de Cien años de soledad sería imposible
(revisen El siglo de las luces, la
gran obra carpenteriana, y encontrarán vasos comunicantes que anticipan ya su
obra) García Márquez aprende el artesanal manejo del idioma, el barroquismo, la
prosa poética que tanto se resalta en su novela. En la misma entrevista, García
Márquez resalta la importancia que tuvo leer Pedro Páramo y El llano en
llamas. Después de regresar de París, donde trabajó como periodista, en
1961 García Márquez se instala en México. En esos años, México era un
importante centro cultural con buenas editoriales y periódicos que gozaban de
cierta libertad en medio de la hegemonía asfixiante del régimen priísta. García
Márquez se integra y comienza a colaborar en periódicos y suplementos
culturales. En México ya vivía Álvaro Mutis, el novelista, y fue éste quien le
entregó los dos tomitos editados por el Fondo de Cultura Económica. “Para que
aprendas cómo se escribe”, le dice. La lectura fue de total deslumbramiento. En
esas pocas páginas, Rulfo había concentrado toda la sabiduría humana. Los temas
universales estaban presentes, no importaba que fueses un habitante de Jalisco,
Colombia o la estepa siberiana. Y Rulfo lo había logrado con una economía
narrativa, sin artilugios verbales, recurriendo a la oralidad, al habla
cotidiana. Y García Márquez empezó a escribir su obra maestra mucha antes que
supiera que la escribiría.
III
Para el lector incipiente que
era, el encontrar algo así de descomunal fue un golpe artero al intelecto. Un
golpe del que uno se levanta convertido en alguien más. Porque de la caja de
madera emergió oportunamente Cien años de
soledad. Durante varios días me enfrasqué en la lectura de otras obras
breves de García Márquez. Hasta que, agotado el arsenal previo, y ya enganchado
por el olor del trópico que tanto se asemejaba al mío, decidí abrir el tomo
editado por Editorial Sudamericana, en una tercera edición de abril de 1968. Y
el periplo inicia. García Márquez lo sabía: el lenguaje lo es todo. No tanto el
estilo, que, como dice Roland Barthes, es un “fenómeno de orden germinativo, la
trasmutación del humor”. El lenguaje puesto al servicio de la imaginación
desbordada. Como el maestro consumado que era, contar la historia de los
Buendía significó vaciarse. Todo estaba ahí. Y los lectores lo sabíamos.
Sabíamos que estábamos frente a una obra maestra antes de entender el concepto
de obra maestra; sabíamos que las connotaciones eran reflejo universal del ser
humano. Y al avanzar por la lectura, tirado en mi poltrona favorita, bajo el
arrullo incesante del árbol de mango que remataba la propiedad familiar, con la
vista concentrada en ese viejo tomo, ante la mirada de los trabajadores de mi
abuelo que todavía vestían una camisa negra en señal de luto, descubrí que no
quería hacer otra cosa en la vida que leer. No dejar de leer nunca ese libro
precioso, no dejar de entrometerme en la vida de los Buendía, no dejar de
sentir piedad por José Arcadio, ni antipatía por Úrsula, ni un inconmensurable
amor por Remedios. Como arquetipos, los personajes de Cien años de soledad, se sustentan por sí mismos. Si algo entendió
García Márquez era que sus obras serían una sola obra. Y sus personajes
vivirían sus vidas una y otra vez.
IV
Los escritores somos
deshonestos. Y mezquinos. Tendemos a dejarnos llevar por modas y olvidamos lo
esencial. La mayoría de los escritores mayores de 30 años tenemos una deuda
impagable con García Márquez. No sólo por el oficio, sino como lectores. Pero
muchas veces lo olvidamos. Ahora el Boom se ve como un fenómeno editorial cuyos
miembros hicieron un pacto para autopromocionarse y promocionar, con ello, a
todo el clan. Y quizá lo fue. Quizá en charlas de sobremesa algunos escritores
del círculo más cerrado del grupo decidieron leerse y escribirse y comentarse y
a la vez promocionar sus obras en todos los países que visitaban. Pero no hubo
necesidad que el clan se autopromocionara: la calidad de las obras hablaba por
sí mismo. Y la prueba está en que no se han escrito obras que hayan cambiado la
literatura latinoamericana desde que Rayuela,
La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, Cien años de soledad y El obsceno pájaro de la noche, lo
hicieran hace más de cincuenta años. Y no es que en la actualidad no haya obras
notables –que las hay-; pero ahora el intimismo y la brevedad cunden entre los
escritores. El mismo Roberto Bolaño, quien se quedó con la estafeta, muy a su
pesar, del gran narrador latinoamericano, lo decía: Ya ni los farmacéuticos
ilustrados se baten a duelo con las grandes obras. Prefieren los ejercicios
breves de los grandes maestros. Pero se
nos olvida. Los escritores nacidos en los setenta se sienten más cercanos a los
Sex Pistols y Raymond Carver que a los autores del Boom. Y no está mal,
encontrar la guía en la cultura pop, pero hay muy pocas coincidencias entre el
punk, la literatura norteamericana, al arte que deviene de Warhol y la sociedad
en la que vivimos. De lo que se trata,
dicen, es ser universales, dejar los regionalismos, abolir el costumbrismo
haciendo guiños a lo nacional. Por eso
lo mismo se consume una película finlandesa, que se escucha el metal alemán o
se lee narrativa escrita en el norte de México. Un tremendo caldo de cultivo en donde las
fronteras de lo imaginario se funden con la realidad circundante, asfixiante y
con la distopía a la que estamos propensos.
V
Absorto durante tres días,
terminé la novela en una estación de autobuses. No supe nada más hasta que
llegué a las páginas finales, en donde por fin todo se aclaraba. Para muchos,
no hay mejor final en toda la narrativa en nuestro idioma. El círculo, el
ciclo, estaba cumplido. Los Buendía no tendrían otra oportunidad, no aquí, en
las arenas movedizas, sino en el imaginario colectivo, lugar donde encontraron
una acogida casi unánime. Y no se moverían de allí. Macondo, lugar fundacional,
Pueblo de pueblos, roca al lado del caudaloso río, memorial de los hombres,
lluvia de caminos transparentes: mitología perenne que abarca todos y cada uno
de los pueblos del mundo. Abstraído, no podía concebir que algo –una obra de
arte, una relación sentimental, en efecto anímico secundario- pudiera contener
un diccionario eterno de conceptos que el lector podía hacer suyos. Estaban ahí
para involucrarse contigo, conmigo; estaban ahí como pensados para ti mismo, el
escritor había pensado que todas las palabras contenidos en el libro te
pertenecían una a una, y los personajes eran tú mismo: Aureliano era tu abuelo,
muerto viejo y olvidado; José Arcadio el padre inmemorial, una fuerza de la
naturaleza que todo lo arrasa; Úrsula la madre de todos los hombres; Amaranta
la hermana paciente, la Penélope de todos los regresos; Remedios, el amor
descarnado, la núbil y etérea presencia que un buen día levitó como aquellas
santas medievales que en pleno éxtasis salían de sí mismas para entrar en el
mundo metafísico. Poco había que agregarle a aquella sensación de plenitud que
me embargó luego de terminar la novela. Había descubierto algo extraordinario,
esa sensación de pertenencia, de aceptación. No importaba que afuera las cosas
se presentaran de una manera distinta; la literatura existía para decirnos que
la vida era imperfecta, y sólo en los libros había perfección, había belleza.
La vida era rara, vacía; sólo en los libros uno podía vivir realmente.
Con el tiempo, uno se inocula del Boom. Aunque no del todo.
La segunda parte de la preparatoria la pasé sumido en una febril lectura de
todos los autores del Boom. Llegó el
momento de elegir universidad, carrera, avanzar sobre el derrotero que se
presentaba a la vista, sin saber bien qué hacer. Elegí estudiar literatura,
ante la inminente negativa de mi padre. Quería que estudiara otra cosa, no
importaba, pero no gastaría dinero en algo condenado al fracaso. Orillado,
presionado, presenté los exámenes correspondientes para estudiar Administración
en la universidad pública del estado. Pero los primeros meses fueron
espantosos. Me vi solo, en una nueva ciudad, por primera vez lejos de ese
núcleo familiar tan cerrado que me había convertido en un ser desconfiado,
incapaz de realizar algo por mí mismo. Luego de una fuerte depresión, abandoné
la facultad de Administración. Mis padres se convencieron de que lo mejor era dejarme
estudiar lo que quería. Ese año sabático ha sido uno de los más felices de mi
vida. Me gustaba pensar que tenía una vida interior que subyacía a la par de mi
vida exterior, e inequívocamente ninguna de las dos adquiría autonomía. No
importaba dónde estuviera o con quién me encontraba: mientras la literatura
tuviera su lugar como causa y efecto de mis actos, no había nada que podía
sacarme de balance. Trabajaba con mi padre, y por las tardes no hacía nada más
que leer. Los autores del Boom me llevaron a querer descubrir cuáles había sido
sus influencias, y por ese medio llegué al existencialismo francés (Sartre y
Camus, maestros de Vargas Llosa), a Rulfo, a la narrativa norteamericana
(Faulkner, maestro de García Márquez; Hemingway, de Donoso), a la literatura
rusa (Tolstoi y Dostoievski: padres de todos). Empleaba todos mis ahorros quincenales en hacer
viajes a Xalapa y comprar libros. Pero el sabático terminó y volví a prepararme
para regresar a la universidad. Inicié mis estudios de Letras Hispánicas con
ánimos renovados. Y fui descubriendo otros autores, interesándome por otros
temas, por la poesía, por la historia. Y dejé relegado a García Márquez después
de haber leído toda su obra. En algún momento, antes de terminar la
licenciatura, escribí un ensayo donde declaraba extinto al Boom. Era la postura
a seguir: no tener padres putativos. Y dejé de leerlos por muchos años.
VI
Algunos autores del Boom
superaron el Boom y siguieron produciendo obras maestras. Supieron mutar para
sobrevivir. Y aunque algunos siguieron escribiendo lo mismo 30, 40 años después
de su éxito, otros dejaron atrás esa etapa y nos entregaron obras notables.
Dice Enrique Vila-Matas que hay autores que se interesan por escribir obras
autónomas y otros que escriben obras que pueden leerse como un todo. Vargas
Llosa, por ejemplo, logró salir del Boom bien librado y nos dejó, a principios
del siglo XXI, una de las mejores novelas del idioma: La fiesta del chivo. Cortázar, siempre cosmopolita, escribió una
obra maestra del cuento en cualquier idioma: Octaedro. Donoso escribió La
mansión, suerte de summa de sus
obsesiones en donde toda su vasta cultura está al descubierto. Fuentes nos
regaló Instinto de Inés, ya en el
siglo XXI, la última gran novela que escribió. Pero curiosamente García
Márquez, el más reconocido autor de esta generación, no cambió. Sus obras
posteriores a El amor en los tiempos del
cólera, su última obra maestra, son una plástica de lo mismo. Y los tirajes
de cientos de miles de ejemplares que convirtieron a García Márquez en un autor
leidísimo en todo el mundo, además de rico, no aportan nada sustancial a la
manera en la cual el Gabo permaneció fiel a un estilo. No hubo, desde el
principio de su obra, una estética de lo experimental, sino un nuevo
acercamiento a los temas que sus maestros ya había tratado. Es un reclamo
velado de admiración. Hay que leerlo, releerlo. No hay obra más importante que
en nuestro idioma haya reflejado el ser latinoamericano en toda su plenitud.
Junto a Comala de Rulfo, o santa María de las Nieves de Vargas Llosa, Macondo
conjunta el mito convertido en poiesis, convertido
en creación.
(Sigo
trabajando el ensayo. Voy a agregar algunos temas más. Abordar la recepción de Cien
años de soledad en términos de impacto
social y la recepción por los círculos de intelectuales. Extenderme en la forma
cómo aprecio la obra desde la óptica del escritor/lector).