Las listas son, por lo
regular, arbitrarias. ¿Por qué no considerar a éste o aquél? Y son también
injustas. Muchos de los libros que he leído tuvieron su momento de fama en mi
vida, fueron una especie de one hit wonder en determinado momento, y aunque no he vuelto
a releerlos, su huella es imborrable. Pienso en Cien años de soledad, las Ficciones
de Borges, o los textos canónicos de Platón: el Fedón o el Ión. Algunos
poemas de Neruda, César Vallejo o Huidobro, a quienes releo cada vez que la
malaria de la narrativa y el ensayo me inoculan por un rato. Incluso algunos
textos marxistas que durante la universidad digerí como sopa caliente, ahora me parecen nefastos. Propongo, siguiendo
este juego de los listados tan común en nuestra época, los libros que como
lectores aconsejaríamos mear, cagar y tirar a la basura (por descontado omito
las referencias a libros de superación personal, biografías de estrellas de la
farándula, o libelos y fanzines proconsumistas). Propongo también dar un breve
argumento de las razones, vergonzantes o
no, que nos llevaron a desechar tales lecturas.
Sin orden:
Mi lucha, de Adolf Hitler. El
mundo ya está demasiado pervertido para aconsejarle a alguien que lea este
libro fanatoide, mal escrito (o al menos la traducción que leí era muy mala),
con argumentos fáciles de digerir y sin sustento científico comprobable. Hace
mucho me deshice de él.
La casa de los espíritus,
de Isabel Allende. Burda copia del realismo mágico que García Márquez y
compañía. ¿Para qué leer a Allende si tenemos la fuente original de primera
mano? 300 páginas que se leen no sin decenas de bostezos.
Manual del completo idiota latinoamericano,
de Álvaro Vargas Llosa. El hijo de don Mario (él sí escritor e intelectual
respetado, Nobel de Literatura, pues), apostó por un manualito donde la
disidencia antiyanqui reflejara sus frustraciones pequeñoburguesas. El
resultado: un basural de mentiras e imprecisiones ideológicas.
La vida en rojo, de Jorge Castañeda. Ni
cómo creerle a este intelectual orgánico. Las mil páginas de su libro son el
resultado de un amor sentimentaloide por el Che Guevara, pero, a parte de ciertos episodios confusos en los
que el autor especula con la veracidad histórica, no aportan nada nuevo a
efigie casi beatífica del ilustre guerrillero.
Arrebatos carnales, de Francisco
M. Moreno. No sé si Moreno leyó alguna vez a Norman Mailer. De haberlo hecho, hubiese
distinguido entre Historia, Novela y Ficción. La Historia como Novela o la
Novela como Historia sólo es posible si el narrador se convierte en personaje,
pero para hacerlo debió haber vivido el hecho. Moreno es capaz de fingirse un
personaje al entrar en la habitación de don Porfirio Díaz y escudriñar en sus
“arrebatos carnales”. Ni Historia ni Ficción: un bodrio sin credibilidad y una
sarta de imprecisiones históricas.
Fragmentos de la Universidad desconocida,
de Roberto Bolaño. Por mucho que admire a Bolaño en su faceta (la mejor, ni
duda cabe) narrativa, debo admitir que como poeta deja mucho qué desear. Aunque
en vida Bolaño se consideró poeta, en verdad fue un poeta menor. Seguramente,
de seguir vivo, Bolaño no hubiera permitido que publicaran su obra poética. Los
editores y su viuda, incapaces de frenar el affaire
Bolaño-Lector, ceden al impulso
publicitario y monetario y publican todo lo que se encuentra del célebre
chileno. Incluso sus poemas menores. Es
la obra de un ávido lector de poesía, pero no de un poeta en cuerpo entero, con
una propuesta nueva, pleno en sus facultades creativas. Muchos de esos poemas
fueron escritos cuando Bolaño militaba en el infrarrealismo, ese movimiento
poético de tintes punketos y escatológicos de mediados de los setenta, que el
mismo Bolaño recrea románticamente en Los
detectives salvajes bajo el nombre del realismo visceral o real
visceralismo. Es deudor en más de un sentido de la obra de los avejentados
poetas beat, del surrealismo vía
Breton y del cáustico sentido del humor de la obra de Nicanor Parra. Aminora el
corpus de la obra bolañiana.
Vlad, de Carlos Fuentes. Hay
que reconocerlo: Fuentes fue nuestro más grande novelista. Su obra fue una
polifonía de voces: miles de personajes engrillan sus novelas y cuentos, y dan
voz a este México tan gastado de tan recurrido. La sola escritura de Terra nostra le hubiera valido para
entrar al parnaso literario de México. Pero Fuentes se fundió a finales de los
noventa, y su última gran obra fue Instinto
de Inez, publicada en 2001. Luego, no publicó nada, narrativamente
hablando, que valiera la pena. El dedo índice curvo de su mano derecha se cansó
de escribir y repetir los mismos argumentos que ya había planteado veinte o
treinta años antes. Conectado siempre con las nuevas tendencias literarias,
aunque nunca con buen tino, experimentó con nuevas temáticas, hasta que en
2012, publicó esta obra de tintes vampirescos que recrea la vida del mítico
Vlad el Empalador, el conde rumano que inspiró el Drácula, de Stocker, pero adaptándolo a una ciudad de México decadente. Una obra híbrido entre las novelitas de
vampiritos homosexuales de Stephanie Meyers y la erudición histórica que
siempre caracterizó a nuestro ilustre novelista. Debió prescindir de escribirla.
Goodbye, Dostoievski, de Francisco
Arriaga Méndez. Este autor chiapaneco se creyó con la capacidad para dar un
carpetazo histórico a la obra del novelista ruso, convirtiendo los temas
recurrentes de Fiodor en un menage a
trois donde conviven el panfleto, la abierta homosexualidad del personaje
principal y el mismo autor, homosexual declarado y exmeador de tumbas
literarias, y el gusto por las imágenes
bucólicas. Se reconoce el esfuerzo, pero no el resultado.