DOS MICROHISTORIAS VIOLENTAS
UNO
Melchor iba
atrás de la camioneta con otro tipo, muy joven, como él. Le pareció conocido; de reojo puso atención
en sus rasgos y sabía que lo conocía de algún sitio, aunque no supo determinar
de dónde. Quizá del mismo CONALEP.
Atravesaron el centro del pueblo, en línea recta hacia la carretera estatal.
Las luces del pueblo desaparecieron y pronto se encontraron bordeando el cerro
del Paliacate, hacia Cañada Honda, el tiradero de cadáveres de los narcos
locales. La camioneta hizo el recorrido hacia la cañada dos veces. A la
tercera, otra camioneta estaba estacionada en el lugar. Había una fogata muy
cerca de la camioneta, y cerca de la fogata dos tipos amarrados. Melchor hizo
el intento de bajar, pero el conductor
lo detuvo. Métete unos pases primero, pa que aguantes, es tu primera vez, a ver
si tienes güevos, le dijo. Se metió en
la nariz toda la bolsita de plástico que el conductor le dio. Bajó de la
camioneta. Las piernas le temblaban. A empujones, el conductor bajó de la
camioneta al acompañante de Melchor. Caminaron diez o quince pasos. El
conductor sacó su pistola, la más grande que Melchor había visto, y le vació el
cargador al acompañante.
-Éste
quería trabajar para nosotros pero no tenía güevos, era puto -le oyó decir-. ¿Eres
puto, también?
Melchor
negó.
-Eso
me gusta, porque aquí a los putos les cortamos los güevos y se los metemos en
la trompa –remató-. ¿Ves ese garrote que está ahí, cerquita del fuego?
-Sí.
-Pues
vas a acercarte a esos putitos que están amarrados ahí y los vas a dejar tan molidos como la carne de
puerco que venden en la plaza los domingos, o qué, ¿no tienes güevos?
-Sí.
Melchor
nunca habría pensado que el ruido de un cráneo humano rompiéndose fuera tan
nítido. Ni mucho menos que el Roli había robado a los jefes, y ahora él tendría
que molerlo a palos, como a un perro. Un perro molido a palos por ladrón. Un
perro que se comportó como una gatita en celo cuando vio que el primer trabajo
de Melchor sería matarlo. Un perro que gimió y suplicó por su vida, y babeó y
se orinó y se cagó cuando Melchor alzó el bat de béisbol en todo lo alto y
descargó el primer garrotazo en su cabeza descubierta, por más intentos que
hiciera por cubrirse con sus manos atadas, y el sonido hueco pero clarísimo, y
luego ¿cuarenta, cincuenta veces, más?, un amasijo de carne amoratada y rojiza
que se esparcía entre los ojos fuera del rostro que saltaban por entre la
sangre. Después de todo, había pasado la
prueba, había hecho bien el trabajo.
DOS
Guardó la
carta en el bolsillo de la chamarra. Durante dos horas estuvo recorriendo los
caminos cercanos a la cañada, sin encontrarse un solo vehículo. Sacó un cigarro
de mota y se puso a fumarlo, recostado
en el cofre de la camioneta. A los diez minutos recibió la llamada. Terminó el
resto del cigarro y arrancó la camioneta a toda marcha. En el trayecto pensó en
Mónica. Pensó en su familia. Se había conformado con poco hasta ahora, con
trabajos sin importancia, pero este trabajo lo sentaría al lado de los jefes. Y
no habría falla: todo estaba perfectamente planeado. Él mismo había supervisado
el trabajo, las entradas, las salidas, el horario ideal, la ruta de escape en
caso de que algo se complicara. Tenía claro que no quería que lo agarraran, y
la forma más fácil de lograrlo era siendo precavido. Detuvo el vehículo en un
OXXO, compró un par de cervezas, cigarros y un paquete de frituras. Arrancó
nuevamente y se detuvo justo frente al restorán Cedro’s, el mejor del pueblo.
Bebió tranquilamente sus cervezas y fumó acompañado por un programa de radio
que hablaba sobre el cambio climático. Cambió de estación radiofónica, pero no
encontró nada de su agrado. Por momentos, mientras observada a la gente que
entraba y salía del restorán, recordó unos versos que Mónica le había leído.
Miró su reloj: ya era tiempo. Sacó un paquete debajo del asiento, bajó de la
camioneta y atravesó la calle. El paquete no debería medir más de treinta centímetros, y lo guardó
dentro de la chamarra. Entró al restorán, y eligió sentarse en una mesa cercana
a la sala de fiestas, una habitación con un amplio ventanal y una enorme
puerta. El mesero se acercó. Pidió una cerveza y una orden de machaca. Pasaron
algunos minutos antes que se decidiera hacerlo. Se levantó y fue al baño. Había
memorizado el rostro de los meseros, en lo días previos. De regreso, se dirigió
a los baños de la sala de fiestas. Atravesó el salón, sin que nadie se
percatara de su existencia. Al salir, dejó caer el paquete en el cesto de la
basura, muy cerca de la mesa donde una comitiva comía y bebía. Salió del salón
como si nada. En su mesa, lo esperaban la machaca y la cerveza. Sólo probó la
machaca, y dio dos tragos a la cerveza. Dejó un billete de doscientos pesos, y
abandonó el restorán. Con el detonador en la mano, subió a la camioneta y
avanzó por las calles del pueblo. Todavía a doscientos metros, la explosión hizo cimbrar la Lobo del año.
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