LAS CIRCUNSTANCIAS
A mi hijo Aldo, otra vez, siempre.
I
Después
de cinco días encontraron la entrada sur de la sierra. No había soldados, ni
gente en el pueblo vecino. Sólo el rumor del viento que bajaba de la sierra y
formaba remolinos en el descampado. Bebieron agua en un pozo cercano, casi
vacío. Las casas estaban vacías. Comieron granos de elote, piloncillo,
tortillas duras; bebieron nuevamente agua. Llenaron las cantimploras,
recogieron la comida que pudieron y siguieron su marcha. Avanzaron varias horas,
hasta internarse en la sierra. Tendrían que caminar dos días hasta el campamento oriente, y
esperar indicaciones.
Lo
que más extrañaba en aquellos días eran los libros. No era fácil conseguirlos,
pues no podían quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar y estaban a
constante salto de mata. No había tiempo para libros. Los libros no eran
prioridad en un movimiento en donde los principales líderes fueron maestros
universitarios con sólidas formaciones lectoras, pero al entrar en la
clandestinidad tuvieron que adaptarse a las necesidades de las sombras. Lo que
importaba era no dejarse atrapar, continuar con el postergado itinerario de
golpes directos a la cabeza del sistema –golpes que nunca llegaban porque en el
último momento algo indicaba que se debían cancelar- y proteger a los líderes con su moralidad nata
y su apego a las normas más honorables posible. Pasaban los días entre los
recovecos inusitados de campamentos ex profesos, o en habitaciones de colonias
perdidas. El tiempo era su único interés: esperar horas, días, a veces semanas
hasta que se anunciaba que podían salir y entonces salían y volvían a su rutina
de traslados en automóviles robados, en camiones que salían de la ciudad para
internarse en los resquicios de las serranías.
Y
el tiempo seguía su marcha. Hablaba lo indispensable con sus compañeros de
lucha, pues tenían prohibido fraternizar más de la cuenta. Decían, o eso se
escuchaba, que el movimiento estaba infiltrado hasta la dirigencia por agentes
encubiertos del gobierno, y era cuestión
de tiempo la captura de los dos líderes sobrevivientes. El movimiento era su
vida, y la sola idea de que podía desaparecer, lo ponía casi al borde de la
histeria. No concebía un mundo lejos de ese espectáculo político al cual se
había entregado desde muy joven –a pesar de su
juventud, súbitamente había envejecido en esos últimos dos años- y una fijación lo flagelaba con fuerza: saber
si, llegado el momento, tendría las agallas para pegarse un tiro ante la
inminente llegada de los militares, o si sería al lado de su AK-47 con que se
batiría a un duelo condenado al fracaso con la horda de militares que,
seguramente, ya habrían ocupado todos los flancos del lugar, dispuestos a pasar
a la historia como los artífices de lo que parecía imposible: acabar con el
movimiento. Así que prefería pensar en libros. Sobre todo de noche, cuando el
grupo de cautivos dormía y se daba a la tarea de recordar frases inexactas de
sus libros favoritos, las novelas de adolescencia, los libros de política, la
filosofía griega, la poesía, las historias romanas que su abuelo le contaba a
todas horas. Era de los pocos momentos en donde no pensaba en el movimiento, y
sus repercusiones políticas e históricas en su humilde país y en la decisión de
entrar en él luego de la muerte intempestiva de toda su familia. El coraje de
súbito al pensar en su madre con un tiro de gracia, sus hermanos desaparecidos,
su padre desmembrado. Los pasillos de la Facultad de Humanidades donde
estudiaba Literatura Española, los amigos con los que leía, escribía, y se
emborrachaba después de los recitales de poesía que organizaban de improviso en
cualquier espacio que las autoridades universitarias les prestaban. Pero la
noche en la sierra era infinita, y siempre terminaba por pensar en lo que no
quería: las imágenes se aparecían en su mente y permanecían clavadas como
agujas durante horas, hasta que el alba lo adormecía y lograba olvidar.
II
Las
veredas al lado del río, el imponente río donde el caudal se perdía con la
espuma y las rocas, donde los animales bebían y los grupos de hombres temían
pasar. No había paso que no corrieran peligro. Tan caudaloso, tan hondo, tan
húmedo era ese río que en los más profundos días de lluvia se desbordaba por
todos lados y arrasaba de una buena vez las breves resistencias humanas que se
limitaban a ver cómo se perdían ranchos enteros, cosechas impotentes, vidas de
familias enteras que no alcanzaban a salir de sus chozas. El grupo de hombres,
fusil al hombro, mochila militar, observaban desde donde podían, intentando escapar
de la fuerza de la naturaleza.
III
No
lo motivaba nada más que el fin. Vislumbraba el final de todo con tanta
insistencia que nada importaba. No sentía compasión por los caídos en
combate, ni por los líderes que eran
atrapados en las circunstancias más inverosímiles. Sentía una tremenda
compasión que lo ponía al borde del llanto cuando alguien insinuaba, entre el
tabaco y el café frío, que era cuestión de meses que las últimas resistencias
del movimiento entraran en la completa clandestinidad. Todos lo sabían: el
clandestinaje era el principio del fin. Y él lo sabía mejor que nadie: la
Historia le enseñó que no hay movimiento clandestino que resista, víctima,
entre otras cosas, de su propia condición de tránsfuga. Nunca mintió al
respecto: el hecho mismo de haber participado activamente en el movimiento, de
ser miembro fundador, de estar comprometido con la causalo convertía en uno de los principales blancos del gobierno.
Todos los sabían. Por eso lo cuidaban. Lo movían cada semana, lo escondían, evitaban a toda
costa que lo atraparan. Pero a veces era imposible, y lograba huir porque unos,
dos, tres compañeros daban su vida para que él pudiera escapar. Pensaba que
debía morir con ellos, que las ráfagas de metralleta se confundieran con el
canto de los pájaros de la sierra y el sonido ocultaría su llanto en el último
momento.
IV
La
voz de Carmen. Su tersa voz desparramada desde la hamaca, y él al lado de ella,
mirándola beber café, leer las novelitas que sólo ante él ella era capaz de
leer, sólo ante él y nadie más se abría toda: sin las botas militares, los
sabañones que perceptiblemente comenzaban hacer mella de sus dedos, las
calcetas sucias, el fusil y el cuchillo, sus uñas sucias que intentaba ocultar
tras las hojas del libro, el sudor que recorría su rostro, su cuello, sus
pechos perlados de agua salina, ambos cubriéndose del sol bajo las ramas de
tamarindo, y más allá, viniendo desde un sitio que no podían discernir, las
voces de los compañeros que bebían aguardiente a sorbos cortos, dejando a la
pareja en su intimidad, risotadas de camaradería que escondían en temor a la
muerte, el descanso obligado cuando los cuerpos, exhaustos, no podían seguir
más. Carmen lo convertía. Ante ella no el jefe, el líder, sino un hombre
enamorado, ni más ni menos. Por eso atesoraba esa intimidad en la que no era
necesario el sexo: la voz de Carmen era el cuerpo que no podía tocar aún, la
risa de Carmen era la cavernosa humedad donde todo iniciaba, la herida abierta
que no conocía, el recurrente calcinar de huesos convertidos en cenizas de la
fosa clandestina donde imaginaba encontrarse cuando lo mataran. Carmen reía. Le
leía fragmentos de las novelas que era, decía, el único placer que podía darse,
el único vicio burgués del que no pudo desprenderse cuando nació en ella el
llamado dela conciencia social, cuando estudiaba sociología y lo conoció a él,
en un mitin organizado por una asociación de estudiantes revolucionarios. En
ese tiempo él leyó un manifiesto en que ya prefiguraba la lucha armada como la
forma más noble y necesaria para darle al pueblo la voz que había perdido ante
repaces políticos y burgueses sin escrúpulos.
El mitin terminó en una represión brutal por parte del gobierno, la
muerte de varios estudiantes y la primera y, hasta ese momento, única detención
de él. Carmen estuvo en el germen de todo. Delante de ella, y como una forma
burda y efectiva de tortura psicológica, él fue torturado. Ante cada golpe,
ante cada escupitajo, ente los cigarros quemando su cuerpo, los ojos de ella se
posaban con dureza en los de él, como si la tortura fuera compartida y así,
entre ambos, el tiempo se esparciera y los golpes no dolieran. No volvieron a
verse en mucho tiempo. Luego de salir de la cárcel, él fue reclutado por
movimientos radicales y se fue otro país a entrenarse en tácticas de guerra.
Carmen terminó su licenciatura, y por un tiempo ejerció el oficio como
catedrática universitaria, pero una nueva represión del gobierno la envió
directamente a las filas de un movimiento político que ya cobraba fuerza, y
abandonó el país al mismo sitio donde él se había entrenado. En la
clandestinidad, Carmen entró en contacto con la guerrilla, y fue reclutada. Sus
primeras encomiendas fueron pedagógicas. Le habían encargado adoctrinar en las
teorías marxistas a un grupo de estudiantes normalistas recién llegados. Carmen
cumplió a cabalidad con la encomienda. No sólo dotó a los estudiantes de los
rudimentos del materialismo histórico, sino los convenció que los libros y las
armas, lejos de estar distanciados, podían llevar una común existencia como una
especie de medios hermanos que se nutren uno al otro de una tácita compañía.
Luego vinieron tareas menos ordinarias. Tuvo que entrar en acción, y colaboró
con algunos líderes en la planeación de ataques a bancos, a oficinas de
gobiernos y secuestros de personajes importantes de la política. Cumplió
también, sin vacilar. Cuando se vieron nuevamente, él ya era reconocido como
una figura emblemática del movimiento, y ella una activista de cierta posición
dentro del mismo. A pesar de pertenecer al movimiento por más de tres años,
nunca se habían visto, y las identidades de ambos, por seguridad, sólo la
conocían ciertos integrantes. Las piezas del ajedrez se movían sin atender a
necesidades específicas de ciertos miembros, sino a ese todo que nadie conocía
pero todos seguían: la libertad.
V
No
pasó mucho tiempo en que se encontraron dando vueltas en círculos. Llevaban
caminando todo el día, después que un
pelotón del Ejército los había cercado en el campamento. Tuvieron sólo tres
minutos para correr entre los árboles y matorrales que cubrían el campamento,
cuando el vigía gritó, antes de ser rajado por las balas, que ya estaban
subiendo la cañada. Los soldados abrieron fuego con todo lo que tenían; los
guerrilleros lograron repelerlos algunos minutos en un fuego cruzado que causó
la mayoría de bajas, pero fue inútil tanto sacrificio: al cabo de no mucho tiempo
tuvieron que correr y dejar todo en el campamento. Se dispersaron. Él corría al
lado de Carmen y otros tres miembros, que se turnaban para cubrirlo. Luego de
varios minutos, desapareció el ruido de las ráfagas, y sólo escucharon su
respiración agitada y el sonido del viento moviendo los árboles. Siguieron el
protocolo: debían llegar a una población cercana donde se moverían más fácil,
para recorrer la sierra por el lado norte, e internarse para encontrar otro
campamento, igual de debilitado que el que acababan de dejar. No sería fácil.
Era seguro que el Ejército tuviera cubiertas todas las entradas y salidas,
pensando en que fuera de la sierra no sobrevivirían ni dos días. Y ellos lo
sabían. La única posibilidad de salir con vida era regresando a la sierra, bajo
el amparo de los cerros y protegidos por ese fuerte natural que era el río. No
conocían la ruta occidente de la sierra, que era la más sinuosa, con los cerros
más escarpados y donde el río se convertía en un verdadero monstruo sin fin con
un caudal considerable. Pero con el Ejército siguiéndolos, era la única
posibilidad. Caminaron ese todo el día hasta el anochecer. Nunca, en todo el
tiempo a salto de mata en la sierra, sintió él tanto desamparo, tanta
impotencia ante la brutalidad de la
naturaleza. Exhaustos, hambrientos, descansaron bajo el ceceo de un abedul.
Improvisaron con unas mantas y hules un refugio para pasar a noche. Al lado de
Carmen, no sintió frío ni miedo ni hambre, sólo un cansancio tan profundo que
se durmió pasando los brazos por la cintura de la mujer, su mujer. Soñó con
mejores tiempos. Días, meses y años en donde el pueblo finalmente fuera
escuchado, y donde todos vivieran igual, sin ricos ni pobres, sin exclusiones,
sin prebendas, todos unidos bajo un bien común, todos viviendo armónicamente.
Soñó también con los libros que nunca pudo escribir, las historias que recreaba
en esas noches de la sierra, los libros que leyó alguna vez, hace tanto tiempo
que poco a poco los personajes se difuminaban en silencio. Soñó con Carmen,
pero no con la Carmen guerrillera de la que estaba irremisiblemente enamorado, sino
soñó con una Carmen vestida con una bata de maternidad y con seis o siete meses
de embarazo. Se soñó postrado en su regazo, escuchando las acrobacias de su
hijo dentro del vientre de Carmen, esos sonidos que lo transportaron, dentro
del sueño, a otro sueño, arrullado por la cadencia de sus latidos del corazón.
La imagen de Carmen vestida con bata de maternidad, el pelo suelto, húmedo,
sobre la cintura, la historia de hadas y príncipes y dragones que le leía a su
hijo con los labios pegados al ombligo de Carmen para poder trasmitir las
palabras con soltura y claridad, la risa de Carmen ante la narración simultánea de la hazaña del
príncipe Escorbuto al vencer de una tajada de su filosa espada al Dragón de la
Noche, que gemía y lanzaba bocanadas de
humo, apagado el fuego de su estómago, otra vez la risa de Carmen y sus
manos aferradas al pelo de él, las voces dentro del sueño, las ráfagas que oyó
a lo lejos, en otra dimensión, los gritos que no lo despertaron.
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