No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



sábado, 5 de marzo de 2011

LA NOVELA PÓSTUMA O CÓMO DEJAR DE ESCRIBIR


LA NOVELA PÓSTUMA
Por Andrés López Sánchez
I
Cuando recibí mi primer pago por la historia, me sentí contento. Años y años de tocar puertas en editoriales, revistas y periódicos, siempre con las mismas negativas, que terminé por dejar de escribir durante cinco años. Fue Amanda, mi amiga y amante ocasional, quien me había clavado la espinita al leer mis relatos (muchos de ellos inconclusos) y comentar, maravillada, que era un desperdicio que algo tan bueno permaneciera sin publicar. Ella era articulista de farándula en un periodicucho sensacionalista, y me prometió entregarle a Jorge Herrán, editor y dueño del periódico, “El perro”, el relato que más le había gustado. Era obvio que Amanda sabía muy poco de literatura, porque aparte de que “El perro” era una mala copia de “El gato negro” de Allan Poe (cualquier estudiante de secundaria que hubiera leído “El gato negro” se habría dado cuenta al primer párrafo), el cuento no logró crear el ambiente tétrico que, en un principio, prometía, y declinó por ser un relato más bien tierno de un viejo y su inseparable guardián. Pero quién era yo para decirle a Amanda que no intentara algo con mi relato; además, no tenía nada que perder y “El perro” era, en verdad, un sobreviviente: en una ataque de celos, mi exmujer había hecho trizas cinco relatos míos que estaban en mi escritorio, sabiendo de antemano que eso era peor que clavarme una daga en el hígado. Arrepentida, mi ex había reconstruido “El perro” con los pedazos que recogió del suelo y luego de unirlos y encontrarles cierta coherencia –admiré, en su momento, su paciencia-, me los envió por e-mail. Lo cierto fue que “El perro” se renovó gracias a la mano inexperta de mi ex. Ya para entonces nos habíamos mandado al carajo en términos amistosos. Decidí imprimir “El perro” en honor a esa relación frustrante que, a parte de un divorcio costoso, es lo único que conservo.
Amanda se llevó “El perro” y prometió tenerme noticias lo más pronto posible. Al otro día, mientras terminaba de leer una novela de Camus, recibí su llamada. A Jorge Herrán no sólo le había gustado “El perro” sino también quería ofrecerme una columna semanal donde, según Amanda, según Jorge, “dejara fluir toda mi sensibilidad”. Le contesté con una sonora carcajada, y Amanda también rió y quedamos de vernos más tarde en la “Perla Negra” para tomar unas copas y celebrar.
Amanda se vistió más sexy que nunca. Un diminuto vestido dejaba ver sus piernas perfectamente depiladas. Noté en la pantorrilla derecha una breve incisión, seguramente provocada por el filo de la navaja al deslizarse por su piel.
-Herrán está encantado –dijo-. Tu relato le parece fabuloso. Es más, como te dije, está dispuesto a darte una columna semanal para que escribas varia invención.
-Eso sería genial –dije, mientras me metía de lleno un vodka tonic-. Pero no sé sobre qué escribir, hace mucho que no lo intento, el problema de inactividad me ha causado una artritis creativa.
-Eso se quita fácil. Ya verás cómo cuando estés frente a la computadora las ideas fluyen. Es cuestión de ordenar tus ideas y enfocarte en un tema. Según Herrán, tienes completa libertad siempre y cuando no toques, ni por asomo, temas políticos o que tengan que ver con cualquier actividad gubernamental. –Al hablar, Amanda deslizaba su pie por debajo de la mesa y me tocaba los huevos con los dedos-.
-Es una buena oferta. Hace meses que sobrevivo gracias a las clases de español que les imparto a pelmazos de la Ibero. ¿Y cuando empiezo?
-El viernes te espera Herrán a las nueve.

II

No pude contener la risa cuando entré a la oficina de Herrán: una enorme fotografía de Herrán vestido como arlequín decoraba el centro de la pieza. A leguas se notaba que Herrán era homosexual. Esperé diez minutos hasta que pudo recibirme.
-Ah, tú eres Mario, el escritor -dijo, dibujando una amplia sonrisa que dejó ver unos dientes manchados y entreabiertos-. Amanda me ha hablado mucho de ti, tienes mucho talento muchacho, y yo estoy dispuesto a cobijar a todo aquel que tenga algo que decir. Hablo por mí y por mi periódico, es nuestra política. –No dejaba de verme las bolas, o más bien, no dejaba de imaginarse cómo se verían mis bolas debajo del viejo pantalón de pana que me había puesto.
-Gracias, don Jorge. Amanda me ha dicho que usted es una persona que admira la cultura y ha ayudado a otros escritores en desgracia, como yo.
-Es algo así como mi misión –encendió un puro; me ofreció un cigarro-. Este país necesita que lo narren para haber si así sale de su letargo histórico y de su ignorancia. Y si el Gobierno acapara la mayor parte de los espacios públicos de este país, yo no voy a permitir que haga lo mismo conmigo. Tengo años resistiendo sus ataques y calumnias. Me han tachado de todo, hasta de pederasta.
No supe que decir. Durante media hora Herrán estuvo hablando de la situación de su periódico y de las argucias legales que el Gobierno ponía para clausurarlo. La verdad era que Variedad, así se llamaba el periódico, era una publicación deplorable pero con un público fiel que consumía sus cien mil ejemplares diarios. Decenas de veces había sido demandado por falsear información, calumniar, corromper, prestarse para publicar anuncios pornográficos en sus páginas, vender y comprar información al mejor postor. Se decía que Herrán tenía una red de espías a sueldo que seguían día y noche a altos funcionarios del Gobierno con el fin de encontrarlos en situaciones comprometedoras. De ahí que constantemente publicaban imágenes que parecían salidas del cine gore y que involucraban a respetables figuras del ámbito nacional.
-Preséntate el lunes a las ocho –Sacó su billetera-. Cómprate ropa decente y córtate ese greñero, así pareces periodista de un diario respetable, cosa que, como ya te habrás dado cuenta, no somos.

III

Una tipa salida de la tumba de Edgar Poe me llevó a mi oficina. No estaba nada mal mi oficina. Tenía una pequeña ventana que daba al Parque Asunción, y el cuadro de Modigliani le daba cierto aire de parecer cultural y kitsch a fuerza, cosa que me gustaba. Fuera de eso, un escritorio con una silla giratoria, una computadora, una impresora, papel, artículos de oficina y un diccionario enorme que ocupaba casi la mitad del escritorio. En una caja aún había pertenencias del antiguo colaborador, o eso pensé. La tipa recogió la caja y salió de la oficina. Segundos después regresó. “Don Jorge quiere que le tenga algo terminado para el miércoles” dijo. “Su horario es de ocho a cuatro. Tiene una hora para ir a comer y luego regresar a trabajar; su columna se llamará Variaciones. No olvide que su columna saldrá cada sábado así que el viernes temprano ya debe estar en galeras. El sueldo lo arreglará personalmente con don Jorge el miércoles que le lleve su texto. Me llamo Antonia Chávez, pero dígame Chávez, todo mundo me dice así, estoy en el tercer piso en Recursos Humanos por si necesita algo”.
Subvertir el efecto que provoca el primer día de trabajo, aunque este sea en una oficina de tres por tres, no es tarea fácil, y más cuando estamos acostumbrados a la inactividad total. Las primeras horas las maté anotando en una hoja una lista de palabras las cuales, después de eliminar varias, me servirían como tema para mi relato. Me quedaba con diez palabras, con las que formaba una oración y de ahí partía. No siempre funcionaba pero en ocasiones causaba un efecto benéfico y mis manos se ponían a trabajar en serio. A las dos salí a comer. En la entrada del edificio me encontré con Amanda. Apenas me vio se lanzó a preguntarme cómo me había ido en mi primer día de trabajo.
-Nada mal –dije-. Tengo un par de temas en mente y nada más como algo me regreso para darles forma.
-Muy bien –un beso selló mi triunfal regreso a la actividad laboral-. Sabía que las cosas no irían tan mal. Me habló Jorge para decirme que le habías causado una buena impresión. Tiene confianza en que tu columna va a ser un boom. Y yo también. Es indiscutible que tú naciste para escribir, Mario, y no para enseñar español a estudiantes extranjeros. Voy a estar fuera una semana, Jorge me comisionó para cubrir el caso de Ramiro Ariza en Monterrey y me voy al rato. Todo pagado, y una comisión extra por el material que consiga.
Quise decirle algo pero me dio en beso y salió despavorida rumbo a la gerencia del periódico. Me pasé la tarde completa anotando y borrando palabras con el fin de encontrar las más adecuadas para mi relato.
El día siguiente no fue distinto. A medio día sólo tenía escrito tres párrafos mediocres que en buena medida continuaban “El perro” pero ahora desde la perspectiva de un niño que había adoptado a Rizzo, el perro, luego de la muerte de Joachim, el viejo. Por la tarde Chávez llegó a avisarme que don Jorge me esperaba al otro día a las cuatro de la tarde y quería algo sólido que pudiera publicarse cuanto antes en la columna. Le dije que no se preocupara, hoy mismo terminaría el relato.
En la noche, en mi departamento, desempolvé un viejo relato que había publicado en una revista universitaria de poca monta y que, después de diez años, al haber desparecido inexcusablemente, era imposible de rastrear. El relato narraba la historia de un vendedor de seguros que por alguna extraña razón –nunca aclarada- se mete de guerrillero y hasta llega a ser un colaborador cercano de Lucio Cabañas. El relato, que a mí me gustaba mucho, termina con la entrada del ejército a una comunidad de la Sierra de Guerrero y la masacre de decenas de indígenas. El vendedor de seguros/guerrillero, temiendo por su vida, se larga a Sudamérica a pedido expenso de una activista chilena de la que se había enamorado en sus correrías por Taxco. No muchos años después, y después de vivir a expensas de la activista chilena, el vendedor es visto vendiendo seguros en un modesto pueblo al sur de Valparaíso.
IV
A Herrán le gustó el relato y lo publicó de inmediato. Como era un poco largo, debí recortarlo de manera drástica, cuidando que la historia no perdiera los matices pluriculturales que le había impreso. Y Herrán me entregó un cheque sustancioso, una cantidad que hacía años (es decir: nunca) no veía junta. En la noche le hablé a Amanda a su hotel de Monterrey. No estaba y no sabían a qué hora regresaría. Intenté una hora después y nada. Casi a la media noche recibí su llamada.
-¿Eres tú, Mario? –su voz se notaba cansada-.
-¿Quién más si no, tonta? Te he estado llamando y en la recepción del hotel no sabían nada de ti.
-He tenido un día de perros acá en Monterrey. Hace un calor espantoso. El caso Ariza se está complicando y yo no consigo nada todavía. Jorge me exige algo para mañana y no tengo una sola línea.
-Me pareció extraño que Herrán te diera algo como al caso Ariza. Hasta donde yo sé tu fuerte es la farándula, no la línea narco-sindical.
-Acuérdate que antes que nada soy periodista. Yo le solicité a Jorge un cambio de aires. Ya estoy hasta la madre de notas sin sentido y actores metidos en líos de drogas y faldas. Quería algo duro, algo que tuviera personalidad y credibilidad. Y como nadie quería agarrar el caso Ariza, pues aquí está tu servidora.
-Cuídate. Esos tipos no se andan con juegos. Ya ves lo que le pasó a Raúl Melgar. ¿Qué día regresas?
-El sábado, creo. Ya le dije a Jorge que por los viáticos no hay pedo, yo los pago de mi bolsa pero que me deje terminar con lo que inicié. Soy una profesional, no lo olvides. Chao.
A pesar de lo preocupado que estaba por Amanda, dormí plácidamente y hasta soñé con un submarino soviético que atravesaba el Atlántico y surcaba las aguas del Golfo de México y atracaba en Alvarado, Veracruz, por el simple hecho de darles en la madre a los gringos. El capitán del submarino era, sorpresivamente, Rudolph Nureyev. Nureyev daba una demostración dancística a unos sorprendidos veracruzanos que disfrutaban de un ceviche en pleno malecón de Alvarado.
Por la mañana, Herrán me habló por teléfono y me pidió que nos viéramos en un bar cercano al periódico. Llegué una hora después. Herrán ya había llegado y bebía algo que parecía ron. Llevaba puesto un impecable traje negro y gafas deportivas. Quería conocerme más, me dijo, ya que era un joven con talento y no debía desperdiciar el momento de convivir con sus colaboradores, más en un día tan especial para mí, como mi cumpleaños. Lo había olvidado completamente. Deduje que obtuvo mi fecha de nacimiento del currículum que le mandé con Amanda cuando me publicó “El perro”. Bebimos cinco rones cada quien y hablamos de todo, menos de trabajo. Herrán era un gran conversador. Terminando el sexto ron me pidió que lo acompañara a su carro. Era un automóvil importado que más parecía un carroza fúnebre. En su interior había bebidas. Herrán condujo hasta llegar a una residencia en las afueras de la ciudad. Era una casona –porfiriana, supongo, aunque no puedo asegurarlo- con un patio enorme y varios carros estacionados en la cochera. Seguí a Herrán por un camino oscuro que daba a una casita de campo instalada atrás de la casona. En la casita de campo se escuchaba música, risas, mentadas de madre. Herrán me detuvo.
-Tienes un futuro prometedor, Mario, no lo arruines por tener una boca tan grande. Aquí hay de todo para ti, siempre y cuando prometas discreción, más que discreción: absoluto silencio. ¿Estamos?
-Claro, Jorge, no hay problema.
La primera imagen que vi fue la de un tipo gordo como una foca que brincaba desnudo dentro de una enorme bañera llena de lodo. El gordo jugueteaba con una mujer asiática de pechos descomunales. La asiática empujaba al gordo que, cual tortuga, no podía incorporarse, pidiendo auxilio. La mujer lo cabalgaba pero el gordo no mostraba señales de tener una erección. Al acercarme, descubrí que el gordo lujurioso no era otro que nuestro Secretario de Hacienda, y, más asombrado aún, descubrí que la asiática era hermafrodita. Escenas como ésta se repetían por toda la casa. La droga y el alcohol corrían copiosamente, y distinguí a más de una personalidad reputada de este país siendo sodomizado por una o más asiáticas. Sin duda era una fiesta temática porque la mayoría llevaba puesto trajes de samuráis o éstos podían distinguirse entre en lodo, el semen, el alcohol y el desmadre que traían. Herrán me sirvió un trago. Tocó mi hombro.
-Yo les proporciono una distracción, un desfogue, una vez cada tres meses. A cambio, ellos me dan de vez en cuando a uno o dos funcionarios que no simpatizan con sus propuestas, o simplemente que consideran ojetes, y todos felices. Como verás, estos tipos son unos depravados. Me exigieron que las asiáticas fueran traídas de Tokio y Bangkok exclusivamente para la fiesta. Tengo un avión cerca de aquí que las regresará a sus países nada más este hato de bestias termine. Eso sí, pagan muy bien. Dinero del erario público, como de imaginarás. Imagínate que cada asiática cobró diez mil dólares por venir hasta México.
Rápidamente conté más de una treintena de asiáticas desparramadas por toda la casa y dispuestas a hacer lo que las mentes retorcidas de los funcionarios desearan.
-Una verdadera fortuna –continuó Herrán-. ¿Ya has decidido por alguna de nuestras complacientes hijas de Hirohito?
-No sé, Jorge, todas están muy buenas.
-Eso no es problema, yo te ayudo a escoger.
Herrán llamó a una de las asiáticas que acababa de sodomizar a un corrupto jefe de policía. Una belleza de ojos rasgados, pelo castaño y tetas diminutas. Sus ojos refulgían de una manera poco común (efecto de la mota que fumaba): brazas que calaban hasta los huesos.
V
Una nota de La voz del Norte, periódico de Monterrey: La madrugada del viernes fue encontrado el cuerpo de la periodista Amanda Rivera Leyva en la cajuela de una Jetta sin placas. El auto estaba abandonado en un callejón de la colonia El Refugio. En el interior se encontró una agenda de teléfono, propiedad de la occisa, y una maleta. Las autoridades investigan el móvil del homicidio. Amanda Rivera Leyva era una conocida periodista de espectáculos que trabajaba para el periódico Variedad de la Ciudad de México. En la redacción del Variedad nos informaron que Rivera Leyva hacía dos meses que, por conflictos laborales, ya no trabajaba para dicha publicación. La voz del Norte lamenta el sensible fallecimiento de nuestra colega, y demanda al gobierno de Nuevo León el esclarecimiento de este asesinato, el décimo de un periodista en lo que va del año en nuestra entidad.

VI
Estuve intentando hablar con Herrán todo el día, pero su secretaria me informó que había salido a una reunión de trabajo a Tabasco. Su celular estaba apagado. La muerte de Amanda me había puesto de malas, pero en el periódico todo parecía de lo más normal. Las secretarias y ayudantes, chismosas consumadas, no estaban enteradas del suceso, pero prometieron ayudarme e informarme si sabían algo. Pasé toda la tarde en mi oficina inhalando los restos de coca que Herrán me había dado en la fiesta de la tarde anterior. No quería pensar en nada. Quería que el tiempo pasara volando para largarme y emborracharme en el bar más cercano. A las tres me largué. No soportaba estar un minuto más en aquel edificio infame y frío.
Herrán me habló como a las seis. Ya llevaba media botella de tequila y la coca me había puesto muy tenso.
-Lamento mucho lo de Amanda, Mario. Es una pena que una colaboradora tan valiosa haya muerto de esa forma. En el periódico todos están consternados. ¿Qué te parece si tomamos una copa y te pongo al corriente de los preparativos de tu próxima entrega? Tengo unas ideas que de seguro te agradarán.
-En el periódico nadie lamenta nada porque nadie se ha enterado, Jorge. Yo me enteré por un diario de Monterrey que asegura que en la redacción dijeron que Amanda tenía dos meses que había dejado de trabajar por problemas laborales.
-¿Cuál periódico? Esos hijos de puta regios de seguro falsearon la información. Tú conocías el cariño que le tenía a Amanda, ¿cómo podría mentir en algo semejante?
-Eso no lo sé. Tengo muchas dudas, Jorge, y lo mejor es que renuncie cuanto antes. Mañana mismo tendrás mi renuncia en tu oficina –titubeé unos segundos y lancé-: yo sé que Amanda iba a Monterrey a cubrir el proceso de Ariza. –Herrán carraspeó del otro lado del teléfono-. Y le dije que era una locura que lo hiciera, que ese tipo estaba metido hasta las cachas en el narco. Como siempre, no me escuchó.
-Es cierto. Amanda me pidió cubrir el caso, pero entenderás que no puedo exponer mi reputación y embarrarla en el asesinato de Amanda. Yo le pedí que regresara después que me enteré que el tipo iba a ser dejado en libertad.
-¡Pero debiste a apoyarla, el Variedad debió apoyarla! –grité.
-Cálmate. Amanda ya estaba grandecita para saber en lo que se metía. Además era una profesional. Unos días antes, Amanda me confió que había conseguido de una fuente anónima cierta información que involucraba a Ariza con el Secretario de Seguridad Pública del estado. Eran fotos y videos, me dijo, y quería ir a Monterrey para confirmarlas y buscar cierta ventaja de ellas. Era su trabajo. Ven a mi oficina mañana, hay cosas que no se deben decir por teléfono, y hoy rompí una de las reglas que me han mantenido en el negocio por muchos años.
La secretaria de Herrán me pasó a la oficina. Herrán había avisado que llegaría en un rato, pero que podía beber una copa en el bar antes de su llegada. Me serví un vodka. Admiré el mal gusto de Herrán; el arlequín miraba de frente a todo aquel que entrara a su oficina. En el escritorio, cerca del fax, una notita avisaba una fecha y un número telefónico. El lugar lo conocía: era el mismo de la fiesta con las asiáticas. Me llevé la nota, salí de la oficina y le dije a la secretaria que avisara a Herrán que un imprevisto apuraba mi salida. Fui a mi oficina, imprimí un antiguo relato escolar y se lo entregué a Chávez en el tercer piso. “Es el relato que don Jorge me pidió para la columna, lo he terminado antes para no contrariarme”, dije. “Don Jorge agradece la puntualidad, don Mario, voy a leerlo y mañana mismo lo llevo al corrector de estilo. Ah, el sábado puede pasar por su cheque, ya está listo”, dijo, echándome su pútrido aliento en el rostro. Apagué mi celular y salí del edificio.
Pasé toda la tarde comprando libros. En una librería encontré los Diarios de Grombowicz y las Memorias del santo bebedor de Joseph Roth. Más tarde fui a la Cineteca, había un ciclo Woody Allen y vi dos películas. Llegué a mi departamento casi a la media noche. Leí un rato a Grombowicz y me dieron ganas de escribir. Quizá no haya mayor gloria para un escritor que esa: que otros, al leerte, quieran escribir.

VII
Por la mañana no quise ir a la oficina. No encontraba sentido atarme a un horario mientras en casa podía escribir sin problemas y sin tener que verles la cara a oficinistas desahuciados. Recordé la nota que había robado del escritorio de Herrán. Algo pasaría en la tarde, una fiesta privada quizá, algo turbio, un asesinato, una persecución entre mafiosos como esas que cantan los corridos. Mi curiosidad era mucha. Le hablé a Herrán. Me reporté enfermo. No me creyó, pero me dio la tarde libre. “Para que ordenes tus ideas. Ya leí tu relato. No es tan bueno como los otros, pero con una buena corrección puede publicarse este sábado. ¿Aceptas las correcciones?” “Hagan lo que quieran con él”.
A las cuatro de la tarde conducía mi Tsuru rumbo a las afueras de la ciudad. Era una tarde fría y la niebla, en cierto punto de la ciudad, era muy espesa. Estacioné mi carro en un terreno baldío aledaño a la Hacienda de Herrán. A comparación de la última vez, en esta no había guardias vigilando ni guaruras parados en la entrada de la casona. Habían algunos carros estacionados enfrente, pero pude entrar sin problemas a la mansión por la puerta de acceso a la cocina. Herrán se encontraba sentado en una poltrona, recibiendo una mamada de un tipo vestido de policía (o tal vez en verdad era policía). Por toda la sala se esparcían los cuerpos lúbricos de tipejos de la política y las altas esferas empresariales siendo sodomizados o aprovechando a las chavas desnudas para introducirles juguetes sexuales de proporciones descomunales. Una mesa hacía las veces de recipiente de una gran cantidad de coca que, cada vez que podían, todos inhalaban. Escondida entre un adorno floral, y apuntando directamente a la grotesca escena, una cámara grababa todo. Pensé que estas grabaciones serían la ruta de escape de Herrán si algo salía mal. Nadie se había percatado de mi presencia. Me di el lujo de desmontar con toda calma la cámara, y regresar a mi auto por la misma ruta que había entrado.



VIII
Los siguientes días tampoco fui a trabajar. Descolgué el teléfono, salí a comprar una dotación de películas y estuve tres días encerrado entre los ensueños de Ingmar Bergman, Tarantino y David Fincher. Una tarde, entre la somnolencia y dos valiums que me tomé, escuché que alguien tocaba la puerta con insistencia. Hice el intento por levantarme, pero las piernas no me respondieron. Quien haya sido desistió muy pronto y yo me encerré de nuevo en mi mundo de modorra.
Salí a la realidad con una resaca más fuerte que si hubiera bebido los tres días. Colgué el teléfono. Diez mensajes de voz, dos de mi madre anunciándome que una tía lejana había muerto, uno del secretario de una universidad de privada invitándome a dar clases en su escuela, y los demás de Herrán, exigiéndome que necesitaba el material para la publicación del sábado. Durante estos tres días había tenido el tiempo suficiente para pensar a detalle qué haría con el video de la cámara. Definitivamente no tenía nada que perder. Si las cosas me salían bien, no tendría por qué preocuparme durante una buena temporada.
Hice una copia del video. Llamé a Carlos, antiguo amigo y abogado de la época de mi divorcio. Nos vimos en un cafetín del Centro. Carlos llegó hecho una mierda, a leguas se le notaba que había recaído en la droga. Pidió un vodka doble y una cerveza.
-Veo que hoy no es tu día, Carlitos –dije para romper el silencio que de haber continuado hubiera hecho que me largara de ahí.
-No, la verdad es que no lo es –dijo. Su voz era un hilo apenas audible-. Tengo días con una cruda espantosa; ya he tomado de todo y sigo igual.
-Deberías buscar ayuda, internarte quizá sirva.
-He intentado todo, pero la verdad es que no tengo la fuerza suficiente para continuar. ¿Sabías que Mariela me dejó por Javier, el representante del Sindicato de Maestros? La hija de perra me demandó y ahora tengo que pasarle manutención. Mis ahorros de años de trabajo se están acabando tan rápido que al paso que voy en seis meses voy a quedar en la calle.
-Todavía estás a tiempo, Carlitos. Puta madre, no puedes dejarte caer. Esa mierda de coca te va consumiendo y no te das cuenta.
-Lo sé, lo sé. Eso es lo malo. Pero no me llamaste porque querías hablar de mis pedos, ¿verdad? Pinche Mario, eres una mierda: no me llamaste en casi tres años.
-Después de lo de Ana no me quedaron ganas de recordar ese episodio.
-Yo te conseguí un buen arreglo, te bajé la pensión a casi nada.
-Y lo agradezco, si no lo más seguro es que a estas alturas estaría vendiendo hot-dogs en alguna ciudad perdida de Estados Unidos. Pero tienes razón, no te busqué para acordarnos de cosas pasadas.
-Escucho.
-¿Qué sabes de Jorge Herrán?
-Lo que todo mundo sabe. Periodista, millonario, puto. El hijo de puta ha tenido pedos con el gobierno pero por ahí se dice que está bien parado y que todo es un teatrito armado para no levantar sospechas.
-Muy bien, eso quería saber.
-Habla claro, Jorgito, ¿qué tienes tú que ver con el putete de Herrán?
-Herrán es mi patrón, digo, era mi patrón, porque ya no pienso seguir trabajando para él. Tengo una columna en su diario, sale publicada todos los sábados desde hace tres semanas.
-Últimamente no he leído mucho los periódicos, y menos la mierda que publica Herrán. Pero bien por ti, por fin puedes publicar ¿o no?
-Ese no es el punto. Mira, sin rodeos: tengo un video en donde Herrán y en grupo bien nutrido de personajes muy publicitados están teniendo una orgía. Y quiero que tú me ayudes.
-Ajá –Carlos se quedó meditando mis palabras durante varios segundos-. ¿Y en qué te ayudaría yo? Deja de jugar al detective y destruye eso si no quieres acabar en una fosa común en medio de la nada.
-No me has entendido, quiero ver si puedo sacar algo de dinero con este video y largarme de México. A mí no me interesa que el video salga a la luz pública, de nada serviría, y pienso que sería mejor conseguir algo de lana, darle un valor, pues.
-Y aquí entro yo.
-Sí, necesito que guardes una copia. Si me llegara a pasar algo o desaparezco misteriosamente sin dejar rastro, tú le mandas el video a Isabela Zavala, que es una periodista confiable, y asunto arreglado. Que ella decida si lo publica o no.
-¿Y qué gano yo?
-Si consigo sacar algo, te daré una buena cantidad que te ayudará para que te rehabilites cuanto antes, cabrón, te ves de la chingada.
-Suena interesante. ¿Puedo? –Pidió otro vodka y otra cerveza-.
-Lo único que tienes que hacer es guardarla, darme unos días y yo me pondré en contacto contigo. Si lo decido conveniente, destruyes la copia y se acabó.
-Está bien. ¿Qué puedo perder? Quizá sería mejor si alguien me pega un tiro.
-No digas estupideces, Carlitos, vas a ver que pronto estaremos tomándonos una margarita en Río de Janeiro.

IX
La secretaria de Herrán me informó que éste se encontraba en una reunión y no sabía para cuando regresaría. Llamé tres veces y nada. A la cuarta vez me respondió Chávez. “Debe pasar por sus pertenencias y por su liquidación. Don Jorge lamenta que deje el periódico, su columna estaba ganando lectores. En fin. Usted decide. Lo espero mañana en mi oficina”. “Pero yo quiero hablar con don Jorge personalmente y explicarle la situación”. “Imposible. A parte que don Jorge estará muy ocupado no desea verlo”. “Mira Chávez, dile que tengo un video que estoy seguro le interesará, dile que tengo la certeza que él querrá tener ese video”. “Le informaré”.
Dormí toda la tarde. En la noche me llamó Herrán. No parecía contento. “Te veo en tu departamento en media hora”. Tardó menos. Venía vestido impecablemente y el olor de su colonia impregnó de inmediato mi sucio departamento.
-¿Y bien? –preguntó, su voz era serena.
-Tengo algo suyo en mi poder y pensé que quizá podía regresárselo a cambio de algo de dinero, no mucho, sólo lo suficiente para poder largarme de este país de mierda.
-Ah –suspiró-.
-Mire, don Jorge, sería algo así como pagar mi silencio, y si tomamos en cuenta que la cantidad que le pido es ridícula en comparación con lo que usted gana, pues no le afectará en nada.
-Bien, muy bien. ¿Puedo ver el video?
-Claro. –Encendí el televisor el DVD. Las imágenes eran contundentes y señalaban tanto a Herrán como a varios funcionarios del gobierno de la ciudad.
-Supongo que hay más de estos videos que podían circular a la menor provocación –su labio inferior temblaba-.
-Sólo uno más, es por seguridad.
-Entiendo, debes ser precavido. ¿Y de casualidad el otro video está en manos de este individuo? –silbó e inmediatamente un orangután enfundado en un Armani entró sosteniendo una gran caja, de esas en donde meten los pasteles. Depositó la caja en el piso, a un lado de Herrán y la descubrió. La cabeza de Carlitos apareció en toda su desgracia. Tuve que contenerme para no salir corriendo de mi propio departamento.
-Sí, estaba en poder de Carlitos Palou, mi abogado –no era una voz, era un lamento.
-¿Tú creías que podías chantajearme a mí? ¡A mí, que estoy más allá del gobierno! ¿Qué pensabas? ¿Acaso tanta literatura te oxidó la cabeza al grado de llegar a suponer que podías sacar provecho de este video? Estás muy pendejo, Mayito. Y como te habrás dado cuenta no vas a salir vivo de tu departamento. Qué ironía ¿no?
-Don Jorge yo solo quería algo de dinero para largarme a España y poder escribir una novela.
-Pues ya la chingaste, porque vas a escribir tu novela desde el más allá y se la vas a dedicar al mismo Jesucristo. ¡Padilla!
Padilla, el guarura, sacó la pistola, cortó cartucho y me apuntó a la cabeza. Me cagué en los pantalones. Cerré los ojos, esperando que el impacto fuera justo un mi cabeza para no sentir dolor. Pero el impacto no llegaba, y yo me aferraba al asiento como quien se aferra a la vida.
-Tienes cojones, Mario –dijo Herrán-. Muchos han suplicado por su vida justo antes de que les meta una bala en el cráneo. ¿Sabías que con el calibre que usa Padilla tu cerebro embarrará el cielorraso barato que tienes en la pared?
-No, no –tartamudeé-.
-Ahora ya los sabes. Guarda eso, Padilla. Mira, a pesar de los que piensas yo no soy un asesino. Tengo que matar por cuestiones del negocio. ¡Abre los ojos, pinche puñetero y mírame cuando te hablo!
Los abrí. El rostro de Herrán sudaba y agradecí que no estuviera escupiendo mi cuerpo, bañado en un charco de sangre.
-Regrésame el video original, pendejo.
-Aquí está. Don Jorge si me dejara explicarle…
-No hay nada que explicar. Toma –me dio un sobre-. Es un boleto de avión para Barcelona, para mañana mismo, y diez mil dólares. Te vas a largar de una buena vez y jamás volveré a verte. Aunque no lo creas, tu columna semanal ha sido bien recibida por nuestro público, sobre todo por viejas urracas que no tienen nada que hacer y se divierten con tus chingaderas, así que continuarás escribiendo para mí. Cada jueves, de cada semana, de cada puto mes, de cada jodido año quiero tus textos por e-mail, y pobre de ti si no los mandas. Recibirás un depósito bancario cada quince días y todos felices. ¿Entendido?
-Siií.
Antes de salir, Padilla me dio un madrazo me dejó sin aire por varios minutos. No lo podía creer. Me iba a Barcelona con gastos pagados, y más vivo que nunca.

X
En Blanes conocí la casa donde vivió Roberto Bolaño. Conocí también a Carolina López, su mujer. Me dio un recorrido por el estudio de Bolaño, por su galería personal de historias inconclusas. Carolina es encantadora, y ese acento particular de los españoles de Cataluña, en plena Costa Brava, la hace más encantadora. Me invitó un café, y hablamos durante un rato del futuro de la literatura. No es un futuro muy prometedor, pero eso ya lo había dicho su marido diez años antes. Me enseñó un manuscrito de Bolaño, que data de 1974 ó 1975, cuando se encontraba todavía en México, y en donde Bolaño escribió: “Más allá del lenguaje está lo inexpresable/ lo común entre la lluvia / el verdadero huracán de mierda que baña las conciencias”. Me parecieron unos versos muy bellos. Carolina rechazó mi invitación a comer. Regresé a Barcelona, y envié el relato a la oficina de Herrán. No todo pinta tan mal, después de todo.



1 comentario:

  1. NO mames Caobron me arden los ojos de leer en la chompu pero no podia dejar de leer. Me atrapo y ese final tan cabron! Y lo digo asi Cabrn por q no hay eufemismos para esta genialidad. Tu lector asiduo Efra EL Viruz.

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