No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



sábado, 7 de mayo de 2011

CUATRO HISOTRIAS (ii)

I
El primer encontronazo fue devastador. Los sicarios de los Aguilar entraron en la discoteque Reflex y descargaron sus cuernos de chivo en contra de los asistentes, entre los que se encontraba Manuel Pimentel, hijo de Jorge Pimentel, el principal exportador de metanfetaminas de manufactura mexicana a Europa. Manuel Pimentel alcanzó a cubrirse con una mesa, pero las balas de grueso calibre le perforaron el rostro. Al otro día apareció una narcomanta, en pleno centro de la ciudad, con una consigna que deslindaba a los Aguilar de la muerte de Manolito Pimentel y tres sobrinos –sicarios a sueldo, por supuesto- de don Jorge Pimentel. Incluso, una voz anónima, supuestamente vocero de los Aguilar, habló en el conocido programa radiofónico del Pelado Orozco para desmentir los rumores que involucraban a los Aguilar con los Pimentel. En represalia, los Pimentel ejecutaron a 25 conocidos dílers relacionados con los Aguilar, y sus cuerpos, todos mutilados, fueron arrojados enfrente del Palacio de Gobierno de esta nuestra ciudad capital. La consigna era clara: Ojo por ojo. Y lo que viene.
Dije que el primer encontronazo fue devastador porque en verdad a partir de ahí nuestra ciudad se convirtió en un hervidero de mierda con más muertos que en la Guerra de los Pasteles o en la Revolución. Todo se fue a la mierda. Todo. La ciudad colapsó, al grado que por iniciativa del Congreso del Estado los Poderes fueron trasladados a una sede alterna, a una ciudad que, es sabido por todos, nos desprecia y nos quiere lejos del Estado, lejos del País, lejos del Mundo. Pero los poderes estatales fueron trasladados para allá y durante unas semanas la cosa se calmó pero más tardó el Sol en ponerse que la sangre caer sobre esta sagrada y ancestral tierra mía. Resulta que por sus pedos personales, y por andarse matando unos a otros, los Aguilar y los Pimentel habían descuidado la plaza –una plaza, dicho sea de paso, muy valiosa: por aquí pasa la mayor parte de la coca que se introduce a territorio incómodo- y unos arribistas, unos morros de no más de veinte años que se sienten valientes por cargar una .45 y meterse carretadas de coca, disputan la plaza a sangre, sudor y lágrimas. Los morritos, a pesar de todo, tienen güevos y por varias semanas ponen en jaque a los Jefes. Sus métodos son rápidos y eficaces. Levantones, descabezados, madrazos, tablazos, balaceras en centros comerciales, granadas de fragmentación en fiestas privadas, mantas, consignas, torturas, más descabezados. Se hacen famosos por introducir una granada en el recto de sus víctimas y hacerla explotar y llenar todo de mierda y vísceras. Pero los Jefes no se dejan y comienza la masacre. Uno a uno van cayendo los morros. Don Jorge, el más sanguinario, levanta a cinco morros y los echa a los diez leones africanos que tiene en su hacienda. Dicen que graba todo y luego, en fiestas privadas donde abundan el alcohol, la coca y las teiboleras gringas, los muestra a todo aquel que quiera ver ese espectáculo grotesco. Los Aguilar entran al quite y en un fin de semana ejecutan a 15 morritos que no tenían nada que ver con los Niños –así les llamó la prensa sensacionalista. Resulta que los morritos asesinados estaban en una fiesta cualquiera y a uno de ellos se le ocurre mencionar en una red social que en la fiesta estarán miembros de los Niños. Entre los morros estaba un hijo de un rico empresario y el sobrino del Secretario de Gobierno del Estado. La ciudad estuvo paralizada, literalmente, durante tres días. Pocos eran los valientes que se atrevían a deambular por el centro. El Ejército, de manos del general Pedro Infante Rosas, tomó la ciudad y en unos cuántos días cayeron varios sospechosos de los asesinatos. Varias muertes más llenaron las estadísticas que nos colocan como el estado más violento del país, pero en pocos meses el Ejército se hizo cargo y las cosas tomaron un ritmo distinto.
II
Por esas fechas yo mismo estaba pasando una mala racha. Mi mujer me había demandado por manutención y mi sueldo de sicario pues nada más no alcanzaba. Mi mujer. El mercado del sicarismo cada vez está más competitivo y a la pendeja se le ocurrió mandar a nuestro hijo de 15 años a una estancia de un año en un colegio de España, y en euros. Le pedí a mi jefe que me subiera el sueldo, pero argumentó que el negocio estaba muy flojo. Le dije entonces que me diera más trabajo y me mandó a Las Vegas con gastos pagados a pegarle un par de tiros a un caca grande del consulado mexicano. No fue sencillo seguir al cónsul, tenía más vigilancia que el mismo Presidente y era muy escurridizo. Pero un domingo, después de apostar unos dólares en un casino de poca monta, lo seguí hasta un juego de béisbol y luego de que el cónsul le dio unas palmadas a su hijo antes de un turno al bat, le metí dos tiros en la nuca. Se armó mucho borlote con el asesinato del cónsul. Mi jefe me felicitó y en recompensa de mi buen trabajo me regaló una Pietro-Beretta automática con cachas de oro y compartimento para explosivos de bajo alcance, una joyita de diez mil dólares. Le agradecí a mi jefe. Le dije que trabajaría al máximo para quitarle a cuanto hijo de puta tuviera en su camino. Me dijo que yo era un cabrón bien leal pero que por lo pronto me fuera a descansar, todo ese pedo del cónsul se había vuelto un desmadre grueso y lo mejor era que me escondiera por unos meses. Le dije que a dónde me iba a ir si mi trabajo era mi casa, mi familia era mi .45, mi hogar estaba entre mi Lobo 4 por 4 y todos los desgraciados que les he metido un tiro de gracia en la cabeza. El jefe rió. Haz lo que te digo, me dijo, ya verás que pronto pasa ese desmadre y te reincorporas a nosotros. Acepté. El jefe me regaló quince mil dólares para gastos. Me dijo que él sabría donde encontrarme.
Así que junté mis ahorros y me fui a España. Pensarán que España no es sitio para un sicario, pero la verdad es todo lo contrario. En España hay mucho trabajo, y si uno ya tiene cierto renombre pues las cosas se dan por sí solas. Lo primero que hice cuando llegué a Madrid fue ponerme en contacto con Pancho González. Pancho tenía cinco años recluido en el penal de Marbella. Lo agarraron metiendo doscientos kilos de coca por Marbella. No pudo escaparse, un dedazo quizá, un chivato que le partió la madre porque a la hora que estaban metiendo los paquetes en la cajuela de una camioneta llegaron los tiras gachupines y cagaron todo. Le dieron veinte años. Cinco años de su vida perdidos por un come mierda. Panchito me recibió muy bien y me dijo que en pocos días recibiría una llamada importante. Mantuve encendido mi celular para pasaron dos semanas y nadie llamó. Regresé al penal de Marbella. Panchito me recibió muy sonriente pero luego que le expliqué de la llamada que nunca llegó, se puso serio. Algo pasaría, dijo, esos tipos cuando piden algo no lo hacen dos veces y no se echan para atrás. Tendrás que esperar. Eso hice: esperé otras dos semanas y cuando ya había pedido otra cita para ver a Panchito en el penal, sonó el teléfono.

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