LA LITERATURA EN EL CENTRO
Siempre he creído que la literatura sirve para aliviar los males cotidianos. La literatura anuncia a la vida que ésta no es nada sin la ficción, o más bien es todo por la ficción. Por lo regular, la vida necesita de engañarse a sí misma para seguir su curso natural. Este curso natural que es nuestra vida cotidiana, al menos para mí, no sería nada sin el ingrediente de recrearme todos los días mediante le lectura y la escritura, no sería nada si no vivo desde la ficción. Poner este ingrediente fundamental en mi vida me ha salvado de muchas cosas y me ha dado la fuerza necesaria para seguir adelante en tiempos donde la vida se resiste a seguir. De las muchas definiciones que relacionan la literatura y la vida, hay una del gran John Cheever que me gusta y siempre que puedo recito porque me parece una definición muy bella: “No poseemos más conciencia que la literatura…, la literatura ha sido la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo”. No creo, como Cheever, que la literatura pueda salvar al mundo, pero sí creo fervientemente que puede salvar la vida de miles de fantasmas que deambulan por la vida sin algo donde asirse, alejándose cada vez más de su punto vital. Esta cualidad catártica es la que ha mantenido la literatura en la vida de las sociedades a pesar de que cada vez menos personas leen. Cuando sus detractores auguraban que el libro desaparecería en pocos años, ésta herramienta esencial para reconocernos ha permanecido en el gusto de un público fiel que sabe que no hay mejor compañero, no hay mejor charla, no hay mejor cuerda para ahorcarse o bala que penetre un cráneo que un libro.
Y como la literatura ayuda en problemas domésticos, la solución está en la misma literatura. Hace ya varios días que mi mujer me ha reclamado por qué no aparece en los relatos que escribo. Algunas veces le leo los relatos que voy escribiendo poco a poco, esperando que me dé alguna opinión. Algunos le gustan, otros no, y ella me lo hace saber con la sorna que la caracteriza. Debo decir, también, que a mi mujer la literatura no es de su particular interés (prefiere dedicarse a asuntos educativos), así que no espero comentarios de una experta. Mientras le leía mi último relato (un textito sobre la educación sexual/sentimental de una pareja de estudiantes en el DF de los ochenta), me dijo que ya tenía meses que me quería decir algo pero no encontraba la forma de cómo decirlo. Me extrañó que no lo hubiera dicho si su carácter no le permite ocultarme nada, y menos algo que le incomoda. Le contesté que hablara de una buena vez. Y me soltó que lo único que no le gustaba de mis relatos era que nunca, al menos así lo sentía, me había tomado la molestia de escribir algo que fuera como ella, en donde la pudiera sentirse identificada. Puse cara de sorpresa pero inmediatamente me recuperé, bajé las escaleras, revisé uno a uno los estantes de mi librero hasta encontrar El día de la Independencia de Richard Ford, y, tras hojear el libro por unos minutos, encontré que cita que, una vez de regreso en la habitación, le leí, y que reproduzco:
En efecto, a menudo traté de hacerle comprender que su contribución no era ser un personaje sino hacer imperiosos mis pequeños intentos de creación siendo tan maravillosa que yo no tenía más remedio que quererla; los relatos, después de todo, sólo eran palabras que daban forma a unos misterios más vastos, apremiantes, pero, por otra parte, inexpresables, como el amor y la pasión. En este sentido, le expliqué, ella era mi musa; las musas no eran unas hadas atractivas y juguetonas que se te sientan la hombro para sugerirte una mejor elección de las expresiones y que se alegran con disimulo cuando consigues una, sino poderosas fuerzas morales y vitales que amenazan con aspirarte fuera del casco de tu barco a no ser que puedas clavar unas tablas –palabras, en el caso del escritor- en la brecha. (Todavía no he encontrado nada que pueda reemplazar a esa fuerza, lo que quizá explique cómo me he sentido en estos últimos tiempos y, en espacial, hoy y aquí).
Leí la cita de Ford, que me pareció adecuada. No espero que lo entiendas, le dije, pero el simple hecho de estar juntos y tener un hijo ha sido la experiencia más importante de mi vida. No hay ficción que lo supere, y la literatura, le dije, es sólo una parte de todo lo que hemos vivido juntos y el largo camino que habremos de recorrer. En ese momento despertó mi hijo. No sé si lo entendió y no lo sé porque dije estas palabras, que nunca me había atrevido a decirle, pensando en que fueran lo más claras posibles. A fin de cuentas, pensé, sólo se trata de papel y tinta. Y no lo sé porque la sonrisa de ambos es más importante que cualquier obra maestra.
Siempre he creído que la literatura sirve para aliviar los males cotidianos. La literatura anuncia a la vida que ésta no es nada sin la ficción, o más bien es todo por la ficción. Por lo regular, la vida necesita de engañarse a sí misma para seguir su curso natural. Este curso natural que es nuestra vida cotidiana, al menos para mí, no sería nada sin el ingrediente de recrearme todos los días mediante le lectura y la escritura, no sería nada si no vivo desde la ficción. Poner este ingrediente fundamental en mi vida me ha salvado de muchas cosas y me ha dado la fuerza necesaria para seguir adelante en tiempos donde la vida se resiste a seguir. De las muchas definiciones que relacionan la literatura y la vida, hay una del gran John Cheever que me gusta y siempre que puedo recito porque me parece una definición muy bella: “No poseemos más conciencia que la literatura…, la literatura ha sido la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo”. No creo, como Cheever, que la literatura pueda salvar al mundo, pero sí creo fervientemente que puede salvar la vida de miles de fantasmas que deambulan por la vida sin algo donde asirse, alejándose cada vez más de su punto vital. Esta cualidad catártica es la que ha mantenido la literatura en la vida de las sociedades a pesar de que cada vez menos personas leen. Cuando sus detractores auguraban que el libro desaparecería en pocos años, ésta herramienta esencial para reconocernos ha permanecido en el gusto de un público fiel que sabe que no hay mejor compañero, no hay mejor charla, no hay mejor cuerda para ahorcarse o bala que penetre un cráneo que un libro.
Y como la literatura ayuda en problemas domésticos, la solución está en la misma literatura. Hace ya varios días que mi mujer me ha reclamado por qué no aparece en los relatos que escribo. Algunas veces le leo los relatos que voy escribiendo poco a poco, esperando que me dé alguna opinión. Algunos le gustan, otros no, y ella me lo hace saber con la sorna que la caracteriza. Debo decir, también, que a mi mujer la literatura no es de su particular interés (prefiere dedicarse a asuntos educativos), así que no espero comentarios de una experta. Mientras le leía mi último relato (un textito sobre la educación sexual/sentimental de una pareja de estudiantes en el DF de los ochenta), me dijo que ya tenía meses que me quería decir algo pero no encontraba la forma de cómo decirlo. Me extrañó que no lo hubiera dicho si su carácter no le permite ocultarme nada, y menos algo que le incomoda. Le contesté que hablara de una buena vez. Y me soltó que lo único que no le gustaba de mis relatos era que nunca, al menos así lo sentía, me había tomado la molestia de escribir algo que fuera como ella, en donde la pudiera sentirse identificada. Puse cara de sorpresa pero inmediatamente me recuperé, bajé las escaleras, revisé uno a uno los estantes de mi librero hasta encontrar El día de la Independencia de Richard Ford, y, tras hojear el libro por unos minutos, encontré que cita que, una vez de regreso en la habitación, le leí, y que reproduzco:
En efecto, a menudo traté de hacerle comprender que su contribución no era ser un personaje sino hacer imperiosos mis pequeños intentos de creación siendo tan maravillosa que yo no tenía más remedio que quererla; los relatos, después de todo, sólo eran palabras que daban forma a unos misterios más vastos, apremiantes, pero, por otra parte, inexpresables, como el amor y la pasión. En este sentido, le expliqué, ella era mi musa; las musas no eran unas hadas atractivas y juguetonas que se te sientan la hombro para sugerirte una mejor elección de las expresiones y que se alegran con disimulo cuando consigues una, sino poderosas fuerzas morales y vitales que amenazan con aspirarte fuera del casco de tu barco a no ser que puedas clavar unas tablas –palabras, en el caso del escritor- en la brecha. (Todavía no he encontrado nada que pueda reemplazar a esa fuerza, lo que quizá explique cómo me he sentido en estos últimos tiempos y, en espacial, hoy y aquí).
Leí la cita de Ford, que me pareció adecuada. No espero que lo entiendas, le dije, pero el simple hecho de estar juntos y tener un hijo ha sido la experiencia más importante de mi vida. No hay ficción que lo supere, y la literatura, le dije, es sólo una parte de todo lo que hemos vivido juntos y el largo camino que habremos de recorrer. En ese momento despertó mi hijo. No sé si lo entendió y no lo sé porque dije estas palabras, que nunca me había atrevido a decirle, pensando en que fueran lo más claras posibles. A fin de cuentas, pensé, sólo se trata de papel y tinta. Y no lo sé porque la sonrisa de ambos es más importante que cualquier obra maestra.
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