HISTORIA DE UNA PELÍCULA: MEDÍA NOCHE EN PARÍS
El siguiente texto se lo debo a Woody Allen, cuyo argumento de su película Midnight in Paris se convirtió en mi argumento.
UNO
“Si tienes suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue”. Cuando leí esta frase de Hemingway, en París era una fiesta, me dije que algún día visitaría París, y no importaría si estuviera joven o viejo. En la universidad, uno de mis temas favoritos fue el estudio de la Lost generation, esa generación que se gestó de las ruinas del periodo de entreguerras y que convirtió a París en el punto neurálgico de movimientos artísticos de vanguardia, y congregó gente tan talentosa como Scott y Zelda Fitzgerald, Hemingway, Henry Miller, Gertrude Stein, T. S. Eliot, Ezra Pound, Djuna Barnes, además de músicos, pintores, escultores, fotógrafos, cineastas y vividores de la peor calaña. La Edad de Oro convirtió a París en un mito entre artistas incipientes que llegaban a Europa en busca de experiencias para escribir una obra maestra. Muy pocos lo consiguieron. Los que lograron sobresalir, gracias al talento y, en algunos casos, a la genialidad, se han convertido en iconos deslumbrantes de una época esencialmente extraña donde todo era fiesta perpetua en busca de identidad, reconocimiento, fama y autodestrucción.
DOS
Llegamos a París una mañana de junio. Es una mañana soleada, prístina, con un cielo vacío que enmarcaba nubes trazadas magníficamente. Hannah, mi prometida, mi suegro James y mi suegra Candance desayunan en el famoso Ritz de Montmartre, donde nos hospedamos, mientras yo termino de desempacar mis cosas. La verdad es que no quería desayunar con ellos, por eso inventé un prematuro dolor de cabeza a causa de vuelo. En mi maleta está, medio olvidada, Las cosas insignificantes, una novela que llevo un año escribiendo y nada más no puedo terminar. He decido aceptar la oferta de James, y viajar a París para desempolvarme un poco, olvidarme del mundillo de guionistas hollywoodenses, donde me desenvuelvo. He tenido algunos éxitos sonados. Digamos que soy un guionista que ha probado las mieles del éxito muy joven –tengo 30 años- y si no fuera por un sueño algo frustrado de mis años de la universidad, bien podría hacer una carrera excepcional en Hollywood. Quiero terminar mi novela. Quiero publicarla y vivir de mi pluma. El mundo de Hollywood paga muy bien, más de lo que podría ganar con cualquier libro decente que publique, pero toda esa mierda se me sale por los poros, todo ese vino caro, esos autos de lujo, las plumas Haugen en Navidad, el caviar mientras veo un partido de los Dodgers, el guardarropa que Hannah renueva cada mes, la firma de abogados que James dirige, la mansión de Berverly Hills, el rancho de 80 acres en Salinas Valley, las fiestas de caridad, la silicona de Candance, la frágil realidad que se respira en un set.
Hace dos años conocí a Hannah en una galería de Malibú. Estaba parada frente a un cuadro de Renoir. Dijo algo sobre el color o sobre la capacidad de Renoir de concentrar la imagen intacta (a Hannah le gusta dárselas de intelectual). Yo sólo alcancé a asentir, y me concentré más en observar sus piernas. Hannah es muy bella, en verdad. Empezamos a salir. Ella venía saliendo de una larga adicción a las anfetaminas, y yo tenía un año que, por prescripción médica, había dejado la cocaína definitivamente. Me contó que había estudiado Historia del Arte en Stanford, y había abierto una galería recientemente en Beverly Hills. Yo le conté de mis andanzas como estudiante de Literatura en UCLA, y mi trabajo como guionista para la Quality, la Expression Films, y finalmente la MGM. Duramos un año de novios. James y Candance arreglaron todo para que al término de un año yo aceptara comprometerme con Hannah. Una cena en un exclusivo salón de Malibú selló el compromiso.
La firma de abogados de James representaba a la MGM, así que no fue difícil convencer a los ejecutivos que me dieran un año sabático para planear la boda. La razón principal fue, como ya expliqué, un repentino cambio de planes en mi vida y la decisión de que nunca más regresaría a escribir algo por el que tuviera que someterme a un ritmo de ocho horas de oficina, ni someter mi trabajo creativo al escrutinio de tipos que no tenían la menor idea del trabajo literario. Acepté la propuesta de James porque en el fondo sabía que no iba a regresar a California.
La primera mañana en París no fue distinta de lo que me imaginé que sería. Hannah no se cansaba de restregarme en mi cara que había estado tres veces antes en la Ciudad Luz, y, según ella, sería un excelente guía por la ciudad. Como James estaría ocupado en sacar de un atolladero jurídico a un conocido político francés, Candance y Hannah elaboraron un itinerario muy elocuente para sus expectativas de turistas adineradas y snobs: el Louvre, Versalles, la casa Chanel, la casa Dior, un famoso viñedo propiedad de Pinaud, cafetines significativos en barrios “que no podemos dejar de visitar si estamos en París”, Hannah dixit. Pasamos la mañana entre catas de vinos, sombreros extravagantes, perfumes exóticos, sillones carísimos incluso para gente como los Sloan, esculturas de Rodin, cuadros de Monet, Gauguin, Renoir, Toulouse- Lautrec, baguettes y bocadillos de salmón y caviar.
Al otro día no fue diferente. Candance organizó un recorrido por palacios parisinos de la época de los Luises, y una visita a la casa donde vivió, durante su niñez y adolescencia, María Antonieta, el modelo de mujer para Candance. Mientras almorzábamos en un cafetín de Saint-Germain Des Pres, nos encontramos con Andrew Berin, antiguo maestro de Hannah en Stanford, quien se encontraba en París para dar unas conferencias en la Sorbona sobre la influencia del arte francés en Estados Unidos. Berin era un doctor en Estética prácticamente desconocido en nuestro país pero de cierta reputación en el ámbito académico francés. Era un tipo pedante que alardeaba de hablar cuatro idiomas y ser el principal conocedor de la obra de Rodin y Renoir (Auguste) en Estados Unidos. Por lo demás, era un tipo que hablaba hasta por los codos (siempre de sí mismo) con un acento desconocido, pero que a Hannah, según mencionó luego de aceptar su invitación de visitar, nuevamente, el Louvre, le pareció delicioso. Regresamos a la habitación.
TRES
A James le dio un ataque de asma en plena reunión con el político francés. Tuvieron que internarlo en un hospital cercano a la Place Saint- Michel, un edificio en donde, según supe, estuvo la casa donde murió Georges Perec. Estuvimos medio día en el nosocomio hasta que los doctores lo dieron de alta, y Candance, tras una escena digna del peor culebrón de los que yo he escrito, ordenó que nos fuéramos. Hannah pasó a “visitar” a su padre, y tras confirmar que no era nada de peligro, y soltar un “el viejo es un hipocondriaco”, se largó a la conferencia de Berin. Obviamente me invitó a la conferencia, pero no ocultó las ganas que tenía que yo no fuera con ella al decirme todos los tópicos que trataría Berin en su ponencia, el tiempo interminable, la sesión de preguntas y respuestas, la gente insulsa que iría, entre otras delicias. Por supuesto me negué. Ella lo supuso. Además, Las cosas insignificantes me esperaba en el fondo de la maleta, así como La vida: instrucciones de uso de Perec. Y fue mejor así, porque la historia de mi medía noche en París comienza aquí, con la partida de Hannah a la conferencia de Berin.
CUATRO
Después de dejar a Candance y James en la habitación del Ritz, decidí dar un paseo, por fin solo, por París. En la Cinemateque Nationale vi una vieja película mexicana, una adaptación de la grandiosa novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. Oscura, temporalmente adictiva –como la novela-, la película me resultó igual de buena. Una adaptación del mismo Rulfo, según supe. Salí de la Cinemateque y deambulé por la Place Contrescarpe. Librerías, cafetines, tiendas de baratijas adornaban una callejuela. Una linda muchacha morena despachaba en una librería. Su nombre era Ambroise. Qué bello nombre, le digo. Soy de Marruecos, responde. Eres muy bella, le digo. Estoy comprometida, dice, mostrándome una sortija que adorna su anular. Compré una antología de poetas franceses del siglo XIX. 5 euros, una ganga. Caminé cuesta abajo, justo al lado del Sena, que a esa hora expide un olor fétido. Bellas casas equilibran la rivera del río; el muelle sostiene, en sus cimientos, miles de historias. Ya es de noche. Los faroles se encienden, las parejas dejan sus guaridas amorosas y caminan, cogidos de la mano, por el Sena. Compré una botella de vino barato pero delicioso y una baguette de carnes frías y queso. Me senté a comer y beber y leer, alumbrado por una farola que anuncia una fecha: 1854. ¿Quién nació en ese año? Ah: Rimbaud, el poeta más influyente del siglo XIX. Busqué en el índice a Jean Arthur. Aquí está: “Mi triste corazón babea en la popa”. Levanté la vista. El Sena seguía ahí, eso es seguro, pero algo cambió, ¿o sería el vino? Hay una farola, pero no es la misma. La fecha desapareció, la ventana en la que minutos antes asomaba la silueta de una mujer, ahora está tapiada. Algo pasó. Y el colmo: justo frente a mí pasó un tipo vestido con levita, sombrero y bastón. ¿Una fiesta de disfraces? No, o quizá. A contra esquina se estacionó en viejo Ford de los veinte. Del Ford bajaron dos hombres y una mujer. Se acercaron hacia mí. Los hombres se retrasaron, encendiendo un cigarro. La mujer se paró frente a mí. Me llamo Zelda, dice. Y yo Scott, dijo uno de los hombres que ya se había acercado. El otro, más corpulento y con un tupido bigote, se limitó mirarnos. Soy Hemingway, dijo, tras un silencio incómodo.
CINCO
-He olvidado tu nombre.
-Malcolm Donnell –digo, amoscado.
-¿Qué te parece la fiesta? La verdad es que a Scott y a mí nos gustan las fiestas ruidosas, pero esta no está mal, aunque le falta, no sé, algo. California, ¿verdad?
-Bueno, vivo allá, aunque nací en Boston.
-Lo sabía, sólo un bostoniano habla así, de, no te ofendas, raro. Al principio llegué a pensar que eras de algún pueblo de Idaho o que te habías criado en alguna reserva seminola.
-Vivir en Hollywood te da el don de lenguas.
-Mira, aquí viene Scott.
Scott Fitzgerald, enfundado en un traje impecable, aparece con tres copas de champaña en mano y buenas nuevas.
-Ya deja de embaucar a este joven con tus encantos, querida –toma a Zelda del brazo, bebe su copa y le da un profundo beso. Aún Fitzgerald, como buen macho, delimita su territorio-. Aquí en París todo está al revés, como en un cuadro dadaísta. Resulta que la fiesta en la que estamos es en honor de Jean Cocteau, pero a Cocteau se le ocurrió la estupenda idea de largarse a Cannes con una actriz del Bolshoi, y dejó a todos plantados. Y ni les platico del humor que trae Breton, está hecho un energúmeno. ¿Alguien ha visto a Hemingway?
-Lo vi platicando con esa reportera del Times –dice Zelda, mientras bebe su copa.
-Ah –masculla Scott.
Un tipo enjuto y feo se acerca hacia nosotros. Tiene los ojos rojos, señal de que ha ingerido alguna droga. Saluda a Scott Fitzgerald, besa el dorso de Zelda, y me lanza una mirada fulminante.
-Miss Stein quiere vernos –dice-. Avísale a Hemingway. Ah, quiere que lleves a ese joven de Mississippi, el ex aviador. Dice que será el próximo Marcel Proust americano.
- ¿Faulkner? Supongo que nadie puede contradecir a miss Stein, pero estoy seguro que ese pueblerino sin cultura terminará como maestro de escuela de algún pueblo de Alabama –es evidente el fastidio de Fitzgerald.
-Sí, ya sabes que la miss es muy impaciente.
-Bueno, ¿quién se puede negar a Gertrude Stein?
El siguiente texto se lo debo a Woody Allen, cuyo argumento de su película Midnight in Paris se convirtió en mi argumento.
UNO
“Si tienes suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue”. Cuando leí esta frase de Hemingway, en París era una fiesta, me dije que algún día visitaría París, y no importaría si estuviera joven o viejo. En la universidad, uno de mis temas favoritos fue el estudio de la Lost generation, esa generación que se gestó de las ruinas del periodo de entreguerras y que convirtió a París en el punto neurálgico de movimientos artísticos de vanguardia, y congregó gente tan talentosa como Scott y Zelda Fitzgerald, Hemingway, Henry Miller, Gertrude Stein, T. S. Eliot, Ezra Pound, Djuna Barnes, además de músicos, pintores, escultores, fotógrafos, cineastas y vividores de la peor calaña. La Edad de Oro convirtió a París en un mito entre artistas incipientes que llegaban a Europa en busca de experiencias para escribir una obra maestra. Muy pocos lo consiguieron. Los que lograron sobresalir, gracias al talento y, en algunos casos, a la genialidad, se han convertido en iconos deslumbrantes de una época esencialmente extraña donde todo era fiesta perpetua en busca de identidad, reconocimiento, fama y autodestrucción.
DOS
Llegamos a París una mañana de junio. Es una mañana soleada, prístina, con un cielo vacío que enmarcaba nubes trazadas magníficamente. Hannah, mi prometida, mi suegro James y mi suegra Candance desayunan en el famoso Ritz de Montmartre, donde nos hospedamos, mientras yo termino de desempacar mis cosas. La verdad es que no quería desayunar con ellos, por eso inventé un prematuro dolor de cabeza a causa de vuelo. En mi maleta está, medio olvidada, Las cosas insignificantes, una novela que llevo un año escribiendo y nada más no puedo terminar. He decido aceptar la oferta de James, y viajar a París para desempolvarme un poco, olvidarme del mundillo de guionistas hollywoodenses, donde me desenvuelvo. He tenido algunos éxitos sonados. Digamos que soy un guionista que ha probado las mieles del éxito muy joven –tengo 30 años- y si no fuera por un sueño algo frustrado de mis años de la universidad, bien podría hacer una carrera excepcional en Hollywood. Quiero terminar mi novela. Quiero publicarla y vivir de mi pluma. El mundo de Hollywood paga muy bien, más de lo que podría ganar con cualquier libro decente que publique, pero toda esa mierda se me sale por los poros, todo ese vino caro, esos autos de lujo, las plumas Haugen en Navidad, el caviar mientras veo un partido de los Dodgers, el guardarropa que Hannah renueva cada mes, la firma de abogados que James dirige, la mansión de Berverly Hills, el rancho de 80 acres en Salinas Valley, las fiestas de caridad, la silicona de Candance, la frágil realidad que se respira en un set.
Hace dos años conocí a Hannah en una galería de Malibú. Estaba parada frente a un cuadro de Renoir. Dijo algo sobre el color o sobre la capacidad de Renoir de concentrar la imagen intacta (a Hannah le gusta dárselas de intelectual). Yo sólo alcancé a asentir, y me concentré más en observar sus piernas. Hannah es muy bella, en verdad. Empezamos a salir. Ella venía saliendo de una larga adicción a las anfetaminas, y yo tenía un año que, por prescripción médica, había dejado la cocaína definitivamente. Me contó que había estudiado Historia del Arte en Stanford, y había abierto una galería recientemente en Beverly Hills. Yo le conté de mis andanzas como estudiante de Literatura en UCLA, y mi trabajo como guionista para la Quality, la Expression Films, y finalmente la MGM. Duramos un año de novios. James y Candance arreglaron todo para que al término de un año yo aceptara comprometerme con Hannah. Una cena en un exclusivo salón de Malibú selló el compromiso.
La firma de abogados de James representaba a la MGM, así que no fue difícil convencer a los ejecutivos que me dieran un año sabático para planear la boda. La razón principal fue, como ya expliqué, un repentino cambio de planes en mi vida y la decisión de que nunca más regresaría a escribir algo por el que tuviera que someterme a un ritmo de ocho horas de oficina, ni someter mi trabajo creativo al escrutinio de tipos que no tenían la menor idea del trabajo literario. Acepté la propuesta de James porque en el fondo sabía que no iba a regresar a California.
La primera mañana en París no fue distinta de lo que me imaginé que sería. Hannah no se cansaba de restregarme en mi cara que había estado tres veces antes en la Ciudad Luz, y, según ella, sería un excelente guía por la ciudad. Como James estaría ocupado en sacar de un atolladero jurídico a un conocido político francés, Candance y Hannah elaboraron un itinerario muy elocuente para sus expectativas de turistas adineradas y snobs: el Louvre, Versalles, la casa Chanel, la casa Dior, un famoso viñedo propiedad de Pinaud, cafetines significativos en barrios “que no podemos dejar de visitar si estamos en París”, Hannah dixit. Pasamos la mañana entre catas de vinos, sombreros extravagantes, perfumes exóticos, sillones carísimos incluso para gente como los Sloan, esculturas de Rodin, cuadros de Monet, Gauguin, Renoir, Toulouse- Lautrec, baguettes y bocadillos de salmón y caviar.
Al otro día no fue diferente. Candance organizó un recorrido por palacios parisinos de la época de los Luises, y una visita a la casa donde vivió, durante su niñez y adolescencia, María Antonieta, el modelo de mujer para Candance. Mientras almorzábamos en un cafetín de Saint-Germain Des Pres, nos encontramos con Andrew Berin, antiguo maestro de Hannah en Stanford, quien se encontraba en París para dar unas conferencias en la Sorbona sobre la influencia del arte francés en Estados Unidos. Berin era un doctor en Estética prácticamente desconocido en nuestro país pero de cierta reputación en el ámbito académico francés. Era un tipo pedante que alardeaba de hablar cuatro idiomas y ser el principal conocedor de la obra de Rodin y Renoir (Auguste) en Estados Unidos. Por lo demás, era un tipo que hablaba hasta por los codos (siempre de sí mismo) con un acento desconocido, pero que a Hannah, según mencionó luego de aceptar su invitación de visitar, nuevamente, el Louvre, le pareció delicioso. Regresamos a la habitación.
TRES
A James le dio un ataque de asma en plena reunión con el político francés. Tuvieron que internarlo en un hospital cercano a la Place Saint- Michel, un edificio en donde, según supe, estuvo la casa donde murió Georges Perec. Estuvimos medio día en el nosocomio hasta que los doctores lo dieron de alta, y Candance, tras una escena digna del peor culebrón de los que yo he escrito, ordenó que nos fuéramos. Hannah pasó a “visitar” a su padre, y tras confirmar que no era nada de peligro, y soltar un “el viejo es un hipocondriaco”, se largó a la conferencia de Berin. Obviamente me invitó a la conferencia, pero no ocultó las ganas que tenía que yo no fuera con ella al decirme todos los tópicos que trataría Berin en su ponencia, el tiempo interminable, la sesión de preguntas y respuestas, la gente insulsa que iría, entre otras delicias. Por supuesto me negué. Ella lo supuso. Además, Las cosas insignificantes me esperaba en el fondo de la maleta, así como La vida: instrucciones de uso de Perec. Y fue mejor así, porque la historia de mi medía noche en París comienza aquí, con la partida de Hannah a la conferencia de Berin.
CUATRO
Después de dejar a Candance y James en la habitación del Ritz, decidí dar un paseo, por fin solo, por París. En la Cinemateque Nationale vi una vieja película mexicana, una adaptación de la grandiosa novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. Oscura, temporalmente adictiva –como la novela-, la película me resultó igual de buena. Una adaptación del mismo Rulfo, según supe. Salí de la Cinemateque y deambulé por la Place Contrescarpe. Librerías, cafetines, tiendas de baratijas adornaban una callejuela. Una linda muchacha morena despachaba en una librería. Su nombre era Ambroise. Qué bello nombre, le digo. Soy de Marruecos, responde. Eres muy bella, le digo. Estoy comprometida, dice, mostrándome una sortija que adorna su anular. Compré una antología de poetas franceses del siglo XIX. 5 euros, una ganga. Caminé cuesta abajo, justo al lado del Sena, que a esa hora expide un olor fétido. Bellas casas equilibran la rivera del río; el muelle sostiene, en sus cimientos, miles de historias. Ya es de noche. Los faroles se encienden, las parejas dejan sus guaridas amorosas y caminan, cogidos de la mano, por el Sena. Compré una botella de vino barato pero delicioso y una baguette de carnes frías y queso. Me senté a comer y beber y leer, alumbrado por una farola que anuncia una fecha: 1854. ¿Quién nació en ese año? Ah: Rimbaud, el poeta más influyente del siglo XIX. Busqué en el índice a Jean Arthur. Aquí está: “Mi triste corazón babea en la popa”. Levanté la vista. El Sena seguía ahí, eso es seguro, pero algo cambió, ¿o sería el vino? Hay una farola, pero no es la misma. La fecha desapareció, la ventana en la que minutos antes asomaba la silueta de una mujer, ahora está tapiada. Algo pasó. Y el colmo: justo frente a mí pasó un tipo vestido con levita, sombrero y bastón. ¿Una fiesta de disfraces? No, o quizá. A contra esquina se estacionó en viejo Ford de los veinte. Del Ford bajaron dos hombres y una mujer. Se acercaron hacia mí. Los hombres se retrasaron, encendiendo un cigarro. La mujer se paró frente a mí. Me llamo Zelda, dice. Y yo Scott, dijo uno de los hombres que ya se había acercado. El otro, más corpulento y con un tupido bigote, se limitó mirarnos. Soy Hemingway, dijo, tras un silencio incómodo.
CINCO
-He olvidado tu nombre.
-Malcolm Donnell –digo, amoscado.
-¿Qué te parece la fiesta? La verdad es que a Scott y a mí nos gustan las fiestas ruidosas, pero esta no está mal, aunque le falta, no sé, algo. California, ¿verdad?
-Bueno, vivo allá, aunque nací en Boston.
-Lo sabía, sólo un bostoniano habla así, de, no te ofendas, raro. Al principio llegué a pensar que eras de algún pueblo de Idaho o que te habías criado en alguna reserva seminola.
-Vivir en Hollywood te da el don de lenguas.
-Mira, aquí viene Scott.
Scott Fitzgerald, enfundado en un traje impecable, aparece con tres copas de champaña en mano y buenas nuevas.
-Ya deja de embaucar a este joven con tus encantos, querida –toma a Zelda del brazo, bebe su copa y le da un profundo beso. Aún Fitzgerald, como buen macho, delimita su territorio-. Aquí en París todo está al revés, como en un cuadro dadaísta. Resulta que la fiesta en la que estamos es en honor de Jean Cocteau, pero a Cocteau se le ocurrió la estupenda idea de largarse a Cannes con una actriz del Bolshoi, y dejó a todos plantados. Y ni les platico del humor que trae Breton, está hecho un energúmeno. ¿Alguien ha visto a Hemingway?
-Lo vi platicando con esa reportera del Times –dice Zelda, mientras bebe su copa.
-Ah –masculla Scott.
Un tipo enjuto y feo se acerca hacia nosotros. Tiene los ojos rojos, señal de que ha ingerido alguna droga. Saluda a Scott Fitzgerald, besa el dorso de Zelda, y me lanza una mirada fulminante.
-Miss Stein quiere vernos –dice-. Avísale a Hemingway. Ah, quiere que lleves a ese joven de Mississippi, el ex aviador. Dice que será el próximo Marcel Proust americano.
- ¿Faulkner? Supongo que nadie puede contradecir a miss Stein, pero estoy seguro que ese pueblerino sin cultura terminará como maestro de escuela de algún pueblo de Alabama –es evidente el fastidio de Fitzgerald.
-Sí, ya sabes que la miss es muy impaciente.
-Bueno, ¿quién se puede negar a Gertrude Stein?
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