Lo vio alejarse. La flama del cigarro iluminó por segundos su rostro, mientras le dedicaba una mirada inflexible, de dura complacencia. En su mano derecha, la .38 parecía un juguete caro: sus manos de niño blandían el metal y la madera de la cacha con gracia. Palpó la herida: la bala había entrado y salido de manera perfecta, como si no quisiera ser un huésped incómodo. Se incorporó. Las luces de la casas del cerro resultaron útiles para que pudiera ubicarse. Tendría que caminar no más de diez kilómetros, bordear el cerro y llegar a la carretera estatal. Ya en la carretera esperaría cualquier aventón para regresar a la ciudad. Con un poco de suerte, en la ciudad tendrían que curarle la herida. No le dolía. Sentía un breve hormigueo que iniciaba en el hombro y hacía un recorrido circular hasta llegar a la boca del estómago. Avanzó unos metros, despegando la vista del suelo para guiarse con las luces. Los matorrales ocultaban el camino, que por momentos se convertía en una intrincada red de brechas, huecos, zacatales, alambradas. Avanzó a tumbos y tientas deteniéndose cuando podía de algún matorral no tan espinoso. El viento lastimero de la noche abierta penetró en la herida, causándole un breve alivio. El cerro estaba más cerca. Las luces, antes diminutas, se expandían ante sus ojos. Pensó que tocaría en la primera puerta que encontrara. Si antes no sentía dolor, ahora era fuego cruzado en su hombro.
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