No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



domingo, 30 de agosto de 2015

LOS SABERES COTIDIANOS
Y luego, lo más importante: recordar quién soy. Recordar quién se supone que soy. No creo que esto sea un juego. Por otra parte, nada está claro. Por ejemplo: ¿quién eres tú? Y si crees que lo sabes, ¿por qué insistes en mentir al respecto? No tengo ninguna respuesta. Lo único que puedo decir es esto: Escúchame. Mi nombre es Paul Auster. Ese no es mi verdadero nombre.
Paul Auster

I
7 de agosto, 1:00 p. m.
Desde luego tuvo que elegir un buen nombre para publicar. No se trataba de lanzar el libro con ese nombre tan ordinario. Teodosio, como todos se lo habían dicho, era nefasto. Su agente literario o lo que él consideraba su agente literario (un tipo diminuto que daba la sensación de pasar desapercibido la mayor parte del tiempo, pero que a la hora de negociar era el tipo más despiadado que he conocido) le había sugerido algo más poético (en el fondo, Teodosio pensaba que qué podía saber su agente sobre lo que era poético o no, aunque se resignó a pensar que por algo era tan solicitado), que tuviera mayor presencia y le diera al lector la sensación de que era un tipo profundo y de un amplio conocimiento del mundo. Ambos, agente y autor, hacían cuentas sobre el depósito bancario que recibiría Teodosio por la publicación de su libro. Mientras tanto dejó a su agente la tarea de encontrarle un nombre perfecto.
         A los pocos días recibió la llamada del agente. Lo he encontrado, tío, es el nombre perfecto para ti, dijo al teléfono. ¿Y cuál es? Amaral Cíntora, contestó el agente. Teodosio no quedó muy contento con el nombre pero se resignó: para eso le pagaba.



22 de agosto, 11:45 a.m.
Supongo que debo comenzar por el principio, ¿no? Te confieso que lo conocí muy poco, así que lo que te diga no sé si te ayude. Pero para eso has venido, ¿no? Para esclarecer tus dudas. Para afilar la memoria. No entiendo tu interés, pero en fin. Estudiamos juntos un semestre o dos. Arquitectura, para ser exacto. Yo siempre he sido un tipo más bien de perfil bajo, y él también, así que era de esperarse que entre tantos parlanchines consagrados ambos congeniáramos. Era un tipo raro, como yo. Cuando el profesor pasaba asistencia, él ni se inmutaba. Y yo no me quedaba atrás. Él se amodorraba en su pupitre al grado de dar la impresión de desaparecer del salón. Yo lo veía y me entusiasmaba porque, en el fondo, sentía que por fin había encontrado a mi oscuro hermano gemelo, como dice, no sé, alguien que he olvidado. Nunca esperaba terminar la clase. Se salía a media clase magistral sobre la historia de la arquitectura mexicana moderna, o sobre la disponibilidad de materiales prefabricados de bajo costo o disparates como esos. ¿Qué hacía después? No lo sé, supongo que se iba a la biblioteca de la facultad o a fumar un cigarro de mota en el campus, qué sé yo, a masturbarse en la ducha mientras recordaba a Mabel, la tetona de la clase. Cierta tarde me acerqué a él mientras comía en una fondita cerca de la facultad. Tenía la intención de hacerle plática, charlar, no sé, conocerlo. Él leía un libro de poemas. Me presenté. Me miró de arriba abajo, cerró su libro, pagó su comida y se alejó de la fonda. Me quedé con un palmo de narices. Nunca volvía acercarme, ni falta que me hacía, y te repito, no entiendo tu interés. Era un pendejo.

25 de agosto, 10:00 a.m.
Pues me está costando trabajo recordarlo pero sí, ya sé a quién te refieres. Era poca cosa, además de pedante. Se presentó por aquí un día, pidiendo hablar conmigo. En ese año todavía no tenía el puesto que tengo actualmente, pero supongo que se acercó a mí porque estaba en Publicaciones. Yo estaba muy ocupado, ya sabes, tantas obligaciones del trabajo. No recuerdo la fecha exacta, pero quizá fue hace dos años. Yo dirigía un taller de jóvenes creadores, con paga directa de la universidad. Aclaro: siempre he estado en contra de los talleres, pues me parece que los únicos responsables de un dictamen son los mismos libros. Chingados, como si escribir se tratara de resolver  un examen. Pero eso lo pensaba nada más para mí. No es bueno andar pregonando esas ideas, y menos en este medio, te techan de inadaptado, antiprogresista en incluso anarquista. Volviendo a tu pregunta: en ese tiempo no era quién ahora es, pero seguramente deber ser el mismo imbécil que antes con todo y que le han publicado sus libros y hasta tú quieres hacer un documental sobre su vida. Te voy a contar poco, porque no tengo tiempo. El que ahora se hace llamar Amaral Cíntora, que, repito y lo sabes, pero lo hace para que no quede duda, es el mismo tipo que yo conocí, me planteó no sé qué teoría sobre la confusión del caos en Nietzsche y de cómo esta teoría puede influir en la literatura. La llamaba Teoría de la Confusión Múltiple. Todo un disparate, como podrás darte cuenta. El tipo estaba chalado, qué digo chalado: estaba fuera de sí. Decía que yo era el único escritor de la ciudad capaz de entenderlo, y por eso había acudido a mí. Bueno, yo había escrito ciertas cositas en tono metafísico (esa novelita, sabes, conocida como La existencia de Gisela), y, reconozco, tenía y tengo cierta reputación en este mundillo literario, este pequeño mundillo de esta pequeña ciudad sin importancia, esta ciudad vulgar, fea, avejentada, sucia. Permíteme una digresión. Sabrás también, y si no lo sabes te lo digo, que mis bisabuelos llegaron a esta ciudad hace más de cien años después de un purga que el príncipe polaco Svarowki hizo contra los intelectuales que intentaban desestabilizar su reinado tiránico. Mi bisabuelo era médico militar, además de judío, y participante activo de las reuniones en donde se planeaban certeros golpes contra el gobierno de Svarowki. Tuvo suerte que un buen amigo le avisara que habían descubierto algunos nombres que participaban en esas reuniones clandestinas, pero no figuraba el suyo, aunque era cuestión de tiempo en que lo relacionaran. Antes que su cabeza rodara por el suelo, y antes que sus hijas fueran entregadas a los mandos militares de Svarowki como regalo, antes que sus bienes fueran repartidos al mejor postor, mi bisabuelo abandonó Polonia y en un viaje de sesenta días por mar y tierra llegó a esta país y luego viajó más hasta encontrar en esta ciudad el lugar que no le hiciera olvidar a su fría Polonia. Como buen judío que soy, aunque en mi familia hace muchos años no se practican ninguno de los ritos que integran este intrincado mundo religioso de nuestro pueblo errante, y como buen intelectual más bien liberal que me considero, a mí Nietzsche no me va, y cómo iba a permitir que un tipejo como ese viniera a decirme que Nietzsche podía cambiar ni manera de narrar. Así lo dijo: Ustedes los judíos piensan que Nietzsche no vale la pena, pero debería acercarse un poco a su obra, mejoraría su manera de narrar. Lo despaché aprovechando una llamada urgente de mi jefe. Con enojo evidente, se marchó. Pero algo me decía que no sería fácil deshacerme de él. A los tres días regresó. Estaba muy pálido, sudaba, se notaba que estaba enfermo y no había dormido bien. Tuve que recibirlo, era evidente que necesitaba sentarse y tomar un vaso con agua. Lo invité a sentarse y le serví el agua. Encendí un cigarro y esperé que hablara. Esta vez no fue tan explícito. Le costó una eternidad articular su primera palabra. Me dijo, o eso entendí en su febril discurso, que tenía pensado escribir una novela de mil páginas sobre un día en la vida de Joyce, sí, el novelista irlandés James Joyce, especialmente el primer día en Zurich que Joyce empezó a escribir Ulises. O tal vez me dijo que tenía pensado escribir una novela de mil páginas sobre alguna de las borracheras que Joyce y Beckett cogían a cada rato. Disparates. Lo dejé hablar. Me entregó un calendario en con las fechas de redacción de cada capítulo, además de un breve resumen del contenido de los capítulos. Lo bueno vino después. Si tenía pensado escribir una novela de tal envergadura y en el tiempo que ya tenía planeado, ¿quién era yo para impedírselo? Además, se veía tan convencido, tan seguro de la importancia de la obra, que cualquier argumento de mi parte hubiera resultado en vano. Sólo algo me inquietaba: qué esperaba de mí. Yo en ese momento era un simple tallerista que había ganado un premio de novela de renombre, pero qué podía hacer por él. Quizá recomendarlo. Mediar por él para una beca, aunque eso no dependía de mí. ¿Pero por qué no esperar hasta terminar el libro? Su petición me dejó pasmado: quería dinero para poder irse a Europa y visitar Trieste y Zurich y Londres y Dublín y no sé cuántos lugares más. Háganme el favor. ¿Y en dónde piensas que conseguiré todo ese dinero que necesitas para que puedas hacer tu viaje?, le pregunté. Tú puedes prestármelo y luego, una vez publicado el libro, te lo pagaré, fue su respuesta. Lo mandé a la chingada, literalmente.


1 de septiembre, 10:30 a. m.
Créeme que no tengo mucho tiempo. Dentro de dos horas voy a presidir un examen profesional y necesito revisar algunos puntos. Te salva que ya habíamos agendado la cita. En fin, tu interés me asombra, pero esas son cosas tuyas y no tengo por qué meterme, tus razones tendrás. Es una historia corta, y no me llevará de diez minutos en contártela. Lo primero que tengo que decirte es que no fue un alumno destacado pero tampoco un papanatas. Era, como decirte, camaleónico: un día llegaba dispuesto a comerse la clase con sus sarcasmos mal intencionados y otro día parecía un espectro: se amodorraba en su silla y no hablaba ni para reparar en su asistencia. Yo reporté su caso al consejo académico, pero nada pudieron hacer. Supe, por comentarios de otros profesores, que había estudiado unos semestres en la facultad de arquitectura, pero la abandonó para estudiar literatura. Un tipo raro, es cierto. Fumaba como desesperado y no dejaba de murmurar un estribillo jocoso. Al principio le tomé importancia, pero luego de pensármelo bien, lo ignoré por completo. Cumplía con sus obligaciones escolares y eso me bastaba. Sus ensayos no eran excelentes, pero tampoco malos. Y lo que más me llamaba la atención era su terquedad: si yo encargaba Lope, Góngora y Quevedo, él insistía en Mayakovski, Eliot y Breton. Es cierto: eso hubiera bastado para reprobarlo, pero por alguna maldita razón nunca me atreví a hacerlo. Con esos tipos tan raros es mejor no meterse. El semestre terminó y le di una calificación regular que pareció no importarle en lo más mínimo porque no se presentó la última semana. Ese mismo año me dieron mi sabático y dejé la universidad y la maldita ciudad para pasar unas merecidas vacaciones en un pueblito del Estado de México al lado de un enorme lago  donde la familia de mi esposa tenía una especie de chalet. Tenía pensado aprovechar mi sabático para escribir una novela de corte policial –un género que me gusta-, pero bueno, el lugar era tan maravilloso y había tantas cosas que ver que cuando por fin decidí empezar con mi novela al sabático le quedaban sólo dos meses y nuevamente me dediqué a planear mis clases de las materias que impartiría en ese semestre, y a arreglar el regreso de toda la familia, que no es cosa de dos días.

9 de septiembre, 4:30 p. m.
Puedo reconstruir esta historia por medio de la persistencia de la memoria, sí, como el nombre del cuadro de Dalí. Cíntora, que en ese tiempo no se llama Cíntora sino Teodosio o Euclides o algo así,  no sé, siempre he tenido aversión por los nombres raros, venía cada mañana a pedirme consejos de literatura a mi oficina, que si esa nueva publicación en España, que si un libro inédito de Robert Walser, en fin, sobre cualquier bagatela. ¿Cómo los conseguía? Qué sé yo, supongo que era un tipo informado o simplemente le gustaba mantenerse informado de cualquier novedad editorial. Creo que nadie en el departamento de literatura lo tomaba en serio, en particular Chacona, quien lo odiaba de veras y más cuando, nos contó, le pidió dinero para irse a un viaje de estudio por Europa. En ese año yo preparaba mi tesis doctoral, aquél textito sobre la poética de Octavio Paz, y no tenía tiempo para nada. Yo no odiaba a Cíntora, incluso no me causaba la aversión que causaba en otros colegas, pero no podía tenerlo ahí parado, cigarro en mano, todos los días frente al ventanal de mi oficina como una sombra que no me dejaba en respirar. Entre el trabajo, la escuela y mi tesis, se iba todo el día. Cosa rara: noté su particular interés por la obra de Faulkner. Algo curioso: cada vez menos jóvenes se interesan por la obra de Faulkner, es más, cada vez menos jóvenes se interesan por cualquier obra, y prefieren agotar sus días y sus fuerzas y gastar sus neuronas con cualquier pantalla, con cualquier cosa que impida un mínimo y un máximo de razonamiento, de interpretación, de crítica. Leía todo el día a Faulkner, eso decía, porque era su escritor favorito en esos días, aunque, dijo, o eso entendí, que cada lector debería tener su biblioteca ideal y no debería abandonarla nunca. ¿Qué es eso de la biblioteca ideal? Una serie de libros a los cuales uno recurre todo el tiempo, incluso si nos salimos de ese margen imaginario, podemos regresar a él en todo momento. Tenía Cíntora una lista más bien extensa de autores a los que recurría. No sé si escribía, pero era un lector mediano de literatura muy popular en ese tiempo, novelistas de moda, autores que escribían novelas/ensayos o ensayos/novelas o metaficción o tópicos de ese tipo. Dejó de venir a mi oficina una mañana en que le dije que otra vez no, que no podía atenderlo, que no me interesaban sus revistas españolas ni sus traducciones baratas ni sus autores sacados de cuentos de Kafka. No volvió. Y eso estuvo bien.

2 de octubre, 9:00 p.m.  
Si todos suponen que para él es fácil escribir todo lo que escribe pues están equivocados. Para una persona con talento reducido, como él, no tuvo otra opción que dedicarse cada minuto del día a escribir, aunque luego haya hecho lo que sabemos que hizo. Déjame decirte algo. No tiene nada que ver con Cíntora, aunque, si lo ves más a fondo, tiene todo que ver con él. Es una historia que repito todo el tiempo porque, como sabrás, no tengo ya nada más que contar. Hace años que no escribo nada, y ahora, no me apena decirlo, vivo del recuerdo y de no dejarme llevar por cierta locura que no pocas veces me ha tentado a pensar en un desenlace más funesto. Es una historia que he perfeccionado porque de tanto repetirla quizá sea verdad. Una saga familiar como cualquier otra, muy faulkneriana, muy shakesperiana, si quieres, muy trágica a veces. Yo no conocía a mi abuelo ni a mi madre. Él murió muy joven luego de que su jovencísima mujer diera a luz a su primogénita, mi madre. Mi abuelo era un tipo tranquilo. Trabajaba de sol a sol en una parcela que rentaba a un ejidatario riquísimo, al que pagaba una renta mensual fuera del precio real.









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