No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



martes, 31 de agosto de 2010

BERLINESA


Viví en el DF durante un periodo relativamente largo y que abarcó los años 1999-2002. Con 17 años salí de mi casa y es la fecha que no he vuelto. A los 17 presenté el examen de admision en la UNAM, con resultados más bien mediocres. Algunos compañeros de esa época se conformaron con quedar cerca, muy cerca, de la media de acceso, como si eso, el quedar cerca de los que sí aprobaron fuera suficiente para regresar a su pueblo de provincia y festejar. Sólo una compañera, que no era destacada ni nada por el estilo, logró colarse, estudiar relaciones públicas y llegar a ser publirrelacionista de Mexicana de Aviación, con los resultados que todos conocemos ahora. En esa época ingresé a la Universidad Autónoma Metropolitana, refugio sin par de todos aquellos que no quedamos en la UNAM. La Metropolitana tenía cierto renombre y la idea que yo estudiara en esa escuela motivó a mi padre a conseguir mi pase de la manera que fuera. La manera fue sobornar a cierto pariente que trabajaba como investigador en el área de Ciencias Políticas. Así ingresé a la UAM. El gusto, como verán, le duró muy poco a mi desolado padre.


A los sies meses de estudiar en la UAM, me di cuenta que prefería otras frivolidades que leer manuales de teoría literaria y cómo se debe redactar. Así que durante meses deambulé por todo el DF, sin presentarme a clases. Me gustaba meterme en barrios peligrosos o recorrer las zonas más pudientes de la ciudad; recorrí parques , plazas, tianguis, comí de todo y debo reconocer que ese periodo se convirtió en toda mi educación sentimental, mi canon de vida. Una de las zonas que más recorrí (y es mi preferida hasta la fecha) fue Coyoacán. Justo atrás del museo Frida Kahlo, había una tamalería cuya dueña era una alemana, viuda de un excéntrico mexicano que había vivido en alemania en los años sesenta y, cuando la fiesta terminó y despertó de su sueño de opio, marihuana y alcohol, se encontró en un país más jodido del que había dejado, y con una bella alemana que hablaba ni jota de español como complemento de ese fugaz peace and love.

Una tamalería en el DF no es cosa del otro mundo; pero una tamalería administrada por una alemana cincuentona, y que además había tenido la ocurrencia de llamar a su negocio Alexander Platz, haciendo referencia a la famosa plaza berlinesa, es cosa extraña. Por curiosidad llegué a esa tamalería. Los tamales, el champurrado y los panes eran, en verdad, exquisitos. Poco a poco me fui haciendo amigo de las empleadas del lugar, e incluso, meses después, tuve cierto encuentro sexual con una de ellas, una simpática muchachilla queretana de nombre Matilde. Por ella me enteré, después del conflicto armado que significó hacerle el amor (sus creencias eran un punto más que ridículas), que Herta, la dueña alemana, era una mujer de gustos extraños, aunque como patrona, según Matilde, era la mejor.

Cierta mañana, con el local vacío, Herta se puso a leer el periódico en una de las mesas. Era un periódico alemán o austriaco, que para el caso es lo mismo. Minutos después, dejó el periódico en la mesa y. a bocajarro, me preguntó con un español mejor que el mío y que el de millones de mexicanos: "¿No errres tú el novio de Matilde?". "No señora, soy amigo de Matilde nada más, y déjeme felicitarle por los tamales, son una delicia", repliqué. "Lo mismo que cualquierrr mexicano: evaden las rrrrespuestas imporrrrtantes. En fin. Me han dicho que vienes muy seguido, y yo pensé que errrra por Matilde. Ella es muy bonita y yo la quierrrrrro mucho, así que sé buen muchacho y cuídala", dijo. "No se preocupe, está en buenas manos", contesté. "¿No extraña su país, señora Herta?, pregunté, a bocajarro también. "No tanto como debierrra. Alamania esta lleno de nazifascistas de porquerrría. ¿Sabías que a mi padrrre lo matarrron en el 58 por negarrrse a testificarr a favorr de un nazi cabrón para el que trabajó durante la guerra, un tal doctor Obhler? Mi padrre fue parramédico durante la guerra, ayudó a salvarr a mucho alemanes buenos, no a esa porquerría de nazis. Y le pagaron con un tirrro en la cabeza. Yo tenía cinco años. ¿Qué estás leyendo?. preguntó al ver mi edición recién comprada de El tambor de Hojalata, la gran novela de Gunther Grass. "Vaya, al chico de gustan las..., cómo dicen los mexicanos, ah: las emociones fuertes" dijo con con sonrisa de oreja a oreja que dejó ver sus grandes dientes manchados por tabaco y café. "Vente mañana y te voy a contarrr una historrria verrídica, la historia de ese cabrrón hijo de puta nazi por el que murió mi padre. Vas a ver que Grass, ese vejete afeminado y traidor (fue nazi durante la guerra, aunque ahorrra la niegue) no tiene nada qué haceerr al lado de Obhler.

Llegué al otro día a la misma hora, y Herta estaba sentada en la misma mesa, con un periódico alemán o austriaco, café y tabaco en mano. Para fines prácticos, y porque mi memoria no es tan fiel y se me escapan datos quizá importantes, reconstruyo las palabras de Herta, en la primera vez que tuve que platicar con ella, de ese tal doctor y tenienteObhler, agente de la SS.



El teniente Obhler reveló la fotografía en su cuarto oscuro. Unas manos minúsculas y engarzadas entre sí por una cinta metálica salieron de la instantánea. Arriba, en su casa, se escuchaba tenuemente la Octava sinfonía de Mahler. No hacía mucho rato había cenado. Su mujer gustaba de sentarse en su más cómodo sillón y disfrutar de la Octava de Mahler. Al teniente Oblher lo tenía sin cuidado Mahler. Prefería la fotografía como elemento catártico en su vida, única distracción luego de jornadas maratónicas planeando la forma más adecuada de que el Ejército alemán saliera indemne de la inminente derrota. Las manos eran manos comunes, que no decían nada de la persona. La cinta metálica que lacerabas las muñecas daba la sensación de cierta disposición de entrega, algo que el Teniente no tenía muy claro. Desde hacía algún tiempo el Teniente Obhler estaba obsesionado con fotografiar mano y pies de todo tipo. Más de quinientas fotografías adornaban su estudio, algo en verdad impactante si tomamos en cuenta que muchas de las manos y pies estaban en un estado lamentable. Detestaba fotografiar pies y manos perfectamente estilizados y limpios, probablemente calzando zapatos italianos exclusivos (como era común en su círculo social), botas relucientes, babuchas importadas, botines ingleses o guantes con una pequeña esvástica en los dos botones de oro mandados hacer en las mejores tiendas del Tercer Reich; prefería salir a la calle y tomar instantáneas de gente común, indigentes o, cuando sus obligaciones lo permitían, avanzar hasta el campo de concentración de judíos más próximo (Auschwitz y Dachau eran los más visitados) y, valiéndose del salvoconducto que su alto rango le otorgaba, seleccionar a los judíos y gitanos más paupérrimos y fotografiarles sus deplorables manos y pies. Era cuidadoso en su selección. Elegía a los judíos y gitanos más flacos y sucios, muchos con los pies carcomidos por hongos, sin uñas, con los dedos cercenados o deformes (apreciaba mucho aquellas manos ateridas de artritis) y con infecciones que no tardarían mucho en matarlos. Obhler gastaba mucho dinero en cada una de sus visitas a los campos de concentración. Tenía que pagar a una buena cantidad de soldados deleznables y avaros para que lo dejaran trabajar en paz. Además que no simpatizaba con las SS, cuestiones políticas que no lo apartaban de su gran amor por la nación alemana. Necesitaba por lo menos tres solados que lo ayudaban a enganchar a los judíos a una plancha metálica que otorgaba a Obhler un ángulo de referencia envidiable y desde donde había conseguido sus mejores imágenes. Los soldados tenían que manipular a los judíos a los caprichos cada vez más excéntricos de Obhler, que, decidido perfeccionar su técnica y obtener in situ lo mejor de sus pírricos modelos, mandaba a traer más y más judíos a los cuales les cortaba la garganta con su sable si éstos no resultaban lo suficientemente atractivos para el ávido ojo del Teniente. Después de todo, los soldados pensaban que el Teniente le hacía un favor al Reich al eliminar judíos y pagar por ello era, creían, una estupidez que sólo a un bávaro snob se le hubiera ocurrido, por muy Teniente que fuera. Después de la selección, cámara en mano (una Leica del 30 que Obhler había decomisado a un viejo fotógrafo judío polaco durante la concentración del ghetto de Varsovia) Obhler se dedicaba a extraer lo mejor de cada uno de los minutos que pasaba encerrado en esa bodega poco iluminada y ruinosa.


"Bueno, chico, es tarde, otro día te cuento el resto de la historia, a lo mejor te sale un buen cuento con ella ¿no?", dijo Herta, dando por terminada la conversación del primer día.






































domingo, 29 de agosto de 2010

LOS DEMASIADOS DIAS


Así como la vida es un parpadeo, hijo, así los demasiados días que pasé sin ti fueron como un polvorón de niebla donde nada ocurría. Todo estaba estático hasta que apareciste tú. Tú moviste algo, hijo, diste sentido al gastado juego de la soledad, encausaste el camino del río de mi vida, ya agotado y turbio, grisáceo y oscuro, por donde nadie navegaba, por donde nadie -salvo tu madre- se atrevía a cruzar. Y ahora en mis brazos eres minúsculo y eterno, pero fuerte por dentro, decidido en tu interior. Abarcas no sé que riesgos para mí, no sé qué enigmas; estableces un criterio donde la razón no existe y el amor y el dolor y la angustia de protegerte se convierten en obsesión indistinta. Hay ciertos límites, y tú, para mí, no dispones de ninguno. Hace rato, durante la larga espera de tu llegada, entre olores sépticos y caras largas, decidí que en ti me vería reflejado. Entendí -oh manía de padre de joderte la vida con mis impertinencias desde ahora- que serías la parte más importante de mí, mi mejor obra, el non plus ultra de lo que mis magras fuerzas pueden dar. No sé. Quisiera escribirte más. Tengo un largo nudo atorado en mi garganta. Una lastimera voz me dice que mejor calle. Te prometo escribirte cien mil cartas, una para cada día de tu vida. Prometo no aburrirte. Todo lo que soy, esa mínima parte de mí que no es nada, te ama. Todo esto pasa por mi cabeza, hijo mío, mientras el taxi que me lleva a nuestro hogar se lleva un alto y la radio sintoniza una insulsa canción de James Blunt que me ha hecho llorar.

A mi hijo, que nació el día de hoy a la una de la tarde.

viernes, 27 de agosto de 2010

BLUR O LA IMAGEN BORROSA


Blur es un grupo inglés (Colchester, 1989), integrado por Damon Albarn (unos de los creadores del concepto "Gorillaz") y Graham Coxon que estuvo en activo hasta 2002. Sin Blur, el pop-rock británico sería impensable, o cuando menos diferente al que conocemos ahora. Rescato "Coffe & T.V.", excelente sencillo del album 13.

sábado, 21 de agosto de 2010

NUESTRA MEJOR GUÍA EN EL DESFILADERO


Todos tenemos nuestro poeta maldito predilecto, aquel que nos desvela en las noches y nos hace admirarlo y, durante un tiempo que puede ser corto o prolongarse por años, llegar a considerarlo como un oscuro hermano gemelo, un hermano gemelo que nos conduce, con los ojos cubiertos por un velo de ingenuidad, hacia el desfiladero. El mío es Jean-Arthur Rimbaud. Por causas desconocidas, Rimbaud ha sobrevivido -en predilección- a Henry Miller, Celine, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Bukowski y varios más que durante algún tiempo consideré como de mi propia familia. Eso fue antes. Antes, a los 17 ó 18 años, cuando la vida era un manojo de errores y el tiempo transcurría con la placidez y rapidez de un "faje" escolar. Rimbaud ha persistido y de vez encuando me veo releyendo mi vieja edición de Una temporada en el Infierno y me veo emocionarme con las anotaciones que hice al libro hace más de diez años, y que son de una ingenuidad pasmosa. Y Rimbaud persiste.
Me veo leyendo una biografía de Rimbaud, durante el largo trayecto de Tlalnepantla a Iztapalapa, todos los días, y subrayar episodios que me gustaban, como este: "Es posible que Rimbaud, a los dicisiete años, en plena construcción poética, haya decidido abandonar todo por ese estigma que significa no comprender la realidad". Me veo con el cabello a la Robert Plant o a la Slash, con diecisiste años, morral al hombro, tenis sucios, pantalón raído, una chamarrita de mezclilla que era mi preferida y que el día que la dejé olvidada en un microbús que me llevaba al Centro lloré como niña; me veo con un libro de Rimbaud en ese largo trayecto hacia la nada o hacia el todo que representa un futuro incierto, pero que se abre ante uno porque a los diecisiste o dieciocho años uno tiene todo por delante y a veces es mejor ignorarlo para no dejar pasar esas instantáneas que no se repetirán jamás. Y Rimbaud persiste. Año tras años reaparece y me palmea el hombro con la sapiencia de un hermano mayor, un hermano/hijo pródigo que ha decidio dejar la casa y aventurarse hacia lo desconocido para regresar trasformado e ileso de la batalla triunfal de los años. Y esa trasformación somos nosotros mismos. Recuerdo una discusión sin importancia con mi madre, por la misma época, cuando me pidió que le leyera unos versos de ese poét maudit. Recuerdo un charla decisiva con un examigo de la Universidad cuando me presentó, a bocajarro, las Iluminaciones de Rimbaud. Recuerdo mi primer tatuaje y mis primeras borracheras con ese grupo de psuedopoetas más bien patibularios, fumando yerba en plena vía pública y bebiendo cerveza de la misma botella, hablando de lo que uno quisiera, felices y plenos como sólo pueden ser los jóvenes de dicesiciete o dieciocho años, sin nada en los bolsillos, robando libros, comiendo tacos en Fray Servando después de ver una película porno en el cine Nacional, caminando por ese DF que nos parecía tan pequeño para nosotros, y Mario "El Buda", cigarro en labio, recitando con voz estruendosa que espantaba a los cándidos peatones:

CIUDAD

Soy un efímero y no demasiado descontento ciudadano de una metrópoli creída moderna porque todo gusto conocido ha sido evitado en los mobiliarios y en el exterior de las casas así como en el trazado de la ciudad. Aquí no podríais distinguir las huellas de ningún monumento de superstición. La moral y la lengua están reducidas a su más simple expresión, ¡por fin! Estos millones de seres que no necesitan conocerse llevan tan pareja la educación, el oficio y la vejez que ese transcurso de sus vidas debe ser varias veces menor del que establece una loca estadística para los pueblos del continente. Hasta qué punto, desde mi ventana, veo nuevos espectros rodando a través de la espesa y eterna humareda de carbón, - ¡nuestra sombra de los bosques, nuestra noche de estío! - nuevas Erinias, ante mi casita de campo, que es mi patria y todo mi corazón, ya que todo aquí se parece a esto, - la Muerte sin lágrimas, nuestra activa hija y servidora, un Amor desesperado, y un bonito Crimen piando en el barro de la calle.
A. Rimbaud. 1870.

Y Mario y Alfredo y Ángel y Andrés (el único provinciano) y Cristina y Laura y Toño y Roberto y Sonia caminando por una sucia calle de la Ciudad de México, recitando, drogados y borrachos y felices sin tener que pensar en el mañana, sólo el ahora cuenta para esos jóvenes desheredados y valientes que se atreven a todo menos a callar y dejar que la vida los incluya, siempre con la mejor guía en el desfilarero.

miércoles, 18 de agosto de 2010

EL ICONOCLASTA ERUDITO


La Conjura De Los Necios es una disparatada, ácida e inteligentísima novela. Pero no sólo eso, también es tremendamente divertida y amarga a la vez. La carcajada escapa por sí sola ante las situaciones desproporcionadas de esta gran tragicomedia.
Ignatius J. Really es, probablemente, uno de los mejores personajes jamás creados y al que muchos no dudan en comparar con el Quijote. Más aún, es el antiprotagonista perfecto para una novela repleta de excelentes personajes, situados en la portuaria ciudad de Nueva Orleans, magistralmente definidos y que suponen el contrapunto exacto al gran Ignatius. Él es un incomprendido, una persona de treinta y pocos años que vive en la casa de su madre y que lucha por lograr un mundo mejor desde el interior de su habitación. Pero cruelmente se verá arrastrado a vagar por las calles de Nueva Orleans en busca de trabajo, obligado a adentrarse en la sociedad, con la que mantiene una relación de repulsión mutua, para poder sufragar los gastos causados por su madre en un accidente de coche mientras conducía ebria.
John K. Toole, consigue una crítica mordaz de una sociedad americana basada en la decadente clase media. Logra mantener el interés del lector (incluso mayor en una segunda lectura que en la primera) con un abanico de personajes a cuál más desagradable. No deja títere con cabeza y, a través de la tortuosa y enrevesada personalidad de Ignatius, da un repaso a la época que le tocó vivir en un tono de burla que contrasta con la triste visión de las vidas de los personajes retratados.
No encontramos únicamente una loca y angustiosa historia de crítica social, sino que el argumento engancha desde el comienzo. Momento en el que, como dice su protagonista, Fortuna hace girar su rueda hacia abajo y nunca sabemos cuál es la desagradable sorpresa que nos depara el destino. A partir de aquí, unas situaciones enganchan con otras, al igual que lo van haciendo los personajes, y se va formando una enorme bola de nieve que terminará estallando al final de la novela.
Tras terminar La Conjura De Los Necios, a sus 32 años, el autor intentó infructuosamente que la publicasen. Ello derivó en una profunda depresión que le condujo al suicidio. Gracias a la tenacidad e insistencia de su madre hoy podemos disfrutar de esta deliciosa obra galardonada con el Premio Pulitzer. También podemos encontrar publicada La Biblia De Neón, novela escrita cuando Kennedy Toole tenía 16 años.

domingo, 15 de agosto de 2010

CARTA



CARTA
Hay cosas innegables, Mayté, y una de ellas es el hecho imperdonable de que anoche decidiste marcharte. Me incomoda que lo hayas hecho en enero, cuando debiste haberlo hecho en diciembre, mes que, como todo mundo sabe, es el mejor para las despedidas. Quizá en diciembre yo hubiera tenido oportunidad para ponerme melancólico e intentar rogarte para que te quedaras –no te engañes: sería una mera simulación con el único fin de ponerle un poco de humor al gastado juego del te vas y regresas- y aferrarme a tu discurso amenazante que de tanto repetirlo se había convertido en un galimatías sin sentido. Pero no. No pude poner mis ideas en claro, salir a tomarme un trago para despejar mis pensamientos o hablar con Diego, que es como un terapeuta: tiene buen oído y si tomamos en cuenta que lo único que tengo que hacer es comprarle una botella de Ron, cobra más barato que un psicoanalista.
Tu partida no me tomó por sorpresa. Hace meses que venía pensando en la forma en que te marcharías, la forma infame de que por fin decidieras dejarme y quitarte un peso de encima. No soy un buen hombre, lo sé. Soy aberrante, huraño, antipático, ególatra. Sudo como perro y mi aliento es más que detestable. Tengo como adláteres a Diego y Yago, los tipos que más detestas en el mundo (aparte de mí, of course). Eso entre otras delicias más. Pero todo, todo, ya lo sabes. Desde que dejé la clínica mi carácter ha mejorado, acéptalo. He intentado modular mis explosiones gástricas, y he reducido la injerencia de alcohol a sólo unos tragos por semana. Estoy en vísperas de recuperar mi antiguo trabajo, y por si fuera poco intento administrar los bienes que me dejó mi padre al morir (que ha sido, hasta ahora, en quince años de matrimonio, lo único que te ha interesado de mí). Hablo de lo que ya sabes. Hablo sin recibir respuesta. Alterado –un poco- por esta borrachera infernal. La súplica de Malcolm Lowry ante el cadalso de la vida.
El mes pasado tuve la vaga sensación de que tu partida sería tal y como fue: sin más aspavientos que un saludo, un abrazo comprometido y el largo portazo que resonó en mis oídos en medio de un home run de Mike Piazza. Yo no esperaba nada más. Quizá un leve papelón ante mi reticencia por darte la pensión exagerada que pides (y más si sé que el dinero se lo entregarás a Enrique) y los preparativos para iniciar los trámites del divorcio cuanto antes. Decidí que esperaría a ver qué pasaba. Por eso inventé el viaje a Guanajuato. La verdad es que estuve encerrado una semana con dos prostitutas en un hotel de la colonia Roma, dilapidando una fortuna en room services, cocaína y favores sexuales. Fue el mismo Diego quien me avisó de tu accidente. ¿Cómo pudiste creer que asistiría al velorio de Jorge cuando ese hijo de puta no había hecho otra cosa que interponerse en nuestra relación? Además, ya tenía pagados dos días más de hotel. Jorge está muerto y tú y yo, no. Qué obsesiva eras con eso de las despedidas. Quizá te visite en el hospital. Quizá no. Recupérate, resiste, recuerda que el valor es lo único que cuenta en este mundo de mierda.
J & B.

martes, 10 de agosto de 2010

SUNSHINE NATALIE


SUNSHINE NATALIE
Supe de la llegada de Natalie Portman por la prensa. Un escueto comentario que informaba sobre la estancia de diez días para la filmación de Reds Lips en el centro y sur de la ciudad. Sentí una corazonada inmune a sentimentalismos. Dos horas después recibí una nota. La transcribo tal cual, para eso de los malos entendidos (la traducción es mía).

No he recobrado el sentido. Sigo anestesiada por todos esos flashes y micrófonos que me miran como una desconocida. Una mártir apiñonada a punto de ser empalada (o crucificada) por una turba violenta, desquiciada, que se pelea por llevarme de su lado, rasgarme la ropa, violarme y luego dejar mis restos a los perros. Soy un ser humano. Y, a veces, soy mejor persona que ellos. Vivo en una ciudad mundana y enorme y eso ya es bastante. Lidiar con gente sin escrúpulos que te escupe a la menor provocación y sin el menor respeto por tu intimidad, despojándote del último bastión de dignidad que te queda, te va mermando poco a poco hasta que dejas de confiar en ellos y tu cuerpo y tu alma se pierden en un intrincado callejón con varias salidas, ninguna de ellas la correcta, si tienes suerte de averiguarlo. Odiarlos es muy fácil. Pero amarlos, amarlos de verdad y sin restricciones conlleva a una suerte de acto ancestral, diríase mágico o alquímico, que vislumbras justo en el momento mismo de empezar a odiarlos. Ojalá pudieras venir al hotel, tomar algo, no sé, un tequila no me caería nada mal más tarde. Ya terminé la novela de Boullosa que me enviaste. No está nada mal, nada mal. Mary McCarthy y Eudora Welty y Susan Sontag juntas. Tal vez exagero. Esta maldita cocaína mexicana es una mierda. El mes pasado descubrí a Cloe Sevigny dormida en el baño del set, con una jeringa en el brazo. Lo siento. Cloe Sevigny es una mierda y el set y todo Hollywood es mierda. ¿Pasas a la diez? Prometo no morder.
N. P.

lunes, 2 de agosto de 2010

La conciencia de los elementos


LA CONCIENCIA DE LOS ELEMENTOS
Latinoamérica es como el manicomio de Europa. Tal vez, originalmente se pensó en Latinoamérica como el hospital de Europa, o como el granero de Europa. Pero ahora es el manicomio. Un manicomio salvaje, empobrecido, en donde, pese al caos y a la corrupción, si uno abre bien los ojos, es posible ver la sombra del Louvre.
Roberto Bolaño.

I
La ventana del cuarto me muestra un paisaje distante, irreconocible. La lóbrega calle adoquinada de la cual surgen pequeñas casas con techos de teja, dejan pasar la transparencia del cielo y su gris infinito. Pienso que en otras circunstancias (es decir: acompañado y sin frío) ese inmenso paisaje de donde nacen unas montañas cercanas blancuzcas me hubiera resultado bellísimo. Reviso las cosas. El orden es algo que me atormenta, y la inminente huida me ha vuelto más ordenando y precavido que de costumbre. Hace una semana que duermo con la ropa puesta para salir en el momento que lleguen. Fumo el último cigarro de la cajetilla aspirando el humo conjuntamente con la niebla que ya se interna completamente en el cuarto. Cierro la ventana y me dispongo a escribir una nota. Desisto del proyecto cuando siento el temblor inoportuno de mis manos y mi respiración entrecortada por lapsos que parecen interminables y que hacen que la obtusa realidad del cuarto se vuelva aprensible por la necesidad de no escuchar voces en mi cabeza que vienen de quién sabe dónde. Después de todo es cuestión de tiempo que lleguen. Me he mantenido oculto tanto tiempo que he perdido la capacidad para abstraer la realidad.
II
Monique se había ido una semana antes, dejando un frío recado en la mesa: “Me voy. Este encierro es para salvajes. Prefiero intentarlo, no darme por vencida. Hasta ahora tú me has metido en la cabeza que no hay nada que hacer. Pero ya no. Quiero luchar por mi vida. Allá tú si persistes en esto. Tenlo por seguro que te llevará al suicidio. Aunque quizá sea lo mejor”. Ahora, una semana después, ni siquiera puedo ir a la tienda a comprar cigarros y licor. Juego con el revólver, indeciso. El tiempo se ha hecho una eternidad inalcanzable e inabarcable el todos los elementos que la componen; las mañanas se estiran durante todo el día, sin respetar la sucesión temporal, la realización del tiempo predestinado a extinguirse. Todo es mañana, luz y negación.
“El encierro equivale a no pensar en nada o pensar sin pensar”, me dijo alguna vez Sean Grant, quien estuvo encerrado tres años en un campo de concentración vietnamita. Pero Sean ya está muerto y yo debo pensar para no acabar loco. Paso las mañanas completas fumando y dibujando siluetas de mujeres desnudas en sucias servilletas que voy guardando en un viejo libro de las exposiciones de Braque, imaginando cómo sería enfrentarme a ellos cara a cara, entender sus argumentos, contestar sus insultos. “La realidad no es difícil de entender si el ser humano comprende sus puntos vitales. Si eres libre acéptalo y vive como tal; si estás encerrado hazte a la idea que no depende de ti salir, digo, salvo si te crees Clint Eastwood y te da por fabricar tu salida como en La fuga de Alcatraz”, Sean dixit. Pero ¿dónde están los puntos vitales? Debo mantenerme ocupado. Los primeros días no fueron tan difíciles: había suficiente vodka y suficientes pastillas para mantener mi mente en blanco. Borracho y drogado todo el tiempo, la única distracción fue escuchar melancólicos blues que sintonizaban en una vieja estación universitaria. Al mes de mi encierro, Monique llegó. “Hay dos opciones: dos boletos de avión a Buenos Aires, documentos falsos y algunos dólares, o quedarnos aquí más tiempo. La primera equivale a exponernos y dejarles el campo libre para que nos agarren y luego la Organización se lave las manos. La segunda nos asegura un poco más de tiempo para pensar qué hacer. Ya ves que en quienes confiamos nos han traicionado. Ya sabes que estoy contigo hasta el final”, dijo.
III
Con Monique ya no fue tan aburrido. Ella me ayudaba a sobrepasar las friísimas noches en ese pueblo enclaustrado en las faldas de la montaña y rodeado de iglesias antiquísimas. Ella dictaba mi forma de pensar en casos de extrema paranoia. Nos emborrachábamos por las tardes, y ya de madrugada, azuzados por el frío, nos metíamos en la cama y hacíamos el amor. Su cuerpo encima del mío, moviéndose de arriba abajo como una necesidad de unión que ni el frío ni el temblor de los labios ni el gemido orgásmico podían reprimir. Todo se había convertido en un círculo concéntrico: lo que estaba afuera existía, sí, pero existía para nosotros como una mera reciprocidad que no afectaba el íntimo universo que íbamos creando. Pero el dinero se acabó y el universo resultó ser una especie de abismo en donde Monique y yo nos precipitábamos día tras día. Ya no fue gracioso buscar en los entrepaños las últimas sobras de comida; buscar debajo del colchón colillas de cigarro y, en la hondonada nocturna, desesperados por el tedio de vernos todo el día mientras cada quien buscaba una intimidad que reflejara nuestra endeble existencia y representara aún más nuestra calidad de seres sometidos a la ductibilidad del destino, cuando ya la crisis por un vaso de vodka acentuaba nuestras constantes riñas por situaciones nimias (del descuido por haber tirado un plato de sopa, los reproches por las frazadas no compartidas, los libros que Monique cuidaba como su fueran una de sus extremidades –las Ficciones de Borges, El hombre unidimensional de Marcuse y una antología de relatos de Anaïs Nin- y que yo despreciaba de la misma manera que comenzaba a despreciarla a ella) y el aire se fue contaminando paulatinamente de una aspereza incontenible. Las pláticas y las borracheras se hicieron más esporádicas, hasta que Monique se marchó.
IV
En el fondo de una maleta que Monique dejó, encontré una edición de Le nouvel Observateur que escribía sobre “los cuerpos de los conocidos terroristas franceses Jean-Phillipe Sourin y Monique Lautrec, al servicio de Al Qaeda, que en enero pasado habrían puesto la bomba que matara a cuatro senadores estadounidenses durante una visita de estado a Colombia, han sido encontrados dentro de una cajuela de un automóvil Bentley abandonado en una colonia populosa de Ciudad de México. El Gobierno americano reclama los cuerpos y ha mandado agentes del FBI para ayudar en las investigaciones. El gobierno francés ha enviado una comisión diplomática”. Fue imposible que estas circunstancias me obligaran a salir. Podría tratarse de una estratagema bien planeada por parte del gobierno para obligarme a abandonar mi ratonera. Una vez fuera, ahí estarían ellos esperando como lobos hambrientos su presa. Mientras tanto la soledad se hace asfixiante. Consumido hasta el hartazgo, lejos ya de una postura que me permitiera dilucidar mi postura y mi escape, lo único que me queda es esperar.
V
El buró con algunos libros, las cortinas cerradas por miedo a la luz. La inocua alteración de los minutos, partícipes de la monotonía silenciosa que aterra mis nervios. Vuelvo a jugar con el revólver, tomándolo y girándolo sobre sí mismo. Monique debe estar lejos si no la han atrapado aún. La luz entra por un agujero delator en el techo, haciendo un recorrido vertical que ilumina tenuemente el librero sin libros y una acartonada copia de un cuadro de Frida Kahlo. Me asomo por la ventana: las montañas, impávidas, esperan el estertor de la ventisca que se aproxima. No deben tardar. Anhelo un cigarro y un buen vaso de vodka para calmar mis nervios. Vuelvo a jugar con el revólver: un ruido, como un chillido, sale del movimiento y lo detengo. Maquinalmente, casi sin pensarlo, descorro las ventanas y abro la ventana de par en par: la niebla entra de lleno, como el humo que se dirige al único sitio donde encuentra salida. En la calle, un par de niños llevan, a lomo de mula, una pesada carga de troncos. Los niños me miran y aprietan el paso. Palpo mi rostro: hace cuatro meses que no me rasuro y una profusa barba cubre mi rostro. Un minuto, tal vez dos. Escucho voces y pasos afuera que se instalan en mí con la aceleración de mi movimiento cardiaco. A contra luz logro ver una sombra. Giro nuevamente mi revólver. La sombre se acerca, lentamente, hacia mí.
Julio de 2010.