Comparto con algunos la idea de que el mejor trabajo del mundo es ser detective privado. Un detective que no teme a nada (es decir, que teme a todo pero oculta tan bien sus sentimientos que es difícil rastrear en el rostro su angustia) y que es capaz de meterse en una bodega llena de mafiosos y salir incólume, encender un cigarrillo francés, acomodarse el abrigo, ladearse el sombrero y, si está a la mano, plantarle un beso a una mujer del tipo de Ingrid Bergman o Mary Astor. Ese tipo sería, obviamente, alguien como Humphrey Bogart o Cary Grant. Desde hace algunos años me he dado a la tarea de leer literatura policiaca por el simple placer de no saber qué pasará y también por el placer que me causa resolver el misterio (o en este caso sería mejor decir crimen) antes que el autor, cosa que rara vez sucede. Por lo regular las obras policiales (para complacer a Borges) son malas obras y, salvo contadas excepciones, se aprecian obras que revitalizan el género. La literatura policial, iniciada con Poe, Chesterton y Conan Doyle, y llevada a la exacerbación estilística y temática con Dashiell Hammet, Raymond Chandler y Chester Himes, entre otros, ha derivado a últimas fechas en un alegato contra el sistema judicial del país de la obra en turno al mostrar la inutilidad del sistema democrático, la impunidad, el asesinato a mansalva por mafias y la mala elección de la forma de vida del policía (quien ha tomado el lugar del detective privado). Y casi nadie se salva de este alegato posmoderno: desde las tramas sutiles y brutales de Henning Mankell, pasando por las tribulaciones metafísicas de los personajes de Paul Auster, y, en nuestro idioma, las novelas y relatos de Elmer Mendoza y Eduardo Antonio Parra, quienes nos muestran al Norte del país asolado por el narcotráfico y orillados autocrearse una dependencia por los gringos, y con un sistema político que todo lo puede y todo lo corrompe. De cualquier forma, no deja de añorarse un poco al detective privado clásico, aquellos del tipo de Dupin y Sam Spade. Escribí algo sobre un detective que desearía ser yo, pero irremediablemente, ante la imposibilidad práctica, me conformo con ficcionarlo.
APUNTES DE OFICIO
Sigo a la mujer todo el día. Es una rutina precisa, de manías inalterables, a través de centros comerciales y cafeterías. Se detiene en una tienda de ropa. Observo sus movimientos y tomo notas. Es meticulosa para escoger los artículos que compra; con sumo cuidado levanta las prendas del aparador, las mide sobre su cuerpo calculando el tamaño de su vientre en el vestido, las nalgas voluptuosas en unos jeans. Paga en efectivo y sale. Yo, por supuesto, al margen, pero cerca, lo más cerca que puedo de su cuerpo fatal. Entra en una cafetería de moda del centro de la ciudad. Una cafetería discreta, diremos, sin mayor emoción que una sutil selección bosanova. Pide una mesa al fondo del lugar, entre un ventanal y una vulgar fotografía de Madonna en bragas. Me instalo a tres mesas de ella. Ordena un americano y cigarros. Ordeno un americano y cigarros. La veo fumar, echar el humo y, por momentos, hacer aros que se disipan tan pronto han salido de sus labios. Disfruto mi café con regocijo. Disfruto de observarla, de relacionar hechos sin importancia con aquellos que definen mi línea de investigación. Suena mi celular. Nada importante, algún recordatorio, una cita frustrada, un pago pendiente, qué más da. Por momentos pienso que no encuentro ninguna conexión que corrobore mis pesquisas. Pero la conozco bien, eso me tranquiliza, porque no tengo que atribuirle ninguna cualidad que no hubiera descubierto ya. Es una mujer de escasas alteraciones, actos que se suceden como en una mala obra de teatro. ¿Cómo justificarla? ¿En dónde encontraría ese punto de ruptura capaz de hacer vacilar al carácter humano? Hace un movimiento brusco, deja unos billetes en la mesa y sale. Me apresuro y salgo tras ella. Por momentos la confundo con los transeúntes que atiborran la calle; pero aparece, ligeramente aparece y se oculta, y en la calle se oyen gritos feroces, llamados de voces apagadas que no entiendo porque vienen de muy lejos. Después de varias calles, se detiene y entra a un videoclub. Revisa el catálogo y después de pensárselo por varios minutos elige tres películas. No alcanzo a leer los títulos, pero en una de ellas aparece el rostro de Woody Allen, ese rostro blancuzco martirizado hasta el cansancio por unos feos y enormes lentes de carey que empequeñecen sus ojos tristes pero distraen una calvicie prematura. Sale del videoclub. Avanzo tras ella con mi cuaderno de notas bajo el brazo. El repliegue de la gente me parece extraño, y ella avanza, sigue sin detenerse ante los aparadores de marcas europeas o las marquesinas de los teatros que se asoman sin control por esta zona tan activa de la ciudad. Minutos después toma un taxi. Inmediatamente sé a dónde se dirige. Abordo uno y, maquinalmente, doy la dirección. La casa está hacia el final de la calle. El mal gusto con que está decorada la fachada provoca risa. La mujer toca el timbre y una señora entrada en años pero ridículamente vestida sale a recibirla. Hablan durante breves segundos y la señora se interna en la casa. Sale al cabo de un rato interminable. Entrega un sobre a la mujer y vuelve a desaparecer. La mujer camina en dirección contraria a la casa. Desde el taxi observo que abre el sobre y guarda unas hojas en su bolso. En la primera esquina que encuentra, para un taxi. Se vuelve sobre sí y me lanza una mirada cómplice. Disimulo no haberla visto, pero el contacto visual es inevitable. Me ofusco un poco pero tengo que reponerme cuanto antes y seguirla. La sigo. El taxista cómplice comienza a hacerme preguntas estúpidas sobre si la mujer era mi esposa y yo buscaba encontrarla in fraganti con su amante para partirle la madre. Le pido que se calle y se dedique a conducir. Cuando quiere bajarme del taxi le muestro la .45 que llevo en la pistolera y se queda mudo. La mujer nos lleva un buen tramo, y le pido al taxista que se apure. Lentamente el velocímetro comienza a subir. Estamos tan cerca de ella que puedo verle claramente la larga cabellera negra. Fuma un cigarrillo y saca el humo discretamente por la ventanilla del taxi. Minutos después se estaciona el taxi. Ella baja rápidamente, paga al taxista y se pierde en la entrada de una pastelería. No me detengo a pagarle al taxista y este se va de inmediato. Cuando entro en la cafetería ella me esta esperando. Tarde o temprano pasaría, me digo. Me llama a la mesa, donde ya tiene dos americanos y dos rebanadas de pastel de coco decorados con una cereza en medio. Me siento a su lado. Su perfume es extravagante. Un incómodo silencio. Me mira y sonríe, abre la boca y enseña sus dientes perfectos. Fuma. Me pregunta: ¿desde cuándo? Hace diez días. Un Ah lanzado con desdén, una desconfianza absoluta cuando saca un cigarro y yo me apresuro a encendérselo. Un Pierdes tiempo como idiota que resuena en mi mente. Siento que me observan, vuelvo la cara y un tipo de sombrero me señala con el dedo. Ella niega rotundamente: un ¿ves que todos somos cómplices de algo?
Sigo a la mujer todo el día. Es una rutina precisa, de manías inalterables, a través de centros comerciales y cafeterías. Se detiene en una tienda de ropa. Observo sus movimientos y tomo notas. Es meticulosa para escoger los artículos que compra; con sumo cuidado levanta las prendas del aparador, las mide sobre su cuerpo calculando el tamaño de su vientre en el vestido, las nalgas voluptuosas en unos jeans. Paga en efectivo y sale. Yo, por supuesto, al margen, pero cerca, lo más cerca que puedo de su cuerpo fatal. Entra en una cafetería de moda del centro de la ciudad. Una cafetería discreta, diremos, sin mayor emoción que una sutil selección bosanova. Pide una mesa al fondo del lugar, entre un ventanal y una vulgar fotografía de Madonna en bragas. Me instalo a tres mesas de ella. Ordena un americano y cigarros. Ordeno un americano y cigarros. La veo fumar, echar el humo y, por momentos, hacer aros que se disipan tan pronto han salido de sus labios. Disfruto mi café con regocijo. Disfruto de observarla, de relacionar hechos sin importancia con aquellos que definen mi línea de investigación. Suena mi celular. Nada importante, algún recordatorio, una cita frustrada, un pago pendiente, qué más da. Por momentos pienso que no encuentro ninguna conexión que corrobore mis pesquisas. Pero la conozco bien, eso me tranquiliza, porque no tengo que atribuirle ninguna cualidad que no hubiera descubierto ya. Es una mujer de escasas alteraciones, actos que se suceden como en una mala obra de teatro. ¿Cómo justificarla? ¿En dónde encontraría ese punto de ruptura capaz de hacer vacilar al carácter humano? Hace un movimiento brusco, deja unos billetes en la mesa y sale. Me apresuro y salgo tras ella. Por momentos la confundo con los transeúntes que atiborran la calle; pero aparece, ligeramente aparece y se oculta, y en la calle se oyen gritos feroces, llamados de voces apagadas que no entiendo porque vienen de muy lejos. Después de varias calles, se detiene y entra a un videoclub. Revisa el catálogo y después de pensárselo por varios minutos elige tres películas. No alcanzo a leer los títulos, pero en una de ellas aparece el rostro de Woody Allen, ese rostro blancuzco martirizado hasta el cansancio por unos feos y enormes lentes de carey que empequeñecen sus ojos tristes pero distraen una calvicie prematura. Sale del videoclub. Avanzo tras ella con mi cuaderno de notas bajo el brazo. El repliegue de la gente me parece extraño, y ella avanza, sigue sin detenerse ante los aparadores de marcas europeas o las marquesinas de los teatros que se asoman sin control por esta zona tan activa de la ciudad. Minutos después toma un taxi. Inmediatamente sé a dónde se dirige. Abordo uno y, maquinalmente, doy la dirección. La casa está hacia el final de la calle. El mal gusto con que está decorada la fachada provoca risa. La mujer toca el timbre y una señora entrada en años pero ridículamente vestida sale a recibirla. Hablan durante breves segundos y la señora se interna en la casa. Sale al cabo de un rato interminable. Entrega un sobre a la mujer y vuelve a desaparecer. La mujer camina en dirección contraria a la casa. Desde el taxi observo que abre el sobre y guarda unas hojas en su bolso. En la primera esquina que encuentra, para un taxi. Se vuelve sobre sí y me lanza una mirada cómplice. Disimulo no haberla visto, pero el contacto visual es inevitable. Me ofusco un poco pero tengo que reponerme cuanto antes y seguirla. La sigo. El taxista cómplice comienza a hacerme preguntas estúpidas sobre si la mujer era mi esposa y yo buscaba encontrarla in fraganti con su amante para partirle la madre. Le pido que se calle y se dedique a conducir. Cuando quiere bajarme del taxi le muestro la .45 que llevo en la pistolera y se queda mudo. La mujer nos lleva un buen tramo, y le pido al taxista que se apure. Lentamente el velocímetro comienza a subir. Estamos tan cerca de ella que puedo verle claramente la larga cabellera negra. Fuma un cigarrillo y saca el humo discretamente por la ventanilla del taxi. Minutos después se estaciona el taxi. Ella baja rápidamente, paga al taxista y se pierde en la entrada de una pastelería. No me detengo a pagarle al taxista y este se va de inmediato. Cuando entro en la cafetería ella me esta esperando. Tarde o temprano pasaría, me digo. Me llama a la mesa, donde ya tiene dos americanos y dos rebanadas de pastel de coco decorados con una cereza en medio. Me siento a su lado. Su perfume es extravagante. Un incómodo silencio. Me mira y sonríe, abre la boca y enseña sus dientes perfectos. Fuma. Me pregunta: ¿desde cuándo? Hace diez días. Un Ah lanzado con desdén, una desconfianza absoluta cuando saca un cigarro y yo me apresuro a encendérselo. Un Pierdes tiempo como idiota que resuena en mi mente. Siento que me observan, vuelvo la cara y un tipo de sombrero me señala con el dedo. Ella niega rotundamente: un ¿ves que todos somos cómplices de algo?
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