No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



jueves, 23 de septiembre de 2010


ERRANCIAS
A mi hijo.

Aldo supuso que el amor era una especie de errancia nocturna, una batalla campal que sólo involucra espectros que aparecen muy de vez en cuando entre el polvo y la niebla de la medianoche y recorren los lugares menos esperados buscando escarbar en nosotros y mostrarnos aquello que no somos. Aldo entendía perfectamente esto pues en su vida los sinsabores amorosos habían estado a la orden del día. Aldo, por supuesto, era un arrogante que entendía que la educación sentimental se aprende en una novela de Flaubert o viendo dramones lacrimales de Meg Ryan. Aldo no quería repetir los mismos errores de su padre, que lo había concebido cuando él –su padre- no llegaba a los diecisiete años. Era imperdonable para él la vacuidad de una vida medrada por una carga no consensada, aun cuando la carga fuera el propio Aldo. Después de todo, pensaba, la simple emanación de semen es capaz de fecundar cualquier óvulo insurrecto, y este acto, el fecundar, se explica en términos de alto y siga: querer o no querer, esa es la gran duda, my dear Shakespeare.
Como cualquier adolescente, Aldo tenía pretensiones que lo llevaban a valorar su estadía en este planeta. Algunas noches, después de escuchar los acordes melódicos de Arcade Fire Aldo se contagiaba de una extraña emoción, desempolvaba su guitarra, tocaba dos o tres acordes, se jalaba los cabellos, tomaba lápiz y papel (si por lápiz y papel se entienden una vieja Mac) y escribía una larga y eufórica carta a Win Butler en donde lo ponía en su lugar: no no no: el ritmo Mr. Butler: el rito Mr. Butler: la presencia de un clarividente parido desde el principio de los tiempos, Mr. Buttler: siento que su música no la entiendo: Mr. Butler: ¿por qué no regresar al principio?
O el cine. Aldo sumaba a su larga lista de fracasos creativos la incendiaria idea de abrir un videoclub donde el único miembro fuera él. No era cuestión de egotismo sino una simple apreciación de los principios básicos (y animales) de los seres humanos: defensa de su territorio. A Aldo le gustaba recordar la cada vez más borrosa noche que su abuelo, viejo patán y tacaño donde los haya, le regaló su colección de películas pornográficas. Fue ahí donde Aldo conoció por vez primera los beneficios de la exploración autoerótica. Recuerda el rostro sibilino de una actriz italiana (Il tremolar della marina) que fungía las veces máquina del tiempo: cada gemido, cada gesto, era una representación de épocas pasadas. Aldo tiene prisa por descubrir el mundo. Inagotable, inabarcable, su propia vida es el reflejo de una época fácil y mezquina.

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