El 11 de septiembre de 2001 me tocó el DF, luego de una larga noche de parranda con unos primos. A las ocho de la mañana miraba, horrorizado, cómo el mundo occidental se venía abajo. ¿Es verdad? ¿Cuánta culpa tiene Estados Unidos por los ataques a la Torres Gemelas? ¿No habría que preguntarnos que tras años y años de ignominia, represión (les suena Corea, Vietnam, Centroamérica) e injerencia en asuntos que no les competen, alguien tendría alguna vez los huevos de plantarles un par de aviones kamikazes y derribarles sus obras-símbolo? No todo está podrido en Estados Unidos. Su música, su literatura, su arte, su cine están más vivos que nunca. Que su política es una mierda ya lo sabemos, pero no todo está podrido. Aún se puede respirar en esa mañana aciaga entre el polvo y la locura, la muerte que rodea Manhattan, atraviesa Central Park y se posa encima del Puente de Brooklyn con toda autoridad para ser testigos del día donde Occidente cambió.
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