VISIÓN DEL ESPACIO GEOGRÁFICO
Durante un instante, Mateo recordó una tarde apacible de marzo junto a una palmera y una botella de ginebra. Pensó que necesitaba unas vacaciones urgentes. El semáforo en rojo lo ponía de malas y le hacía pensar en una casa en alguna playa olvidada de México, apartada de toda civilización. Una casa con palmeras en el patio y una hamaca colgada de manera que por ratos recibiera pequeñas dosis de sol y por ratos la sombra y la brisa marina. No podía mucho. Entre sorbo y sorbo de ginebra con agua de coco on the rocks corregiría sus textos, un cigarro de vez en cuando clamaría su ansiedad. Tenía pendiente un relato sobre el Bicentenario –un tema que había leído en unas crónicas de 1811 de un tal Román Méndez de Romay, escribano, y que aludían a la supuesta injerencia de Manuel de Perea y Belmonte, corregidor de Guadalajara, en la captura de Hidalgo- y le intrigaba el desatar el nudo de la trama que había armado en pocos días. La resolución era el problema. Mientras tanto, Mateo maneja su Volkswagen en pleno centro de la ciudad entre olores de fritangas, smog, y una apetecible turista –no puede precisar de qué país- que se traviesa cuando el verde peatonal no se ha puesto todavía.
Mi nueva llave desarma al más bragado. Varios la han probado y les juro que no salen meados, qué digo meados: cagados, porque muy dentro de ellos hay algo de macho mexicano todavía. La destazadora se debe de aplicar en el momento adecuado; no es una llave que cualquiera pueda ejecutar, yo mismo tardé varios años y varios brazos rotos antes de poder perfeccionarla. Mi método es simple: aquel cabrón que me quiere poner a ras de lona, conducirme por el camino de la lucha grecorromana y dominarme con braceos y muñequeos difíciles, cintura pegadita a la lona, rostro que roza la aspereza del cuadrilátero, ya se lo cargó la chingada: me muevo más rápido, anticipo sus movimientos y los agarro por la cintura y de una vuelta brutal los reviento en el aire. Qué bonito es escuchar el bufido de esos sin nombre que piden clemencia cuando los tengo agarrados por el gañote como figurillas que se mueven con el viento. Pero en la Arena no hay viento: sólo la multitud que corea mi nombre y las palmadas y los gritos como diciendo crucifícalo, crucifícalo no valen nada, el hedor de sus sudores (el miedo, como es sabido, desprende un olor fétido que se puede percibir a grandes distancias; de ahí que los perros lo perciban) apuntando en dirección contraria.
Durante un instante, Mateo recordó una tarde apacible de marzo junto a una palmera y una botella de ginebra. Pensó que necesitaba unas vacaciones urgentes. El semáforo en rojo lo ponía de malas y le hacía pensar en una casa en alguna playa olvidada de México, apartada de toda civilización. Una casa con palmeras en el patio y una hamaca colgada de manera que por ratos recibiera pequeñas dosis de sol y por ratos la sombra y la brisa marina. No podía mucho. Entre sorbo y sorbo de ginebra con agua de coco on the rocks corregiría sus textos, un cigarro de vez en cuando clamaría su ansiedad. Tenía pendiente un relato sobre el Bicentenario –un tema que había leído en unas crónicas de 1811 de un tal Román Méndez de Romay, escribano, y que aludían a la supuesta injerencia de Manuel de Perea y Belmonte, corregidor de Guadalajara, en la captura de Hidalgo- y le intrigaba el desatar el nudo de la trama que había armado en pocos días. La resolución era el problema. Mientras tanto, Mateo maneja su Volkswagen en pleno centro de la ciudad entre olores de fritangas, smog, y una apetecible turista –no puede precisar de qué país- que se traviesa cuando el verde peatonal no se ha puesto todavía.
Mi nueva llave desarma al más bragado. Varios la han probado y les juro que no salen meados, qué digo meados: cagados, porque muy dentro de ellos hay algo de macho mexicano todavía. La destazadora se debe de aplicar en el momento adecuado; no es una llave que cualquiera pueda ejecutar, yo mismo tardé varios años y varios brazos rotos antes de poder perfeccionarla. Mi método es simple: aquel cabrón que me quiere poner a ras de lona, conducirme por el camino de la lucha grecorromana y dominarme con braceos y muñequeos difíciles, cintura pegadita a la lona, rostro que roza la aspereza del cuadrilátero, ya se lo cargó la chingada: me muevo más rápido, anticipo sus movimientos y los agarro por la cintura y de una vuelta brutal los reviento en el aire. Qué bonito es escuchar el bufido de esos sin nombre que piden clemencia cuando los tengo agarrados por el gañote como figurillas que se mueven con el viento. Pero en la Arena no hay viento: sólo la multitud que corea mi nombre y las palmadas y los gritos como diciendo crucifícalo, crucifícalo no valen nada, el hedor de sus sudores (el miedo, como es sabido, desprende un olor fétido que se puede percibir a grandes distancias; de ahí que los perros lo perciban) apuntando en dirección contraria.
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