CUATRO HISTORIAS (I)
El ascenso económico de Venancio Salvador fue tan trepidante que era común pensar que su fortuna se debía a negocios ilícitos. En pocos años había pasado de ser capataz de un rancho ganadero a convertirse en un acaudalado exportador de ganado Cebú con intereses en otros estados. Su ostentación no tenía límites: en tres meses se paró una casa de cuatro plantas en un terreno cercano, una mansión que dejaba boquiabierto a más de uno. Comenzó a comprar camionetas, mandó a sus hijos a universidades en el norte del país, y portaba un armamento de cadenas, esclavas y anillos que convertían sus minúsculas manos en un muestrario viviente de joyas. Así durante varios años. Venancio Salvador le hizo la vida imposible a los más ricos del pueblo al grado de quitarles varios negocios millonarios de ventas de sementales a una compañía española. Todos sabíamos de sus relaciones con narcos michoacanos. Salvador controlaba buena parte del flujo de narcóticos, armas y secuestros en el sur de Veracruz. Luego, como para entrar al negocio lícito, Salvador invirtió una millonada en sucursales de tiendas Oxxo. Su fortuna creció, al grado de financiar la campaña de un conocido diputado federal. Se hablan de cincuenta millones, aunque pueden ser más. Su hijo se recibió en Administración en el TEC de Monterrey, y comenzó a llevar las cuentas de sus más de veinte tiendas Oxxo. La prosperidad era notoria. En la boda de su hijo, Salvador sorprendió al pueblo con una fiesta de tres días en donde desfilaron grupos de la talla de El Recodo, El Buki y Los Tigres del Norte. Llegaron el gobernador del Estado, diputados, empresarios de distintos rubros, narcos que si no lo eran cuando menos simulaban serlo. Un domingo, mientras Salvador almorzaba en un conocido restaurant con su hijo, su yerno y su brazo derecho (un tipo salido de quién sabe dónde pero que no se despegaba de Salvador ni para ir al baño, siempre con una .45 en la pistolera), cinco tipos bajaron de una Suburban, rodearon el restaurant, uno de ellos se acercó a la mesa y vació el peine completo de una cuerno de chivo. Venancio Salvador murió al instante. Su guarura alcanzó a sacar su .45 y lanzó tres disparos; una ráfaga de cuerno de chivo, por detrás, le quitó la vida. Romeo Salvador, el hijo, salió ileso escondiéndose debajo de la mesa. Un tipo con pinta de guacho se lo llevó de los pelos y lo subió a la Suburban. Después de cinco meses y un pago de veinte millones de pesos, los tipos indicaron el lugar donde había semienterrado el cuerpo. La viuda de Venancio Salvador reconoció el cuerpo (o lo que quedaba de él). Seis meses después murió de cáncer. El menor de los Salvador, Nacho, regresó de Canadá y se hizo cargo del menguado negocio familiar. Reinició los contactos que su padre había establecido, pactó con el Cártel de Sotavento y siguió en el negocio desde una línea que priorizaba la diplomacia a las balas, error que le costaría la vida. Cuando un tercer cártel quiso expandirse más allá de lo permitido, Nacho los enfrentó con argumentos territoriales convincentes desde su perspectiva, pero ineficaces para gente acostumbrada a arreglarlo todo a balazos. Nacho Salvador fue levantado al salir de una fiesta familiar y durante meses su viuda recibió partes de su cuerpo.
Andrés López.
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