Tengo unos días en mi estado natal -Veracruz- y nada más llegando me he enterado de que por acá la violencia es, como en casi todo el país, el pan diario. Levantones, asesinatos, decapitados, tablazos, violaciones son tan cotidianas que es imposible que estos temas sean la charla del café vespertino de un pueblo que hasta hace no mucho tiempo era pacífico. Me asusta. Me asusta que personas que yo conocía ahora formen parte de las filas eclécticas de crimen organizado. Me asusta que conocidos hayan sido secuestrados y sus cuerpos encontrados días después en un piñal inhóspito. Me asusta que violen y mutilen niñas y las abandonen a su suerte en baldíos paupérrimos. Veracruz ha dejado de ser el edén que cantaba Agustín Lara para convertirse en una plaza peleada por el crimen organizado. Una especie de paraíso perdido miltoniano. Un refugio para narcos y secuestradores. Una tierra donde la ley la hacen las balas y no la democracia. Balaceras en el Puerto de Veracruz, Xalapa, Coatzacoalcos, Poza Rica. Muertos en cajuelas de automóviles, en tambos de aceite, en fosas clandestinas. He rescatado este relato de Julián Herbert publicado en Letras Libres, y lo reproduzco acá con permiso de nadie porque no sé a quién perdirle permiso. Espero lo disfruten tanto como yo.
A. L. S.
M. L. ESTEFANÍA
POR JULIÁN HERBERT
Al oeste de Laredo
Tenía 40 años y fumaba entre 20 y 30 piedras semanales cuando me convertí en Marcial Lafuente Estefanía. A 120 el ziploc más las monedas que dejas para el refresco en cada compra, do the math. Ni el reportero de nota roja más corrupto de la capital del estado podría mantener semejante tren de vida. Lo sé porque ese reportero era yo.
Empezaba a fumar concluido mi turno. Lo hacía acompañado de un mp novato o de los patrulleros en día franco que a veces reciben muestras gratuitas del material puesto en plaza. Cualquiera de ellos tenía redaños para frenar antes de que saliera el sol. Yo no; me colgaba 24 horas seguidas. Un buen jalón te dura entre 5 y 10 minutos. Si quieres mantener la calma debes pegarte a la lata de aluminio como si fuera un biberón y limpiar las perforaciones con una aguja cada tanto y conservar siempre un Marlboro encendido: la sabiduría del basuquero radica lo mismo en el ritmo de la inhalación que en la exacta administración de la ceniza.
Rara vez lograba cumplir mi horario laboral. Cuando me despidieron del periódico telefoneé en busca de ayuda a mi compadre Esquivel, alcalde de un pequeño municipio fronterizo. Me preguntó:
–¿Qué sabes hacer?
Le ofrecí, pensando en el centenario, una charla sobre el periodismo durante la revolución mexicana. Se carcajeó.
–¿Tú crees que a mis ranchys wanabís de texano les importa una mierda la revolución?... A estos háblales mejor del Libro Vaquero. Y ¿por qué de tu antigua chamba no?
Eso último me estaba vedado.
–Capaz que La Gente me arrima unos tablazos –dije.
Le pedí un par de días para buscar otro tema. Al cabo sugerí, de nuevo en el teléfono:
–Puedo hacer algo que resulte popular: hablaré de Marcial Lafuente Estefanía. Allá en la frontera todos lo conocen, y muchos argumentos de sus libros están basados en el teatro de los Siglos de Oro.
Esquivel, que tenía experiencia en el showbiz, reformuló:
–Pero echemos una mentirita: a partir de hoy, tú eres Marcial. Te presentas portando en cartuchera un Remington que voy a regalarte y vienes vestido de vaquero, yo me encargo: por ahí tengo un Boss of the Plains, a ver si te queda. Te pagaré cinco mil pesos más viáticos. Te patrocino de mi erario la primera charla y luego, si funciona, le vendemos una gira a la sep a través de alguien a quien conozco.
Me dio pánico piratear al autor de más de 3 mil novelas vaqueras; ¿y si nos demandaban?... Pero me urgía tanto el paco que acepté –no sin antes rogar a Esquivel que depositara esa misma tarde un anticipo a mi cuenta bancaria.
La primera función, realizada a un kilómetro escaso del río Bravo en un solar de tierra suelta equipado con templete de cemento, resultó muy concurrida. No existe un alma pura al este del Bolsón de Mapimí y al oeste de Laredo que no haya leído al menos un librito del autor de El terror de Cheyenne. El éxito se debió en parte a la publicidad ideada por mi amigo: carteles en fondo negro con tipografía a colores aqua y fucsia como los que usan para promover a los gruperos.
Yo también me lucí. Recité de memoria los mejores pasajes de La caricia de los colts, caminé de un lado a otro del escenario blandiendo el micrófono como un revólver, conté chistes hurtados al repertorio del legendario Cronista de Saltillo y adaptados a los diálogos de Clint Russell en Primero el deber... Me aplaudieron horrores. Concluido el evento firmé pilas de libros editados por Brainsco –la mayoría deshojados y rotos y más de uno con manchas asquerosas. Al final sudaba frío: la malilla me estaba aniquilando. Esquivel (a quien previamente y por honor entre ladrones informé de mi vicio) me envió con un chofer de presidencia a conectar en un restaurancito de la carretera Ribereña, casi llegando a Ciudad Acuña. Mientras pagaba el producto y preparaba la lata y encendía la ceniza y aspiraba y aguantaba el humo en los pulmones contemplando a lo lejos en el aire las maniobras de un helicóptero de la marina, editorialicé mentalmente sobre lo mucho que ha cambiado mi país: desde que empezó la guerra, es más sencillo y lucrativo montar un expendio de cocaína que abrir un Oxxo.
Ojalá nunca hubiera pensado eso.
La ruta de los sin ley
Mi compadre Esquivel era un político que sabía nadar en agua sucia. Se inició como líder de las Juventudes del pri y aprovechó esta posición para extorsionar a la cnc a fin de que le nombraran –sin haber sido nunca campesino– presidente del comisariado ejidal de Fraustro, un importante cruce ferroviario. Durante décadas, Fraustro había incorporado a sus tradiciones el robo hormiga: los habitantes sobornaban a garroteros y maquinistas a cambio de una o dos de las lavadoras que transportaban los vagones desde la cercana fábrica Cinsa. Esquivel revolucionó este ámbito al asociarse con el edil de General Cepeda para asaltar hasta un tren por semana extrayendo cargamentos íntegros. Cuando la policía federal tomó cartas en el asunto, mi amigo abandonó junto a los rieles un camioncito con logos municipales lleno de electrodomésticos hurtados y se dio a la fuga.
Mientras anduvo prófugo se diversificó: sobornó para obtener concesiones de taxis, creó una agencia de promoción grupera asociada a Servando y Chito Cano, coordinó campañas electorales tras bambalinas... Pasada más de una década y calmadas ya las aguas en torno a sus aventuras de comisario y forajido, alzó la mano para competir en las elecciones municipales de su pueblo natal. El pri dijo que no. Al enterarse del desaire, representantes del pan y el prd se aliaron para ofrecerle la candidatura. Él, desde luego, aceptó. Mató dos pájaros de un tiro: ningún actor político creyó conveniente hacer referencia a su pasado negro. Su triunfo en las urnas fue aplastante.
Un tal Camargo, chofer de la flotilla de taxis propiedad de Esquivel, surtía de mariguana y cocaína a la maestra Bonilla, importante figura del snte en el noreste. Al paso de los años, el conductor y la lideresa cultivaron alguna intimidad. Camargo nos presentó con ella. La maestra se interesó en nuestro proyecto y, cobrando un par de favores, consiguió que la sep nos ofreciera un extraordinario contrato a través de su programa de fomento a la lectura: 100 charlas de M. L. Estefanía en escuelas rurales y centros de enseñanza abierta. Un presupuesto total de 1 millón 360 mil pesos de los cuales a mí me tocarían 250 mil más iva, 500 mil limpios serían para la maestra Bonilla y lo restante menos gastos operativos le correspondería a Esquivel.
–No te atormentes –dijo este último cuando, deprimido yo a causa del síndrome de abstinencia, expresé mis escrúpulos–. No se trata de fraude: nos desenvolvemos en la zona gris que permiten la educación y la cultura posmodernas. La muerte del autor y todas esas mamadas de las que hablas en tus presentaciones.
–¿Y el soborno a Bonilla?
–No es soborno. Son usos y costumbres.
Esquivel pidió licencia al cabildo para separarse temporalmente de su cargo: había decidido proteger su inversión acompañándome en toda la gira.
250 mil pesos por cuatro meses de trabajo no es un salario despreciable. Especialmente si la jornada laboral dura menos de dos horas. Pero el dinero se esfuma cuando eres una estrella de rodeo. A Esquivel le gustaba la tablita. Podía pasar días enteros yendo al privado con las bailarinas. Yo lo acompañaba porque en los sitios que él solía frecuentar siempre consigues una raya cuando menos. Entre ambos solventábamos los gastos y el salario de Camargo, quien por instrucciones de la maestra se nos había unido en calidad de guardaespaldas y chofer. Camargo era muy alto y fornido y era joven: unos diez años menor que nosotros. Pero la panza cervecera y la calvicie prematura lo avejentaban.
Nuestras drogas eran todo salvo escasas. Siempre hallamos un putero encendido a deshoras y una esquina con un adolescente de mochila negra que despachaba polvo y piedra (en ocasiones sin haberse despojado aún del uniforme escolar). No era raro que mis expendedores dijeran, levemente sombríos ante mi atuendo civil que incluía prendas de Dockers y Girbaud:
–Usted es el pistolero que dio la conferencia en la mañana, ¿no?
Asentía y, levantándome la Levi’s de mezclilla, mostraba fugazmente el vetusto revólver 1875 Remington Army Outlaw de acción simple que Esquivel me obsequiara y que por pura paranoia llevaba siempre al cinto, el cilindro cargado de viejas balas de plomo corto y pólvora negra adquiridas a través de un anticuario en Monclova. A cambio de ese gesto, los chicos me avituallaban con las rocas más gordas de su bolso.
En Sierra Mojada, donde una vez cantó Ángela Peralta y sin embargo no hay taxis, obedecí las instrucciones de un minero senil: “siga nomás el riel camino a La Esmeralda; por ahí lo alcanza mi nieto con su vicio”. En San Pedro, una darketa country me escoltó (sin aceptar propina por deferencia al forastero) hasta la esquina de los dílers, situada en una calle con nombre de poeta a dos cuadras escasas del Ayuntamiento. En Boquillas del Carmen –un lugar de la sierra al que debimos arribar en avioneta y que colinda al norte con el parque Big Bend– vinieron a recibirnos todos los niños del pueblo.
–Es que casi nunca ven el avión –se disculpó el director de la escuela rural–. Nada más lo escuchan aterrizar o despegar por las noches.
En Viesca tuve un encuentro que a la postre resultaría providencial para mí. Salía de la Casa de la Cultura tras una de mis charlas (llevaba puesto aún el atuendo de gunman) cuando una Lobo de cristales negros se frenó abruptamente a mi lado. Casi me cago en los pantalones. El chofer bajó la ventanilla. Era un hombre en sus primeros treintas, rubio, vestido de negro y con lentes de sol.
–¿Qué pasó, profe?
Luego de unos segundos lo reconocí: había sido mi alumno de periodismo unos 15 años atrás en una infame escuela de diseño gráfico que a la postre fue clausurada por falta de registro. Recordaba sus rasgos pero no su nombre.
–Pues aquí, talacheando. Ando en una gira de conferencias.
–¿Vestido de payaso de rodeo?
Quise ofenderme. Pero algo en el bloque de oscuridad brillante que era su mirada tras los lentes de sol me hizo intuir que, con los años, el chico indisciplinado y burro que conocí se había convertido en un ser tersamente aterrador.
–Así me lo pidieron... –me justifiqué.
Sonrió.
–Ta bueno, pues. Que le vaya bien, profe.
Subió la ventanilla y aceleró la Lobo.
Lo que más arruinó las finanzas de Esquivel fue la presencia de Violeta Valladares, una estríper nicaragüense avecindada en Sabinas a quien Camargo y yo rebautizamos como Violeta la Violenta. Se nos unió a mitad del viaje. Era idéntica a Lucía Lapiedra aunque tal vez un poquito más chaparra. Una noche estando solos ante la mesa de un restaurant (Esquivel había ido al baño) se lo dije:
–Eres idéntica a Lucía Lapiedra.
Me miró con rencor y escupió dentro de mi vaso.
–Qué dijiste: la puta imbécil me regala una mamada si le aviento un buen piropo.
En Cuatro Ciénegas debió enterarse a través de la tele o el internet del modo en que, tras ligarse a un locutor deportivo, Lucía Lapiedra dejó atrás su carrera porno, se casó, ganó un reality show y se transformó en la popular Miriam Sánchez Cámara. Eso sí la excitó: me invitó de noche a nadar en Los Mezquites y me concedió el obsequio que en principio me negara.
Vivíamos en un paraíso hecho de templetes, micrófonos estropeados, vestuario anacrónico y espléndidos paisajes. Pero el dinero se agotaba. Esquivel lo sabía mejor que nadie porque en una pausa de la gira (parábamos en un motel de traileros cercano a Sacramento) llegó a mi habitación con un fólder lleno de copias fotostáticas que arrojó sobre la cama.
–Tengo una idea para seguir ganando dinero –dijo–. Solo necesitamos un buen diseño y tu voz de barítono.
–¿Qué es esto?
–Datos. Números telefónicos, estados de cuenta, domicilios. Todos a nombre de mujeres.
–¿Y luego?
–Yo ya hice lo mío. Ahora tú vas a amenazarlas por
teléfono. Les dices que somos un comando armado y estamos a la vuelta de su casa. Que las vamos a ejecutar a menos que nos entreguen cierta suma de dinero.
Sin darme tiempo a protestar, Esquivel depositó junto al fólder un envoltorio de crack del tamaño de un limón.
–Considéralo tu anillo de compromiso –dijo sonriendo, y salió del cuarto.
La casita en la pradera
Es más difícil de lo que parece. Lo primero –esto no lo aprendí de ningún delincuente sino de un sobrino mío que trabajó en telemarketing– es contar con un guión sin fisuras. Escenarios: “si el prospecto de cliente responde x, aplique el inciso 3. Si el prospecto de cliente actúa y, siga al pie de la letra los pasos que se detallan en el inciso 7”.
–Buenas tardes, señora.
Casi siempre son ellas quienes contestan.
–Habla el comandante Marcial Lafuente Estefanía, de la policía federal. Estamos dándole seguimiento a una denuncia realizada desde este número telefónico.
El objetivo central es evitar por cualquier medio que se corte la llamada.
Al principio trabajábamos muy suelto: transitando por carretera entre dos funciones de nuestro show western, atrincherados en los baños de una gasolinera de camino u hospedados en moteles con la tele muteada en los canales porno... Conforme el negocio prosperaba, notamos la conveniencia de montar una oficina. Esquivel se agenció un destartalado jacalito en el ejido La Pócima, a medio camino entre Cuatro Ciénegas y San Pedro de las Colonias. Nos mudamos en cuanto concluyó la gira.
–¿Está segura de no haber hecho usted la llamada?... Me informan del área de comunicaciones que tenemos grabada una voz de mujer.
La mayoría de los mexicanos es genéticamente incapaz de distinguir a un delincuente de un policía, por eso es tan efectivo este sistema de interrogación. Buscando explicaciones como si estuviera pensando en voz alta, el prospecto de cliente proporciona los datos esenciales que dentro de unos minutos permitirán que se le extorsione: cuántas personas viven en la casa, qué edades tienen, cuáles son sus horarios, cuántos empleados domésticos hay... En días buenos y con un interlocutor parlanchín es posible obtener hasta el color de la casa, los nombres de pila de los niños y los modelos de automóviles que maneja la familia.
En La Pócima no había electricidad. Pasábamos las noches bajo la luz de dos quinqués. De día el paisaje que circunda la carretera 40 es una joya de pliegues: montañas verdes y azules, dunas blancas, cantiles de roca madre expuesta que parecen manos de gigantes brotando de la región de los muertos para dar de puñetazos al sol. Pero de noche la belleza se suspende: no hay sino fría negrura y un viento sabor a grava.
El jacal era de block sin enjarrar, techos de lámina de cartón y junturas armadas con durmientes ferroviarios hurtados a los N de M por el antiguo dueño de la propiedad. Era una construcción grande pero de una sola pieza. Tenía una puerta de madera quebradiza que daba diagonalmente hacia el asfalto de la carretera y, de cara a la llanura blanca y terrosa, un gran boquete que hacía las veces de ventanal. Para procurarnos alguna intimidad, colgamos un pedazo de sábana en la ventana a modo de cortina y apilamos cajas blancas de archivo muerto que Esquivel trajo de su alcaldía para crear la ilusión de una casa con dos ambientes. Al fondo, en lo que podría llamarse la segunda habitación, colocamos un par de catres sobre los que dormíamos por turnos. Al frente, bajo el ventanal, un elegante futón anaranjado; era de Violeta y solo podías usarlo con su autorización. Muy cerca del futón una gran mesa de trabajo con los directorios, cuadernos de notas y celulares desechables. Por último, milimétricamente centrado ante la puerta como si hiciera guardia, un viejo y pesado escritorio de fierro propiedad de Esquivel.
Nunca devolvimos la Suburban que la maestra Bonilla nos prestó para la gira. Camargo tenía en ella un dvd player en el que veíamos viejas películas de los Almada, Enemigos a muerte o los partidos de la Champions grabados ex profeso para nosotros por un barman de San Pedro. Algunas noches nos aventurábamos a visitar los téibols de Torreón. Casi siempre los encontrábamos desiertos. La ciudad vive en estado de sitio desde que el gobierno concesionó la plaza a Los Señores, abriéndole la puerta a la guerra entre estos y el cártel que controla Durango. El río Nazas se convirtió en una frontera de sangre. Día y noche se escuchan tiros al poniente de la avenida Colón. La zona del Mercado de la Alianza, otrora corazón de la alegría más sórdida, es hoy un pueblo fantasma. Dicen leyendas urbanas que los muchachos que se atreven a comprar drogas en Gómez o Lerdo, al otro lado del río, amanecen cadáveres.
–Sabemos a ciencia cierta que la denuncia salió de su teléfono. Mis muchachos perdieron dos camionetas y a uno de ellos lo arrestaron. Así que dígame por favor cómo le vamos a hacer para resarcir estas pérdidas.
Tienes que revelarte justo cuando el prospecto de cliente parezca más confundido. Lo mejor es usar frases breves que combinen dramatismo, parquedad y violencia sin subir aún el tono al nivel de la histeria.
–¿Sabe cuál es la última letra del alfabeto? Esos somos nosotros, señora.
Estamos apostados a la vuelta de su casa esperando instrucciones.
Esquivel ordenó que portáramos permanentemente un arma corta. Él se compró un revólver Smith & Wesson 686, niquelado y con cachas de madera color marrón. A Violeta le obsequió una cursísima e inútil Lorcin calibre .25 de empuñadura color de rosa. Camargo usaba desde siempre una manoseada semiautomática .38 Super que a fuerza de ser engrasada había adquirido una pátina grisácea. A mí me ofrecieron una hermosa Beretta Cougar pero la rechacé: preferí conservar mi viejo Remington de utilería.
Aunque de vez en cuando cambiábamos de roles, las funciones que cada quien debía cumplir dentro del organigrama estaban claramente definidas. Esquivel llevaba la logística, la administración y el orden del día; era el cerebro de la operación. Camargo proveía transporte, se encargaba de las compras y la vigilancia y fungía como correo de los catálogos de clientes potenciales. Las listas salían de alguna oscura coordinación de enseñanza privada de la sep y nos eran remitidas por la maestra Bonilla. Yo era el rostro (mejor dicho la voz) de la empresa: encargado de ventas. Violeta la Violenta cumplía la misión para la cual resultaba más útil su belleza vulgar: cobranza. Recibíamos el dinero a través de money orders depositadas en distintas sucursales de Western Union o Banco Azteca. Mientras yo trabajaba al cliente desde un celular desechable, Esquivel coordinaba desde otro aparato los movimientos de nuestra novia.
Comenzamos a compartir abiertamente los amores de Violeta Valladares casi al final de la gira. Para sorpresa mía y de Esquivel (él ya sospechaba de lo nuestro: me confrontó durante una eufórica parranda en el Rincón del Montero), no solo estaba liada con nosotros sino también con Camargo. A Esquivel la situación no le hizo gracia pero tampoco se lo tomó muy a pecho. Acordamos que Camargo y yo le retribuiríamos parte de lo que pagó por ella a los lenones que la vendieron en Sabinas y, a partir de ahí, compartiríamos entre los cuatro las ganancias de nuestro telemarketing salvaje. Camargo propuso sellar el pacto con una sesión de sexo grupal. Él acabó con Violeta y Esquivel conmigo. Nunca lo repetimos ni volvimos a mencionar el asunto.
–No se le ocurra asomarse, pinche vieja pendeja, o se la carga la verga. Desde aquí la estoy viendo: un paso más y le ametrallo los putos vidrios, culera.
Lo más delicado es saber administrar la histeria. Aunque perdí a la mayoría de mis clientes, me considero un maestro en ese arte peculiar. Hay un momento en el que tienes que empezar a gritarles, a dirigirles las palabras más soeces de tu repertorio, a hacerles sentir que su vida para ti no vale nada. Esto no es complicado. Lo peliagudo es convencerlos, a una distancia de mil kilómetros, de que estás a las puertas de su hogar y los tienes en la mira.
La mayoría cuelga el teléfono a los primeros gritos. Tienes que hacer 15 o 20 llamadas para amarrar una venta cuando mucho. Con eso basta: si endiosaron al pánico puedes exprimirles hasta el último centavo. Solo hay que mantenerlos en la línea durante los engorrosos trámites bancarios. Puede durar un par de horas. Los telefonemas fallidos, en cambio, te roban 10 minutos: piece of cake.
Para mantenerme lúcido y violento, alternaba la marcación de cada número con tanques de humo de piedra. Al principio la angustia de fumar la siguiente ración era tanta que en un par de ocasiones me orilló a perder una venta ya hecha. Una vez tenía a un hombre montado en su coche y entre el tráfico, de camino al banco. Le dije:
–No aceleres tanto, cabrón. Te estoy viendo.
–Pero si estoy en un semáforo...
Y colgó.
Poco a poco aprendí a usar mejor mis cartas. A fumarme la soda entre frase y frase sin que el sonido de mi respiración se colara a la bocina. A usar el manos libres como una invisible pantalla de videojuegos atroces. Una vez llegué a cerrar dos tratos de 40 mil pesos cada uno entre las ocho de la mañana y la una de la tarde del mismo día. Esa jornada me consagró entre la pandilla como el más veloz cowboy del celular.
No me juzguen a mí: es la misma estafa que antes se hacía ofreciendo jugosos premios a cambio de tarjetas telefónicas. Yo no voté por el cambio. Yo nada más cambié el guión de la estafa para adaptarla al país que ustedes eligieron.
Lástima que las cosas no eran así de dulces todo el tiempo. Por las noches, luego de dormitar un par de horas para reponerme de la temblorina que deja el crack, me sentía un vulgar violador hijo de puta que se ponía con las mujeres porque le daban miedo los hombres. Si era mi turno y estábamos de humor, fornicaba con Violeta al descampado o dentro de la Suburban. Procuraba hacerlo muy suavemente, con toda la ternura de la que fui capaz, pensando siempre solo en su comodidad y su placer. Era mi manera de pedirles perdón a las mujeres que había ultrajado durante el horario laboral. Mi trabajo me producía la misma sensación que fumar piedra: gozaba hasta el éxtasis reteniendo el aire pero en el instante de expeler me consumía de horror. Mis colegas se burlaban porque siempre, de madrugada, despertaba llorando en medio de una pesadilla en la que torturaba a mi difunta madre metiéndole por la boca el caño negro de mi revólver.
Primero plomo, después cáñamo
Me está vedado escribir su nombre. Los llamamos Los Señores. La Compañía. La Gente. Los Patrones. Son (al este del Bolsón de Mapimí, al oeste de Laredo) la ley de quienes tomamos la ruta de los sin ley.
Camargo nos lo advirtió desde el principio:
–No hay que andar a la brava. Uno tiene que avisar.
No hicimos caso. Yo elegí frívolamente pensar que no era asunto mío: la decisión le correspondía a Esquivel. Él por su parte optó por la discreción y el fuero. Había vuelto a cumplir (al menos en el papel) funciones de alcalde. Estaba en buenos términos con los gobiernos estatal y federal. Nos instruyó a todos para guardar un estricto secreto acerca de nuestro giro. Pero una Suburban parqueada en medio de una carretera semidesierta y el hecho de encargar a un barman de pueblo la grabación en dvd de todos los partidos de la Champions son cosas que no pueden ocultarse. Fue así como dieron con nosotros.
Ni siquiera se tomaron la molestia de esperar la noche. Serían las 4 de la tarde. Principios de noviembre. El sol pegaba duro pero hacía viento. Esquivel dormitaba con las piernas sobre su escritorio y el Boss of the Plains echado sobre el rostro. Violeta leía tendida bocarriba en su futón. Yo había hecho una pausa entre llamada y llamada para jalar tanques de piedra sentado en un catre detrás del muro de cajas de archivo muerto. Camargo, que estaba afuera vigilando con prismáticos desde la Suburban ambos extremos de la carretera 40, entró corriendo al jacal sujetándose con la mano izquierda la gorra beisbolera. Desde antes de trasponer el umbral gritó:
–Licenciado. Licenciado. Viene un mueble sospechoso por el lado de San Pedro. Una Pathfinder cobalto, bien paradita. Polarizada. Trae el copete lleno de chimustretas de radiolocalización. Pa mí que es de La Gente.
Violeta y yo nos levantamos e hicimos el amago de saltar por la ventana.
–Calmados –dijo Esquivel, nervioso y todavía modorro–. A lo mejor no es nada.
Obedecimos.
–A lo mejor –dijo Camargo–. Pero esos muebles no se traen por este rumbo.
–A lo mejor sí son ellos pero nomás van de paso –insistió Esquivel.
–A lo mejor –respondió Camargo–. Pero no son sus andares: pasando Ciénegas hay un retén militar.
Esquivel extrajo el Smith & Wesson de un cajón y lo colocó sobre el escritorio, debajo de unos papeles. Camargo sacó su escuadra de la parte posterior de su cintura, le quitó el seguro y se apostó ante la puerta con el brazo derecho tras la espalda. Violeta se acomodó la Lorcin en el escote. Más por imitarlos que por convicción, me levanté, fui hasta la mesa de trabajo por el Remington y lo puse encima del catre.
–¿Cuánto efectivo traen? –preguntó Esquivel.
–Unos seis mil pesos –dije yo, que procuraba mantener en mi cartera billetes de sobra para el vicio. Violeta y Camargo no respondieron.
Esperamos. Fumé dos tanques, uno tras otro. Aún así me pareció que transcurría una eternidad. Finalmente escuchamos el vehículo. Poco a poco el motor redujo su marcha.
–Los amachino de una vez –dijo Camargo para nadie, dirigiéndose a la puerta todavía con el arma en la mano colocada tras su espalda.
–De ninguna manera –le ordenó Esquivel–. Vamos a negociar.
No se había apagado el motor del vehículo allá afuera cuando una bala transpuso la puerta y le pegó a Camargo en el hombro derecho, derribándolo tras hacerlo girar.
–Suéltala, puto –gritó una voz–. Suelten las armas.
Violeta y Esquivel ni se movieron. Yo aventé la Remington debajo del catre y me hice un ovillo sobre el suelo. Desde ahí, a través de la rendija que se formaba entre dos cajas de archivo muerto, pude ver lo que vino después.
Un hombre rubio, rapado, de camiseta negra y pantalón de mezclilla, transpuso la puerta. Lo reconocí enseguida: era mi antiguo alumno, a quien una vez me había topado en Viesca... ¿Cómo demonios se llamaba?
–Suéltala –repitió abriendo los brazos e inclinándose hacia Camargo. Se le notaba tranquilo.
Camargo obedeció e, hincado sobre el piso de cemento, puso en alto su mano sana.
El recién llegado apenas lo notó. Recogió del piso la .38 Super de nuestro chofer y se la guardó tras la cintura. Caminó confianzudamente hacia Esquivel mientras, detrás de él, otros dos hombres de camiseta negra y jeans azul oscuro flanqueaban la puerta apostados uno afuera y otro adentro. El de afuera tenía aspecto cadavérico y un bigotito ralo y llevaba una pistola. El de adentro, más viejo que los otros dos y con el escaso pelo entrecano, portaba un cuerno de chivo.
–¿Tú eres el alcalde? –preguntó mi ex alumno.
–Sí, patrón –respondió Esquivel–. Licenciado Esquivel, a sus órdenes –intentó ponerse de pie pero el otro, con un gesto distraído de su mano y la mirada atisbando el fondo del jacal, le ordenó que volviera a sentarse.
–¿Dónde está tu payaso de rodeo?
–¿Perdón? –dijo Esquivel.
–Profe –gritó mi ex alumno (¿cómo se llamaba?)–. Sal, profe.
–¿No quiere un coñaquito? –ofreció Esquivel intentando nuevamente levantarse del asiento–. Así negociamos más a gusto.
–No negoceo con espantos.
Mi ex alumno sacó su arma y disparó a Esquivel dos proyectiles. Ambos atinaron en el rostro. Esquivel cayó al piso con un puñado de papeles en la mano. La Smith & Wesson quedó al descubierto sobre el escritorio.
Violeta se levantó del futón y se sacó la Lorcin del pecho. Camargo dio un grito y, trabajosamente, huyó hacia el monte pasando con exasperante lentitud entre los dos rapados que cuidaban la puerta del jacal. Violeta alcanzó a hacer dos tiros: uno pegó en un quinqué y otro en el muro; luego la Lorcin se encasquilló. Mi ex alumno se abalanzó sobre mi novia, la cogió del cuello y la arrinconó con suavidad contra las cajas de archivo muerto detrás de las cuales yo me escondía. La abofeteó con el cañón de su arma y, con la otra mano, le encajó un puñetazo en el vientre. Por un momento fugaz, los ojos de mi ex alumno y los míos se cruzaron a través de la rendija de mi escondite.
Me enderecé y me moví un par de metros hacia la derecha con el cuerpo pegado al resto de muro que formaba el archivo muerto. Encontré otra rendija entre las pilas de cajas. Me asomé a través de ella. Vi al otro lado del ventanal a Camargo corriendo hacia una montaña lejanísima. Trastabillaba sobre la tierra blanca y suelta. Giré la vista a la izquierda desplazándome en torno a la rendija. Vi el modo en que el pistolero cadavérico, parado en el quicio de la puerta, centraba a Camargo con su arma. Disparó tres veces. Volví la mirada al ventanal y atestigüé cómo Camargo reducía poco a poco la marcha hasta caer de bruces.
Mi ex alumno arrojó a Violeta sobre el futón anaranjado y le dio la espalda. Hizo una seña al pistolero del ak-47: se señaló dos veces la barbilla. El subalterno dio dos pasos al frente y le vació a Violeta toda una lata de cuerno: 30 pichones. El aire se llenó de astillas y olor a cemento desmoronado. Mi ex alumno saltó detrás del escritorio de fierro que había sido de Esquivel para protegerse del cascajo y gritó:
–Con pistola, animal.
Pero la ráfaga había durado apenas unos segundos.
Luego hubo unos minutos de silencio.
Afuera el sol seguía pegando igual de duro.
–Sal, profe –dijo finalmente la cansada voz de mi ex alumno (¿cómo carajos se llamaba?)–. Soy el Checo. No te voy a matar.
Salí arrastrándome de detrás de las cajas de archivo muerto y me abracé a sus rodillas.
–No me mates, Chequito. Hazlo por caridad. Te juro que no fue mi culpa. Me dijeron que estábamos arreglados.
Una quemadura de hierro en la nuca me hizo respingar pero no solté las piernas.
–Así me gusta, cabrón, que respeten. Si yo nomás venía por el alcalde, hombre. A ustedes tres les iban a tocar puros tablazos.
Luego de una pausa, añadió:
–La vieja salió más macha que tú.
Ordenó a sus hombres que subieran los cuerpos de Violeta y Camargo a la Suburban. Luego instruyó a uno de ellos para que se deshiciera del paquete. El hombre partió al volante de nuestro antiguo auto en dirección poniente. Checo y el otro pistolero nos hicieron lugar en la Pathfinder al cadáver de Esquivel y a mí. Viajamos un rato hacia el oriente. Empezaba a oscurecer. Unos 20 kilómetros antes de Cuatro Ciénegas, nos metimos entre las dunas calizas. Me bajaron del vehículo.
–Ahora sí, mi rey –dijo Checo calándose unos guantes–. Ahora yo soy el que te va enseñar a ti, cabrón.
Me atizó con un barrote de madera. Primero en las nalgas y la espalda. Cuando quise levantarme y correr, me golpeó en los hombros y la cabeza hasta dejarme inconsciente.
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Pasé más de media noche tirado entre las dunas. El frío me despertó. Me levanté y, como pude, caminé hasta el pueblo. Llegué a la plaza principal ya entrada la mañana. Entré al restaurant del Doc y le supliqué al mesero que me permitiera usar su baño para lavarme la sangre. El hombre se apiadó de mí.
Tardé dos días en volver, de limosna y de raid, hasta mi ciudad. Llegando acá me enteré de que el cadáver de Esquivel había terminado en Monclova. Lo colgaron de alguno de los mil nuevos puentes vehiculares construidos por el gobierno del estado. Le pusieron un letrero sobre el pecho: Esto les pasa a los que no piden permiso. Al menos eso me contó un antiguo colega del periódico. La prensa y la televisión locales, siguiendo su criminal costumbre, no informaron ni media palabra del asunto. En los medios nacionales se habló solamente de la ejecución de un valiente alcalde fronterizo perpetrada por elementos del crimen organizado. De los restos de Violeta y de Camargo no volvió a saberse nada. La maestra Bonilla sufrió un atentado y desde entonces trae escoltas de la policía federal.
Yo dejé la piedra durante unas semanas. Luego volví: no tengo remedio. Ahora vivo con Karen, una yonqui chimuela 20 años más joven que yo. Nos mantenemos con una nueva vieja estafa: drogamos gente en los estacionamientos de los supermercados y les sacamos la cartera. Nos acercamos con cualquier pretexto (casi siempre lo hace ella) y les untamos belladona sobre la piel. Es una droga peligrosa. Para aplicarla sin padecer los síntomas, tenemos que cubrirnos de cera las yemas de los dedos antes de tocarla. Una vez inoculado al cliente, el remedio hace efecto en unos pocos minutos: desorientación, vista borrosa, parálisis parcial, mareos... Suena classy, ¿no? Muy a intriga de los Medici. La realidad es otra. No somos sino aves de rapiña. Ganamos una miseria que, por añadidura, debemos compartir con la policía municipal y los guardias privados de los malls...
Al menos alcanza para la piedra y aquí no hay garrotazos.
¿Orgulloso? Por supuesto que no estoy orgulloso. Escribo esta crónica sin nombre desde un lugar sin nombre y se la envío a un amigo pidiéndole que la publique con la única intención de confesarme: no soy Marcial Lafuente Estefanía sino el cobarde del condado. Desearía que no me juzgues con asco ni con odio. Después de todo, soy la encarnación de ese milagro por el que rezas cada noche: un forajido que decidió arrojar su revólver al suelo. ~
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