No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



jueves, 9 de junio de 2011

CUATRO HISTORIAS (IV)


CUATRO HISTORIAS (IV)

Somos un bípedo capaz de un sadismo indescriptible. Nuestra inclinación a la matanza, a la superstición, al materialismo y al egotismo carnívoro apenas ha cambiado durante la breve historia de nuestra residencia en la tierra.

George Steiner.

El periodo más fuerte de mi depresión duró alrededor de tres meses. Tres meses infernales, aunque cuando una está deprimida el tiempo pasa volando que apenas si puedes respirar. Yo no pensaba en mi depresión cuando estaba deprimida. Pensaba en morirme. Colgarme de una viga imaginaria que atravesara mi departamento y dejarme caer con una soga atada previamente a mi cuello. Oír el chasquido de mi cuello cuando se desprendiera de mi espina dorsal. Ir a la farmacia y surtirme de una buena vez de una cantidad considerable de ansiolíticos que para cuando quisiera reaccionar mi mente estaría en ese espacio indefinido llamado limbo. Soñaba con tener el cañón de una escopeta bien metido en mi garganta y apretar el gatillo y escuchar cómo mi cráneo se abre y la masa encefálica embarra el cielorraso azulado. Tener una navaja afilada y cercenar mis muñecas con paciencia de cirujana; beber la sangre que resbala por mis piernas y mancha mi bata CH y sigue su recorrido hacia la coladera del baño, no sin antes manchar mis pantuflas bávaras y echar a perder mi pedicure L’affaire. Intentar de todo, como en esa película de Bill Murray donde debido a un Warm Hole (me gustaría que fuera un Warm Hole, aunque en vedad no sé si lo es) el tiempo se repite y se repite hasta que el pobre personaje que hace Murray se da cuenta que está atrapado en un eterno retorno nietzscheano y decide matarse, utilizando el pretexto de robar a la mascota del pueblo (un bonachón y regordete castor) y conducir a toda velocidad hasta llegar a un desfiladero donde Murray cae junto con el castor, para después despertarse y encontrarse en el mismo sitio, y seguir así, repitiéndose, tirarse en la bañera y dejar caer un tostador, y seguir así: colgarse, y seguir así: aprovechar no la muerte sino la vida para conquistar a la mujer amada.

Nadie me visitó durante esos tres meses. Hilaria, la doméstica, se marchó al primer mes. Dijo que no podía ver cómo me iba consumiendo poco a poco. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarme y tirar a la basura a Pershing, el gato, luego de que el olor a pudrición hizo insoportable el departamento. Lo descubrí atrapado en una redecilla que servía para colocar la ropa sucia en el cuarto de planchado. Debió sufrir. Igual que yo. Apenas si comí durante ese tiempo. Bebía agua directo del grifo y sólo bajaba a la cocina para ingerir pequeñas cantidades de pan integral. Una vez salí a la calle a comprar provisiones pero fue todo. Pasé semanas sin bañarme. Todo el departamento olía a mierda –mi propia mierda depositada entre las sábanas y la alfombra- y a meados y a suciedad. Y hubiera muerto de no ser por Emilia Peñasco y Toño Cantú. Pero no hablaré de ellos.

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