No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



jueves, 9 de diciembre de 2010

El misterioso viaje de Mateo


En estas épocas navideñas, con los sentidos un poco abotargados por el sentimentalismo, y no teniendo nada que hacer por las tardes -salvo escribir planeaciones insulsas para mis clases diarias- me di a la tarea de escribir un cuento algo infantil, es decir, un cuento que mi hijo pudiera leer llegada la edad. O un cuento que todos los lectores de este blogg -y sobre todo para aquellos lectores que son papás y mamás- puedan leerle a algún ser querido en noches donde lo único que reconforta es un vaso de leche caliente, el abrazo paterno, una canción cantada al oído o un cuento leído con voz trémula. Llevo algunos capítulos, y para aquellos lectores de este blogg, y tomando en cuenta que no he escrito otra cosa para el mismo durante varios días, los subo con mucho gusto.


EL MISTERIOSO VIAJE DE MATEO

A mi hijo Mateo, quien vive cada día como si fuera el primero.
I
Nada más común para un niño que la sorpresa, la admiración ante las cosas que poco a poco va descubriendo. Mateo era un niño especial. Sentía curiosidad por todo. Lo mismo le atraía un caracol rebosante de baba, un origami, el sonido de la máquina de coser de la abuela, el latir del corazón de su padre al dormir, los labios redondos de su madre, la quietud de un atardecer sin ruido, las líneas desiguales de una pintura cubista, el sonido dulzón de los Pixies o la respiración cansina de Barrabás, su perro.
Una tarde, mientras recogía piedras en el patio de su casa, Mateo vio que Barrabás luchaba con furia contra algo que parecía ser nada. Barrabás se retorcía de un lado a otro mostrando sus poderosos dientes; retrocedía, avanzaba, gruñía y parecía como si algo lo molestara, como si algo le jalara la cola. Mateo, admirado e incrédulo, se acercó lo más que pudo y llamó a Barrabás dos veces:
-Barrabás, Barrabás, qué sucede.
Barrabás movió la cola, lanzó un gemido lastimero y se perdió entre la maleza del patio. De repente, las piedrecitas que Mateo tenía en las manos comenzaron o moverse inquietantemente, tomando un color rojizo y Mateo tuvo que soltarlas. Al caer, las piedras exhalaron un extraño aroma. Pronto, el aroma cubrió completamente a Mateo, quien luchaba con las manos en forma de aspas de ventilador para difuminar el olor. Fue imposible apartarse del lugar: en cuestión de segundos, Mateo cayó en un profundo sueño.



II
El sabor agrio de la lengua de Barrabás, lo despertó. Mateo no sabía cuánto tiempo había dormido; también no estaba seguro si lo que había vivido era una especie de sueño o era una realidad desconocida para él, algo que en el mundo de los “grandes” (pensaba) sucede a menudo: un perro que es molestado por algo que era nada y unas piedras que de pronto se tornan rojas y despiden un olor molesto.
Barrabás daba brincos alrededor de Mateo, mientras éste intentaba incorporarse. Le dolía la cabeza y tenía un pequeño raspón en la mejilla producto de la caída. No quería abrir los ojos por completo; temía encontrarse con algo extraño, un mundo mágico o un planeta lejano y misterioso. Pensó que al abrir los ojos un genio malvado le pediría su alma y él tendría que dársela sin remedio. Pensó en hadas y en gigantes de barbas largas, en duendes que brincarían sobre él enterrando sus piecitos en su cuerpo, en pueblos diminutos de gente diminuta. Nada de esto pasó, como comprobó Mateo al abrir los ojos a la cuenta de tres. Era el mismo patio salvaje y descuidado; la misma casa que se observaba a los lejos; el huerto era el mismo, con sus frutos maduros; Barrabás era el mismo, quizá un poco más juguetón que de costumbre; incluso él, al observar sus manos, palpar su cabeza y piernas, era definitivamente el mismo.
-Sé que no puedes responderme Barrabás; ojalá pudieras hablar y contarme qué ha sido todo eso, porque yo no entiendo nada.
Barrabás lanzó un ladrido y calló. A lo lejos escuchó a su madre llamándolo para comer. Mateo decidió tomar el incidente como un mal sueño del que no estaba seguro de haber despertado.


III
A la tarde siguiente, luego de regresar de la escuela, Mateo se internó en el patio. Quería recuperar sus piedras y de paso aclarar el misterio que lo había tenido impaciente toda la mañana entre una tanda larguísima de aritmética y otra no menos larga de gramática. Ató la cadena a Barrabás y se dirigió al patio, pero esta vez rodeándolo por el huerto, que era un camino más largo pero desde ahí podía sorprender a aquel o aquellos que le gastaron semejante broma. El huerto mostraba señales de no haber sido visitado en meses, quizá años. Pensó que desde la muerte del abuelo el patio, el huerto y la casa en general se deterioraban poco a poco sin que nada ni nadie pudiera detenerlo.
-Ojo avizor, Barrabás, ya verás que estos canallas no nos sorprenderán otra vez. Les tengo preparado una sorpresa de fábula. Tú nada vez avísame si ves algo y yo me encargo del resto.
Barrabás movió la cola y dio dos brinquitos graciosos en torno a Mateo. El huerto despedía un olor dulzón, parecido a la mermelada que cada año preparaba la abuela para Navidad y que Mateo devoraba con pedazos de pan con mantequilla y nata. Al pasar por un árbol no muy grande, que soltaba una savia amarillenta de su tronco, un cuervo los seguía con la mirada. Mateo se percató que el cuervo lo seguía directamente a él, evitando encontrarse con la mirada y los ladridos de Barrabás, que enseñaba sus dientes y su descontento. Mateo lanzó una piedra y el cuervo se marchó dejando a su paso un reguero de plumas negro mate.
El lugar donde había ocurrido el incidente parecía normal. Las piedras estaban en un pequeño hueco cerca de donde Mateo había caído. No fue difícil mater la mano y sacarlas. Eran piedras comunes y nada tenía que ver con piedras mágicas. Mateo las guardó en el bolsillo.
IV
Esa noche, Mateo estuvo pensando si todo aquello no había sido un mal sueño causado por sus lecturas de magos, piratas despiadados y brujas devora niños. Se dijo que no más, y guardó todos sus libros en el fondo de un baúl, regalo de su abuelo.
La mañana se presentó rara: una tormenta no era común en esa época del año. Una llamada del director de la escuela y asunto arreglado: Mateo tendría toda la mañana para él solo.
Por la tarde el tiempo cambió y los rayos solares inundaron el cuarto de Mateo, que dejó sus deberes escolares para salir a explorar nuevamente al patio. Barrabás lo esperaba el zaguán de la casa, con la correa en el hocico. A verlo, su padre, quien escuchaba un meloso disco de Pink Floyd, lo llamó:
-¿Dónde vas con tanta prisa, hijo?
-Voy al huerto papá, quiero pasear un rato a Barrabás, ya ves que aquí encerrado no ejercita sus músculos.
-Haces bien, Barrabás tiene que correr de vez en cuando. Espérame cinco minutos y te acompaño.
-No hace falta papá, yo puedo ir sólo además siempre voy, conozco muy bien el camino.
-Me hace falta un poco de ejercicio. Todo este trabajo en casa me pone los pelos de punta. Voy contigo.
Mateo no pudo decirle que no a su padre. Esperó en el amplio corredor, escuchando el trino de Eloísa y Abelardo, los cardenales que su madre atesoraba y cuidaba con esmero. Pipo, el viejo perico de su abuela que, según cuentas de su madre, debía tener más de treinta años, lanzo su grosería habitual dos veces seguidas, pero a la tercera vez Mateo escuchó o le pareció escuchar que Pipo le decía:
-Allá afuera, en el huerto, hay un gran destino para ti, el destino de las piedras rodantes.
Mateo se asustó y entró corriendo a la casa. Su padre lo vio atravesar la sala como un bólido mientras Barrabás lo seguía, moviendo un jarrón que casi se hace mil pedazos sino es por el tapete que cubría el piso. “Vaya muchacho”, pensó el padre de Mateo, “la próxima vez no me meto en sus asuntos”.
Varios días pasaron en los que Mateo estuvo pensando en las palabras de Pipo. Una y otra vez las articulaba hasta que por la repetición carecían de sentido. El sólo pensar en pasar por el huerto le producía un escalofrío que le recorría todo la espalda y se posaba justo en los dedos de los pies.
V
Los días pasaron y las vacaciones de invierno llegaron sin pedir permiso. Todos los años, la familia pasaba Navidades y fin de año en una playa escondida entre una selva tropical y cerros que partían el horizonte como líneas dibujadas por un pintor experto. Eran los días más felices de Mateo. Podía recorrer durante horas la playa, encontrando caracoles, estrellas de mar, restos de peces, corales multicolores, figurillas de madera que el mar, con toda su inmensidad, arrojaba hacia la playa; la brisa le acariciaba el rostro y la arena quemaba sus pies; las gaviotas se dejaban llevar por el viento, haciendo piruetas que Mateo fotografiaba en su mente. Más allá de la playa, iniciaba una cuesta que parecía no tener fin, y que, según su padre, era la puerta de entrada a la Sierra. Su familia llegaba primero para organizar los preparativos. En pocos días la casona de la playa se llenaba del jolgorio de los familiares que venían de todas partes del país. Mateo, el pensar en todos, se sentía feliz.
Todas las mañanas Mateo recorría los dos kilómetros de playa, a veces a pie, a veces montado en una bici con llantas gruesas que Barrabás seguía a toda velocidad. Le encantaba la brisa y el rugir del agua estrellándose contra las rocas. Pero aquella mañana de diciembre era distinta, y Mateo lo presentía. Había en el aire cierto dejo de extrañeza, un poco nublado pero principalmente todo parecía que no cabía en ese lugar, que se desbordaba en la playa e incluso en el camino interminable que conducía a la sierra. Mateo siguió avanzando, aferrado al manubrio de su bici, y con Barrabás al lado. Un poco más adelante, Mateo vio un par de piedras que brillaban con intensidad y destilaban una luz rojiza; ni siquiera su gran curiosidad lo hizo detenerse: pedaleó lo más fuerte que pudo hasta que las piedras se perdieron de vista. A una distancia considerable Mateo se detuvo. Una gran nube negra cubría el cielo; las gaviotas quisieron evitar cruzar por la nube pero fue imposible y se perdieron sin volver a verse. Todo se pintó de negro; la nube avanzó hasta Mateo, quien por más que pedaleó no pudo evitar ser envuelto. Había un fuerte viento dentro de la nube; Mateo distinguió luces que se perdían en su interior, objetos que giraban sin control. Las piedras luminiscentes giraban en torno a él hasta que una le dio en la frente, haciéndole perder el conocimiento. Mateo no regresaría a casa hasta muchos años después.


VI
Durante varios días todos los familiares de Mateo lo buscaron sin resultado alguno. Su padre había encontrado una vieja pulsera de cuero que Mateo no se quitaba ni para bañarse y que representaba un antiguo ritual maya. Las autoridades locales daban por hecho que Mateo se había metido al mar y quizá debido a su inexperiencia no había soportado la fuerza de las olas, llevándolo a una irremediable muerte. El padre sabía que Mateo no era tan ingenuo para meterse al mar sin la supervisión de un adulto, y menos con un clima poco favorable, aun y que Mateo sabía nadar muy bien. Se hizo el recorrido por varios días, revisando gran parte de la playa, al cabo de los cuales las investigaciones no arrojaron nada. Parecía como si a Mateo se lo hubiera tragado el mar.
A los pocos días, sin ánimos de nada, todos los familiares regresaron a sus casas. La madre de Mateo sufrió un colapso nervioso y el médico local le aconsejó tomar un respiro después de tanta agitación. A la tarde siguiente se marchó del lugar, prometiendo regresar una vez se sintiera mejor. El padre de Mateo decidió esperar, todavía conservando la esperanza que escuchara la voz de Mateo llamándolo.
Todas las mañanas el padre de Mateo hacía el mismo recorrido. Observaba todo, escuchaba el ruido marino, se detenía a rescatar peces arrojados a la playa y los regresaba al mar, su hogar, su destino. Por las tardes hacía figurillas de madera que tallaba con su vieja navaja, sentado a la sombra de una palmera poderosa. Casi no comía, o comía lo necesario. Alguna que otra tarde recibía visitas de familiares que venían a internar sacarlo de su letargo. Él los despachaba con una contundente pregunta:
-¿Qué hubieras hecho tú, en mi lugar, si tu hijo hubiera desaparecido así nada más y todavía albergaras la esperanza de que un día despertaras y todo hubiera sido un sueño terrible, un sueño demoledor pero, como todos los sueños, olvidable y nunca repetible?
-Probablemente lo mismo que tú.
Pasaron los meses y la madre de Mateo enfermó más y ya no pudo regresar. El padre se deprimió un pero, acostumbrado a la soledad, pensó que quizá era lo mejor. Había creado un itinerario diario que incluía su recorrido matinal por la playa y, en días donde su ánimo lo permitía, avanzaba en el camino hasta internarse en la sierra. Regresaba por la tarde y trabajaba en sus figurillas cuyo número crecía rápidamente.
Cierta tarde, mientras revisaba en una caja con pertenencias de Mateo, descubrió un diario. El diario que escribía Mateo y que detallaba sus hallazgos, sorpresas, tribulaciones y, finalmente, su encuentro con aquella sombra en el huerto. El padre leyó, asombrado, que Mateo padecía de fuertes temores por tal encuentro. Lamentó no haber sido más observador para intentar ayudarlo.
To be continued.






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