Con Martina bebía entrada la noche y luego cogíamos. De esa forma la noche se presentaba inmóvil durante muchas horas, fraccionada por no saber si su cuerpo estaba creando una realidad que era observada por ambos, o si esa pluralidad de opciones eran una sola y ya lo mismo daba si estábamos o no presentes, fornicando, tristemente ocupando un espacio perdido, y que ahora, despuès de abrirlo, se cerraba para siempre. Era estimulante olerla, aunque había noches donde la humedad de su cuerpo escapaba de manera brutal, que tal pareciera que esas emanaciones no pertenecieran a ese espacio cerrado, tan de ambos pero de ninguno. Yo le alcanzaba los cigarros y ella fumaba. El humo acentuaba la calidez, expandida através de su cuerpo por el mío, y dejaba una silueta multiforme reflejada por la luz del farol que penetraba por la habitación. Era una simple habitación de azotea que Martina compartía con dos amigas de su trabajo. Desde ahí era visible la Torre Latinoamericana. Por alguna extraña razón, en ese tiempo no comprendido por ambos (aunque si Martina sigue por ahí dando fuertes bocanadas a su cigarro y bebiendo grandes cantidades de vodka, tendrá una mayor perspectiva para entenderlo por eso de la suspicacia de las mujeres, de ese sexto sentido que no es otra cosa que una comprensión absoluta de la realidad), tratábamos de hablar lo menos posible. Acaso algunos gestos propios de la excitación sexual, y de las obvias palabras al sentirla dentro de mí y viceversa. Algunas noches simplemente era reirse. Era poner unos discos tristones y fumar. El rostro de Martina, inexpresivo y común, era de una tristeza ridícula y a mí me recordaba mucho al rostro de Buster Keaton. Una vez la llevé a ver La Generala a la Cineteca Nacional y ella rió mucho porque reconoció que su rostro era parecido al de Keaton. La luz distorcionaba su rostro. Yo le decía que, a parte de Buster Keaton, tenía el rostro de alguno de esos personajes retratados (y distorcionados) por Modigliani, y Martina, como halagada, me reclamaba que se sentía halagada no por el hecho de que su rostro se pareciera a esas mujeres pintadas por Modigliani sino porque sabía que si conocía a Modigliani o Klee o Renoir era porque ella había decidido enseñarme algo de arte por medio de charlas o de silencios, de escapadas a alguna galería, con lo que me quería decir, de pasada, que yo era un imbécil (cosa que acepto). Ella reía y me veía enrojecer y hacer un gesto de disgusto y justo cuando quería replicarle, colocaba suavemente su índice derecho en mi boca y yo entendía que era hora de cambiar de tema y de cambiar de disco. Así estuvimos nueve meses. Un tarde, mientras la esperaba a la salida de su trabajo (trabajaba en un mix-up de Tlalpan y estudiaba Arte los sábados), me dijo que quería hablar conmigo. Cenamos hamburguesas y coca-colas en un viejo cafetín del Metro Hidalgo. Yo le contaba de mi día en la Universidad, un día oscuro y olvidable como todos los que pasé ahí. Ella me contaba de una pequeña riña con una cajera de la tienda, y me enseñaba un breve boceto de su sobrino que había hecho la noche anterior. Era una excelente dibujante. O cuando menos a mí me lo parecía. Terminamos de cenar, ella pagó (yo era más pobre que una rata, o más pobre que ahora, por decir) y ya de camino a su departamento de azotea me dijo que debíamos terminar. El latigazo casi me derrumba. Me mostró una carta que no quise leer y que ella leyó algunas líneas en donde alguien explicaba que su madre estaba algo enferma y debía regresar a Guanajuato. Le repliqué que no era posible que justo ahora se marchara. Ella sólo dijo que las cosas así eran y no se podían evitar. No recuerdo si dijo que me quería (talvez lo imaginé o quise imaginarlo) lo que sí recuerdo es que, enceguecido por el amor, le rogué cien veces que se quedara. Me dijo que lo sentía. Me dijo que el sábado se iba a las tres de la tarde a Guanajuato, por si quería ir a despedirla. Era un jueves nublado y frío de noviembre. La última vez que la ví, llevaba un gorro beige con el pelo suelto, guantes a medio dedo, chamarra de mezclilla y una pequeña mochila que yo le había regalado. Su rostro, como de costumbre, parecía triste. La vi voltearse, lanzarme un beso y entrar a la estación del Metro Hidalgo. Nunca más la volví a ver.
Como cuento tremendista kafkiano, donde las cosas pasan y ya. Delicioso como siempre.
ResponderEliminarYo era mas pobre q una rata! eso me identifico con el relato casi inmediato e inexorablemente.
Viruz MT